«Mat Molina ha sido etiquetado en tres fotos por Paula Marín». Dos caras bronceadas y relajadas, dos gorros de paja, un cóctel margarita en cada mano y dos macabras sonrisas inmunes al daño que me han causado. Ahí están Mat y Paula, posando relajadamente para la cámara.
Justo cuando creo que voy a explotar en un llanto que durará días, oigo cómo Irene cierra el grifo de la ducha, y eso me desconcentra. Intento salir lo más rápidamente posible de la maldita red y me pongo de pie sin saber muy bien adónde ir.
—¿Qué haces, cielo? —me pregunta Irene, envuelta en una toalla, aún empapada y dejando las huellas de sus pies en el mármol.
No es que yo sea una tiquismiquis de la limpieza, pero existen unas normas en mi casa que son difíciles de negociar. Mat ya se las ha aprendido y no le he dejado pasar ni una desde el primer día que entró en esta casa. Recuerdo que me decía: «Me pones cuando te haces la dura». ¿Dura yo? Si le he perdonado cosas mucho peores.
—Irene, no te enfades, pero vuelve a secarte en el aseo que estás ensuciando el suelo —le digo con calma aparente.
—¿Con agua? —suelta ella, haciendo caso omiso a mi advertencia y dirigiéndose a la habitación.
—No, Irene. En mi habitación hay parquet. Te lo digo de verdad. —En mi tono se nota cómo la cosa va en aumento y voy perdiendo la paciencia—. ¡Vuelve al aseo, leches! Y la próxima vez intenta secarte y cambiarte en el mismo lugar. ¿Tan difícil puede ser una cosa tan simple?
—¿Katia, estás bien? ¡Vale, vale!, ya voy, quejica —añade ella mientras se dirige al baño de puntillas.
—¡¿Quejica yo?! Si sabes que no se fuma dentro de casa; que si se coge algo de la cocina se vuelve a dejar en el mismo lugar o en todo caso en el lavavajillas, ¡y que existen dos sillas —exclamo, indicando la cantidad con la mano—, una con ropa limpia y otra con ropa de un uso, que no se mete en el armario! ¡Y que de la ducha no debes salir mojada, porque para eso hay una alfombra azul suave en la que posar tus pies! ¡¿Lo entiendes?, maldita sea! ¡Tan difícil es!
He gritado mis estúpidas normas a la única persona que me está cuidando desde hace días, y en seguida me arrepiento.
—Katia, ¿qué te pasa, reina? Dime la verdad: no es por las huellas, ¿no es cierto? Ahora pasamos la fregona; no te preocupes. Dime qué te pasa.
—Nada, tía. Es que la casa es un desastre. Hace días que no hago nada. Es que soy una inútil —confieso a Irene aún de pie, y empiezo a permitir que alguna lágrima resbale por mi rostro.
—Ya —responde Irene, abrazándome con un brazo, mientras que con el otro sostiene la toalla.
—Déjalo, no me abraces que es peor. Sí, es peor. ¿Y sabes qué es peor? Que seas tú la que me abrace.
—Katia…
Irene suspira mientras yo me resisto a su abrazo.
—Él estará abrazándola a ella. El maldito cabrón está de vacaciones. Están gozando de unas semanas en un crucero. ¿Lo entiendes? Me prometió que íbamos a estar juntos, que seríamos inseparables. Juntos, ¡joder!, juntos para siempre. ¡Lo odio, de verdad!
—Ya, cariño. Lo sabía, pero no he querido decírtelo.
—Me iba a enterar de todas formas, da igual. ¿Sabes una cosa? Cuéntame lo que quieres hacer hoy, además de pasar la fregona por casa —digo, haciéndome la dura y compartiendo un chiste para cambiar el ambiente.
—Oye, que acabo de salir de la ducha. Si paso la fregona ahora, sudaré un montón. A lo nuestro. Quiero que nos pongamos nuestros mejores vestidos; bueno, tus mejores vestidos —me dice Irene con tono pijo— porque los exclusivos están en mi casa. Veamos, ¿qué trapitos de nivel tienes aquí?
—No me has dicho aún adónde vamos —resoplo como una niñata, ya de mejor humor.
—Te explico. Consta de tres objetivos, y para considerarlo una misión cumplida, hay que conseguir al menos dos —dice Irene—. Te prometo que podrás apuntarla en tu lista de tus treinta años a lo loco.
—¿Consta de tres objetivos? —Suelto una carcajada—. Ya te lo he dicho: no tengo una lista.
—Tú confía en mí. ¡Vamos a arreglarnos para estar monísimas!