Después de devorar la compra decido llamar a Irene.
Lo he estado evitando porque no quiero saber las malas noticias que pueda darme, que ya me imagino. Pero echo de menos a mi amiga y me puede la curiosidad.
—Irenuchi, ¿qué tal?
—Katia, madre del amor hermoso, por fin, reina mía. ¿Dónde estabas? ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no respondes a mis llamadas?
Oír su voz e intentar responder a sus preguntas me hace revivir mis últimas horas con Mat. No he tenido otra opción que colgar la conversación y quedarme unos minutos paralizada.
Mi móvil suena con fuerza y en la pantalla aparece la foto de Irenuchi sonriente y sacando la lengua. Una, dos, cuatro llamadas pérdidas.
¡Venga, Katia, tú puedes! Vuelvo a llamarla.
—Irene, soy yo.
—¿Estás en tu casa, cariño? ¿Quieres que hablemos? —dice ella con un tono preocupado.
—Sí —respondo entre lágrimas.
—¿Sí a qué…? ¿Voy a verte? —contesta ella, agobiada por la situación.
—Sí, ven. Te necesito.
Después de enterarme de que el zángano no sólo no ha renunciado a su puesto en la empresa, sino que él y Paula se cogen dos semanas de vacaciones, deseo morir. Pero deseo una muerte rápida, de ésas de las que no te enteras; ya bastante dolor me he infligido yo sola metiéndome en una relación que únicamente me ha traído disgustos.
Me odio y odio quererle. Tendría que existir una aplicación, ahora que el mundo se mueve por aplicaciones, que te permitiera desinstalar de tu cerebro todos los recuerdos malos. Porque fijo que yo le borraría a él; escribiría «Mat Molina», y a la mierda.
Pasada una semana Irene casi se ha trasladado a mi pisito, sólo que ella aún va a trabajar, y yo todavía no me he propuesto nada en mi vida. ¡Quiero morirme!
Eso que hablan de la muerte dulce, pues eso: encenderé el gas de la cocina, y ya veremos. Aunque eso de llamarla dulce; me imagino más bien atiborrándome a cupcakes hasta que un red velvet se pegue a mi paladar y me impida tragar, ahogándome atragantada con el sabor más goloso del mundo y así poder morir sin culpa.
Transcurridos tres días más, Irene viene del trabajo directamente a mi casa, pues dice que teme por mi vida y no quiere dejarme dormir sola. «Pues tendremos una muerte dulce las dos», pienso.
Luego, la observo mientras se quita los zapatos, abre el balcón y enciende un cigarrillo para cada una. ¡Cuánto la quiero!
¡Qué aire veraniego se respira fuera! Casi estoy tentada a salir de mi piso y deambular un poco por la ciudad.
—¿Quieres que bajemos? —pregunta, adivinando mis pensamientos.
—Venga, va… —contesto, disimulando mi entusiasmo.
—¿Cómo vas con eso de tus aventuras antes de los treinta? —indaga, más ilusionada que yo misma.
—¡Ah, eso! Nada, ya lo he dejado. No estoy de humor para hacer la adolescente.
—¿Cómo? —suelta, casi enfadada—. Es lo único que me has contado con una sonrisa de oreja a oreja. ¿Y tu experiencia de ladrona? ¡Cuánto nos hemos reído!
—Sí, tienes razón, pero no sé… ¿Qué propones? —le digo con pocas esperanzas.
—No sé, cariño. Deberías tener una lista o algo así.
—Te he dicho que yo no estoy para esas cosas. Si surge algo, lo hago; si no, me da igual.
—¡Ok! Tengo una idea, pero me tienes que prometer que no te arrepentirás en el último momento —comenta, ansiosa, mientras coge su móvil y se encierra en el baño.
—¡Espera! ¿Qué haces? ¿Qué haremos? ¡Irene, Irenee, Ireneeeee…! —le grito desde la puerta del aseo, pero ella se escabulle con rapidez.