Y para empezar fuerte, he decidido que la primera llamémosle hazaña sea… robar.
¡Que sí! Voy a convertirme en una ladrona. Es algo que jamás he hecho y que nunca he pensado que me atrevería a hacer por razones éticas, pero al cuerno con las normas.
¡Ojo!, tampoco quiero ir a la cárcel y que mis últimos meses antes de los treinta sean un horror. La idea es robar algo concreto, y no cualquier cosa al azar; planificar el abordaje.
¡Allá voy! Entro en el supermercado, uno de esos que están abiertos las veinticuatro horas y venden de todo: comida, pelis, libros, complementos, etcétera.
Hay mucha gente, pero desperdigada. ¡Qué bien!
Voy supermona: camiseta estilo mariposa ajustada, pantalones cortos y sandalias que dan vértigo. Llevo en mi bolsillo algunos eurillos, la tarjeta de crédito y una foto. Estos tres objetos son mis cómplices.
Cojo una cesta pequeña y meto en ella un pack de yogures griegos, un bote de cola light y una bolsa de patatas fritas onduladas; todo esto lo pagaré. Me acerco a la zona de los complementos muy decidida, aunque por dentro esté hecha caquitas.
Escojo una cartera azul oscura con florecillas mientras hago que hablo por el móvil. Con unos movimientos rápidos, logro quitarle la etiqueta, miro de reojo hacia los lados y ningún ser humano se percata.
Disimuladamente sigo mirando gafas, me pruebo una, dos, mientras guardo con sorna en mi nueva cartera azulita el dinero, mi tarjeta y la foto.
¡Ay, soy una ladrona!
Me acerco a la caja. Confieso que no es la cartera más bonita del mundo, pero es que estoy tan nerviosa, e interpretando a una mujer adulta, que no he podido elegir con más calma.
Sé perfectamente que apenas salga de aquí, me comeré el yogur de golpe, me beberé la cola casi sin respirar, así caliente y todo, y devoraré con ansia las patatas, una tras otra, para terminar inevitablemente en el váter con descomposición; pero en este momento debo lucir serena.
Me dirijo a una caja en la que hay un chico, que con cara de cansancio me pregunta si deseo una bolsa. Le digo que sí mientras abro la cartera y cojo dinero para pagar. Mis manos tiemblan.
El chico sigue impasible. Me da el cambio y continúa atendiendo a la persona que está detrás de mí.
Me estoy acercando a la puerta de salida, sonriendo con picardía…
¡Mierda, mierda y mierda! ¡Suena la alarma!
—¡Señora! ¡Señora! —me grita el cajero.
En este momento de pánico, puedo ver cómo mis veintinueve años pasan delante de mí, enfadados.
¿Qué pasará? ¿Iré a la cárcel? Lo he echado todo a perder.
Me vuelvo con cara de misericordia, mientras que el cajero, que sigue trabajando en lo suyo, sin mirarme, me suelta:
—No se preocupe. Pasa siempre. Va mal esa cosa…
¿¡¡¡Quééééé!!!? Pongo mi mejor cara y me marcho teatralmente, haciéndome la ofendida.
Salgo del supermercado siendo otra. Esa placentera sensación y esa adrenalina que te da el hurto te lo quita en un instante una maldita alarma.
En fin, soy una ladrona, ladrona por un día.
Nota mental: la alarma ha sonado porque los productos llevan dentro una especie de etiqueta plateada que es otra alarma. ¡Qué novata soy!
En verdad vuelvo a casa muy contenta. Subo las escaleras como una moto a causa de la adrenalina que aún produce mi cuerpo mientras picoteo las patatas fritas onduladas.
¡Oye! Todo un logro, rubia. Me animo por no haber mirado ni un instante el maldito móvil; eso ya es un paso avanti. Pero ¡zas!, de repente lo miro. Nada, me retiro la felicitación. Estoy dispuesta a comerme con sentimiento de culpabilidad el pack de yogures griegos. ¿Los cuatro? No, qué va; sólo dos y con cucharaditas de cacao.