No sé qué hora de la noche es, pero oigo de nuevo la cerradura. Mi corazón late con fuerza y todos mis sentidos se activan.
—Cielo, cuqui, cari, soy yo, ¿dónde estás?
La única persona en el mundo que me llama «cuqui» e irradia dulzura no es otra que mi maravillosa amiga Mónica, que tiene una copia de las llaves de mi casa porque soy un desastre y necesito que alguien conserve un juego por si acaso.
—¡Qué haces ya en la cama! ¿Y con pijama? —grita al verme.
—Mónica —contesto a duras penas, con voz quebrada.
—¿Qué ha pasado? No, no y no, no me lo digas. No puedo creerlo. Bueno, es que no quiero saberlo; es que no y no.
—Sí… —se me escapa entre lágrimas.
—Es que es un cabrón, el peor de todos los tíos del mundo, yo no sé, cuqui, no te entiendo —dice mientras me estruja en un abrazo—. Levanta, que te preparo un té, y ya sabes que tienes que cambiar, cambiar ya.
—Tengo hambre —confieso.
—Cielo, ¿desde cuándo estás en esta cama? —pregunta, horrorizada, al encender la luz.
—No sé. Desde ayer, creo. Voy a darme una ducha. Prepara algo para cenar, porfa. ¡Qué bien tenerte aquí! —exclamo, y suspiro sonriendo.
—Pido una pizza mediana y la compartimos. ¿Carbonara o boloñesa?
—Lo que tú quieras… —respondo, buscando mi móvil con la mirada.
Mi decepción crece al reconocer que sigo siendo la misma o más tonta: no tengo noticias de él, y es lo único que deseo.
—Pues mejor mitad y mitad —continúa diciendo Mónica, y llama a la pizzería.
Ya es domingo, y yo adoro los domingos; es el día clave para emprender la semana con ánimo, aunque mi entusiasmo está por los suelos.
Mónica se ha ido por la mañana y, a pesar de que su príncipe de dos años, que trajo su padre por la noche, nos quitó un poco de privacidad y tranquilidad, pude contarle a medias lo que había pasado con Mat.
Mientras bebo mi café recuerdo que he tenido un sueño revelador que me ha cogido desprevenida: una niña preciosa saltando a la comba y cantando una canción infantil. Y aunque no tenga nada de premonitorio, o al menos yo no lo sé interpretar, no existe remedio más curativo que las canciones infantiles.
Lo he notado con Mónica y su niño, en la mirada de amor puro que les nace de manera natural cuando él llora por cualquier demanda y ella le canta una canción. El pequeño automáticamente da palmitas y sonríe. Pues eso mismo: yo necesito mi canción.