Mi casa, tu casa, ¿nuestra casa?

Cenamos en un italiano de lujo, y mientras bebemos un vino de muerte no paramos de hacer planes y reírnos.

Lo único raro es que Mat no deja de ojear su móvil; lo noto tenso. Cuando me dirijo al baño, compruebo que habla con alguien por teléfono.

No me aguanto y pregunto. Él, quitándole importancia al asunto, me dice que era su madre, que no se encuentra bien. La mujer es mayor. Pienso que tengo ganas de conocer a todos a sus amigos y a su familia.

—¿Quieres que te acompañe a verla? —pregunto con generosidad.

—¿Ahora? ¿Estás loca? —contesta con desprecio.

—Vale, entiendo —le corto con un nudo en la garganta.

—¿Qué es lo que entiendes? ¿De qué diablos hablas? No empieces… Mira, me duele tanto la cabeza que pienso que me va a estallar en cualquier momento —dice, alzando la voz.

—No me amenaces —replico mientras siento cómo se desliza una lágrima por mi mejilla.

—Princesa, perdona, estoy muy cansado. ¿Vamos a tu casa?

—Sí, claro, a nuestra casa. Podrías mudarte unos días hasta que encontremos algo más grande para los dos. Tu piso es muy pequeño y el mío tiene un balcón que es innegociable —respondo en tono amable y perdonando sus maltratos habituales.

—Tú y tus manías. «Se fuma sólo en el balcón» —suelta, imitando mi tono de voz—. A ver si cedes con alguna de tus severas reglas, princesita —continúa entre risas, cambiando rápidamente de actitud.

—Ya te he cedido tres años, cariño mío. No puedes pedir más.

—Vámonos, que ya empiezas otra vez —concluye Mat.

Llegamos a casa, nos lavamos los dientes, nos ponemos el pijama —él tiene ropa en casa— y nos acostamos a dormir. Ya no somos los antiguos amantes que se devoraban con la mirada.

Y pensar que estaba tan ilusionada con este día y ha terminado siendo un viernes más.

Pero en mitad de la noche, como un animal, me despierta, me abre las piernas sin preguntar, me introduce su pene duro y excitado, y comienza a moverse velozmente.

—¿Qué haces, Mat? —pregunto, adormilada.

—Estoy contigo. ¿No es lo que quieres? —responde, irritado, como si me estuviera haciendo un favor, favor que yo no deseo y que mi cuerpo rechaza quedándose inerte.

Su móvil es lo único que ilumina la habitación, pues aunque está sin sonido no deja de vibrar… En mitad del acto y con su sexo dentro de mí, coge su teléfono:

—¡Paula, ¿qué coño, quieres?! —grita, enfadado.

No entiendo qué está pasando ni qué le ha dicho Paula al otro lado, pero oigo como un lamento, e inmediatamente Mat añade:

—Voy para allá.

Éstas han sido sus últimas palabras. Ha seguido moviéndose sin más hasta saciarse. En pocos minutos, se ha quitado el preservativo, se ha vestido y ha vuelto a dejar mi hogar.

La habitación sigue a oscuras hasta la otra noche. Me acurruco en posición fetal en mi cama, con la vagina ardiendo de dolor y el alma rota. Lloro todo el día, hasta en mis sueños.