Ésa fue mi primera noche con él, con Mat, que se convertiría en mi vida entera. El dueño de todos mis sueños, de efímeros momentos felices y de largos días de amargura.
Lo pienso siempre. En la primera cita tuve todas las señales sobre cómo progresaría la relación, pero una suele estar cegada por eso que llaman amor, y en esas fases locas de enamoramiento, sólo queda la resignación.
Fue una especie de flechazo, y como la palabra lo indica, me clavó la flecha rompiéndome el corazón en mil pedazos.
—Me tengo que ir, pero tú puedes quedarte, preciosa. Hasta las dos la habitación está pagada —comentó él por lo bajito a pocas horas de que amaneciera.
Yo estaba casi dormida, así que preferí quedarme y ver nacer los rayos de sol desde la ventana de un décimo piso y en una cama desconocida. No le respondí. Estuve en silencio durante varias horas.
Recordaba el tacto de su piel y llevaba su olor por mi cuerpo, pero aun así no me sentía para nada feliz. Estaba herida por su último comentario. ¡Qué ilusa había sido! Yo esperaba que se quedase a dormir conmigo, pero era obvio que debía volver con la otra. Bueno, con su novia; en realidad la otra era yo.
Todo ese malestar se desvanecía cuando yo volvía a sus brazos y me llamaba princesa otra vez.
Con el tiempo me acostumbré a los viernes relámpago y a los diferentes hoteles, que, a medida que pasaba el tiempo, descendían de categoría.
Al cabo de un año, nuestra relación —sí, yo le llamo relación y no me odiéis— era insostenible. Le di el primero de mis muchos ultimátums, pero lo único que logré fue conocer su piso de soltero y, ¡oh!, tener una maldita copia de su llave.
La relación siguió de la misma manera. Él conocía a mi familia, mis amigos y era mi novio para todo mi sector social, pero sólo y exclusivamente el mío. Yo no conocía nada de él, exceptuando, eso sí, el pisito que al poco tiempo me tocó limpiar, ordenar y convertir en el nidito de amor que añoraba tener.
Nos veíamos puntualmente todos los viernes. Poco después me enteré de que era porque Paula ese día acudía a clases de salsa en una escuela de baile que luego se convertía en un pub. Ella se quedaba bailando hasta el amanecer con sus compañeros en plan «vamos a demostrar todo lo aprendido a los pobres novatos».
Yo rezaba cada noche para que conociera a un colombiano gracioso o un cubano sabrosón que le diera salsa, merengue y chachachá por todo su cuerpo para poder librarme de ella.
En fin, mi novio me ha ido prometiendo una y otra vez que la dejaría, pero nunca lo ha hecho, aunque este año es diferente. Le he dado el ultimátum final, y en esta ocasión es de verdad.