¿Y quién es él? Él se llama Mat y es alto, delgado, guapo, simpático; vamos, un perfecto cabrón. Las tenía a todas locas en la oficina; bueno, nos tenía a todas locas. Siempre de buen humor, con sus mejores galas y con abundante perfume se paseaba por la oficina coqueteando con unas y otras.
Pero entre nosotros había algo más. Yo lo notaba y él lo sabía. Siempre que me miraba, yo no bajaba la mirada, le provocaba. Todo el tiempo mis ojos le gritaban: «¡Te voy a comer, te voy a comer…!», en plan loba feroz.
Hasta que me lo propuse: él iba a ser mío.
Un día, a los pocos meses de nuestros típicos encuentros de los viernes, Irene se acatarró; en realidad, hacía dos días que no asistía al trabajo. Pero ¡no me desanimé! Al contrario, lo había planeado todo. Esa noche me depilé entera, me embadurné todo el cuerpo con mi crema preferida de melón y me puse mi mejor conjunto íntimo.
Me presenté a trabajar con coraje, dispuesta a todo. Mi atuendo era formal, pero altamente provocativo: una falda tubo negra, mis tacones de piel brillante, una camisa de gasa rosada, a través de la cual se transparentaba un sujetador sexy, y encima una americana estrecha y corta que dejaba lucir mis caderas cuando me contoneaba al andar de lado a lado. Había cuidado mi imagen a la perfección; hasta el maquillaje estaba calculado. Tenía unos labios finos, por ello debía marcarlos con un lápiz gel oscuro para acentuarlos; en cambio, con mis ojos grandes sucedía lo contrario: no debía maquillarlos en exceso. Por supuesto, añadí un poco de colorete en los pómulos para definir los rasgos de forma elegante, y ¡tachán!, estaba hecha una artista. No me importaba el qué dirán.
Hasta el conserje de la oficina, un señor menudito de unos sesenta años, me saludó con entusiasmo. Fijándose en mi abundante delantera, le regaló un «buenos días» muy sonriente directamente a mis tetas.
Pensar que en mi adolescencia no paraba de esconderlas, de apretujarlas y de odiarlas. Pero hace unos años descubrí que eran una virtud femenina y una de mis armas de seducción; sin ser vulgar, está claro, se muestran un poco mediante un sutil escote.
¡Por fin había llegado el viernes! Esa mañana Mat pasó por nuestro despacho a saludar y me preguntó por la salud de Irene. Le confirmé que ella hasta el lunes no se incorporaría. Y cuando le iba a dejar caer que igualmente bajaría a por mi caña, él ya había cerrado la puerta.
No me desmoralicé, aunque confieso que el día se me hizo eterno. No curré nada de lo mío. Me pasé las horas deambulando por las redes sociales. Odiaba entrar en su perfil porque estaba siempre con Paula, así se llama su novia; bueno, su prometida y mi jefa. La jefa de todos, heredera de la marca Petit Bisous y multimillonaria.
Lo peor de todo era que Paula, además de celosa y gruñona, era guapísima. Yo le envidiaba su altura. Deseaba tener esas piernas largas y estilizadas; su cara bonita, con sus ojos azules grandes y bien delineados; su boca rosada y carnosa, y su tez blanquísima, sin antecedentes de acné o pecas.
Apagué el ordenador, respiré hondo y salí de la oficina. Me senté sola en el bar por primera vez en meses, y sentí que echaba de menos a Irene. De todas formas, no dejaba de lanzar miradas furtivas hacia la puerta de entrada, esperando que Mat apareciese.