Yo llegaba a la empresa con mis veintiséis añitos recién cumplidos y la ilusión de demostrar mi talento, y también, está claro, de conocer a mis nuevos compis de trabajo. ¡Fiestaaaa!
Después de numerosas entrevistas, quedaron sorprendidos, o al menos eso dijeron, por la calidad de mi book de diseños; al parecer, transmitía dulzura y diversión, clave fundamental para que la ropa de un niño deslumbre. Mientras me contaban esto, yo no me enteraba de nada; sólo quería que me dieran el puesto de trabajo, y ¡así fue!
La marca para la que trabajo es bastante particular, muy colorida y llena de animales ojipláticos, que son mi especialidad. Me encanta mezclar animales en los minipantalones o en los pijamitas.
Mi compañera se llama Irene, y compartimos despacho y cotilleos. Es una diseñadora con mucho glamour, aunque luzca una melena rubia de corte carré y un flequillo ¡negro azabache! Eso hace que destaque entre la multitud. ¡Oh, my God!
Después del trabajo, todos los viernes tomamos juntas unas cañas y una tapita obligada, santo remedio para que no se nos suba el alcohol a la cabeza. Llevamos toda la semana reprimiéndonos, casi sin comer, por culpa de las exigentes dietas a las que nos sometemos: «¿¡Cómo perder tres kilos en una semana!?», o «¡Los secretos adelgazantes del salvado de avena!». Pero nuestros viernes son diferentes. Sabemos que al salir devoraremos un montadito y beberemos unas deliciosas cervecitas frías. Aunque todo tiene un límite. Cuando estamos a punto de pedir la tercera, nos miramos y decimos a coro que ¡noooo!, y cada una derechita a su casa.
Tenemos un máximo permitido de dos. Si existiera la posibilidad de beber una tercera cerveza, pediríamos otra bebida más fuerte porque querría decir que ¡aquí hay tomate!
El detalle más importante de nuestro relax después de una intensa jornada de trabajo, seguido a rajatabla casi desde la primera semana, era la aparición de nuestro jefe de marketing, que a mí me hacía temblar las piernas.
Él entraba en el bar todos los viernes, se bebía una Budweiser de pie en la barra, nos saludaba con un guiño y nos dejaba pagada la cuenta.
A medida que esta situación se repetía, yo ya no esperaba otra cosa que ese día a esa hora. Me derretía mientras observaba que él, con su pelo rubio dorado, sus ojos pequeños color miel, su altura —pues es muy alto— y su cuerpo de grito desaforado, moldeado por el gimnasio y envuelto en elegantes trajes ejecutivos, dejaba la americana sobre su maletín y se acercaba a nosotras.
Todos mis sentidos se aguzaban con cada paso suyo. Él nos preguntaba cómo había ido la semana, soltaba algún chiste y nos robaba con picardía una aceituna para luego despedirse, a veces hasta con dos besos a cada una.
Y a mí el mundo, la política, la empresa y los nuevos clientes me daban igual; sólo me importaba él. Lo deseaba. Quería salir un viernes de aquel bar de su mano y tirármelo en su coche.
Irene no dejaba de repetirme que no me metiese en líos, que era el novio de la hija del omnipotente señor Marín y que esa zorra no me iba a dejar salirme con la mía. Era por todos sabido que se comportaba como una mujer muy celosa y lo controlaba a sol y sombra. Pero inmadura como era yo en esos tiempos, el fruto prohibido aún me excitaba más. Se había convertido en mi obsesión. Quería robárselo, quería tenerlo.