Al abrir la puerta de mi preciosa y minúscula casa —no lo digo con sarcasmo o ironía, es un piso muy, pero que muy pequeño—, lo primero y lo único en lo que pienso es en bajarme de mis enormes tacones. Vivo, ando, corro y bailo con tacones; aunque los sufra y sean un castigo para mi espalda y mis piernas, e incluso me causen un sinfín de jaquecas, ¡a mí me chiflan! Pues sí, me encantan y los llevo con amor.
Son mi fetiche particular. Tengo infinitos pares y la causa principal es mi metro cincuenta y siete; bueno, cincuenta y cinco; venga, más o menos… ¡Vaaale, cincuenta y tres! Por tanto, siempre encuentro razones para comprar más y más; los necesito.
Los elijo de todos los estilos y formas, para tener la seguridad de que al abrir mi armario encontraré el par perfecto para cada ocasión.
Enciendo un cigarrillo y me pongo filosófica… No sé por qué, pero fumar hace que me sienta interesante. Pienso que en el amor la cosa es de dos, exactamente como la cantidad de zapatos que puedes llevar a la vez; que en ocasiones el amor hace daño, o casi siempre, y mis tacones también. Los nuevos pueden hasta hacerte sangre, pero siendo algo más frívola estilizan mi imagen, y cuando piso con fuerza, a la par que con cautela, me siento segura, algo que con el amor no me sucede; al contrario, estoy siempre perdiendo el equilibro y tropezando.
Tacones: mil, amor: cero.
La verdad es que hace tres años —unos complicados tres años— que tengo un medio novio. Es decir, él es mi novio, pero yo no soy su novia porque él tiene una novia que no soy yo. No la quiere, eso está claro, pero tampoco puede dejarla.
Es un tema complejo, pero sé con certeza que este año será el definitivo y que, por fin, viviremos juntos en un nuevo piso precioso con una terraza enorme y florida, con una piscina de agua cristalina, varias habitaciones espaciosas y luminosas y hasta un perro maravilloso en el jardín. ¿He dicho perro? ¡Si hasta puede que tengamos un hijo! Aunque antes de nada me encantaría viajar con él, recorrer el mundo cogidos de la mano dispuestos a convertirnos en intrépidos exploradores.
Hace años que no salgo del país, que no cojo una maleta y me dirijo al aeropuerto con espectaculares gafas negras hacia un destino idílico. Estoy harta ya de estos últimos calurosos agostos en los que me encuentro agonizando en esta ciudad de cemento.
¡Ommmm! Positiva. Este año será diferente. Él me lo ha prometido.