CAPÍTULO VII

El adulto infantil

En muchos aspectos, el juego de los niños es similar a la lucha de estímulo de los adultos. Al ocuparse los padres del niño de sus problemas de supervivencia, a éste le queda una gran cantidad de energía sobrante. Sus actividades lúdicas le ayudan a quemar esta energía. Existe, sin embargo, una diferencia. Ya hemos visto que hay varias formas de desarrollar la lucha de estímulo adulta, una de las cuales es la invención de nuevos modos de conducta. En el juego, este elemento es mucho más fuerte.

Para el niño que se encuentra en período de crecimiento, cada acción que realiza constituye, virtualmente, una nueva invención. Su ingenuidad ante el medio ambiente le fuerza, con más o menos intensidad, a sumergirse en un continuado proceso de innovación. Todo es nuevo. Cada lance del juego es un viaje de descubrimiento: descubrimiento de sí mismo, de sus posibilidades y capacidades, y del mundo que le rodea. El desarrollo de la inventiva puede no ser la finalidad específica del juego, pero es, sin embargo, su característica predominante y su bien más estimable.

Las exploraciones e invenciones de la infancia suelen ser triviales y efímeras. En sí mismas, significan muy poco. Pero si puede impedirse que los procesos que implican —el sentido de extrañeza y de curiosidad, el impulso de buscar, hallar y poner a prueba— se desvanezcan con la edad, de modo que continúen dominando la adulta lucha de estímulo, prevaleciendo sobre alternativas menos recompensadoras, entonces se ha ganado una importante batalla: la batalla de la creatividad.

Muchas personas se han devanado los sesos en torno al secreto de la creatividad. Yo sostengo que, básicamente, no es más que la prolongación a la vida adulta de estas vitales cualidades infantiles. El niño formula nuevas preguntas; el adulto contesta a preguntas viejas; el adulto infantil encuentra respuestas a preguntas nuevas. El niño es inventivo; el adulto, productivo; el adulto infantil es inventivamente productivo. El niño explora su medio ambiente; el adulto, lo organiza; el adulto infantil organiza sus exploraciones y, poniéndolas en orden, las vigoriza. Él crea.

Vale la pena examinar este fenómeno con más detenimiento. Si se coloca un joven chimpancé, o, un niño, en una habitación con un único y conocido juguete, jugará con él durante algún tiempo, y luego perderá el interés. Si, por ejemplo, se le ofrecen cinco juguetes en lugar de uno, jugará primero aquí, luego allá, moviéndose de uno a otro. Para cuando vuelva al primero, el juguete original le parecerá «nuevo» otra vez y merecedor de un poco más de atención. Si, por contraste, se le ofrece un juguete nuevo y desconocido, éste atraerá inmediatamente su atención y producirá una poderosa reacción.

Esta respuesta de «juguete nuevo» es la primera característica esencial de la creatividad, pero sólo constituye una fase del proceso. El intenso impulso exploratorio de nuestra especie nos lleva a investigar el nuevo juguete y a probarlo en todas las formas que podamos imaginar. Una vez que hemos terminado nuestras exploraciones, el juguete desconocido se habrá convertido en conocido y familiar. Al llegar a este punto, nuestra inventiva entrará en acción para utilizar el juguete nuevo, o lo que hayamos aprendido de él, a fin de plantear y resolver nuevos problemas. Si, combinando nuestras experiencias de los diferentes juguetes, podemos extraer de ellos más de lo que teníamos al principio, entonces hemos sido creativos.

Si se coloca un joven chimpancé es una habitación con una silla ordinaria, por ejemplo, empieza investigando el objeto, golpeándolo, mordiéndolo, olfateándolo y encaramándose sobre él. Al cabo de un rato, estas actividades casuales dejan paso a un modo más estructurado de actividad. Puede, pongamos por caso, empezar a saltar sobre la silla, utilizándola como instrumento gimnástico. Ha «inventado» una mesa de volteo y «creado» una nueva actividad gimnástica. Ya antes había aprendido a saltar sobre las cosas, pero no de esta manera. Combinando sus experiencias pasadas con la investigación del nuevo juguete, crea la nueva acción del volteo rítmico. Si, más tarde, se le ofrecen aparatos más complicados, volverá a construir sobre estas experiencias, incorporando los nuevos elementos.

Este proceso evolutivo parece muy sencillo y claro, pero no siempre cumple su primitiva promesa.

De niños, todos atravesamos estos procesos de exploración, invención y creación, pero el nivel final de creatividad al que nos elevamos como adultos varía dramáticamente de un individuo a otro. En el peor de los casos, si las demandas del medio ambiente son demasiado apremiantes, nos restringimos a actividades limitadas que conocemos bien. No nos arriesgamos a nuevos experimentos. No hay tiempo ni energía sobrantes. Si el medio ambiente parece demasiado amenazador, preferimos la seguridad a la lamentación: nos quedamos en la seguridad de las rutinas probadas, garantizadas y familiares. La situación ambiental tiene que cambiar de una u otra forma antes de que nos arriesguemos a ser más exploratorios. La exploración implica incertidumbre, y la incertidumbre es intimidante. Sólo dos cosas nos ayudarán a vencer estos temores. Son opuestas entre sí: una es el desastre, y la otra la incrementada seguridad. Una rata hembra, por ejemplo, con una prole numerosa que criar, está sometida a una intensa presión. Trabaja incesantemente para mantener alimentada, limpia y protegida a su prole. Tendrá poco tiempo para explorar.

Si el desastre sobreviene —si su madriguera resulta inundada o destruida—, al pánico la obligará a la exploración. Si, por el contrario, su descendencia ha sido bien criada y ella ha acumulado muchas provisiones de alimento, la presión disminuye, y, desde una posición de mayor seguridad, puede consagrar más tiempo y energías a explorar su medio ambiente.

Existen, pues, dos clases básicas de exploración: la exploración de pánico y la exploración de seguridad. Otro tanto sucede para el animal humano. Durante el caótico cataclismo de una guerra, una comunidad humana puede verse impulsada a la inventiva para superar los desastres a que se enfrenta.

Alternativamente, una próspera y floreciente comunidad puede ser altamente exploratoria, lanzándose desde su fuerte posición de incrementada seguridad. Es la comunidad que sólo se las arregla para ir capturando la que manifestará escasa o nula tendencia a explorar.

Volviendo la vista hacia atrás en la historia de nuestra especie, es fácil ver cómo estos dos tipos de exploración han ayudado al progreso humano a recorrer su camino. Cuando nuestros primitivos antepasados abandonaron las comodidades de una existencia en la selva dedicada a recoger los frutos que caían de los árboles y salieron al campo abierto, se encontraron en graves dificultades. Las demandas extremas del nuevo medio ambiente les obligaban a ser exploratorios o a morir. Sólo cuando evolucionaron hasta ser eficientes y cooperativos cazadores disminuyó un poco la presión. Se encontraron de nuevo en la fase de «ir tirando». El resultado fue que esta condición duró larguísimo tiempo, miles y miles de años; los avances de la tecnología se produjeron a un ritmo increíblemente lento, y para sencillas mejoras en cosas tales como herramientas y armas, por ejemplo, se necesitaron cientos de años para avanzar un pequeño paso.

Por fin, cuando la primitiva agricultura emergió lentamente y el medio quedó más sometido al control de nuestros antepasados, la situación mejoró. En donde esto tuvo lugar con especial éxito, se desarrolló la urbanización y se atravesó el umbral de una nueva y dramáticamente incrementada seguridad social. Con ello, se produjo un auge de la otra clase de exploración, la exploración de seguridad. Ésta, a su vez, condujo a desarrollos progresivamente más notables, a más seguridad y a más exploración.

Por desgracia, esto no era todo. El acceso del hombre a la civilización sería una historia mucho más feliz si no hubiera habido nada más. Pero, infortunadamente, los acontecimientos discurrían con demasiada rapidez, y, como hemos visto a lo largo de este libro, el péndulo del éxito y el desastre empezó a oscilar violentamente a un lado y a otro. Como pusimos en marcha mucho más de lo que biológicamente estábamos equipados para hacerle frente, nuestros magníficos progresos y complejidades sociales fueron, con frecuencia, tanto objeto de abuso como de uso. Nuestra incapacidad para tratar racionalmente con el súper status y el superpoder que nuestra condición supertribal proyectaba sobre nosotros, nos condujo a desastres más súbitos y desafiantes de lo que habíamos conocido jamás. En cuanto una supertribu había llegado a una fase de gran prosperidad, con la exploración de seguridad actuando a pleno rendimiento y floreciendo maravillosas y nuevas formas de creatividad, algo se torcía. Invasores, tiranos y agresores destrozaban la delicada maquinaria de las complicadas y nuevas estructuras sociales, y la exploración de pánico volvía en mayor escala. Por cada nuevo invento constructivo había otro destructivo, y el péndulo se movía de un lado a otro, de un lado a otro, durante diez mil años, y sigue moviéndose todavía en la actualidad. Es el horror de las armas atómicas lo que nos ha dado la gloria de la energía atómica, y es la gloria de la investigación biológica lo que aún puede darnos el horror de la guerra biológica.

Entre estos dos extremos, todavía hay millones de personas que desarrollan las sencillas vidas de los primitivos agricultores, labrando la tierra en forma muy semejante a la de nuestros antepasados. En unas cuantas zonas sobreviven primitivos cazadores. Como han permanecido en la fase de «ir tirando», son típicamente no exploratorios. Al igual que los grandes monos supervivientes —los chimpancés, los gorilas y los orangutanes—, tienen el suficiente potencial de inventiva y exploración, pero no sale a la luz en grado apreciable. Experimentos realizados con chimpancés en cautividad han revelado lo rápidamente que pueden ser estimulados a desarrollar su potencial exploratorio: pueden manejar máquinas, pintar cuadros y resolver toda clase de rompecabezas experimentales; pero en estado salvaje ni siquiera aprenden a construir toscos refugios para protegerse de la lluvia. Para ellos, y para las comunidades humanas más sencillas, la existencia del ir tirando —no demasiado difícil y no demasiado fácil— ha embotado sus impulsos exploratorios. Para el resto de nosotros, un extremo sigue al otro, y constantemente estamos explorando, bien por exceso de pánico, bien por exceso de seguridad.

Existen entre nosotros quienes, de vez en cuando, vuelven la vista hacia atrás y miran con envidia la «vida sencilla» de las comunidades primitivas y empiezan a desear no haber abandonado jamás nuestro primigenio Bosque del Edén. En algunos casos, se han llevado a cabo serios intentos para convertir en realidad estos pensamientos. Por mucho que simpaticemos con tales proyectos, debe comprenderse que están llenos de dificultades. La inherente artificialidad de intentadas comunidades pseudoprimitivas, tales como las que han aparecido en Norteamérica y en otras partes, es ya un punto flaco inicial. Después de todo, están compuestas por individuos que han probado las excitaciones de la vida supertribal, así como sus horrores. Han estado condicionados a todo lo largo de sus vidas a un alto nivel de actividad mental. En cierto sentido, han perdido su inocencia social, y la pérdida de la inocencia es un proceso irreversible.

Al principio, puede que todo vaya bien para los neoprimitivos, pero esto es engañoso. Lo que sucede es que el retorno al modo de vida sencillo implica un tremendo desafío al exinquilino del zoo humano. Su nuevo papel puede ser sencillo en teoría, pero en la práctica está lleno de fascinantes y nuevos problemas. El establecimiento de una comunidad pseudoprimitiva por un grupo de exhabitantes de ciudad se convierte, de hecho, en un importante acto exploratorio. Esto, más que el retorno oficial a la pura sencillez, es lo que hace tan atractivo y satisfactorio al proyecto, como puede testimoniar cualquier boyscout.

Pero ¿qué sucede una vez que el desafío inicial ha sido enfrentado y vencido? Ya se trate de un grupo remoto, rural o habitante de una cueva, o de un grupo pseudoprimitivo establecido en un callejón aislado dentro de la propia ciudad, la respuesta es la misma. Surge la desilusión, al paso que la monotonía empieza a asaltar el cerebro, que ha sido irreversiblemente educado para el superior nivel supertribal.

O el grupo se deshace, o se pone en acción. Si la nueva actividad da buenos resultados, entonces la comunidad no tardará en encontrarse a sí misma, organizándose y expansionándose. Antes de que transcurra mucho tiempo, estará de nuevo en la carrera de ratas supertribal.

En el siglo XX, resulta bastante difícil subsistir como auténtica comunidad primitiva, al igual que los esquimales o los aborígenes, por no decir nada de un pseudoprimitiva. Incluso los tradicionalmente resistentes gitanos europeos están sucumbiendo gradualmente a la inexorable extensión de la condición de zoo humano.

Para los que desean resolver sus problemas por medio de un retorno a la vida sencilla, la tragedia estriba en que, aun cuando se esfuercen por volver sus altamente activados cerebros a su estado primitivo, tales individuos serían aún muy vulnerables en sus pequeñas comunidades rebeldes. Al zoo humano le resultaría difícil dejarlos en paz. O serían explotados como atracción turística, como lo son en la actualidad tantos de los auténticos primitivos, o se convertirían en un elemento irritante y serían atacados y dispersados. No es posible escapar del monstruo supertribal, y bien podemos sacar el mejor partido de ello.

Si, como parece, estamos condenados a una compleja existencia social, entonces lo mejor es procurar hacer uso de ella, en vez de dejar que ella haga uso de nosotros. Si tenemos que estar obligados a desarrollar la lucha de estímulo, lo importante es seleccionar el método más recompensador de hacerlo.

Como ya he indicado, la mejor manera es dar prioridad al principio exploratorio, inventivo, no inadvertidamente, como los marginados, que se encuentran demasiado pronto a sí mismos en un callejón sin salida exploratorio, sino deliberadamente, acoplando nuestra inventiva al curso de nuestra existencia supertribal.

Dado el hecho de que cada miembro de supertribu es libre de elegir su forma de desarrollar la lucha de estímulo, queda por preguntar por qué no selecciona con más frecuencia la solución inventiva. Con el enorme potencial exploratorio de su cerebro que yace ocioso, y con su experiencia de juego inventivo infantil tras de sí, debería, en teoría, favorecer esta solución con preferencia a todas las demás. En cualquier próspera ciudad supertribal, todos los ciudadanos deberían ser «inventores» potenciales. ¿Por qué, entonces, tan pocos de ellos se dedican a la creatividad activa, mientras los demás se conforman con disfrutar de segunda mano sus invenciones, contemplándolas en la televisión, o con practicar juegos y deportes sencillos con posibilidades de inventiva estrictamente limitadas? Todos parecen encontrarse en el medio ambiente necesario para convertirse en adultos infantiles. La supertribu, como un gigantesco padre, los protege y cuida de ellos; por consiguiente, ¿por qué no desarrollan todos una mejor y más grande curiosidad infantil?

Parte de la respuesta es que los niños están subordinados a los adultos. Inevitablemente, los animales dominantes intentan controlar la conducta de sus subordinados. Por mucho que los adultos amen a sus hijos, no pueden por menos de ver en ellos una creciente amenaza a su dominación. Saben que, con la senilidad final, tendrán que dejarles paso, pero hacen todo lo que pueden por retrasar el día. Existe, por tanto, una fuerte tendencia a sofocar la inventiva de los miembros de la comunidad más jóvenes que uno mismo. En contra de ella actúa la apreciación del valor de sus «ojos nuevos» y de su nueva creatividad, pero es una lucha penosa. Cuando la nueva generación ha madurado hasta un punto en que sus miembros podrían ser adultos infantiles impetuosamente inventivos, se hallan ya agobiados por un pasado sentido de conformismo. Luchando contra ello tan enérgicamente como pueden, se ven, a su vez, enfrentados a la amenaza de otra generación más joven que surge bajo ellos, y el proceso represivo se repite. Sólo aquellos raros individuos que, desde este punto de vista, experimentan una infancia insólita, podrán alcanzar en la vida adulta un nivel de gran creatividad. ¿Cómo de insólita tiene que ser una infancia así? O tiene que ser tan represiva que el niño se rebele contra las tradiciones de sus mayores (muchos de nuestros más grandes talentos creadores fueron supuestos delincuentes infantiles), o tiene que ser tan poco represiva que la pesada mano del conformismo se apoye sólo levemente sobre su hombro. Si un niño es castigado con dureza por su inventiva (que, después de todo, es esencialmente rebelde por naturaleza), puede pasarse el resto de su vida compensando el tiempo perdido. Si un niño es grandemente recompensado por su inventiva, entonces puede no perderla nunca, por grandes que sean las presiones que haya de soportar en los años futuros. Ambos tipos pueden causar un gran impacto en la sociedad adulta, pero el segundo se hallará, probablemente, menos afectado de obsesivas limitaciones en sus actos creadores.

Naturalmente, la inmensa mayoría de los niños recibirán una mezcla más equilibrada de castigo y recompensa por su inventiva, y emergerán a la vida adulta con una personalidad a la vez moderadamente creativa y moderadamente conformista. Se convertirán en adultos. Tenderán a leer los periódicos, más que a ser protagonistas de las noticias que salen en ellos. Su actitud respecto a los adultos infantiles será ambivalente; por una parte, los aplaudirán por suministrar las necesarias fuentes de novedad, mas por otra los envidiarán. El talento creador se encontrará, por tanto, alternativamente ensalzado y condenado por la sociedad en una forma desconcertante, y permanecerá en constante duda acerca de su aceptación por el resto de la comunidad.

La educación moderna ha dado grandes pasos para estimular la inventiva, pero aún tiene un largo camino por recorrer antes de que pueda desembarazarse por completo del impulso represivo de la creatividad. Es inevitable que los estudiantes brillantes sean vistos como una amenaza por los académicos maduros, y se necesita un gran autodominio en los profesores para vencer esta tendencia. El sistema está planeado para hacerlo fácil, pero su naturaleza, en cuanto machos dominantes, no. Dadas las circunstancias, es extraordinario que logren controlarse a sí mismos tan bien como lo hacen. A este respecto, existe una diferencia entre el nivel escolar y el nivel universitario. En la mayoría de las escuelas, la dominación del maestro sobre sus alumnos es expresada intensa y directamente, tanto en el aspecto social como en el intelectual. El maestro utiliza su mayor experiencia para vencer la mayor inventiva de sus alumnos. Su cerebro se ha vuelto, probablemente, más anquilosado y rígido que el de ellos, pero enmascara esta debilidad impartiendo grandes cantidades de hechos «indiscutibles». No hay argumentación, sólo instrucción. (La situación está mejorando, y existen, desde luego, excepciones, pero esto aún tiene validez como regla general).

En el nivel universitario, la escena cambia. Hay muchos más hechos que transmitir, pero no son tan «indiscutibles». Se espera del estudiante que los someta a discusión y los valore, y, eventualmente, que invente nuevas ideas propias. Pero en ambos estadios, la escuela y la Universidad, hay algo más bajo la superficie, algo que tiene poco que ver con el estímulo de expansión intelectual, pero mucho con la enseñanza de identidad supertribal. Para comprender esto, debemos examinar lo que sucedía en sociedades tribales más sencillas.

En muchas civilizaciones, los niños han sido sometidos, al llegar a la pubertad, a impresionantes ceremonias de iniciación. Son apartados de sus padres y mantenidos en grupos. Luego, son obligados a sufrir severas pruebas, que, a menudo, implican tortura o mutilación. Se practican operaciones sobre sus genitales, o sus cuerpos pueden ser marcados con cicatrices, quemados, azotados o mordidos por hormigas. Al mismo tiempo, se les instruye en los secretos de la tribu. Cuando los rituales han terminado, son aceptados como miembros adultos de la sociedad.

Antes de ver cómo se relaciona esto con los rituales de la educación moderna, es importante preguntar qué valor tienen estas actividades aparentemente perjudiciales. En primer lugar, aíslan al niño de sus padre. Antes de eso, siempre podía acudir a ellos en busca de consuelo cuando sufría algún padecimiento. Ahora, por primera vez, el niño tiene que soportar el dolor y el miedo en una situación en que no es posible solicitar la ayuda de los padres. (Las ceremonias de iniciación suelen ser realizadas en estricta intimidad por los ancianos de la tribu, quedando excluidos los restantes miembros de la misma).

Esto sirve para destruir el sentido de dependencia del niño respecto de sus padres y desplazar su fidelidad desde el hogar familiar hasta la comunidad tribal considerada como un todo. El hecho de que, al mismo tiempo, se le permita compartir los secretos tribales de los adultos fortalece el proceso, dando contenido a su nueva identidad tribal. En segundo lugar, la violencia de la experiencia emocional que acompaña a su instrucción contribuye a grabar a fuego en su cerebro los detalles de las enseñanzas tribales. Así como nos resulta imposible olvidar los pormenores de una experiencia traumática, como un accidente de automóvil, del mismo modo el iniciado tribal recordará hasta el día mismo de su muerte los secretos que le fueron comunicados en tan aterradora ocasión. La iniciación es, en cierto sentido, una deliberada enseñanza traumática. En tercer lugar, manifiesta con plena claridad al subadulto que, aunque está ingresando en las filas de sus mayores, lo está haciendo en el papel de un subordinado. El intenso poder que ejercitaron sobre él será también vívidamente recordado.

Las escuelas y Universidades modernas no pinchan con hormigas a sus estudiantes, pero, en muchos aspectos, el sistema educativo actual presenta sorprendentes similitudes con los primitivos procedimientos tribales de iniciación. En primer lugar, los niños son apartados de sus padres y puestos en manos de ancianos supertribales —los profesores—, que los instruyen en los «secretos» de la supertribu. En muchas culturas aún se les hace llevar un uniforme distinto con el fin de situarles aparte y de reforzar su nueva fidelidad. Puede estimulárseles también a entregarse a ciertos rituales, tales como canciones escolares. Las severas pruebas de la ceremonia de iniciación tribal ya no dejan cicatrices físicas (las cicatrices de los duelos alemanes nunca alcanzaron gran difusión). Pero las pruebas físicas de un tipo menos perverso han persistido casi en todas partes hasta fecha muy reciente, al menos en el nivel escolar, en forma de palmetazos en las nalgas. Como las mutilaciones genitales de las ceremonias tribales, esta forma de castigo ha tenido siempre cierto sabor sexual, y no puede ser disociada del fenómeno de sexo de status.

A falta de una forma más violenta de prueba procedente de los profesores, los alumnos más antiguos asumen con frecuencia el papel de «ancianos tribales» y administran sus propias torturas a los «nuevos». Estas torturas varían de un lugar a otro. En una escuela, por ejemplo, se les introducen a los recién llegados manojos de hierbas dentro de sus ropas. En otra, se les hace inclinarse sobre una piedra grande y se les azota. En otra, se les obliga a correr por un largo pasillo entre dos filas formadas por alumnos veteranos, que les dan patadas mientras pasan. En otra aún, se les coge por los brazos y las piernas y se les golpea contra el suelo tantas veces como años tienen. Alternativamente, el día en que un nuevo alumno lleva su primer uniforme escolar, puede recibir en la carne un pinchazo por cada prenda nueva que lleva, que le es infligido por cada alumno veterano. En casos raros, la prueba a que se les somete es mucho más complicada y puede casi aproximarse a una ceremonia de iniciación tribal a gran escala. Incluso hoy día, de cuando en cuando se producen muertes a consecuencia de estas actividades.

A diferencia de lo que ocurría en la primitiva situación tribal, no hay nada que impida a un muchacho torturado quejarse a sus padres, pero esto difícilmente sucede, porque acarrearía oprobio sobre el muchacho en cuestión. Muchos padres ni siquiera tienen la menor idea de las pruebas a que son sometidos sus hijos. La antigua práctica de separar a un niño de su hogar familiar ha empezado ya a producir su extraña magia.

Aunque estos extraoficiales ritos de iniciación han persistido acá y allá, el castigo oficial de bastonazos suministrados por los profesores ha entrado ya en decadencia, debido a la presión de la opinión pública y a la revisión de ideas de ciertos profesores. Pero si la prueba oficial por medios físicos está desapareciendo, siempre queda la alternativa de la prueba mental. Virtualmente, a todo lo largo del sistema educativo moderno existe en la actualidad una poderosa e impresionante forma de ceremonia de iniciación supertribal que se denomina con el revelador nombre de «exámenes». Éstos se desarrollan bajo la pesada atmósfera de un solemne ritual, con los alumnos imposibilitados de toda ayuda externa. Tienen que sufrir solos. En todos los demás momentos de sus vidas, pueden hacer uso de libros de consulta, o de estudios sobre puntos oscuros, cuando aplican su inteligencia a un problema, pero no durante los rituales privados de los temidos exámenes.

La prueba se intensifica más aún estableciendo un estricto límite de tiempo y acumulando todos los diferentes exámenes en el corto espacio de unos días o unas semanas. El efecto conjunto de estas medidas es el de crear una considerable cantidad de tormento mental, que recuerda de nuevo las ceremonias de iniciación, más primitivas, de las simples tribus.

Cuando, a nivel universitario, los exámenes finales han terminado, los estudiantes que han «superado la prueba» quedan cualificados como miembros de la sección adulta de la supertribu. Visten complicadas y ostentosas túnicas y toman parte en un nuevo ritual, llamado ceremonia de graduación, en presencia de los ancianos académicos que llevan túnicas aún más dramáticas e impresionantes.

La fase de estudiante universitario suele durar tres años, muy largo tiempo por lo que a las ceremonias de iniciación se refiere. Para algunos es demasiado tiempo. La falta de asistencia parental y del confortante medio ambiente social del hogar, juntamente con las grandes demandas de la prueba de examen, constituye con frecuencia un peso demasiado grande para el joven iniciado. En las universidades británicas, el veinte por ciento, aproximadamente, de los estudiantes se someten a tratamiento psiquiátrico en algún momento de sus tres años de estudio. Para algunos, la situación se vuelve insoportable, y los suicidios son insólitamente frecuentes, hasta el punto de que la proporción en la universidad es de tres a seis veces más elevada que el promedio nacional para el mismo grupo de edad. En las universidades de Oxford y Cambridge, la proporción de suicidios es de siete a diez veces más elevada.

Evidentemente, las pruebas educativas que he estado describiendo tienen poco que ver con el estímulo y la expansión de la práctica infantil de juegos, la inventiva y la creatividad. Al igual que las primitivas ceremonias de iniciación tribal, guardan relación más bien, con la enseñanza de identidad supertribal. Como tales, desempeñan un importante papel cohesivo, pero el desarrollo del intelecto creador es cosa completamente distinta.

Una de las excusas formuladas en favor de las pruebas rituales de la educación moderna, es que constituyen el único medio de asegurar que los estudiantes absorban la enorme masa de hechos conocidos. Es cierto que hoy día se necesitan conocimientos detallados y destreza de especialista antes de que un adulto pueda empezar siquiera a ser satisfactoriamente inventivo. Asimismo, las ceremonias de examen impiden el fraude. Podría alegarse, además, que los estudiantes deberían ser sometidos deliberadamente a un estado de tensión con el fin de calibrar su resistencia. Los desafíos de la vida adulta son también fuertes, y, si un estudiante se derrumba bajo la tensión de las pruebas educativas, entonces, probablemente, es que tampoco estaba equipado para resistir las presiones poseducacionales. Estos argumentos son plausibles, y, sin embargo, uno siente todavía, bajo la pesada bota de los procedimientos rituales educativos, el aplastamiento de los potenciales creadores. No cabe duda de que el sistema actual constituye un considerable progreso sobre anteriores métodos educativos, y que, para los que sobreviven a las pruebas, existe una gran cantidad de alimento exploratorio a su alcance. En la actualidad, en nuestras supertribus hay más adultos infantiles que nunca. Pese a ello, sin embargo, en muchas esferas existe todavía una opresiva atmósfera de resistencia emocional a ideas radicalmente nuevas e inventivas. Los individuos dominantes estimulan una inventiva de segundo grado en forma de nuevas variaciones sobre viejos temas, pero presentan resistencia a la inventiva de primer grado que conduce a temas enteramente nuevos.

Considérese, por vía de ejemplo, lo asombroso de nuestro proceder al insistir en tratar de mejorar algo tan primitivo como el motor utilizado en nuestros actuales automóviles. Existen grandes probabilidades de que para el siglo XXI se haya quedado tan anticuado como lo es hoy el carro y el caballo. Que sea sólo una gran probabilidad y no una certeza absoluta se debe al hecho de que, hasta el momento, todos los mejores cerebros de la profesión se hallan enteramente absorbidos por los secundarios problemas inventivos de cómo lograr nimias mejoras en el funcionamiento y rendimiento de la maquinaria existente, en vez de investigar algo realmente nuevo.

Esta tendencia a la miopía en la conducta exploratoria adulta, da una medida de la inseguridad de una sociedad pacífica. Quizás, a medida que avanzamos en la era atómica, alcancemos tales cumbres de seguridad supertribal, o caigamos en tan profundos abismos de pánico supertribal, que nos volvamos cada vez más exploratorios, inventivos y creadores.

No será una lucha fácil, sin embargo, y recientes sucesos en todo el mundo lo demuestran. Los mejorados sistemas educativos se han mostrado tan eficaces, que muchos no están ya dispuestos a aceptar sin discusión la autoridad de sus mayores. La comunidad no estaba preparada para ello, y ha sido cogida por sorpresa.

Al pedir mayor ingenio e inventiva, no se calculó la magnitud de la respuesta que había de producirse, y ésta escapó rápidamente a todo control. Parecía no comprenderse que se estaba estimulando algo que tenía ya un fuerte respaldo biológico. Se consideraba, erróneamente, el ingenio y el sentido de responsabilidad creadora como propiedades ajenas al cerebro humano, cuando, en realidad, estaban allí ocultas todo el tiempo, esperando sólo una oportunidad para hacer irrupción en el exterior.

Los ya anticuados sistemas educacionales habían hecho todo lo posible para reprimir estas propiedades, exigiendo una obediencia mucho más estricta a las reglas establecidas de los mayores.

Habían impuesto rigurosamente el aprendizaje mecánico de rígidos dogmas. La inventiva había sido forzada a librar sus propias batallas, emergiendo a la superficie sólo en individuos aislados y excepcionales.

Sin embargo, cuando conseguía hacer su aparición, su valor para la sociedad era indiscutible, y esto acabó conduciendo, por fin, al actual movimiento por parte de la organización del sistema para estimularlo activamente. Abordando la cuestión de un modo racional, vieron en la inventiva y en la creatividad inmensas ayudas para el progreso social. Al mismo tiempo, el impulso, profundamente arraigado, de estas autoridades supertribales de mantener su control sobre el orden social aún persistía, haciéndolas oponerse a la misma dirección que ahora estaban defendiendo oficialmente. Se atrincheraron aún con más firmeza, moldeando a la sociedad para darle una forma que resistiese a las nuevas olas de inventiva que ellas mismas habían desatado. Era inevitable una colisión.

Al crecer la tendencia a la experimentación, la respuesta inicial de las autoridades fue de tolerante regocijo. Contemplando cautelosamente los ataques cada vez más osados de las generaciones jóvenes a las tradiciones aceptadas de las artes, la literatura, la música, las diversiones y las costumbres sociales, se mantuvieron a distancia. No obstante, esta tolerancia se desvaneció cuando esta tendencia se extendió a terrenos más amenazadores.

La solución estriba en proporcionar un medio social capaz de absorber tanta inventiva y novedad como pretende estimular. Como las supertribus están aumentando continuamente de tamaño y el zoo humano se está volviendo cada vez más angosto y abarrotado, esto requiere una planificación más cuidadosa e imaginativa. Sobre todo, exige una consideración de las demandas biológicas de la especie humana por parte de administradores y planificadores de ciudades mucho mayor de la que se ha manifestado en un reciente pasado.

Cuanto más atentamente se examina la situación, más alarmante aparece ésta. Reformadores y organizadores bienintencionados trabajan para conseguir lo que consideran mejores condiciones de vida, sin poner ni por un momento en duda el valor de lo que están haciendo. Después de todo, ¿quién puede negar el valor de suministrar más casas, más pisos, más automóviles, más hospitales, más escuelas y más alimentos? Si existe, tal vez, cierto grado de monotonía y uniformidad en todas estas comodidades, se trata de algo que no puede evitarse. La población humana está creciendo con tanta rapidez que no hay tiempo ni espacio suficientes para hacerlo mejor. El inconveniente es que mientras, por una parte, todas estas nuevas escuelas están saturadas de alumnos, plenamente dispuesta la inventiva para modificar las cosas, los otros nuevos progresos están conspirando para hacer cada vez más imposibles las innovaciones sorprendentes. En su monotonía altamente organizada y en continua expansión, estos progresos favorecen incuestionablemente la generalizada aceptación de las más triviales soluciones a la lucha de estímulo. Si no tenemos cuidado, el zoo humano se irá convirtiendo cada vez más en algo parecido a una casa de fieras victoriana, con pequeñas jaulas de agitados paseantes cautivos.

Algunos escritores de ciencia ficción adoptan una postura pesimista. Cuando describen el futuro, lo representan como una existencia en la que los individuos humanos se hallan sometidos a un sofocante grado de uniformidad, como si los nuevos progresos hubieran llevado casi a un punto muerto las ulteriores invenciones. Todo el mundo lleva trajes de tonos tristes, y predomina la automación. Si tienen lugar nuevas invenciones, sólo sirven para apretar más aún la trampa en torno al cerebro humano.

Podría alegarse que esta imagen tan sólo refleja la pobreza de imaginación de los escritores, pero hay algo más que eso. Hasta cierto punto, se limitan a exagerar la tendencia que ya pueden detectar en las condiciones actuales. Están respondiendo al incansable crecimiento de lo que se ha denominado la «prisión del planificador». Lo malo es que a medida que los nuevos progresos en medicina, higiene, alojamiento y producción de alimentos permiten amontonar con eficacia cada vez más gente en un espacio dado, los elementos creadores de la sociedad se preocupan de problemas de cantidad, más que de calidad. Se da preferencia a aquellos inventos que permiten nuevos incrementos de la reiterada mediocridad. La eficiente homogeneidad goza de preferencia sobre la estimulante heterogeneidad.

Como señalaba un planificador rebelde, un sendero recto entre dos edificios puede ser la solución más eficaz (y barata), pero eso no significa que sea el mejor sendero por lo que se refiere a satisfacer las necesidades humanas. El animal humano necesita un territorio espacial en que vivir que posea características distintivas, sorpresas, singularidades visuales, puntos de referencia y peculiaridades arquitectónicas. Sin todo esto, puede tener escaso significado. Una forma geométrica y limpiamente simétrica tal vez sea útil para sostener un techado, o para facilitar la prefabricación de unidades de alojamiento producidas en masa, pero cuando se aplica al nivel del paisaje va contra la naturaleza del animal humano. ¿Por qué, si no, resulta tan ameno pasear por un serpenteante camino rural? ¿Por qué, sino, los niños prefieren jugar entre los montones de escombros de edificios abandonados, en vez de hacerlo en sus inmaculados, desnudos y geométricamente dispuestos campos de recreo?

La actual tendencia arquitectónica hacia la austera sencillez de diseño puede fácilmente llegar a desbocarse y ser utilizada como excusa de la falta de imaginación. Las manifestaciones estéticas mínimas sólo son excitantes como contraste con otras manifestaciones más complejas. Cuando llegan a dominar la escena, los resultados pueden ser extremadamente perjudiciales. La arquitectura moderna ha estado siguiendo esta dirección durante algún tiempo, fuertemente estimulada por los planificadores del zoo humano. Enormes bloques de apartamentos, todo iguales, han proliferado en muchas ciudades como respuesta a las demandas de alojamiento de las poblaciones supertribales, en continuo aumento. La excusa ha sido la eliminación de los suburbios, pero, con demasiada frecuencia, el resultado ha sido la creación de los supersuburbios del inmediato futuro. En cierto sentido, son peores que nada, ya que dan una falsa impresión de progreso, originan complacencia y satisfacción por la obra realizada y disminuyen la posibilidad de un auténtico progreso.

Los más adelantados zoos animales han ido desembarazándose de sus viejas residencias de monos. Los directores de zoo vieron lo que les estaba sucediendo a los residentes, y comprendieron que poner más baldosas higiénicas en las paredes y mejorar el desagüe no constituía una auténtica solución.

Los directores de los zoos humanos, enfrentados con poblaciones que se multiplican a velocidad vertiginosa, no han sido tan perspicaces. El resultado de sus experimentos en uniformidad de gran densidad está siendo apreciado ahora en los tribunales juveniles y en las salas de consulta de los psiquiatras. En algunos casos se ha recomendado incluso que los aspirantes a inquilinos de los pisos altos deberían ser sometidos a examen psiquiátrico antes de fijar en ellos su residencia, con el fin de asegurar que, en opinión del psiquiatra, podrán soportar la tensión derivada de su nueva forma de vida.

Este hecho debería constituir por sí solo un aviso suficiente para los planificadores, revelándoles claramente la enormidad de la locura que están cometiendo, pero hasta el momento hay pocos indicios de que estén escuchando tales avisos. Cuando se les hace notar las deficiencias e inconvenientes de sus realizaciones, replican que no tienen alternativa; hay cada vez más personas, y es preciso proporcionarles vivienda. Pero hay que encontrar alternativas de alguna manera. Hay que reexaminar toda la naturaleza de los complejos ciudadanos. Es preciso devolver a los fatigados moradores urbanos del zoo humano el sentimiento de identidad social de «comunidad pueblerina». Un auténtico pueblo, visto desde el aire, parece una excrescencia orgánica, no una pieza geométrica, cuestión ésta que la mayoría de los planificadores parecen ignorar deliberadamente. No aprecian las demandas básicas de la conducta territorial humana. Las casas y las calles no son primariamente para ser miradas, sino para moverse en ellas. Mientras recorremos nuestro espacio territorial, el medio ambiente arquitectónico debe producir su impacto segundo a segundo y minuto a minuto, cambiando sutilmente la perspectiva a cada nueva línea de visión. Cuando volvemos una esquina o abrimos una puerta, lo último que queremos es vernos frente a una configuración espacial que reproduzca monótonamente la que acabamos de dejar. Con demasiada frecuencia, sin embargo, esto es precisamente lo que sucede; el diseñador arquitectónico se ha asomado a su tablero de dibujo como el piloto de un bombardeo avista un objetivo, en vez de intentar proyectarse a sí mismo como un pequeño objeto móvil que circula en el interior del medio.

Estos problemas de reiterativas monotonía y uniformidad informan, desde luego, casi todos los aspectos de la vida moderna. Con la creciente complejidad del medio en que el zoo humano se desenvuelve, los peligros de una intensificada regimentación social aumentan día a día. Mientras los organizadores se esfuerzan en encontrar la conducta humana en un marco cada vez más rígido, otras tendencias actúan en dirección opuesta. Como hemos visto, la progresivamente mejorada educación de los jóvenes y la creciente opulencia de sus mayores contribuyen a suscitar una demanda cada vez mayor de estímulo, aventura, excitación y experimentación. Si el mundo moderno no consigue permitir estas tendencias, entonces el miembro de supertribu del mañana tendrá que luchar violentamente para cambiar ese mundo. Tendrán el tiempo, los conocimientos y la energía necesarios para hacerlo, y lo conseguirán. Si el medio no les permite innovaciones creadoras, lo destruirán para poder empezar de nuevo. Éste es uno de los mayores dilemas a que se enfrenta nuestra sociedad. Resolverlo es nuestra formidable tarea para el futuro.

Por desgracia, tendemos a olvidar que somos animales con ciertas específicas debilidades y ciertas específicas fuerzas. Nos consideramos a nosotros mismos como hojas en blanco en las que puede escribirse cualquier cosa. No es así. Entramos en el mundo con un conjunto de instrucciones básicas, y las ignoramos o las desobedecemos a nuestro propio riesgo. Los políticos, los administradores y los demás dirigentes supertribales son buenos matemáticos sociales, pero esto no basta; en lo que promete ser el aún más atestado mundo del futuro, deben convertirse también en buenos biólogos, porque en algún lugar de toda esa masa de alambres, cables, plásticos, cemento, ladrillos, metal y vidrio que ellos controlan, existe un animal, un animal humano, un primitivo cazador tribal, disfrazado de civilizado ciudadano supertribal, que se esfuerza desesperadamente en adaptar sus viejas cualidades heredadas a su extraordinariamente nueva situación. Si se le da una oportunidad aún puede lograr convertirse este zoo humano en un magnífico parque de atracciones. Si no, puede transformarse en una gigantesca casa de locos, como una de las horriblemente abarrotadas casas de fieras del siglo pasado.

Pasa nosotros, los miembros de supertribu del siglo XX, será interesante ver qué sucede. Para nuestros hijos, sin embargo, será algo más que meramente interesante. Para cuando ellos asuman el mando de la situación, la especie humana estará, sin duda, enfrentándose a problemas de tal magnitud, que será una cuestión de vida o muerte.