La lucha de estímulo
Cuando un hombre está llegando a la edad del retiro, suele soñar con sentarse plácidamente al sol.
Descansando y «tomándoselo con calma», confía en prolongar una agradable vejez. Si consigue realizar su sueño de tenderse al sol, una cosa es segura: no alargará su vida, la acortará. La razón es sencilla; habrá renunciado a la lucha de estímulo. En el zoo humano, esto es algo en lo que todos estamos empeñados durante nuestras vidas, y, si lo abandonamos, o la emprendemos mal, nos encontramos en graves dificultades.
El objetivo de la lucha es obtener del medio ambiente el óptimo grado de estímulo. Esto no significa el máximo. Es posible estar superestimulado, así como subestimulado. El óptimo (o feliz término medio) se halla situado en algún punto entre estos dos extremos. Es como ajustar el volumen de música que emite un receptor de radio: demasiado bajo, no produce impacto; demasiado alto, resulta molesto. El nivel ideal se encuentra en algún punto intermedio, y la consecución de ese nivel en relación a toda nuestra existencia es lo que constituye el objetivo de la lucha de estímulo.
Para el miembro de una supertribu, esto no es fácil. Es como si se hallara rodeado de centenares de «radios» de conducta, unas cuchicheando y otras resonando estentóreamente.
Si, en situaciones extremas, están todas cuchicheando, repitiendo monótonamente una y otra vez los mismos sonidos, experimentará un intenso aburrimiento. Si están todas resonando estentóreamente, sufrirá una grave tensión.
Nuestro primitivo antepasado tribal no consideraba esto un problema tan difícil. Las exigencias de la supervivencia le mantenían ocupado. Todo su tiempo y energía lo absorbía la tarea de continuar con vida, encontrar alimento y agua, defender su territorio, evitar a sus enemigos, criar y enseñar a sus hijos y construir y conservar su refugio. Aunque los tiempos eran excepcionalmente malos, los desafíos eran al menos relativamente directos. Jamás pudo haber estado sometido a las intrincadas y complejas frustraciones y conflictos tan típicos de la existencia supertribal. Ni tampoco es probable que sufriera excesivamente del aburrimiento derivado de una acusada subestimulación, que, paradójicamente, la vida supertribal puede también imponer. Las formas avanzadas de la lucha de estímulo son, por consiguiente, una especialidad del animal urbano. No las encontramos entre los animales salvajes ni entre los hombres «salvajes» en sus medios naturales. Las hallamos, sin embargo, en los hombres urbanos y en una especie particular de animal urbano: el habitante de zoo.
Al igual que el zoo humano, el zoo animal proporciona a sus ocupantes la seguridad de agua y alimentos regularmente suministrados, protección de los elementos y libertad de los predadores naturales.
Cuida de su higiene y de su salud. Puede, también, en ciertos casos, someterles a grave tensión. En esta condición altamente artificial, los animales de zoo se ven obligados a cambiar la lucha por la supervivencia por la lucha de estímulo. Cuando del mundo que los rodea llega un impulso demasiado pequeño, tienen que inventar formas para aumentarlo. Ocasionalmente, cuando es excesivo (como en el pánico de un animal recién capturado), tienen que intentar amortiguarlo.
El problema es más grave para unas especie que para otras. Desde este punto de vista, hay dos clases básicas de animales: los especialistas y los oportunistas. Los especialistas son los que han desarrollado un recurso supremo de supervivencia, del que dependen para su existencia misma y que domina sus vidas. Tales criaturas son los osos hormigueros, los koalas, los pandas gigantes, las serpientes y las águilas. Mientras los osos hormigueros tengan sus hormigas, los koalas sus hojas de eucaliptos, los pandas sus tallos de bambú, y las serpientes y las águilas sus presas, pueden estar tranquilos. Han perfeccionado sus especializaciones alimenticias hasta un grado tal que, siempre que sus particulares exigencias se hallen satisfechas, pueden aceptar una clase de vida perezosa y carente de todo otro estímulo. Las águilas, por ejemplo, pueden permanecer en una pequeña jaula durante más de cuarenta años sin llegar siquiera a morderse las garras, siempre, naturalmente, que puedan hundirlas todos los días en un conejo recién matado.
Los oportunistas no son tan afortunados. Son las especies —tales como perros y lobos, mapaches y coatíes, monos y chimpancés— que no han desarrollado ningún recurso único y especializado de supervivencia. Son los sabelotodo e imaginativos, siempre en busca de cualquier pequeña ventaja que pueda ofrecer el medio en que se desenvuelven. En la selva, nunca cesan de explorar y escudriñar. Todas las cosas son examinadas por si pueden añadir otra cuerda más al arco de la supervivencia. No pueden descansar durante mucho tiempo, y la evolución ha asegurado que no lo hagan. Han desarrollado sistemas nerviosos que aborrecen la inactividad, que les mantienen sin cesar en acción. De todas las especies, el hombre es el oportunista supremo. Como las otras, es intensamente exploratorio. Como ellas, tiene, formando parte integrante biológicamente de él, la necesidad de una alta intensidad de estímulo procedente de su medio ambiente.
En un zoo (o en una ciudad) es, evidentemente, donde estas especies oportunistas sufren más por la artificialidad de la situación. Aunque se les suministren dietas bien equilibradas y estén perfectamente abrigados y protegidos, se volverán aburridos e inquietos y, por fin, neuróticos. Cuando más hemos llegado a comprender la naturaleza de la conducta natural de tales animales, más evidente se ha hecho, por ejemplo, que los monos de zoo son poco más que deformadas caricaturas de sus congéneres salvajes.
Pero los animales oportunistas no renuncian con facilidad. Reaccionan a la situación desagradable con notable ingenio. Eso hacen también los habitantes del zoo humano. Si comparamos las reacciones del zoo animal con las que observamos en el zoo humano, nos será más fácil advertir el sorprendente paralelismo que existe entre estos dos medios altamente artificiales.
La lucha de estímulo opera sobre seis principios básicos, y nos será de utilidad considerarlos uno por uno, examinando en cada caso primero el zoo animal y, luego, el zoo humano. Los principios son los siguientes:
1. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta creando problemas innecesarios que pueda luego resolver.
Todos hemos oído hablar de recursos para ahorrar trabajo pero este principio se refiere a recursos para derrochar trabajo. El luchador de estímulo se impone deliberadamente trabajo a sí mismo complicando modos de actuación que, de otra manera, podrían ser realizados con más sencillez, o que no necesitarían ser realizados en absoluto.
En su jaula del zoo, se puede ver a un gato salvaje arrojando al aire un pájaro o un ratón muertos y saltar tras ellos y apresarlos. Al arrojar su presa, el gato puede devolverle el movimiento y, por consiguiente, «la vida», dándose a sí mismo la oportunidad de «matar». Del mismo modo, se puede ver a una mangosta cautiva «matando» un trozo de carne.
Las observaciones de este tipo se extienden también a los animales domésticos. Un perro mimado y bien alimentado echará a los pies de su amo una pelota o un palo y esperará pacientemente a que el objeto sea arrojado. Una vez que el objeto se esté moviendo a través de aire o sobre el suelo, se convierte en «presa» y puede ser perseguido, capturado, «matado» y devuelto de nuevo para repetir la actuación. El perro doméstico puede no estar hambriento de alimento, pero está hambriento de estímulo.
Un mapache enjaulado también, a su manera, es ingenioso. Si no hay ningún alimento que buscar en un río cercano, el animal lo buscará de todas maneras, aunque no haya ningún río. Lleva su comida a su plato de agua, la deja caer en él, la pierde y, luego, la busca. Cuando la encuentra, la agita en el líquido antes de comerla. A veces, incluso la destruye en el proceso, convirtiéndose los trozos de pan en unas mezquinas gachas. Pero no importa; la frustrada necesidad de búsqueda de alimento ha quedado satisfecha. Esto, dicho sea de paso, es el origen del viejo mito de que los mapaches lavan su comida.
Existe un gran roedor, que parece un conejillo de Indias con zancos, llamado agutí. En estado de libertad, pela ciertas legumbres antes de comerlas. Las sostiene con las patas delanteras y las monda con los dientes, como podríamos pelar nosotros una naranja. Sólo cuando ha quitado por completo la piel del objeto empieza a comerlo. En estado de cautividad, este impulso de pelar se resiste a quedar frustrado. Si se le da a un agutí una manzana o una patata perfectamente limpia, el animal la pela, no obstante, minuciosamente y, después de comerla, devora también las peladuras. Incluso intenta «pelar» un pedazo de pan.
Volviendo al zoo humano, el cuadro es sorprendentemente similar. Cuando nacemos en una supertribu moderna, somos lanzados a un mundo en el que la inteligencia humana ha resuelto ya la mayoría de los problemas básicos de supervivencia. Al igual que los animales de zoo, encontramos que nuestro medio ambiente emana seguridad. La mayoría de nosotros tenemos que realizar cierta cantidad de trabajo, pero, gracias a los progresos técnicos, queda tiempo de sobra para participar en la lucha de estímulo. No nos hallamos ya totalmente absorbidos por los problemas de encontrar comida o albergue, de criar a nuestros hijos, defender nuestros territorios o evitar a nuestros enemigos. Si, en contra de esto, arguye usted que nunca deja de trabajar, entonces debe formularse a sí mismo una pregunta clave:
¿Podría trabajar menos y, sin embargo, sobrevivir? La respuesta, en muchos casos, tendría que ser «sí».
Trabajar es el equivalente del moderno miembro de supertribu del cazar para obtener comida, y, al igual que los inquilinos del zoo animal, con frecuencia desarrolla la actividad de un modo mucho más complicado de lo que es estrictamente necesario. Se crea problemas a sí mismo.
Sólo esos sectores de la supertribu que sufren lo que llamaríamos graves penalidades están trabajando totalmente para su supervivencia. También ellos, sin embargo, se verán obligados a dedicarse a la lucha de estímulo cuando tengan un momento libre por la siguiente razón especial: El primitivo cazador tribal tal vez no fuera un «trabajador de supervivencia», pero sus tareas eran variadas y absorbentes. El infortunado miembro de supertribu subordinado, que es un «trabajador de supervivencia», no lo pasa tan bien. Gracias a la división del trabajo y a la industrialización, se ve obligado a desarrollar un trabajo intensamente monótono —la misma rutina día tras día y año tras año—, a despecho del gran cerebro albergado en el interior de su cráneo. Cuando dispone de unos momentos para él solo, necesita dedicarse a la lucha de estímulo tanto como cualquier otro habitante de nuestro mundo moderno, pues el problema del estímulo guarda relación tanto con la variedad como con la suma, tanto con la cualidad como con la cantidad.
Para los demás, como he dicho, gran parte de la actividad es trabajo por el trabajo, y, si es lo bastante excitante, el luchador —un hombre de negocios, por ejemplo— puede considerar que ha acumulado tantos puntos durante su día de trabajo que, en su tiempo libre, puede permitirse descansar y dedicarse a las más apacibles actividades. Podría dormitar junto al fuego de la chimenea con una bebida sedante, o cenar en un restaurante tranquilo. Si baila durante la cena, vale la pena observar cómo lo hace. La cuestión es que nuestro trabajador de supervivencia también puede salir a bailar por la noche. A primera vista, parece haber aquí una contradicción, pero un examen más atento revela que hay un mundo de diferencia entre las dos clases de baile. Los grandes hombres de negocios no practican un esforzado y competitivo baile de salón, ni la turbulenta y abandonada danza popular. Su lento arrastrar de pies sobre la pista de night-club (cuyas pequeñas dimensiones han sido ajustadas a la medida de sus demandas de bajo estímulo) dista mucho de ser competitivo o turbulento. El torpe trabajador es probable que se convierta en un diestro bailarín; el diestro y sagaz hombre de negocios es probable que sea un torpe bailarín. En ambos casos, el individuo consigue un equilibrio que es, desde luego, el objetivo de la lucha de estímulo.
Al simplificar el ejemplo para ilustrar más claramente la cuestión, he dado pie a que la diferencia entre los dos tipos parezca en gran manera una distinción de clase, y no es así. Hay muchísimos hombres de negocios que han de someterse a tareas de oficina casi tan monótonas como llenar cajas en una fábrica.
También ellos tendrán que buscar en su tiempo libre formas más estimulantes de diversión. Igualmente, hay muchos trabajadores no cualificados cuyas tareas son abundantes y variadas. El jornalero afortunado se asemeja más por la noche al boyante hombre de negocios que descansa sosegadamente con una conversación tranquila y una copa en la mano.
Otro interesante fenómeno lo constituye la subestimulada ama de casa. Rodeada de sus modernos artilugios que le ahorran trabajo físico, tiene que inventar, para ocupar su tiempo, procedimientos de derrochar trabajo. Esto no es tan fútil como parece. Puede, al menos, elegir sus actividades: ahí radica toda la ventaja de la vida supertribal. En la vida tribal primitiva no había elección. La supervivencia formulaba sus propios requerimientos. Tenías que hacer esto, y esto, y esto, o morir. Ahora puedes hacer eso, o aquello, o lo de más allá, lo que quieras, siempre que comprendas que tienes que hacer algo, o infringir las reglas de oro de la lucha de estímulo. Y por eso el ama de casa, mientras su lavadora gira automáticamente en la cocina, debe ocuparse en alguna otra cosa. Las posibilidades son infinitas, y el juego puede ser sumamente atractivo. También puede descarriarse. De vez en cuando, al jugador subestimulado le parece de súbito que la actividad compensadora que tan incansablemente está desarrollando carece en realidad de sentido.
¿De qué sirve cambiar de sitio los muebles, o coleccionar sellos, o presentar al perro a otra exposición canina? ¿Qué demuestra eso? ¿Qué se consigue? Los sustitutivos de la verdadera actividad de supervivencia continúan siendo sustitutivos, se los mire como se los mire. La desilusión puede fácilmente hacer su entrada en escena, y es preciso hacerla frente.
Existen varias soluciones. Una de ellas es un tanto drástica. Consiste en una variación de la lucha de estímulo llamada supervivencia tentadora. El adolescente desilusionado, en vez de arrojar una pelota en el campo de deportes, puede arrojarla contra un escaparate. El ama de casa desilusionada, en vez de acariciar al perro, puede acariciar al lechero. El hombre de negocios desilusionado, en vez de desnudar el motor de su automóvil, puede desnudar a su secretaria. Las ramificaciones de esta maniobra son dramáticas. El individuo no está en ningún momento implicado en la verdadera lucha de supervivencia por su vida social. Durante estas fases, se produce una característica pérdida de interés en variar la distribución de los muebles y en coleccionar sellos. Una vez que el caos ha terminado, las viejas actividades sustitutivas vuelven súbitamente a parecer más atractivas.
Una variante menos drástica es la supervivencia tentadora mediante delegación. Una forma de ello consiste en interferirse en las vidas emotivas de otras personas y crear para ellas la clase de caos que, en otro caso, tendría que atravesar uno mismo. Éste es el principio del chismorreo malicioso: es muy popular porque tiene muchos menos riesgos que la acción directa. Lo peor que puede ocurrir es que uno pierda algunos de sus amigos. Si se realiza con la suficiente habilidad, puede suceder lo contrario: pueden volverse sustancialmente más amistosos. Si las maquinaciones han conseguido destrozar sus vidas, pueden tener mayor necesidad de amistad que nunca. Así, siempre que uno no sea sorprendido, esta variante puede presentar un doble provecho: la emoción de contemplar su drama de supervivencia, y el subsiguiente aumento de su amistad.
Una segunda forma de supervivencia tentadora mediante delegación es menos perjudicial. Consiste en identificarse uno mismo con el drama de supervivencia de los personajes de ficción de libros, películas cinematográficas, obras teatrales y televisión. Esto es más popular aún, y ha surgido una industria gigantesca para hacer frente a las enormes demandas que origina. No sólo es inofensivo y sin riesgos, sino que además tiene la característica de ser notablemente barato. El juego directo de la supervivencia tentadora puede acabar costando muchos miles, pero esta variante, por unos pocos chelines nada más, puede permitir al luchador de estímulo entregarse a la seducción, el estupro, el adulterio, la inanición, el asesinato y el pillaje, sin necesidad siquiera de abandonar la comodidad de su sillón.
2. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta superreaccionando a un estímulo normal.
Éste es el principio de complacencia de la lucha de estímulo. En vez de plantear un problema al que tenga que encontrar una solución, como en el caso anterior, puede usted seguir reaccionando a un estímulo ya existente, aunque haya dejado de excitarle en su papel original. Se ha convertido, simplemente, en un recurso ocupacional.
En los zoos en que se permite al público dar de comer a los animales, ciertas especies aburridas que no tienen otra cosa que hacer continuarán comiendo hasta engordar en exceso. Habrán comido ya la dieta completa que se les suministra por el zoo y no tendrán hambre, pero mordisquear es mejor que no hacer nada. Engordan cada vez más, o se ponen enfermos, o ambas cosas a la vez. Las cabras comen montañas de cartones de helados, papeles, casi cualquier cosa que se les ofrezca. Las avestruces consumen incluso afilados objetos de metal. Un caso clásico es el de un elefante hembra. Fue observada atentamente durante un día en el zoo, y en ese tiempo (además de su normal y nutritivamente adecuada dieta de zoo) devoró los siguientes objetos que le fueron ofrecidos por el público: 1706 cacahuetes, 1330 caramelos, 1089 trozos de pan, 811 galletas, 198 gajos de naranja, 17 manzanas, 16 pedazos de papel, 7 helados, una hamburguesa, un cordón de zapatos y un guante de cuero blanco de señora. Se conocen casos de osos de parque zoológico que han muerto asfixiados a causa de la enorme presión del alimento en sus estómagos. Tales son los sacrificios realizados a la lucha de estímulo.
Uno de los ejemplos más extraños de este fenómeno se refiere a un gran gorila macho que, regularmente, comía, regurgitaba y volvía a comer su alimento, realizando su propia versión de un banquete romano. Este proceso fue llevado más lejos aún por un melurso, al que se vio frecuentemente regurgitar su comida más de cien veces, volviéndola a ingerir de nuevo con los gorgoteantes y succionantes sonidos típicos de su especie.
Si las posibilidades de entregarse a una conducta de alimentación son limitadas y no hay otra cosa que hacer, un animal puede siempre lavarse excesivamente, prolongando la actuación hasta mucho después de que sus plumas o su piel estén perfectamente limpias y acicaladas. También esto puede suscitar problemas. Recuerdo una cacatúa de cresta sulfurosa a la que sólo le quedaba una pluma, una larga y amarilla pluma en su cresta, estando el resto de su cuerpo tan desnudo como el de un polluelo. Éste era un caso extremo, pero no aislado. Los mamíferos pueden rascarse y lamerse zonas de la piel hasta que se desarrollan úlceras que establecen su propio círculo vicioso de irritación y rascado.
Son bien conocidas las desagradables formas que este principio adopta para el luchador humano de estímulo. En la infancia, existe el ejemplo del prolongado chuparse el dedo pulgar, que es consecuencia de demasiado escasos contacto e interacción con la madre. Al hacernos mayores, podemos dedicarnos a la comida como recurso ocupacional, mordisqueando distraídamente chocolates y galletas para pasar el tiempo, y, en consecuencia, engordando más y más, al igual que los osos de zoo. O podemos acicalarnos hasta extremos que nos originen dificultades, como la cacatúa. Para nosotros, esto probablemente adoptará la forma de morder las uñas o rascar las patillas. Beber: si las bebidas son abundantes y dulces se puede llegar a la obesidad; si espaciadas y alcohólicas, al hábito y, posiblemente, a padecer afecciones hepáticas. Fumar, puede ser otro recurso para matar el tiempo, y también esto tiene sus peligros.
Evidentemente, existen peligros si se emprende violentamente la lucha de estímulo. El inconveniente de estos pasatiempos es que son tan limitados que hacen imposible el desarrollo. Lo único que se puede hacer con ellos es repetirlos una y otra vez, estirarlos. Para ser de verdad eficaces, hay que entregarse a ellos durante largos períodos de tiempo, lo cual causa perjuicios. Inofensivos en el curso ordinario de las cosas, como pasatiempos triviales, se tornan perjudiciales cuando se cultivan con exceso.
3. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta inventando nuevas actividades.
Éste es el principio de creatividad. Si las actividades habituales son demasiado monótonas, el animal inteligente de zoo debe inventar otras nuevas. Los chimpancés cautivos, por ejemplo, se las ingeniarán para introducir novedades en su medio ambiente explorando las posibilidades de nuevas formas de locomoción, rodando sobre sí mismos, arrastrando las patas y realizando una gran variedad de ejercicios gimnásticos. Si pueden encontrar un trozo de cuerda, la pasarán por el techo de su jaula, colgándose de ambos extremos con los dientes o las manos, y girarán en el aire, suspendidos como acróbatas circenses.
Muchos animales de zoo utilizan a los visitantes para mitigar el aburrimiento. Si no hacen caso a las personas que pasan junto a sus jaulas, se hallan expuestos a que tampoco se les haga caso a ellos, pero, si las estimulan de alguna manera, entonces los visitantes los estimularán a su vez. Es sorprendente lo que puede uno obligar a hacer a los visitantes del zoo, cuando se es un ingenioso animal de zoo. Si uno es un chimpancé o un orangután y escupe sobre ellos, gritarán y se arremolinarán. Eso ayuda a pasar el día. Si uno es un elefante, puede lanzarles escupitajos con el extremo de la trompa. Si es una morsa, puede salpicar agua sobre ellos con sus aletas. Si es un loro o una cotorra, puede atraerlos con sus plumas desordenadas para que se las arreglen y picotearles entonces los dedos.
Un león macho perfeccionó de forma notable su manipulación del público. Su método habitual de micción (como los gatos) consistía en proyectar un chorro de orina horizontalmente y hacia atrás contra un objeto vertical, depositando sobre él su aroma personal. Cuando hacía esto contra uno de los barrotes de la parte delantera de su jaula, advertía que las salpicaduras alcanzaban a sus visitantes y originaba una interesante reacción. Se echaban hacia atrás de un salto, gritando. Con el paso del tiempo, no sólo mejoró su puntería, sino que añadió también un nuevo truco. Después de la primera rociada, cuando la fila delantera de sus visitantes se había retirado, la segunda fila ocupaba rápidamente su lugar para ver mejor.
En vez de soltar su orina en un solo chorro, guardaba parte de ella para una segunda rociada, y de esta manera conseguía excitar también a la nueva primera fila.
Pedir alimento (cosa distinta de mordisquear alimento) es una medida menos drástica, pero igualmente recompensadora, y es practicada por una amplia diversidad de especies. Todo lo que se necesita es inventar alguna acción o postura peculiar que llame la atención de los transeúntes y les haga creer que está uno hambriento. Los monos y los chimpancés consideran que una mano extendida es adecuada, pero los osos han demostrado ser más imaginativos. Cada uno tiene su propia especialidad: uno se alzará sobre sus patas traseras y agitará una garra; otro se sentará en una postura curvada, abrazándose las garras traseras con las patas delanteras; otro se levantará y enganchará una de sus garras delanteras en la mandíbula inferior de su boca abierta; otro se erguirá y hará movimientos de llamada con la cabeza. Es sorprendente lo fácil que resulta, si se es un oso inteligente, amaestrar a los visitantes de zoo para que reaccionen a estas exhibiciones. Lo malo es que para mantener el interés de los visitantes tiene uno que recompensarlos comiendo los objetos que le tiran a uno. Si no lo hace, no tardarán en alejarse, y se habrá perdido el excitante estímulo de la interacción social que uno ha inventado. Ya hemos observado el resultado de esto: es precisamente cambiar al menos satisfactorio «principio de complacencia», y se vuelve uno gordo y enfermo.
El dato esencial de esta gimnasia y estas rutinas mendicantes de zoo consiste en que no se encuentran en la naturaleza las pautas motrices implicadas. Son invenciones conectadas con las condiciones especiales de cautividad.
En el zoo humano, este principio de creatividad es llevado a extremos impresionantes. Ya he señalado que puede surgir la desilusión cuando las actividades sustitutivas de la lucha de estímulo empiezan a parecer absurdas y carentes de sentido, a menudo porque su alcance es más bien limitado.
Para evitar estas limitaciones, los hombres han buscado formas de expresión cada vez más complejas, formas que se tornan tan absorbentes que llevan al individuo a planos de experiencia tan elevados que las recompensas son infinitas. Pasamos aquí del terreno de las banalidades ocupacionales a los excitantes mundos de las bellas artes, la filosofía y las ciencias puras. Éstas poseen el gran valor de que no sólo combaten eficazmente el subestímulo, sino que, al mismo tiempo, hacen el máximo uso de la más espectacular propiedad física del hombre: su gigantesco cerebro.
Debido a la gran importancia que estas actividades han adquirido en nuestras civilizaciones, tendemos a olvidar que, en cierto sentido, no son más que recursos de la lucha de estímulo. Como el escondite o el ajedrez, ayudan a pasar el tiempo entre la cuna y la tumba a aquellos que son lo bastante afortunados para no estar totalmente inmersos en la lucha por la simple supervivencia. Digo afortunados, porque, como he mencionado anteriormente, la gran ventaja de la condición supertribal es que somos relativamente libres de elegir las formas que adoptan nuestras actividades, y, cuando el cerebro humano puede idear ocupaciones tan bellas como éstas, debemos considerarnos afortunados de figurar entre los luchadores de estímulo, en vez de entre los luchadores por la supervivencia. Éste es el hombre para quien el inventor pone en juego todas sus facultades. Cuando estudiamos los progresos de la ciencia, leemos poesía, escuchamos sinfonías, presenciamos ballets o contemplamos cuadros, no podemos por menos de maravillarnos ante los extremos a que la Humanidad ha llevado la lucha de estímulo y ante la increíble sensibilidad con que ha sido abordada.
4. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta realizando respuestas normales a estímulos subnormales.
Éste es el principio de desbordamiento. Si el impulso interno de realizar alguna actividad se hace demasiado grande, puede «desbordarse» en ausencia de los objetos externos que normalmente lo provocan.
Objetos que en el estado salvaje nunca suscitarían una reacción, son objeto de plena atención en el hosco ambiente del zoo. En los monos, esto puede adoptar la forma de coprofagia: si no hay ningún alimento que masticar, entonces servirán las heces. Si no hay territorio que recorrer, servirán los interminables paseos por la jaula. El animal camina incesantemente de un lado a otro, hasta que sus rítmicos y estériles pasos trazan un camino. También en este caso, es mejor que nada.
A falta de un compañero adecuado, un animal de zoo puede intentar, virtualmente, copular con cualquier cosa que esté a su alcance. Una hiena solitaria, por ejemplo, se las arregló para aparearse con el plato circular de su comida, poniéndolo de canto y haciéndolo rodar de un lado a otro bajo su cuerpo, de modo que oprimía rítmicamente su pene. Un mapache que vivía solo solía utilizar su lecho como compañero. Pudo vérsele formar un compacto montón de paja, apretarlo contra su cuerpo y, luego, hacer movimientos pelvianos en él. A veces, cuando un animal es mantenido con otro de una especie diferente, el compañero extraño puede ser utilizado como sustituto. Un puercoespín macho de cola velluda que vivía con un puercoespín de árbol, intentaba una y otra vez montar a éste. Las dos especies no están estrechamente relacionadas, y la disposición de las espinas es muy diferente, con el resultado de que resultaba extremadamente doloroso para el frustrado macho. En otra jaula, un pequeño mono-ardilla convivía con un gran roedor de forma de canguro llamado springhaas, que era unas diez veces más grande que él. Con gran intrepidez, el diminuto mono solía saltar sobre el lomo del roedor dormido e intentaba copular. El resultado de sus desesperadas frustraciones fue reseñado en la Prensa local, pero con una interpretación completamente errónea. Se le presentaba como dedicándose a un divertido juego «cabalgando en la espalda del gran animal, como un peludo y pequeño jockey».
Los ejemplos sexuales suscitan ciertas reminiscencias de fetichismo, pero no deben confundirse con él. En el caso de «actividades desbordadas», tan pronto como el estímulo natural es introducido en el medio ambiente, el animal vuelve a la normalidad. En los ejemplos que he mencionado, los machos volvieron inmediatamente sus atenciones a las hembras de su propia especie cuando éstas estuvieron a su alcance. No estaban «atrapados» en sus sustitutos de hembras, como los verdaderos fetichistas que he examinado en el capítulo anterior.
Una insólita actividad desbordada mutua se produjo cuando un melurso hembra y un pequeño mono douroucouli fueron alojados juntos. En estado natural, este mono se hace una cómoda madriguera en el interior de un árbol hueco, donde duerme durante el día. El melurso hembra, si hubiera parido en estado de libertad, habría llevado a su prole sobre el cuerpo durante un considerable período de tiempo. En el zoo, el mono carecía de un lecho cálido y acogedor, y el melurso no tenía prole. El problema fue resuelto para los dos mediante el sencillo expediente de que el mono durmiera firmemente abrazado sobre el cuerpo del melurso.
El funcionamiento de este cuarto principio de la lucha de estímulo no es tanto un caso de cualquier puerto en un temporal, como de cualquier puerto cuando el temporal calme, y, pese a los muchos vientos que soplan sobre el zoo humano, el animal humano se encuentra con frecuencia en esta situación. Las actuaciones emocionales del miembro de supertribu están siendo constantemente bloqueadas por una u otra razón. En medio de la abundancia material hay mucha privación de conducta. Entonces, como los animales de zoo, es impulsado a responder a estímulos subnormales, por inferiores que éstos puedan ser.
En la esfera sexual, el hombre está mucho mejor equipado que la mayoría de las especies para resolver el problema de ausencia de compañero por medio de la masturbación. Pese a ello, de vez en cuando se lleva a cabo la zoofilia, o el acto de copulación realizado entre un ser humano y alguna otra especie animal. Es raro, pero menos de lo que imagina la mayoría de la gente. Un reciente estudio americano reveló que en aquel país, entre muchachos criados en granjas, alrededor de un 17 por ciento experimentan orgasmo a consecuencia de «contactos animales», al menos una vez durante su vida. Hay muchos más que se entregan a formas más mitigadas de interacción sexual con animales de granja, y en ciertos distritos se ha calculado la cifra total hasta en un 65 por ciento de los chicos campesinos. Los animales favorecidos suelen ser terneros, asnos y ovejas, y, en ocasiones, algunas de las aves más grandes, tales como gansos, patos y gallinas.
Las actividades zoofílicas son mucho más raras entre las hembras humanas. De cerca de seis mil mujeres americanas, sólo veinticinco habían experimentado orgasmo como consecuencia de estímulo provocado por otra especie animal, generalmente un perro.
Para la mayoría de las personas estas actividades parecen grotescas y repulsivas. El hecho de que se produzcan revela hasta qué extraordinarios extremos llegan los luchadores de estímulo para evitar la inactividad. No puede pasar inadvertido el paralelismo con el mundo del zoo.
Oirás formas de conducta sexual, tales como ciertos casos de homosexualidad del tipo «mejor que nada», entran también dentro de esta categoría. En ausencia de estímulo normal, el objeto subnormal se torna adecuado. Los hombres próximos a morirse de hambre masticarán madera y otros objetos carentes de valor nutritivo, antes que estarse sin masticar nada. Los individuos agresivos, sin enemigos a los que atacar, aplastarán violentamente objetos inanimados o mutilarán sus propios cuerpos.
5. Si el estímulo es demasiado débil, puede aumentarse la intensidad de conducta amplificando artificialmente estímulos seleccionados.
Este principio concierne a la creación de «estímulos supernormales». Opera sobre la sencilla premisa de que, si los estímulos normales naturales producen respuestas normales, los estímulos supernormales deben acarrear respuestas supernormales. Esta idea se ha difundido extraordinariamente en el zoo humano, pero es rara en el zoo animal. Los investigadores de la conducta animal han ideado gran número de estímulos supernormales para animales experimentales, pero la producción accidental del fenómeno se limita a sólo unos ejemplos, uno de los cuales describiré con detalle.
Proviene de mi propia investigación. Durante algún tiempo, yo había estado guardando una variada colección de pájaros en una gran pajarera situada sobre el techo de un departamento de investigación. En cierta ocasión, se vieron molestados por las visitas nocturnas de una lechuza rapaz que intentaba atacarlos a través del alambre de la pajarera. Mi deseo de investigar el problema me llevó a hacer cierto número de observaciones nocturnas. La lechuza no acudió nunca mientras yo estaba allí, y, de hecho, no volví a oírla más, pero, aunque no saqué nada en limpio en aquel aspecto, lo que vi fue que dentro de la pajarera tenía lugar un comportamiento muy extraño.
Entre los pájaros, había algunas palomas y unos pequeños pinzones llamados gorriones de Java.
Estos pinzones suelen dormir juntos, apretados uno contra otro en una rama. Para mi sorpresa, los pinzones de la pajarera se ignoraban entre sí, favoreciendo en su lugar a las palomas como compañeros de descanso. Cada paloma tenía un pequeño pinzón apretado contra su rollizo cuerpo. Los pajaritos se acomodaban para pasar la noche, y las palomas, aunque algo sorprendidas al principio por sus extraños compañeros, estaban demasiado soñolientas para oponerse y, por fin, también ellas adoptaron esta disposición para dormir.
Yo me encontraba completamente desconcertado ante este peculiar modo de conducirse. Las dos especies no habían sido criadas juntas, así que no podía tratarse de una malgrabación. Los pinzones ni siquiera se habían criado en cautividad. De acuerdo con todas las reglas, deberían haber dormido con otros miembros de su propia especie. Había otro problema. ¿Por qué, entre todas las especies existentes en la pajarera, elegían para dormir a las palomas?
Volviendo a mi vigilancia durante las noches siguientes, pude observar una conducta aún más curiosa. Antes de irse a dormir, los pequeños pinzones arreglaban a menudo las plumas de sus palomas, acción ésta también que, en circunstancias normales, sólo aplicarían a uno de los suyos. Más extraño aún: empezaban a saltar sobre las espaldas de sus enormes compañeros. Un pinzón saltaba al lomo de su paloma y, luego, al otro lado; repetía el salto, y así sucesivamente. Presencié lo más extraño de todo cuando vi a uno de los pequeños pájaros empujar hacia arriba el cuerpo de su paloma e introducirse entre las grandes patas de ella. La soñolienta paloma se irguió sobre sus patas y miró a la forcejeante forma por debajo de su redondeado pecho. Una vez en posición, el pinzón se acurrucó, y la paloma se echó sobre él.
Allí quedaron, con el rosado pico del pinzón emergiendo por debajo de la pechuga de la paloma.
Yo tenía que encontrar una explicación para esta extraña relación. No había nada raro en las palomas, excepto, quizá, su extraordinaria tolerancia. Eran los pinzones los que requerían un atento estudio. Descubrí que, a la hora de dormir, hacían una señal especial que indicaba a los demás miembros de su especie que estaban dispuestos a acostarse. Cuando se hallaban en actividad, se mantenían a distancia unos de otros, pero cuando llegaba la hora de dormir, un pinzón, presumiblemente el más soñoliento, ahuecaba sus plumas y se acurrucaba en su percha. Ésta era la señal para los otros miembros de su grupo de que podían unirse a él sin ser rechazados. Se acercaba un segundo pinzón y se acurrucaba junto al primero, ahuecando sus plumas al hacerlo; luego un tercero, un cuarto, y así sucesivamente, hasta que quedaba formada una fila de pájaros dormidos. Los últimos en llegar solían saltar sobre las alineadas espaldas y se introducían en el centro, en una posición más cálida y favorable. Aquí estaban todas las pistas que yo necesitaba.
La acción combinada de ahuecar las plumas y acurrucarse hacía que los pinzones parecieran más grandes y más esféricos que cuando estaban moviéndose activamente. Ésta era la señal clave, que significaba «ven a dormir conmigo». Una paloma dormida era aún más grande y esférica y, por consiguiente, no podía por menos de enviar una versión mucho más potente de la misma señal. Además, a diferencia de las otras especies contenidas en la pajarera, las palomas tenían el mismo color grisáceo que los pequeños pinzones. Como eran tan grandes, redondeadas y grises, emitían una señal supernormal a los pinzones, que los pequeños pájaros no podían resistir. Estando de modo innato programados para esta combinación de tamaño, forma y color, los pinzones respondían automáticamente a las palomas como estímulos supernormales para echarse a dormir, prefiriéndolas a los miembros de su propia especie. El inconveniente era que las palomas no formaban filas. Un pinzón acurrucado al lado de una de ellas se encontraba a sí mismo al extremo de una «fila», saltaba sobre el lomo de la paloma, no conseguía encontrar el centro de la «fila» y saltaba al otro lado. La paloma era tan grande que debía de parecerle como toda una fila de pinzones, así que el pajarito volvía a intentarlo, pero de nuevo sin éxito. Con gran persistencia, el pinzón intentaba por fin, abrirse paso desde detrás de la paloma, y acababa por encontrar una cómoda posición en el «centro de la fila», entre las grandes patas del ave.
Como he dicho antes, éste es uno de los pocos casos conocidos de un estímulo supernormal no humano producido sin que se esté desarrollando un experimento deliberado. Otros casos más conocidos han implicado siempre al uso de algún objeto experimental artificial. Los cogedores de ostras, por ejemplo, son pájaros que anidan en el suelo. Si uno de sus huevos rueda fuera del nido, es devuelto a su sitio con un movimiento especial del pico. Si se colocan huevos artificiales cerca del nido, los pájaros los cogerán también. Si se les ofrecen huevos falsos de diferentes tamaños, siempre prefieren el mayor. De hecho, intentarán coger huevos que tengan muchas veces el tamaño de sus verdaderos huevos. No pueden por menos de reaccionar a un estímulo supernormal.
Las crías de gaviota, cuando piden alimento a sus padres, picotean una brillante mancha roja que está situada cerca de la extremidad del pico del ave adulta. Los padres responden a este picoteo regurgitando pescado para su hijos. La mancha roja es la señal vital. Se ha descubierto que las crías picotearían incluso modelos en cartón de las cabezas de sus padres. Mediante una serie de pruebas, se descubrió que los demás detalles de la cabeza adulta carecían de significado. Las crías picoteaban la mancha roja sólo en atención a ella. Además, si se les ofrecía un palo con tres manchas rojas pintadas en él, picoteaban más a eso que a una reproducción completa y realista de sus padres. También en este caso, el palo con las tres manchas rojas era un estímulo supernormal.
Hay otros ejemplos, pero bastan los mencionados. Evidentemente, es posible mejorar la Naturaleza, lo que a algunos les parece desagradable. Pero la razón es sencilla: cada animal es un complejo sistema de compromisos. Las encontradas demandas de supervivencia lo mueven en direcciones diferentes. Si, por ejemplo, tiene colores demasiado vivos, será detectado por sus predadores. Si sus colores son excesivamente sombríos, será incapaz de atraer a un compañero, etc. Sólo cuando las presiones de la supervivencia son artificialmente reducidas, se aflojará este sistema de compromisos. Los animales domesticados, por ejemplo, están protegidos por el hombre y ya no tienen por qué temer a sus predadores. Sus apagados colores pueden ser sustituidos sin riesgo por blancos purísimos, abigarradas policromías y otros vividos dibujos. Pero si fueran soltados de nuevo en su medio ambiente natural, serían tan visibles que caerían rápidamente presa de sus enemigos naturales.
Al igual que sus animales domesticados, también el hombre supertribal puede permitirse ignorar las restricciones de supervivencia de los estímulos naturales. Puede manipular los estímulos, exagerarlos y deformarlos a placer. Incrementando artificialmente su intensidad —creando estímulos supernormales—, puede dar un realce enorme a su correspondiente respuesta. En su mundo supertribal, es como un cogedor de ostras rodeado de huevos gigantescos.
En todas partes a donde vuelva uno la vista, encontrará pruebas de alguna clase de estimulación supernormal. Nos gustan los colores de las flores, y por ello las producimos más grandes y relucientes. Nos gusta el ritmo de la locomoción humana, y por esta razón desarrollamos la gimnasia. Nos gusta el sabor de la comida, y, en consecuencia la hacemos más sazonada y más sabrosa. Nos gustan ciertos aromas, y por ello fabricamos perfumes fuertes. Nos gusta dormir en una superficie cómoda, así que construimos camas supernormales, con muelles y colchones.
Podemos empezar examinando nuestro aspecto, nuestros vestidos y nuestros cosméticos. Muchos trajes masculinos incluyen el almohadillado de los hombros. En la pubertad, existe una marcada diferencia entre el ritmo de crecimiento de los hombros de los machos y los de las hembras, siendo los de los muchachos más anchos que los de las muchachas. Esto es un signo natural y biológico de masculinidad adulta. Almohadillar los hombros añade una cualidad supernormal a esta masculinidad, y no es sorprendente que la modalidad más exagerada tenga lugar en la más masculina de todas las esferas, la militar, en la que se añaden rígidas charreteras para aumentar el efecto. Una elevación de la altura del cuerpo es también una característica adulta, especialmente en los machos, y muchos trajes agresivos se hallan coronados por alguna forma de sombrero alto, creando la impresión de estatura supernormal. No dudaríamos en llevar también zancos, si no fuesen tan incómodos.
Si los machos quieren parecer supernormalmente jóvenes, pueden llevar tupés para cubrir sus cabezas calvas, dientes postizos para llenar sus envejecidas bocas y corsés para contener sus abultados vientres. Se sabe de jóvenes ejecutivos que, deseando parecer supernormalmente viejos, se han teñido de gris sus juveniles cabellos.
La hembra adolescente de nuestra especie experimenta un engrosamiento de los pechos y un ensanchamiento de las caderas que la señalan como una adulta sexual en desarrollo. Puede reforzar sus señales sexuales exagerando estas características. Puede erguir, almohadillar, ahusar o inflar sus pechos de muchas maneras. Apretándose la cintura, puede hacer resaltar la anchura de sus caderas. Puede también almohadillar sus nalgas y sus caderas, tendencia que encontró su desarrollo más supernormal en los períodos de polisones y crinolinas.
Otro cambio de crecimiento que acompaña a la maduración de la hembra es el alargamiento de las piernas en relación al resto del cuerpo. Las piernas largas pueden, por tanto, llegar a equipararse a sexualidad, y las piernas excepcionalmente largas se convierten en sexualmente atractivas. Por supuesto, no pueden convertirse en estímulos supernormales, toda vez que son objetos naturales (aunque los tacones altos ayudarán un poco), pero un alargamiento artificial puede tener lugar en dibujos y cuadros eróticos de hembras. Las medidas de dibujos de «modelos» muestran que las muchachas son habitualmente representadas con piernas artificialmente largas, a veces casi una vez y media más largas que las piernas de las mujeres en que se basan. La reciente moda de faldas muy cortas debe su atractivo sexual no simplemente a la exhibición de carne desnuda, sino también a la impresión de piernas más largas que da cuando se compara con las modas anteriores de faldas más largas.
Puede encontrarse un brillante muestrario de estímulos supernormales en el mundo de los cosméticos femeninos. Una piel clara e impoluta es sexualmente atractiva. Su suavidad puede ser acentuada con polvos y cremas. En épocas en que era importante demostrar que una hembra no tenía que trabajar al sol, sus cosméticos la ayudaron creando una blancura supernormal para su piel visible. Cuando las condiciones cambiaron y se hizo importante para ella revelar que podía permitirse el lujo de tenderse al sol, el bronceamiento de la piel se convirtió en un bien estimable. Una vez más, sus cosméticos estaban allí para proporcionarle un tonalidad morena supernormal. En otros períodos, en el pasado, era importante que hiciera ostentación de buena salud, y se añadía el supernormal rubor del colorete. Otra característica de su piel, es que es menos vellosa que la del macho adulto. También aquí se puede conseguir un efecto supernormal mediante formas diversas de depilación, afeitado o cortando los pequeños pelos de las piernas, o arrancándolos dolorosamente de la cara Las cejas del macho tienden a ser más espesas que las de la hembra, de modo que también en este aspecto se puede obtener una feminidad supernormal mediante la depilación. Añádase a todo esto su supernormal maquillaje de ojos, lápiz de labios, laca de uñas, perfume y, ocasionalmente, incluso rouge para pezones, y resulta fácil comprender con cuánta intensidad aplicamos el principio supernormal de la lucha de estímulo.
En un capítulo anterior hemos observado ya hasta qué extremos ha llegado el pene masculino para convertirse en un símbolo fálico supernormal. En el vestido ordinario no le ha ido tan bien, excepto un breve momento de esplendor durante la época del adminículo escrotal. En la actualidad apenas si nos queda el supernormal mechón de vello pubiano de la escarcela que llevan los montañeses de Escocia sobre la faldilla.
El extraño mundo de los afrodisíacos está enteramente consagrado al tema de los estímulos sexuales supernormales. Durante muchos siglos y en muchas civilizaciones, los machos humanos han intentado, al ir envejeciendo, reforzar por medio de ayudas artificiales sus cada vez más débiles respuestas sexuales. Un diccionario de afrodisíacos enumera más de novecientos de ellos, incluyendo porciones tan deliciosas como agua de ángel, joroba de camello, excrementos de cocodrilo, esperma de ciervo, lenguas de ganso, sopa de liebre, grasa de león, cuellos de caracoles y genitales de cisne. Sin duda, muchas de estas ayudas resultaron eficaces, no por sus propiedades químicas, sino por los exorbitantes precios pagados por ellas. En el mundo oriental, el cuerno de rinoceronte pulverizado ha sido tan estimado como estímulo sexual supernormal que ciertas especies de rinocerontes han llegado casi a extinguirse. No todos los afrodisíacos eran ingeridos por vía oral. Algunos eran frotados, otros fumados, olidos o llevados sobre el cuerpo. Todo, desde los baños aromáticos hasta el rapé perfumado, parece haber sido utilizado en la frenética búsqueda de una estimulación más fuerte y más violenta.
La farmacopea moderna está orientada menos sexualmente, pero se halla llena de estímulos supernormales de muchas clases. Hay píldoras somníferas para producir un sueño supernormal, píldoras vigorizantes para producir una viveza supernormal, laxantes para producir defecación supernormal, artículos de tocador para producir una limpieza corporal supernormal y pasta de dientes para producir una sonrisa supernormal. Gracias al ingenio del hombre, no existe apenas ninguna actividad natural a la que no se pueda proporcionar alguna forma de realce artificial.
El mundo de la publicidad comercial es una hirviente masa de estímulos supernormales, cada uno de los cuales intenta superar a los otros. Con empresas competidoras que ofrecen en venta productos casi idénticos, la lucha del estímulo supernormal se ha convertido en un negocio de importancia. Cada producto tiene que ser presentado de forma más estimulante que su rivales. Esto requiere una atención infinita a las sutilezas de forma, composición, estética y color.
Una característica esencial del estímulo supernormal es que no necesita implicar una exageración de todos los elementos del estímulo natural en que se basa. El cogedor de ostras respondía a un huevo artificial que era supernormal sólo en un aspecto, el de su tamaño. En forma, color y tacto, era similar a un huevo normal. El experimento con las crías de gaviota representó un paso más. En él, las vitales manchas rojas fueron exageradas, y, además, las otras características de la figura del padre, las carentes de importancia, fueron eliminadas. Estaba teniendo lugar, por tanto, un doble proceso: magnificación de los estímulos esenciales y, al mismo tiempo, eliminación de los no esenciales. En el experimento, esto se hacía, simplemente, para demostrar que las manchas rojas bastaban por sí solas para provocar la reacción.
Sin embargo, este paso debió de ayudar también a concentrar más atención en las manchas rojas, eliminando detalles sin importancia. Este proceso dual ha sido empleado con gran eficacia en muchos estímulos supernormales humanos. Puede expresarse como un principio adicional y subsidiario de la lucha de estímulo.
Declara este principio que, cuando estímulos seleccionados son magnificados artificialmente hasta convertirse en estímulos supernormales, el efecto puede ser reforzado reduciendo otros estímulos no seleccionados o poco importantes. Creando simultáneamente de esta forma estímulos subnormales, los estímulos supernormales aparecen relativamente más fuertes. Éste es el principio de extremismo de estímulo.
Cuando deseamos entretenernos con libros, obras de teatro, películas o canciones, automáticamente nos sometemos a este procedimiento. Constituye la esencia misma del proceso que llamamos dramatización. Las acciones cotidianas, realizadas tal como tienen lugar en la vida real, no serían suficientemente excitantes. Tienen que ser exageradas. La actuación del principio de extremismo de estímulo asegura que el detalle sin importancia sea suprimido, y realzado el detalle importante. Aun en las escuelas más realistas de interpretación, o incluso en la literatura no de ficción y en la cinematográfica documental, continúa funcionando el proceso negativo. Se prescinde de todo cuanto sea secundario, produciendo así una forma indirecta de exageración. En las representaciones más estilizadas, como la ópera y el melodrama, las formas directas de exageración cobran más realce, y es notable ver hasta qué punto las voces, los vestidos, los gestos, las acciones y el argumento, aun alejándose de la realidad, pueden causar todavía un poderoso impacto en el cerebro humano. Si esto parece extraño, vale la pena recordar el caso de los pájaros experimentales. Las crías de gaviota estaban preparadas para responder a un sucedáneo de sus padres que consistía en algo tan distante de una gaviota adulta como un palo con tres manchitas rojas. Nuestras reacciones a los altamente estilizados rituales de una ópera no son más extrañas.
Los juguetes infantiles ilustran vívidamente el mismo principio. La cara de una muñeca de trapo, por ejemplo, presenta realzados ciertos rasgos importantes, mientras que otros están omitidos. Los ojos se convierten en enormes manchas negras, mientras que las cejas desaparecen. La boca es mostrada en una amplia sonrisa, mientras que la nariz queda reducida a dos puntitos. Entrar en una tienda de juguetes es entrar en un mundo de contrastantes estímulos supernormales y subnormales. Sólo los juguetes para niños mayores son menos contrastados y más realistas.
Otro tanto puede decirse de los propios dibujos de los niños. En las representaciones del cuerpo humano, los rasgos que son importantes para ellos aparecen ampliados; los que carecen de importancia son minimizados u omitidos. Generalmente, la cabeza, los ojos y la boca son desproporcionadamente destacados. Éstas son las partes del cuerpo que tienen más significado para un niño, porque forman la zona de comunicación y expresión visual. Los oídos externos de nuestra especie son inexpresivos y comparativamente carentes de importancia, por lo que, con frecuencia, se prescinde por completo de ellos.
Un extremismo visual de este tipo se manifiesta también en las artes de los pueblos primitivos. El tamaño de las cabezas, los ojos y las bocas es generalmente supernormal en relación a las dimensiones del cuerpo, y, al igual que en los dibujos infantiles, otros rasgos son reducidos. Sin embargo, los estímulos seleccionados para ser realzados varían de un caso a otro. Si se representa una figura corriendo, entonces sus piernas aparecen supernormalmente largas. Si una figura está simplemente de pie, sin hacer nada con los brazos ni con las piernas, entonces éstos pueden convertirse en meros muñones o desaparecer por completo. Si una estatuilla prehistórica está destinada a representar la fertilidad, sus características reproductivas pueden quedar supernormalizadas, con exclusión de todo lo demás. Una figura así puede presentar un enorme vientre preñado, abultadas nalgas, anchas caderas y grandes pechos, pero no tener piernas, brazos, cuello ni cabeza.
Este tipo de manipulaciones gráficas del modelo ha sido calificado a menudo como de creación de horrorosas deformidades, como si la belleza de la forma humana estuviera siendo sometida de alguna manera a insulto y agravio maliciosos. La ironía de esto radica en que si tales críticos examinaran sus propios adornos corporales, encontrarían que su aspecto no era exactamente «el previsto por la Naturaleza». Al igual que los niños y los artistas primitivos, están, sin duda, cargados de «deformantes» elementos supernormales y subnormales.
La fascinación del extremismo de estímulo en las artes estriba en el hecho de que estas exageraciones varían de un caso a otro y de uno a otro lugar, y en el modo en que las modificaciones desarrollan nuevas formas de armonía y equilibrio. En el mundo moderno, las películas de dibujos animados se han convertido en importantes proveedores de este tipo de exageración visual, y una forma especializada de la misma se puede encontrar en el arte de la caricatura. El caricaturista experto elige los rasgos naturalmente exagerados del rostro de su víctima y supernormaliza estas exageraciones ya existentes. Al mismo tiempo, reduce los rasgos de menor relieve. Destacar una nariz grande, por ejemplo, puede conducir a duplicar sus dimensiones, o incluso a triplicarlas, sin, por ello, hacer irreconocible el rostro. De hecho, lo hace aún más reconocible. La cuestión es que todos identificamos los rostros individuales comparándolos mentalmente con un idealizado y «típico» rostro humano. Si un rostro determinado tiene ciertos rasgos que son más acusados o más débiles, más grandes o más pequeños, más largos o más cortos, más oscuros o más claros, que nuestro rostro «típico», éstos son los detalles que recordamos. Para dibujar una caricatura afortunada, el artista tiene que saber intuitivamente qué rasgos hemos seleccionado de esta manera, y debe entonces supernormalizar los puntos fuertes y subnormalizar los débiles. El proceso es fundamentalmente el mismo que el empleado en los dibujos de los niños y los pueblos primitivos, excepto que al caricaturista le interesan principalmente las diferencias individuales.
Las artes visuales se han visto imbuidas, a lo largo de gran parte de su historia, por este artificio del extremismo de estímulo. En casi todas las formas primitivas de arte abundan las modificaciones supernormales y subnormales. Con el transcurso de los siglos, sin embargo, el realismo fue dominando gradualmente el arte europeo. El pintor y el escultor tuvieron que asumir la tarea de plasmar el mundo externo con tanta exactitud como fuera posible. Hasta el pasado siglo, en que la ciencia (con el desarrollo de la fotografía) realizó este cometido, no pudieron los artistas retornar a una manipulación más libre de tu tema. Al principio, reaccionaron con lentitud, y, aunque las cadenas fueron rotas en el siglo XIX, no quedaron totalmente desprendidas hasta el siglo XX. Durante los últimos sesenta años, se ha producido una oleada tras otra de rebelión, al paso que el extremismo de estímulo se ha ido reafirmando a sí mismo con creciente intensidad. Una vez más, la regla es: realzar elementos seleccionados y eliminar los demás.
Cuando las pinturas del rostro humano empezaron a ser manipuladas de esta manera por los artistas modernos, se levantó un verdadero clamor. Los cuadros eran despreciados como decadentes locuras, como si reflejasen alguna nueva enfermedad de la vida del siglo XX, en vez de un retorno al objetivo más fundamental del arte de desarrollar la lucha de estímulo. Las exageraciones melodramáticas de la conducta humana en producciones teatrales, ballets y óperas, y las extremas magnificaciones de las emociones humanas expresadas en poemas y canciones, eran aceptadas sin objeción, pero en las artes visuales se tardó algún tiempo en acomodarse a similares extremismos de estímulo. Cuando comenzaron a aparecer pinturas totalmente abstractas, fueron atacadas como faltas de sentido por personas que estaban perfectamente dispuestas a disfrutar con la total abstracción de cualquier actuación musical. Pero a la música no se le ha colocado nunca la camisa de fuerza estética de reproducir sonidos naturales.
He definido el estímulo supernormal como una exageración artificial de un estímulo natural, pero el concepto puede ser aplicado también a un estímulo inventado. Expondré dos casos. Los sonrosados labios de una bella muchacha son, sin disputa, un estímulo perfectamente natural y biológico. Si ella los realza pintándolos de un rosa más vivo, está, evidentemente, convirtiéndolos en un estímulo supernormal. La situación es sencilla, y ésta es la clase de ejemplo que he estado examinando hasta ahora. Pero ¿qué decir de la contemplación de un reluciente automóvil nuevo? También éste puede ser muy estimulante, pero se trata de un estímulo enteramente artificial e inventado. No existe ningún modelo biológico, natural, con el que podamos compararlo para averiguar si ha salido supernormalizado. Y, sin embargo, al pasear la vista por varios automóviles, podemos fácilmente elegir algunos que parecen poseer la cualidad de ser supernormales. Son más grandes y más impresionantes que la mayoría de los demás. De hecho, los fabricantes de automóviles están tan interesados como los fabricantes de lápices de labios en producir estímulos supernormales. La situación es más fluida, porque no existe ninguna línea de base biológica y natural sobre la que actuar; pero el proceso es esencialmente el mismo. Una vez que ha sido inventado un nuevo estímulo, desarrolla su propia línea de base. En cualquier momento de la historia del automóvil sería posible realizar un boceto del automóvil típico, común y, por tanto, «normal» del período. Sería también posible elaborar un boceto del más destacado automóvil de lujo del período que, en aquel momento, era el vehículo supernormal. La única diferencia entre este ejemplo y el del lápiz de labios radica en que la «línea de base normal» del automóvil cambia con el progreso técnico, mientras que los labios sonrosados naturales siguen siendo los mismos.
La aplicación del principio supernormal se halla, por tanto, ampliamente extendida e irrumpe, en una forma u otra, en casi todas nuestras empresas. Liberados de las demandas de la pura supervivencia, exprimimos hasta la última gota de estímulo de cualquier cosa sobre la que podamos poner las manos o la vista. El resultado es que a veces quedamos indigestados de estímulos. El inconveniente de hacer más poderosos los estímulos estriba en que corremos el riesgo de quedar extenuados por la fuerza de nuestra respuesta. Nos fatigamos. Empezamos a estar de acuerdo con el comentario shakesperiano de que dorar el oro refinado, pintar el lirio, verter perfume sobre la violeta… es ridículo y derrochador en exceso.
Pero, al mismo tiempo, nos vemos obligados a admitir, con Wilde, que «nada tiene tanto éxito como el exceso». ¿Qué hacemos entonces? La respuesta es que ponemos en práctica otro principio subsidiario más de la lucha de estímulo.
Este principio afirma que, como los estímulos supernormales no son tan poderosos y nuestra respuesta a ellos puede quedar agotada, debemos variar de vez en cuando los elementos que son seleccionados para su magnificación. En otras palabras, apuramos las posibilidades. Cuando se produce un cambio de este tipo, el efecto suele ser dramático, porque queda invertida toda una tendencia. Ello no impide, sin embargo, que se persista en un aspecto determinado de la lucha de estímulo; simplemente, desplaza los puntos en que se carga el supernormal énfasis. En ninguna parte queda ello más claramente ilustrado que en el mundo de la moda de los vestidos y los adornos corporales.
En los vestidos femeninos, en que la manifestación sexual tiene la máxima importancia, esto ha dado lugar a lo que los expertos denominan ley del desplazamiento de zonas erógenas. Técnicamente, una zona erógena es una determinada superficie del cuerpo que está particularmente bien provista de terminaciones nerviosas que emiten una respuesta al tacto, cuya directa estimulación está despertando sexualmente. Las principales superficies son la región genital, los senos, la boca, los lóbulos de las orejas, las nalgas y los muslos. A veces, se añaden a la lista el cuello, los sobacos y el ombligo. Las modas femeninas no guardan, naturalmente, relación con la estimulación táctil, sino con la exposición (u ocultamiento) visual de estas zonas sensibles. En casos extremos, todas estas zonas pueden ser mostradas a la vez, o, como en los vestidos de las mujeres árabes, pueden ser ocultadas todas. Sin embargo, en la inmensa mayoría de las comunidades supertribales, algunas son expuestas y otras simultáneamente ocultadas. Alternativamente, algunas pueden ser puestas de manifiesto, aunque cubiertas, mientras otras quedan relegadas.
La ley del desplazamiento de zonas erógenas se refiere a la forma en que la concentración en una región deja paso, a medida que pasa el tiempo y cambian las modas, a la concentración en otra región. Si la hembra moderna realza una zona durante demasiado tiempo, la atracción se desvanece, precisándose entonces un nuevo estímulo supernormal para volver a despertar el interés.
En tiempos recientes, las dos zonas principales, los senos y la pelvis, han permanecido en su mayor parte ocultas, pero han sido realzadas de diversas formas. Una de ellas consiste en almohadillar o apretar el vestido para exagerar las formas de estas regiones. La otra, en aproximarlas lo más posible a las zonas de carne descubierta. Cuando esta exposición llega a la región del pecho, con vestidos excepcionalmente escotados, se aleja generalmente de la región pelviana, haciéndose más largos los vestidos. Cuando la zona de interés se desplaza y las faldas se hacen más cortas, el escote se eleva. En las ocasiones en que se han generalizado los diafragmas desnudos, dejando al descubierto el ombligo, las otras zonas han sólido estar bien tapadas, a menudo hasta el punto de que las piernas han quedado ocultas bajo alguna clase de pantalones.
El gran problema para los diseñadores de la moda estriba en que sus estímulos supernormales están relacionados con características biológicas básicas. Como sólo hay unas cuantas zonas vitales, esto crea una estricta limitación y obliga a los diseñadores a una serie de ciclos peligrosamente repetitivos. Sólo con gran ingenio puede vencerse esta dificultad. Pero siempre queda la región de la cabeza para manipular con ella. Los lóbulos de las orejas pueden ser puestos de relieve por medio de pendientes; los cuellos, con collares; el rostro, con maquillaje. También aquí se aplica la ley del desplazamiento de zonas erógenas, y es de notar que cuando el maquillaje se hace particularmente intenso y llamativo, los labios suelen aparecer más pálidos y menos realzados.
Los ciclos de la moda masculina siguen un rumbo un tanto diferente. En los últimos tiempos, el macho ha estado más interesado en manifestar su status que sus características sexuales. Un status elevado significa posibilidad de ocio, y los vestidos más característicos del ocio son las ropas deportivas.
Los estudiosos de la historia de la moda han descubierto el hecho revelador de que prácticamente todos los hombres llevan hoy lo que puede ser clasificado como «ex ropa de deporte». Puede demostrarse que hasta nuestro traje más ceremonioso tiene este origen.
El sistema funciona de la siguiente manera. En cualquier momento concreto de la historia reciente ha habido siempre un traje altamente funcional indicado para la práctica del deporte característico del alto status del momento. Llevar ese traje indica que uno puede disponer del tiempo y el dinero necesarios para la práctica de ese deporte. Esta manifestación de status puede ser supernormalizada llevando el traje como indumento corriente, aun cuando no se esté practicando el deporte en cuestión, magnificando así, al extenderla, dicha manifestación. Las señales que emanan de la ropa deportiva dicen: «Yo tengo mucho tiempo libre». Y esto mismo pueden decir casi igual de bien respecto de un hombre no deportista que no puede permitirse el lujo de participar en el deporte. Al cabo de algún tiempo, cuando han llegado a ser completamente aceptados como ropa cotidiana, estos trajes pierden su impacto. Se hace preciso entonces echar mano de otro deporte para tomar su insólito atuendo.
En el siglo XVIII, los caballeros rurales ingleses exhibían su status dedicándose a la caza.
Adoptaron para la ocasión una ostensible manera de vestir, llevando una chaqueta larga recortada por delante, lo que daba a ésta el aspecto de tener colas por la parte de atrás. Abandonaron los grandes y aleteantes sombreros y empezaron a llevar rígidos sombreros de copa, como prototípicos cascos de batalla. Una vez que este atuendo quedó plenamente establecido como traje de deporte de elevado status, comenzó a extenderse. Al principio, fueron los dandys (los petimetres de la época) quienes empezaron a usar un modificado traje de caza como indumento diario. Esto fue considerado el colmo del atrevimiento, cuando no completamente escandaloso. Pero, poco a poco, se difundió la moda (los jóvenes petimetres fueron envejeciendo), y a mediados del siglo XIX el traje de sombrero de copa y faldones se había convertido en atuendo diario normal.
Habiendo llegado a ser tan aceptado y tradicional, la indumentaria de sombrero de copa y faldones tuvo que ser sustituido por algo nuevo por los miembros más audaces de la sociedad, que deseaban hacer ostentación de sus señales supernormales de ocio. Otros deportes de status elevado disponibles para este fin eran la caza, la pesca y el golf. Los bombines se convirtieron en sombreros hongos, y las chaquetas de caza en americanas a cuadros. Los blandos sombreros deportivos dieron paso a los sombreros flexibles.
En el transcurso del presente siglo, la americana ha sido aceptada como traje serio de uso diario, perdiendo colorido en el proceso. El «traje de mañana», o frac, ha sido desplazado un paso más hacia la etiqueta, estando reservado ahora para ocasiones especiales, tales como bodas. Sobrevive también como traje de noche, pero la americana ha llegado ya a su altura y lo ha despojado de sus faldones para crear el smoking.
Una vez que el traje de americana hubo perdido su osadía, tuvo que ser sustituido, a su vez, por algo más manifiestamente deportivo. La caza podía haber pasado de moda, pero la equitación en general conservaba un alto valor de status, de modo que la situación se repitió. Esta vez fue la chaqueta de montar la que no tardó en ser conocida como «chaqueta deportiva». Irónicamente, sólo adquirió este nombre cuando perdió su verdadera función deportiva. Se convirtió en el atuendo despreocupado para uso cotidiano, y en la actualidad mantiene esta posición. Sin embargo, ya se está introduciendo en el ceremonioso mundo de los gerentes de empresa. Entre los más osados, ha invadido incluso ese sanctasanctórum que es la fiesta de noche, en forma de un smoking con dibujos.
Al difundirse en la vida cotidiana la chaqueta deportiva, se propagó con ella el suéter de cuello de polo. El polo era otro deporte de status elevado, y llevar el suéter de cuello redondo típico de este juego confería automáticamente un alto status a su afortunado portador. Pero esta característica prenda ha perdido ya su gallardo encanto. Una versión en seda de él fue recientemente llevada por primera vez con una chaqueta de smoking. Instantáneamente, las tiendas fueron asaltadas por jóvenes machos que demandaban este último ataque deportivo a la etiqueta. Tal vez haya perdido su impacto como atuendo ordinario, pero como indumento de noche aún podía llamar la atención, y, por consiguiente, su radio de acción se extendió. Durante los últimos cincuenta años han surgido otros rumbos similares. Chaquetas marineras deportivas con botones dorados han sido llevadas por hombres que jamás han abandonado la tierra firme. Trajes de esquiar han sido llevados por hombres (y mujeres) que jamás han visto la nevada cumbre de una montaña. Mientras un deporte determinado sea exclusivo y costoso, le serán tomadas sus señales de vestimenta. Durante el presente siglo, los deportes de lujo han sido sustituidos hasta cierto punto por la costumbre de acudir a las playas de climas cálidos. Esto empezó a ponerse de moda en la Riviera francesa. Los visitantes empezaron copiando los suéteres y las camisas de los pescadores locales.
Podían demostrar que habían disfrutado de estas costosas vacaciones de nuevo status llevando en sus lugares habituales de residencia versiones modificadas de estas camisas y suéteres. Inmediatamente, hizo su irrupción en el mercado una nueva gama de esta clase de prendas. En América, se puso de moda que los machos adinerados y de status elevado poseyeran un rancho en el campo, donde vestían modificadas prendas de cowboy. Al instante, muchos habitantes de la ciudad que no tenían ningún rancho se paseaban a grandes zancadas con su modificado (más aún) traje de cowboy. Podría alegarse que lo habían tomado directamente de las películas del Oeste, pero esto es poco probable. Habría sido un disfraz. Sin embargo, una vez que los machos de status elevado, reales, contemporáneos, lo llevan cuando se toman sus vacaciones, entonces todo está bien y una nueva moda se pone en boga.
Nada de esto, puede pensarse, explica los extraños vestidos del adolescente macho que lleva chalinas, cabellos largos, collares, bufandas de colores, pulseras, zapatos de hebilla, pantalones acampanados y camisas con puños de encajes.
¿Qué clase de deporte está él modificando? No hay nada misterioso en la adolescente con minifalda. Lo único que ella ha hecho, aparte de desplazar a sus muslos su zona erógena, es arrancar una hoja del libro de modas del macho y tomar un vestido deportivo para uso diario. La falda de tenis de los años treinta y la falda de esquiar de los años cuarenta eran ya auténticas minifaldas. Sólo faltaba que algún atrevido diseñador las modificara para adaptarlas al uso diario. Pero ¿qué diablos está haciendo el extravagante joven macho? La respuesta parece ser que, con el reciente establecimiento de una «subcultura de juventud», se hacía necesario desarrollar una vestimenta completamente nueva, una que debiera lo menos posible a las variaciones de la aborrecida «subcultura adulta». El status en la «subcultura de juventud» tiene menos que ver con el dinero y mucho más con el atractivo sexual y con la virilidad. Esto ha significado que los machos jóvenes han empezado a vestirse de forma más semejante a la de las hembras, no porque sean afeminados (una burla frecuente en el grupo más viejo), sino porque están más preocupados por las manifestaciones de atracción sexual. En los últimos tiempos, éstas han estado atribuidas casi exclusivamente a las hembras, pero ahora afectan a los dos sexos. Constituye, de hecho, un retorno a una anterior condición (de antes del siglo XVIII) de la vestimenta masculina, y no deberíamos sorprendernos demasiado si en cualquier momento hace su reaparición el sostén escrotal. Quizá veamos también el retorno del cuidadoso maquillaje masculino. Es difícil decir cuánto durará esta fase, porque será gradualmente copiada por los machos de más edad, que se están sintiendo ya disgustados por las abiertas ostentaciones sexuales de sus menores. Volviendo a una ostentación de pavo real, los jóvenes machos de la «subcultura de juventud» han golpeado donde más duele. El macho humano tiene su máxima potencia sexual entre los dieciséis y diecisiete años de edad. Abandonando el traje de status de ocio y sustituyéndolo por el traje de status de sexo, han elegido el arma ideal. Sin embargo, como he dicho antes, los jóvenes dandys acaban envejeciendo. Será interesante ver qué sucede dentro de veinte años, cuando los «Beatles» estén calvos y haya surgido una nueva subcultura de juventud.
Casi todo lo que llevamos hoy es, pues, el resultado del principio de la lucha de estímulo de agotar las posibilidades para producir el efecto de súbita novedad. Lo que es atrevido hoy, se convierte mañana en ordinario y al día siguiente en rancio, y olvidamos rápidamente su procedencia. ¿Cuántos hombres, al ponerse sus trajes de etiqueta y calarse sus sombreros de copa, se dan cuenta de que están vistiendo el traje de un noble cazador del siglo XVIII? ¿Cuántos hombres de negocios vestidos con americanas de severos tonos se dan cuenta de que están siguiendo la forma de vestir de los deportistas de principios del siglo XIX? ¿Cuántos jóvenes con chaquetas deportivas piensan en sí mismos como jinetes? ¿Cuántos jóvenes que llevan camisas de cuello abierto y flojos suéteres de punto se imaginan a sí mismos como pescadores del Mediterráneo? ¿Y cuántas jovencitas con minifalda piensan en ellas mismas como jugadores de tenis o patinadoras sobre hielo?
El shock se extingue rápidamente. El nuevo estilo es absorbido sin tardanza, y entonces se necesita otro que ocupe su lugar y suministre un nuevo estímulo. De una cosa podemos estar siempre seguros: cualquiera que hoy sea la más atrevida innovación en el mundo de la moda, mañana se convertirá en respetabilidad y sé fosilizará luego rápidamente en pomposa etiqueta, mientras surgen nuevas rebeliones para sustituirla.
Sólo mediante este constante proceso giratorio pueden los extremos de la moda, los estímulos supernormales de diseño, mantener su impacto masivo. La necesidad sea, tal vez, la madre de la invención, pero allá donde están implicados los estímulos supernormales de la moda es también cierto afirmar que la novedad es la madre de la necesidad.
Hemos estado considerando hasta ahora los cinco principios de la lucha de estímulo que guardan relación con el aumento de la intensidad de conducta del individuo. En ocasiones, se hace necesaria la dirección inversa. Cuando esto sucede, entra en acción el sexto y último principio.
6. Si el estímulo es demasiado fuerte, puede reducirse la intensidad de conducta amortiguando la capacidad de respuesta a las sensaciones provenientes del exterior.
Éste es el principio de contención. Algunos animales de zoo encuentran intimidante y tenso su confinamiento, especialmente cuando son recién llegados, trasladados a una nueva jaula o alojados con compañeros hostiles o inadecuados. En su agitada condición, pueden padecer una anormal superestimulación. Cuando esto sucede y no pueden huir u ocultarse, deben interrumpir de alguna manera el flujo de estímulos exteriores. Pueden hacerlo acurrucándose, simplemente, en un rincón y cerrando los ojos. Esto, al menos, elimina los estímulos visuales. Dormir durante un excesivo lapso de tiempo (procedimiento utilizado también por inválidos, tanto animales como humanos) se presenta, asimismo, como una forma más extrema de contención. Pero no pueden estar acurrucados y dormir continuamente.
Cuando se hallan en actividad, pueden, hasta cierto punto, aliviar sus tensiones realizando «estereotipos». Son éstos pequeños tics, repetitivos actos de crisparse, saltar, oscilar, mecerse o girar que, al habérseles hecho tan familiares por la repetición constante, producen también un efecto de alivio. La cuestión es que para el animal superestimulado el medio ambiente es tan extraño y aterrador que cualquier acción, por absurda que sea, ejercerá un efecto calmante, siempre que le sea familiar. Es como encontrar en una fiesta a un viejo amigo entre una multitud de desconocidos. Estos estereotipos pueden verse por todo el zoo. Los enormes elefantes se balancean rítmicamente a un lado y a otro; los jóvenes chimpancés hacen rodar su cuerpo; la ardilla da saltos en círculo, como un motorista del muro de la muerte; el tigre frota su nariz a derecha e izquierda contra los barrotes, hasta que se pone en carne viva y sangrando.
No es accidental que algunas de estas clases de superestimulación tengan lugar de cuando en cuando en animales intensamente aburridos, pues la tensión producida por una acusada subestimulación es en algunos aspectos básicamente la misma que la tensión de la superestimulación. Ambos extremos son desagradables, y ello provoca una respuesta estereotipada, mientras el animal trata desesperadamente de regresar al feliz medio de la estimulación moderada, que es el objetivo de la lucha de estímulo.
Si el inquilino del zoo humano se halla sometido a una intensa superestimulación, también él acude al principio de contención. Cuando muchos estímulos diferentes ejercen su acción en conflicto unos con otros, la situación se torna insoportable.
Si podemos huir y ocultarnos, todo va bien, pero nuestros complejos compromisos con la vida supertribal suelen impedirlo. Podemos cerrar los ojos y taparnos los oídos, pero se necesita algo más que vendas y tapones auriculares.
En último extremo, recurrimos a ayudas artificiales. Tomamos tranquilizantes, píldoras somníferas (a veces tantas que terminamos definitivamente), dosis excesivas de alcohol, y una gran variedad de drogas. Ésta es una variante de la lucha de estímulo que denominamos sueño químico. Para comprender el porqué, examinemos más detenidamente el sueño natural.
El gran valor del proceso de sueño nocturno normal es que nos permite clasificar y archivar el caos del día anterior. Imagínese una oficina sobrecargada de trabajo, con montañas de documentos, papeles y notas vertiéndose en ella a todo lo largo del día. Las mesas están abarrotadas. Los empleados no pueden trabajar al ritmo con que llega la información y el material. No hay tiempo bastante para archivarlo ordenadamente antes de que termine la tarde. Se van a casa dejando la oficina sumida en el caos. A la mañana siguiente, habrá otra gran afluencia, y la situación escapará rápidamente a todo control. Si nosotros estamos superestimulados durante el día, recibiendo nuestro cerebro una masa de nueva información, gran parte de la cual se encuentra en conflicto con el resto, nos iremos a la cama en un estado muy semejante al en que fue dejada la caótica oficina al término de la jornada laboral. Pero nosotros somos más afortunados que los sobrecargados empleados. Durante la noche, alguien entra en la oficina existente dentro de nuestro cráneo y lo clasifica todo, lo archiva ordenadamente y deja limpia la oficina, lista para recibir la avalancha del día siguiente. En el cerebro del animal humano, este proceso es lo que llamamos soñar. Podemos obtener descanso físico durmiendo, pero poco más del que podríamos obtener yaciendo despiertos toda la noche. Sin embargo, en estado de vigilia no podemos soñar adecuadamente. Por tanto, la función primaria del acto de dormir, más que descansar nuestros fatigados miembros, es soñar.
Dormimos para soñar, y soñamos durante la mayor parte de la noche. La nueva información es clasificada y archivada, y nos despertamos con un cerebro refrescado, listo para comenzar el siguiente día.
Si la vida durante el día se hace demasiado frenética, si nos hallamos demasiado intensamente superestimulados, el mecanismo normal del sueño se ve sometido a una prueba demasiado dura. Esto conduce a una dedicación a los narcóticos y al peligroso desarrollo del sueño químico. En los estupores y trances de los estados químicamente inducidos, esperamos vagamente que las drogas creen una mímica del estado onírico.
Pero, aunque pueden ser eficaces para ayudar a interrumpir el caótico flujo procedente del mundo exterior, no suelen ser de utilidad en la función positiva del sueño de clasificar y archivar. Cuando se disipan, el alivio negativo temporal se desvanece, y el problema positivo subsiste igual que antes. El procedimiento se halla, por tanto, condenado a ser decepcionante, con la adición del posible inconveniente del hábito químico.
Otra variación consiste en la práctica de lo que podríamos denominar sueño de meditación, en el que el estado onírico se consigue por medio de ciertas disciplinas, el yoga u otras semejantes. Las condiciones de alejamiento y contención semejantes al trance producidas por el yoga, el vudú, hipnotismo y ciertas prácticas mágicas y religiosas tienen algunas características en común. Implican generalmente una sostenida repetición rítmica, ya sea verbal o física, y son seguidas por una condición de apartamiento de la normal estimulación exterior. De esta forma, pueden ayudar a reducir el flujo masivo, y de ordinario internamente conflictivo, que está siendo sufrido por el individuo superestimulado. Son, por consiguiente, similares a las diversas formas de sueño químico, pero disponemos hasta el momento de escasa información sobre la forma en que, además, pueden suministrar beneficios positivos de la clase que disfrutamos cuando soñamos normalmente.
Si el animal humano no consigue escapar de un prolongado estado de superestimulación, está expuesto a caer enfermo, física o mentalmente. Las enfermedades de agotamiento o las crisis nerviosas pueden, para los más afortunados, suministrar su propio remedio. El enfermo se ve obligado, por su incapacidad, a interrumpir el masivo flujo. Su lecho se convierte en su escondrijo animal.
Los individuos que saben son particularmente propensos a la superestimulación suelen desarrollar una señal de alarma precoz. Una antigua lesión puede cobrar nueva actividad, las amígdalas pueden hincharse, puede empezar a doler un diente enfermo, o producirse una erupción cutánea, puede reaparecer un pequeño tic nervioso o reproducirse una jaqueca. Muchos individuos tiene una pequeña debilidad de este tipo, lo que, en realidad, es más un viejo amigo que un viejo enemigo, porque les avisa de que se están excediendo y de que sería mejor que redujeran la marcha si quieren evitar algo peor. Si, como a menudo sucede, se les persuade para «curarse» su debilidad particular, no deben temer perder la ventaja que les concede la alarma precoz; con toda probabilidad, otro síntoma no tardará en ocupar su lugar. En el mundo médico, esto se conoce a veces con el nombre de «síndrome desplazante».
Es fácil comprender cómo el moderno miembro de supertribu puede llegar a padecer este sobrecargado estado. Como especie, nos volvimos en un principio intensamente activos y exploratorios en relación con nuestras demandas de supervivencia. El difícil papel que nuestros antepasados cazadores tuvieron que desempeñar hacía hincapié en ello. Ahora, con el medio ambiente ampliamente sujeto a control, llevamos todavía sobre nosotros nuestro antiguo sistema de gran actividad y gran curiosidad.
Aunque hemos llegado a un estadio en el que fácilmente podríamos permitirnos tendernos a descansar con más frecuencia y más prolongadamente, no podemos hacerlo. En lugar de ello, nos vemos obligados a desarrollar la lucha de estímulo. Puesto que esto es algo nuevo para nosotros, aún no tenemos mucha experiencia en ello, y estamos constantemente llegando demasiado lejos o quedándonos demasiado cortos. Entonces, tan pronto como sentimos que nos estamos volviendo superestimulados y superactivos o subestimulados y subactivos, nos desviamos de un doloroso extremo al otro y nos dedicamos a la realización de acciones que tienden a devolvernos al feliz término medio de estimulación óptima y actividad óptica. Los que lo consiguen mantienen un firme rumbo central; los demás permanecen oscilando desde uno hasta otro extremo.
Nos sirve hasta cierto punto de ayuda un lento proceso de acomodación. El campesino, que lleva una vida silenciosa y tranquila, desarrolla una tolerancia hacia este nivel de actividad. Si un ajetreado hombre de ciudad fuera súbitamente arrojado en medio de esa paz y quietud, no tardaría en encontrarlo insoportablemente aburrido. Si el campesino fuera arrojado en el torbellino de la caótica vida ciudadana, no tardaría en encontrarlo excesivamente excitante. Si habita uno en la ciudad, es bueno pasar un tranquilo fin de semana en el campo como desestimulante, y si uno es campesino es beneficioso pasar un día en la ciudad como estimulante. Esto obedece a los principios equilibradores de la lucha de estímulo; pero si dura más tiempo, el equilibrio se pierde.
Resulta interesante el hecho de que manifestamos mucha menos simpatía hacia el hombre que no consigue acomodarse a un bajo nivel de actividad que hacia el que no consigue habituarse a un nivel elevado. Un hombre aburrido e indiferente nos enoja más que otro fatigado y sobrecargado de actividad.
Ninguno de los dos logra librar con eficacia la lucha de estímulo. Los dos se hallan expuestos a volverse irritables y malhumorados, pero nos sentimos mucho más propensos a perdonar al hombre sobrecargado de trabajo. La razón de ello estriba en que empujar el nivel demasiado hacia arriba es una de las cosas que mantienen el progreso de nuestras civilizaciones. Son los individuos intensamente exploratorios los que se convertirán en los grandes innovadores y cambiarán la faz del mundo en que vivimos. Los que desarrollan la lucha de estímulo en una forma más equilibrada y eficaz serán también exploratorios, desde luego, pero tenderán a proporcionar variaciones sobre viejos temas, más que temas enteramente nuevos. Serán también individuos más felices, mejor acomodados.
Tal vez recuerden que al principio dije que los riesgos del juego son elevados. Lo que tenemos que ganar o perder es nuestra felicidad, y, en casos extremos, nuestro juicio. Según esto, los innovadores superexploratorios deben ser comparativamente desgraciados e, incluso, mostrar cierta tendencia a padecer enfermedades mentales. Teniendo presente el objetivo de la lucha de estímulo, debemos predecir que, pese a sus mayores logros, estos hombres y estas mujeres no pueden por menos, con frecuencia, de llevar una vida desasosegada e insatisfecha. La Historia tiende a confirmar la realidad de esto. Nuestra deuda hacia ellos se paga bajo la forma de la especial tolerancia que manifestamos hacia su conducta a menudo caprichosa e irritable. Nosotros reconocemos intuitivamente que esto es un resultado inevitable de la forma desequilibrada en que ellos desarrollan la lucha de estímulo. Sin embargo, como veremos en el capítulo siguiente, no siempre somos tan comprensivos.