Grupos propios y grupos extraños
Pregunta: ¿Qué diferencia hay entre unos nativos negros que degüellan a un misionero blanco y una chusma blanca que lincha a un negro indefenso? Respuesta: Muy poca…, y, para la víctima, ninguna en absoluto. Cualesquiera que sean las razones, las excusas, los motivos, el mecanismo básico de comportamiento es el mismo. Ambos son casos de miembros del grupo propio atacando a miembros del grupo extraño.
Al abordar este tema, nos estamos introduciendo en un terreno en el que nos resulta difícil mantener nuestra objetividad. La razón es evidente: todos nosotros, cada uno de nosotros, somos miembros de algún particular grupo propio, y se nos hace difícil contemplar los problemas del conflicto entre grupos sin tomar partido, aun inconscientemente. Hasta que yo haya acabado de escribir y usted haya acabado de leer este capítulo, debemos procurar salirnos de nuestros grupos y contemplar los campos de batalla del animal humano con los imparciales ojos de un marciano. No va a resultar fácil, y debo dejar bien claro desde el principio que nada de lo que digo debe ser entendido en el sentido de que estoy favoreciendo a un grupo contra otro, o sugiriendo que un grupo es inevitablemente superior a otro.
Utilizando un rígido argumento evolucionista, podría sugerirse que, si dos grupos humanos chocan entre sí y uno extermina al otro, el vencedor es biológicamente más afortunado que el vencido. Pero si consideramos la especie como un todo, este argumento ya no resulta aplicable. Es un punto de vista mezquino. El punto de vista generoso consiste en que si se hubieran esforzado en vivir competitiva pero pacíficamente uno al lado del otro, la especie entera considerada como un todo habría resultado mucho más beneficiada.
Debemos procurar adoptar este punto de vista amplio. Si parece lógico y evidente, entonces tenemos que presentar una explicación algo menos fácil. No somos una especie que se reproduzca en cantidades masivas, como ciertas clases de peces, que producen miles de crías de una sola vez, la mayoría de las cuales se hallan condenadas a la destrucción, sobreviviendo sólo unas pocas. No somos engendradores de cantidad, sino de calidad; producimos pocos descendientes, y derrochamos sobre ellos más cuidados y atenciones y durante un periodo de tiempo más largo que ningún otro animal. Después de consagrarles casi dos décadas de energía parental, es, aparte de otras consideraciones, grotescamente ineficaz enviarles a que sean acuchillados, muertos a tiros, abrasados y bombardeados por los descendientes de otros hombres. Sin embargo, en poco más de un solo siglo (desde 1820 hasta 1945), nada menos que 59 millones de animales humanos resultaron muertos en choques entre grupos de una u otra clase. Ésta es la difícil explicación que tenemos que hacer, si tan evidente es para el intelecto humano que sería mejor vivir pacíficamente. Al hablar de estas matanzas, decimos que los hombres se comportan «como animales», pero si pudiéramos encontrar un animal salvaje que mostrara señales de comportarse de esta manera, sería más exacto decir que actuaba como los hombres. El hecho es que no podemos dar con una criatura semejante. Nos enfrentamos aquí con otra de las dudosas propiedades que hacen del hombre moderno una especie única.
Biológicamente hablando, el hombre tiene la innata misión de defender tres cosas: él mismo, su familia y su tribu. Como primate formador de pareja, territorial y que vive en grupo, se ve fuertemente impulsado a ello. Si él, su familia o su tribu se hallan amenazados por la violencia, será perfectamente natural que responda con contraviolencia. Mientras exista una probabilidad de repeler el ataque, es su deber biológico intentar hacerlo por todos los medios de que disponga. La situación es idéntica para muchos otros animales, pero, en condiciones naturales, la cantidad de violencia física real que tiene lugar es limitada. Por regla general, es poco más que una amenaza de violencia a la que se responde con una contraamenaza de contraviolencia. Todas las especies más violentas parecen haberse exterminado a sí mismas. Una lección que no debemos pasar por alto.
Esto parece bastante sencillo, pero los últimos miles de años de la Historia humana han sobrecargado nuestra herencia evolutiva. Un hombre sigue siendo un hombre, y una familia es todavía una familia, pero una tribu ya no es una tribu. Es una supertribu. Si queremos llegar a comprender la barbarie de nuestros conflictos nacionales, idealistas y raciales, debemos examinar, una vez más, la naturaleza de esta condición supertribal. Hemos visto algunas de las tensiones que ha originado en su mismo interior, las agresiones de la batalla de status; debemos contemplar ahora la forma en que ha creado y amplificado las tensiones fuera de sí misma, entre un grupo y otro.
La historia es cada vez más penosa. El primer paso importante se dio cuando nos establecimos en moradas permanentes. Esto nos dio un objeto concreto que defender. Nuestros más próximos parientes, los monos y los chimpancés, viven típicamente en bandadas nómadas. Cada bandada se desenvuelve dentro de un radio de acción determinado, en cuyo ámbito se mueve sin cesar. Si dos grupos se encuentran y se amenazan mutuamente, el incidente se resuelve con facilidad. Simplemente, se alejan y continúan ocupándose de sus cosas. Una vez que el hombre primitivo se hizo más estrictamente territorial, hubo que reforzar el sistema de defensa. Pero en los tiempos primitivos había tanta tierra y tan pocos hombres, que quedaba sitio de sobra para todos. Incluso cuando las tribus adquirieron mayores dimensiones, las armas eran todavía toscas y primitivas. Los propios dirigentes estaban mucho más personalmente implicados en los conflictos. (Si los dirigentes actuales se vieran obligados a servir en las líneas de combate, se mostrarían mucho más cautos y «humanos» en el momento de tomar su decisión inicial. Quizá no sea demasiado cínico sugerir que éste es el motivo de que se hallen dispuestos a librar guerras «menores», pero les aterrorizan las guerras nucleares. El radio de acción de las armas nucleares les ha vuelto a situar accidentalmente en las líneas del frente. Tal vez, en lugar del desarme nuclear, lo que deberíamos estar exigiendo es la destrucción de los bunkers subterráneos de cemento que ya han construido para su propia protección).
Tan pronto como el hombre granjero se convirtió en hombre urbano, se dio otro paso trascendental hacia un conflicto más feroz. La división del trabajo y la especialización que se desarrolló significó que toda una categoría de la población podía ser dedicada a las armas; había nacido el Ejército. Con el crecimiento de las supertribus urbanas, las cosas comenzaron a moverse más aceleradamente. El crecimiento social adquirió tal rapidez de su desarrollo en un terreno no coincidía con su progreso en otro. El más estable equilibrio de poder tribal fue sustituido por la grave inestabilidad de las desigualdades supertribales. A medida que las civilizaciones florecían y podían permitirse la expansión, se vieron frecuentemente enfrentadas, no a rivales iguales que les harían pensarse las cosas dos veces y entregarse a la amenaza ritualizada de regateo y comercio, sino a grupos más débiles y atrasados que podían ser invadidos y avasallados con facilidad. Hojeando las páginas de un atlas histórico, puede verse en seguida toda la historia de derroche e ineficacia, de construcción seguida de destrucción, sólo para ser seguida nuevamente de más construcción y más destrucción. Había, desde luego, ventajas incidentales, entrecruzamientos y relaciones que conducían a la acumulación y comunicación de conocimientos, a la difusión de nuevas ideas. Los arados pueden haber sido convertidos en espadas, pero el ímpetu para investigar la consecución de armas mejores condujo también a la producción de utensilios mejores. El coste, sin embargo, fue grande.
A medida que las supertribus iban engrandeciéndose, aumentaba la dificultad de gobernar a las extensas y rebosantes poblaciones, crecían las tensiones provocadas por el nacimiento y las frustraciones de la carrera de súper status se hacían más intensas. Aumentaba progresivamente el volumen de agresión reprimida en busca de una válvula de escape. El conflicto entre grupos la proporcionó a gran escala.
Para el dirigente moderno, pues, lanzarse a la guerra tiene muchas ventajas de las que el dirigente de la Edad de Piedra no podía disfrutar. En primer lugar, no tiene que arriesgarse a que le dejen el rostro ensangrentado. Además, a los hombres que envía a la muerte no los conoce personalmente: son especialistas, y el resto de la sociedad puede continuar su vida cotidiana. Los que, a causa de las presiones supertribales a que han estado sometidos, necesitan perturbaciones o peleas pueden llevar a cabo su combate sin dirigirlo contra la supertribu misma. Y tener un enemigo exterior, un villano, puede convertir en héroe a un dirigente, unir a su pueblo y hacerle olvidar a éste las rencillas internas que tantos quebraderos de cabeza le proporcionaban.
Sería ingenuo pensar que los dirigentes son tan sobrehumanos que no influyen sobre ellos estos factores. Sin embargo, el factor más importante continúa siendo el ansia de mantener o mejorar el status entre los dirigentes. El diferente progreso de las distintas supertribus a que me he referido antes es, indudablemente, el mayor problema. Si, por sus recursos naturales o por su habilidad, una supertribu sobrepasa a otra, lo más seguro es que se originen dificultades. El grupo avanzado se impondrá, de una u otra manera, al grupo retrasado, y el grupo retrasado manifestará su resentimiento de una manera u otra.
Un grupo avanzado es, por su misma naturaleza, expansivo, y, simplemente, no puede dejar las cosas tal como están y ocuparse de sus propios asuntos. Trata de influir sobre otros grupos, ya sea dominándolos o «ayudándolos». A menos que domine a sus rivales hasta el punto de que pierdan su personalidad y queden absorbidos en el cuerpo supertribal avanzado (lo que a menudo es geográficamente imposible), la situación se volverá inestable. Si la supertribu avanzada ayuda a otros grupos y los hace más fuertes, pero a su propia imagen, entonces llegará el día en que sean lo suficientemente fuertes para rebelarse y repeler a la supertribu con sus propias armas y sus propios métodos.
Mientras todo esto sucede, los dirigentes de otras supertribus poderosas y avanzadas estarán vigilando ansiosamente para cerciorarse de que estas expansiones no obtienen demasiado éxito. Si lo alcanzan, entonces empezará a decaer su status entre grupos.
Todo esto se realiza bajo una capa bastante transparente, pero, pese a ello, persistente, de ideología. Leyendo los documentos oficiales, uno nunca adivinaría que lo que de verdad estaba en juego era el orgullo y el status de los dirigentes. En apariencia, siempre es cuestión de ideales, principios morales, filosofías sociales o creencias religiosas. Mas para un soldado que se mira sus piernas mutiladas, o que se sujeta los intestinos con las manos, sólo significa una cosa: una vida destrozada. La razón por la que fue tan fácil llevarle a esa situación radicaba en que no sólo era un animal potencialmente agresivo, sino también intensamente cooperativo. Toda esa palabrería de defender los principios de su supertribu tocó su fibra sensible porque se convirtió en cuestión de ayudar a sus amigos. Bajo la tensión de la guerra, bajo la visible y directa amenaza procedente del grupo extraño, se fortalecieron enormemente los lazos entre él y sus compañeros de batalla. Mató, más por no dejarles desamparados que por ninguna otra razón. Las viejas lealtades tribales eran tan fuertes que, cuando llegó el momento final, no tenía opción.
Dadas las presiones de la supertribu, el hacinamiento a escala global de nuestra especie y las desigualdades de progreso de las diferentes supertribus, hay pocas esperanzas de que nuestros hijos crezcan para preguntarse a qué se debía la guerra. El animal humano se ha hecho demasiado grande para sus botas de primate. Su equipo biológico no es lo bastante fuerte para enfrentarse al medio ambiente, no biológico, que ha creado. Sólo un inmenso esfuerzo de contención intelectual podrá ya salvar la situación.
Ocasionalmente, se ve algún signo de esto acá y allá, pero no bien brota en un lado se extingue en otro. Y, lo que es más, nuestra especie posee tal elasticidad que siempre parecemos capaces de absorber los choques, de compensar la destrucción, de tal modo que ni siquiera nos vemos obligados a extraer enseñanzas de nuestras brutales lecciones. Las guerras más grandes y sangrientas que hayamos conocido no han tenido más efecto, a la larga, que producir una ligera depresión en la curva de crecimiento de la población mundial. Siempre hay un incremento de posguerra en el ritmo de nacimientos, y los huecos se llenan con rapidez. El gigante humano se regenera a sí mismo como un gusano mutilado y continúa deslizándose rápidamente.
¿Qué es lo que hace a un individuo humano ser uno de «ellos», a los que hay que destruir como una plaga de insectos, en vez de uno de «nosotros», que debe ser defendido como un hermano querido? ¿Qué es lo que le sitúa a él en un grupo extraño y nos mantiene a nosotros en el grupo propio? ¿Cómo «reconocerlos»? Es facilísimo, naturalmente, si pertenecen a una supertribu enteramente separada, con costumbres extrañas, aspecto extraño y extraño lenguaje. Todo en ellos es tan diferente de «nosotros» que basta con realizar la burda simplificación de que todos ellos son malvados bellacos. Las fuerzas cohesivas que ayudaron a mantener unido su grupo como una sociedad claramente definida y eficientemente organizada sirven también para situarlos aparte de nosotros y hacer que susciten terror por causa de su extranjería. Como el dragón shakesperiano, son «más frecuentemente temidos que vistos».
Estos grupos son los objetivos más evidentes de hostilidad de nuestro grupo. Pero, suponiendo que les hayamos atacado y derrotado, ¿qué ocurre luego? ¿Y si no nos atrevemos a atacarlos? Y si, por cualquier razón, nos hallamos por el momento en paz con otras supertribus, ¿qué sucede con la agresión existente en el interior de nuestro grupo propio? Podemos, si tenemos suerte, continuar en paz y seguir operando eficiente y constructivamente dentro de nuestro grupo. Las fuerzas cohesivas internas, incluso sin la ayuda de la amenaza proveniente de un grupo extraño, pueden ser lo bastante vigorosas para mantenernos unidos. Pero las presiones y tensiones de la supertribu continuarán actuando sobre nosotros, y si la batalla interna de dominación es librada con excesiva crueldad, con subordinados extremos que experimentaran demasiada represión o pobreza, entonces no tardarán en aparecer grietas. Si existen graves desigualdades entre los subgrupos que inevitablemente se desarrollan dentro de la supertribu, su competición, normalmente saludable, estallará en violencia. La agresión reprimida de subgrupo, si no puede combinarse con la agresión reprimida de otros subgrupos para atacar a un común enemigo extranjero, encontrará expresión en forma de tumultos, persecuciones y rebeliones.
Ejemplos de esto se pueden encontrar a todo lo largo de la Historia. Cuando el Imperio romano hubo conquistado el mundo (tal como entonces lo conocía), su paz interna fue destrozada por una serie de guerras y secesiones civiles. Lo mismo sucedió cuando España dejó de ser una potencia conquistadora, organizadora de expediciones coloniales. Por desgracia, existe una relación inversa entre las guerras externas y las disensiones internas. La implicación está clara: en ambos casos es la misma clase de energía agresiva frustrada que está buscando una válvula de escape. Sólo una estructura supertribal inteligentemente construida puede evitar las dos a la vez.
Era fácil reconocerles a «ellos» cuando pertenecían a una civilización enteramente distinta, pero ¿cómo se consigue cuando «ellos» pertenecen a nuestra propia cultura? El lenguaje, las costumbres, el aspecto de los «ellos» internos no nos resultan foráneos ni desconocidos, por lo que es más difícil su rotulación y calificación. Pero no es imposible. Un subgrupo puede no parecer foráneo ni extraño a otro subgrupo, pero le parece diferente, y eso suele bastar.
Las diferentes clases, las diferentes ocupaciones, los diferentes grupos de edad, todos tienen sus propias características formas de hablar, vestir y comportarse. Cada subgrupo desarrolla su propio acento o su propia jerga. El estilo de las ropas también difiere notablemente, y cuando entre dos subgrupos estallan las hostilidades, o están a punto de estallar (una valiosa pista), los hábitos de vestido se tornan más agresiva y ostensiblemente distintivos. En algunos aspectos, empiezan a parecer uniformes. En el caso de una guerra civil, desde luego a gran escala, se convierten en uniformes, pero aun en disputas menores la aparición de artilugios pseudomilitares, tales como brazaletes, escarapelas e, incluso, penachos y emblemas, se convierte en una característica habitual. En las sociedades secretas agresivas, proliferan extraordinariamente. Estos y otros expedientes similares contribuyen a fortalecer con rapidez la identidad del subgrupo y, al mismo tiempo, facilitan que otros grupos existentes dentro de la supertribu reconozcan y clasifiquen a los individuos afectados como «ellos». Pero éstos son emblemas temporales. Los galones pueden ser arrancados cuando la agitación ha terminado. Quienes los portaban pueden volver a integrarse rápidamente con el núcleo de la población. Incluso las más violentas animosidades pueden apaciguarse y quedar relegadas al olvido. Existe, sin embargo, una situación completamente distinta cuando un subgrupo posee características distintivas físicas. Si exhibe, pongamos por caso, piel oscura o piel amarilla, pelo ensortijado u ojos oblicuos, entonces éstos son emblemas distintivos que no pueden ser arrancados, por muy pacíficos que sean sus dueños. Si se hallan en minoría dentro de una supertribu son automáticamente considerados como un subgrupo comportándose como un activo «ellos». Aunque sean en «ellos» pasivo, no parece haber diferencia. Incontables sesiones para alisar el cabello e incontables operaciones para eliminar los pliegues de los ojos no consiguen trasmitir el mensaje, el mensaje que dice: «No nos estamos situando aparte deliberada y agresivamente». Quedan demasiadas e inequívocas pistas físicas.
Racionalmente, el resto de la supertribu sabe muy bien que estos «emblemas» físicos no han sido puestos deliberadamente, pero la respuesta no es racional. Es una reacción de grupo propio que brota de profundas raíces, y cuando la agresión reprimida busca un objetivo, allí están los portadores de emblemas, literalmente dispuesto a asumir el papel de víctima propiciatoria.
No tarda en establecerse un círculo vicioso. Si los portadores de emblemas son tratados, sin que medie culpa alguna por su parte, como un subgrupo hostil, pronto empezarán todos a comportarse como tal. Los sociólogos han denominado a esto una «profecía de autorrealización». Ilustraré lo que sucede utilizando un ejemplo imaginario. Las etapas son éstas:
1. Mira a ese hombre de pelo verde que está pegando a un niño.
2. Ese hombre de pelo verde es malvado.
3. Todos los hombres de pelo verde son malvados.
4. Los hombres de pelo verde atacarán a cualquiera.
5. Ahí hay otro hombre de pelo verde; pégale antes de que te pegue él a ti.
(El hombre de pelo verde, que no ha hecho nada para provocar la agresión, devuelve el golpe para defenderse).
6. Ahí tienes, eso lo demuestra: los hombres de pelo verde son malvados.
7. Pega a todos los hombres de pelo verde.
Esta progresión de violencia, expresada de forma tan elemental, parece ridícula. Es, desde luego, ridícula, pero representa, no obstante, una manera real de pensar. Hasta la mente menos perspicaz puede distinguir los sofismas de las siete fases de ascendentes prejuicios de grupo que he numerado, pero esto no impide que se conviertan en realidad.
Después de que los hombres de pelo verde han sido golpeados sin motivo durante un espacio de tiempo suficiente, se convierten, como no podría menos de esperarse, en malvados. La profecía originariamente falsa se ha cumplido a sí misma y se ha convertido en una profecía verdadera.
Ésta es la sencilla historia de cómo el grupo extraño se convierte en una entidad odiada. La moraleja a extraer de ella es doble: no tengas pelo verde; pero, si lo tienes, procura que te conozcan personalmente los que no tienen pelo verde, para que se den cuenta de que no eres realmente malvado. La cuestión es que si el hombre que en un principio fue visto pegando a un niño no hubiera tenido rasgos característicos susceptibles de diferenciarle, habría sido juzgado como individuo, y no se habría producido ninguna perjudicial generalización. Sin embargo, una vez que el daño ha sido causado, la única esperanza posible de impedir una ulterior extensión de la hostilidad dentro del grupo propio debe fundarse en una relación y conocimiento personales de los otros individuos de pelo verde considerados como individuos. Si esto no sucede, entonces la hostilidad entre grupos se acentuará, y los individuos de pelo verde —incluso los que son excesivamente no violentos— sentirán la necesidad de unirse, incluso de vivir juntos, y de defenderse unos a otros. Una vez ocurrido esto, la violencia real está a la vuelta de la esquina. Habrá cada vez menos contactos entre los miembros de los dos grupos, y no tardarán en comportarse como si pertenecieran a dos tribus diferentes. Las personas de pelo verde empezarán pronto a proclamar que están orgullosas del color de sus cabellos, cuando, en realidad, no había tenido el más mínimo significado para ellas antes de que fuera singularizado como una señal especial.
La cualidad de la señal de pelo verde que la ha hecho tan potente es su visibilidad. Esto no tenía nada que ver con la verdadera personalidad. Era, simplemente, un rasgo accidental. Ningún grupo extraño se ha formado jamás, por ejemplo, de personas que pertenecen al grupo sanguíneo O, pese al hecho de que, como el color de la piel o la clase de pelo, es un factor inequívoco y genéticamente controlado. La razón es sencilla: es imposible decir quién pertenece al grupo con sólo mirarle. Por ello, si un hombre que se sabe pertenece al grupo O pega a un niño, es imposible extender el antagonismo existente contra él a otras personas del grupo O.
Esto parece de una evidencia meridiana, y, sin embargo, constituye la base entera de los odios entre grupos propios y extraños, a los que solemos denominar «intolerancia racial». A muchos les resulta difícil comprender que, en realidad, este fenómeno no tiene nada que ver con significativas diferencias raciales de personalidad, inteligencia o caracterización emocional (cuya existencia no se ha demostrado jamás), sino sólo con insignificantes y, en la actualidad, nimias diferencias de «emblemas» raciales superficiales. Un niño blanco o un niño amarillo, criados en una supertribu negra y a quienes se hayan dado las mismas oportunidades, saldrían adelante exactamente igual y se comportarían del mismo modo que los niños negros. Otro tanto puede afirmarse de la situación inversa. Si parece no ser así, entonces es tan sólo el resultado del hecho de que, probablemente, no existirían idénticas oportunidades. Para comprender esto, debemos, en primer lugar, examinar brevemente la forma en que surgieron las diferentes razas.
Hagamos constar, ante todo, que la palabra «raza» es poco afortunada. Ha sido mal empleada con demasiada frecuencia. Hablamos de la raza humana, de la raza blanca y de la raza británica, refiriéndonos, respectivamente, a la especie humana, a la subespecie blanca y a la supertribu británica. En zoología, una especie es una población de animales que se reproducen libremente entre ellos, pero que no pueden reproducirse, o no lo hacen, con otras poblaciones. Una especie tiende a escindirse en gran cantidad de discernibles subespecies, a la par que se extiende por un ámbito geográfico cada vez más amplio. Si estas subespecies son mezcladas artificialmente, continúan procreando libremente entre sí y pueden volver a fundirse en un solo tipo, pero esto no sucede normalmente. Las diferencias climáticas y de otra clase influyen en el color, la forma y el tamaño de las diferentes subespecies en sus diversas regiones naturales.
Un grupo que vive en una región fría, por ejemplo, puede hacerse más fuerte y pesado; otro que habite una región boscosa puede desarrollar una piel moteada que le camufle bajo la luz que se filtra entre las hojas.
Las diferencias físicas ayudan a adaptar las subespecies a su medio ambiente, de modo que cada una de ellas se desenvuelve mejor en su propia zona particular. No existe ninguna línea divisoria entre las subespecies allá donde las regiones limitan una con otra; van fundiéndose gradualmente una con otra. Si, con el paso del tiempo, van diferenciándose progresivamente entre sí, los contactos reproductivos pueden finalizar en las fronteras de su campo de acción, y surge una nítida línea divisoria. Si, más tarde, se extienden y superponen, ya no se mezclarán. Se habrán convertido en verdaderas especies.
La especie humana, al comenzar a extenderse por todo el Globo, empezó a formar subespecies distintivas, exactamente igual que cualquier otro animal. Tres de ellas, el grupo caucasoide (blanco), el grupo negroide (negro) y el grupo mongoloide (amarillo), han alcanzado un alto grado de desarrollo. Dos de ellas no son en la actualidad ni sombra de lo que fueron y existen sólo como grupos residuales. Son los australoides —los aborígenes australianos y sus allegados— y los capoides, los bosquimanos del África del Sur. Estas dos subespecies cubrieron en otro tiempo una extensión mucho mayor (los bosquimanos llegaron a poseer la mayor parte de África), pero, salvo en zonas reducidas, han sido posteriormente exterminados. Un reciente estudio de las dimensiones relativas de estas cinco subespecies estimaba su respectiva población mundial actual del modo siguiente:
Caucasoide 1757 millones
Mongoloide 1171 millones
Negroide 216 millones
Australoide 13 millones
Capoide 150 000
Sobre la población mundial total, de más de tres mil millones de animales humanos, esto da el primer lugar a la subespecie blanca, con más del 55 por ciento; le sigue de cerca la subespecie amarilla, con el 37 por ciento, y después, la subespecie negroide, con el 7 por ciento. Los dos grupos restantes juntos no alcanzan un 0.50 por ciento del total.
Por supuesto, estas cifras son sólo aproximativas, pero dan una idea del cuadro general. No pueden ser exactas porque, como he explicado antes, la característica de una subespecie es que se mezcla con sus vecinas en los lugares donde confinan sus respectivas zonas. En el caso de la especie humana, ha surgido una complicación adicional como resultado de la incrementada eficacia de los medios de transporte. Ha habido una enorme cantidad de migraciones y desplazamientos por parte de poblaciones subespecíficas, de tal modo que en muchas regiones se han producido complejas mezclas y ha tenido lugar un ulterior proceso de fusión. Esto ha ocurrido a pesar de la formación de antagonismos entre grupos propios y grupos extraños y a los abundantes derramamientos de sangre, porque, naturalmente, las diferentes subespecies aún pueden reproducirse entre sí plena y eficientemente.
Si las diversas subespecies humanas hubieran permanecido geográficamente separadas durante un período más largo de tiempo, podrían muy bien haberse escindido en especies distintas, cada una de ellas físicamente adaptada a sus especiales condiciones climatológicas y ambientales. Ése era el rumbo que tomaban las cosas. Pero el control técnico, cada vez más eficaz, del hombre sobre su medio ambiente físico, aliado con su gran movilidad, ha hecho absurdo este rumbo evolucionista. Los climas fríos han sido dominados con toda clase de medios, desde las ropas y las hogueras de leña hasta la calefacción central, los climas cálidos han sido suavizados por la refrigeración y el aire acondicionado. El hecho, por ejemplo, de que un negro tenga más glándulas sudoríparas que un caucasoide está rápidamente dejando de tener un significado de adaptación.
Con el tiempo, es inevitable que las diferencias entre las subespecies, los «caracteres raciales», se mezclen completamente y desaparezcan por entero. Nuestros lejanos sucesores contemplarán maravillados las viejas fotografías de sus extraordinarios antepasados. Por desgracia, esto tardará mucho tiempo, debido al uso irracional de estos caracteres como emblemas de mutua hostilidad. La única esperanza de acelerar este apreciable y, en definitiva, inevitable proceso de fusión sería la obediencia internacional a una nueva ley que prohibiese la procreación con un miembro de la propia subespecie. Dado que esto es pura fantasía, la solución en que debemos confiar consiste en una forma crecientemente racional de abordar lo que hasta ahora ha sido un tema inmensamente emocional. La idea de que esta solución llegará con facilidad puede ser refutada con un breve estudio de los increíbles extremos de irracionalidad que han prevalecido en tantas ocasiones. Bastará con considerar un solo ejemplo: las repercusiones del tráfico de esclavos negros a América.
Entre los siglos XVI y XIX, fueron capturados en África y enviados como esclavos a América un total de casi quince millones de negros. No había nada nuevo en la esclavitud, pero la escala de la operación y el hecho de que fuera llevada a cabo por supertribus que profesaban la fe cristiana le daba un carácter de excepción. Requería una especial actitud mental, una actitud que sólo podía derivar de una reacción a las diferencias físicas existentes entre las subespecies afectadas. Sólo podía realizarse si los negros africanos eran considerados virtualmente como una nueva forma de animal doméstico.
No había empezado así. Los primeros viajeros que penetraron en África quedaron asombrados de la grandeza y la organización del imperio negro. Había grandes ciudades, sabiduría y enseñanza, una compleja administración y considerable riqueza. Aún hoy esto le resulta difícil de creer a mucha gente.
Quedan muy pocas pruebas de ello, y persiste con demasiada eficacia la imagen propagandística del negro desnudo, indolente y feroz. Se pasa por alto con demasiada facilidad el esplendor de los bronces de Benin.
Los primeros informes de la civilización negra han sido cómodamente ocultados y olvidados.
Echemos un solo vistazo a una antigua ciudad negra del África Occidental, tal como fue vista hace más de tres siglos y medio por un viajero holandés. Éste escribió así:
La ciudad parece ser muy grande; al llegar a ella se entra por una calle ancha…, siete u ocho veces más ancha que la calle Warmoes de Amsterdam… Se ven muchas calles a los lados, que también avanzan en línea recta… Las casas de la ciudad se alinean en buen orden, una junto a otra y a la misma altura, como las casas de Holanda… El palacio del rey es muy grande, con numerosos patios rodeados de galerías… Me interné tanto dentro del palacio, que atravesé más de cuatro de estos patios, y siempre que miraba aún veía puertas y más puertas que conducían a otros lugares…
Esto no se parece en nada a un poblado de toscas chozas de barro. Y tampoco podrían ser descritos los habitantes de estas antiguas civilizaciones del África Occidental como feroces salvajes con la lanza siempre en la mano. Ya a mediados del siglo XIV, un ilustrado visitante hacía notar la comodidad del viaje y la facilidad para encontrar alimento y buenos alojamientos para pasar la noche. Comentaba: «Hay una completa seguridad en su país. Ni el viajero ni el habitante tienen nada que temer de ladrones u hombres violentos».
Tras los primeros viajeros, los contactos posteriores se convirtieron rápidamente en explotación comercial. Mientras los «salvajes» eran atacados, saqueados, sojuzgados y exportados, su civilización se desmoronaba. Los restos de su destrozado mundo empezaron a encajar en la imagen de una raza bárbara y desorganizada. Los informes eran ya más frecuentes y no dejaban lugar a duda respecto a la inferioridad de la civilización negroide. Se pasó convenientemente por alto el hecho de que esta inferioridad se debía inicialmente a la brutalidad y la codicia blancas. En su lugar, la conciencia encontró más cómodo aceptar la idea de que la piel negra (y las otras inferioridades físicas) representaban signos exteriores de inferioridades mentales. Todo fue entonces simple cuestión de argüir que la civilización era inferior porque los negros eran mentalmente inferiores, y no por otra razón. Si esto era así, entonces la explotación no implicaba degradación, porque la raza estaba ya inherentemente degradada. Al propagarse la «prueba» de que los negros eran poco mejores que animales, la conciencia pudo descansar.
Aún no había hecho su aparición en escena la teoría darwiniana de la evolución. Había dos actitudes respecto a la existencia de humanos negroides: la monogenista y la poligenista. Los monogenistas sostenían que todos los tipos de hombres habían surgido de la misma fuente original, pero que los negros habían sufrido hacía tiempo una grave decadencia física y moral, por lo que la esclavitud era el destino adecuado para ellos. A mediados del siglo pasado, un americano explicó con toda claridad la posición:
El negro es una notable variedad, y en la actualidad estable, como las numerosas variedades de animales domésticos. El negro continuará siendo lo que es, a menos que su forma sea alterada en virtud del cruce de razas, la simple idea de lo cual resulta repugnante; su inteligencia es muy inferior a la de los caucasianos, y, en consecuencia, por todo lo que sabemos de él, es incapaz de gobernarse a sí mismo. Ha sido colocado bajo nuestra protección. La justificación de la esclavitud está contenida en la Escritura… Ésta determina los deberes de amos y esclavos… Podemos, efectivamente, defender nuestras instituciones basándonos en la palabra de Dios.
Con estas palabras vituperaba a los primeros reformadores cristianos. ¿Cómo atreverse a ir contra la Biblia?
Esta manifestación, realizada varios siglos después del comienzo de la explotación, muestra con claridad cuan completamente había sido suprimido el primitivo conocimiento de la antigua civilización de los negros africanos. Si no hubiera sido suprimido, la mentira del «incapaz de gobernarse a sí mismo» habría quedado al descubierto, y todo el argumento, toda la justificación, se habría derrumbado.
Frente a los monogenistas estaban los poligenistas. Sostenían que cada «raza» había sido creada separadamente, cada una con sus propias peculiaridades, sus fortalezas y sus debilidades. Algunos poligenistas creían en la existencia de hasta quince especies diferentes de hombres en el mundo. Decían en favor del negro:
La doctrina poligenista asigna a las razas inferiores de la Humanidad un puesto más honorable que la doctrina opuesta. Ser inferior a otro hombre, ya sea en inteligencia, vigor o belleza, no es una condición humillante. Por él contrario, podría uno avergonzarse de haber sufrido una degradación moral o física si hubiera descendido en la escala de los seres y perdido categoría en la Creación.
También esto fue escrito a mediados del siglo XIX. Pese a la diferencia de actitud, la tesis poligenista acepta automáticamente la idea de las inferioridades raciales. En cualquiera de ambos casos, los negros salían perdiendo.
Aun después de que se les concediera a los esclavos su libertad oficial, las viejas actitudes continuaron persistiendo de una forma u otra. Si los negros no hubieran sido marcados con sus «emblemas» físicos de grupo extraño, habrían sido rápidamente asimilados en su nueva supertribu. Pero su aspecto los mantuvo aparte, y los viejos prejuicios pudieron subsistir.
La primitiva mentira —que su cultura había sido siempre inferior y que, por consiguiente, ellos eran inferiores— acechaba todavía en el fondo de nuestras mentes blancas. Condicionaba su comportamiento y continuaba agravando las relaciones. Ejercía su influjo aun en los hombres más inteligentes e ilustrados.
Seguía creando un resentimiento negro, un resentimiento que estaba ya respaldado por la libertad social oficial. El resultado era inevitable. Puesto que su inferioridad era sólo un mito, inventado mediante la deformación de la Historia, el negro americano dejó, lógicamente, en cuanto habían sido eliminadas las cadenas, de seguir comportándose como si fuese inferior. Empezó a rebelarse. Exigió, además de igualdad oficial, igualdad real.
Sus esfuerzos fueron acogidos con respuestas sorprendentemente irracionales y violentas. Las cadenas reales fueron sustituidas por otras invisibles. Se amontonaron sobre él segregaciones, discriminaciones y degradaciones sociales. Esto había sido anticipado ya por los primitivos reformadores, y, en cierto momento del siglo pasado, se sugirió seriamente que toda la población negra americana fuera «generosamente recompensada» por sus penalidades y devuelta a su África nativa. Pero la repatriación difícilmente les habría devuelto a su originaria condición civilizada. Aquello había quedado destruido hacía tiempo. No había retorno posible. El daño estaba hecho. Se quedaron e intentaron cobrarse lo que se les debía. Después de repetidas frustraciones, empezaron a perder la paciencia, y durante el último medio siglo sus revueltas no sólo han persistido, sino que han cobrado mayor vigor. Su número se ha elevado hasta cerca de los veinte millones de personas. Constituyen una fuerza con la que hay que contar, y los extremistas negros se han lanzado ahora a una política, no de simple igualdad, sino de dominación negra.
Parece inminente una segunda guerra civil americana.
Los americanos blancos reflexivos luchan desesperadamente para superar este prejuicio, pero los crueles adoctrinamientos de la infancia son difíciles de olvidar. Surge entonces una nueva clase de prejuicio, un insidioso prejuicio de supercompensación. La culpabilidad produce un exceso de amistad y de asistencia que crea una relación tan falsa como aquélla a la que sustituye. Sigue sin tratar a los negros como individuos. Persiste en considerarlos como miembros de un grupo extraño. El fallo fue claramente puesto de relieve por un actor negro americano que, siendo aplaudido con desmedido entusiasmo por un público de blancos, los increpó señalando que se sentirían en ridículo si él resultase ser un hombre blanco que se hubiera ennegrecido la cara.
Hasta que las subespecies humanas dejen de tratar a otras subespecies humanas como si sus diferencias físicas denotasen alguna especie de diferencia mental, y hasta que dejen de reaccionar ante el color de la piel como si éste fuese portado deliberadamente como emblema de un grupo extraño hostil, continuará habiendo estériles y absurdos derramamientos de sangre. No estoy afirmando que pueda haber una fraternidad mundial de hombres. Esto es un ingenuo y utópico sueño. El hombre es un animal tribal, y las grandes supertribus estarán siempre en competición unas con otras. En las sociedades bien organizadas, estas luchas adoptarán la forma de una saludable y estimulante competencia y los agresivos rituales del deporte y del tráfico comercial, ayudando a impedir que las comunidades se estanquen y se tornen repetitivas. La agresividad natural de los hombres no llegará a ser excesiva. Adoptará la aceptable forma de la autoafirmación. Sólo cuando las presiones sean demasiado fuertes, estallará en violencia.
En cualquiera de ambos niveles de agresión —el afirmativo o el violento—, los grupos propios y extraños ordinarios (no raciales) se enfrentarán mutuamente, cada uno en sus propias condiciones. Los individuos afectados no estarán allí por accidente. Pero la situación es completamente distinta para el individuo que, a causa del color de su piel, se encuentra a sí mismo accidental, permanente e inevitablemente atrapado dentro de un grupo determinado. No puede decidir ingresar en un grupo de subespecie ni abandonarlo. Sin embargo, es tratado igual que si se hubiera hecho miembro de un club o hubiese ingresado en un Ejército. La única esperanza para el futuro, como he dicho, estriba en que la mezcla a escala mundial de las subespecies originaria y geográficamente distintas, que se ha ido efectuando progresivamente, conduzca a una fusión cada vez mayor de características y se desvanezcan así las diferencias ostensiblemente visibles. Entretanto, la perpetua necesidad de grupos extraños en los que pueda desahogarse la agresión del grupo propio continuará confundiendo la cuestión y atribuirá injustificados papeles a subespecies ajenas. Nuestras emociones irracionales nos impiden hacer las debidas distinciones; sólo nos ayudará la imposición de nuestra inteligencia racional y lógica.
He elegido el ejemplo del dilema negro americano porque es particularmente apropiado en el momento presente. Por desgracia no hay en él nada insólito. La misma pauta de conducta se ha repetido en toda la extensión del Globo desde que el animal humano se hizo realmente móvil. Se han propagado extraordinarias irracionalidades incluso donde no había diferencias de subespecie que avivaran las llamas y las mantuvieran encendidas. Constantemente está produciéndose el error fundamental de dar por supuesto que un miembro de otro grupo debe poseer ciertos especiales rasgos característicos heredados, típicos de su grupo. Si lleva un uniforme diferente, habla un idioma distinto o practica una religión distinta, se da ilógicamente por supuesto que tiene también una personalidad biológicamente diferente. Se dice que los alemanes son laboriosos y obsesivamente metódicos; los italianos, acaloradamente emocionales; los americanos, expansivos y extrovertidos; los ingleses, envarados y retraídos; los chinos, astutos e inescrutables; los españoles, altivos y orgullosos; los suecos, blandos y pacíficos; los franceses, quisquillosos y discutidores, etc.
Aun como valoraciones superficiales de caracteres nacionales adquiridos, estas generalizaciones no pasan de ser toscas supersimplificaciones, pero son llevadas mucho más lejos: son aceptadas por muchas personas como características innatas de los grupos extraños de que se trata. Se cree de verdad que, en cierto modo, las «razas» han llegado a diferenciarse, que se ha producido algún cambio genético, pero esto no es más que el ilógico pensamiento, basado puramente en los deseos, de la tendencia a la formación de grupos propios. Confucio lo expresó perfectamente, hace más de dos mil años, cuando dijo:
«Las naturalezas de los hombres son idénticas; son sus costumbres lo que los separan». Pero las costumbres, que son meras tradiciones culturales, pueden ser cambiadas fácilmente, y el impulso de formación de grupos propios espera algo más permanente, más básico, que sitúe a «ellos» aparte de «nosotros». Como somos una especie ingeniosa, si no podemos encontrar tales diferencias no vacilamos en inventarlas. Con asombroso aplomo, pasamos alegremente por alto el hecho de que casi todas las naciones que he mencionado antes son complejas mezclas de una colección de agrupaciones primitivas, repetidamente cruzadas entre sí. Pero la lógica no tiene aquí nada que hacer.
Toda la especie humana tiene en común una amplia gama de módulos básicos de comportamiento.
Las similitudes fundamentales entre un hombre cualquiera y otro son enormes. Una de ellas, paradójicamente, es la tendencia a formar grupos propios distintos y a sentir que uno es muy diferente de los miembros de los otros grupos. Este sentimiento es tan fuerte que la idea que he expresado en este capítulo no goza de popularidad. La evidencia biológica, sin embargo, es abrumadora, y cuando antes sea tenida en cuenta más tolerantes podemos esperar llegar a ser en nuestras relaciones entre grupos.
Otra de nuestras características biológicas, como ya he destacado, es nuestra inventiva. Es inevitable que estemos probando constantemente nuevas formas de expresarnos a nosotros mismos, y que esas nuevas formas difieran de un grupo a otro y de una época a otra. Pero éstas son propiedades superficiales, que se ganan y se pierden con facilidad. Pueden aparecer y desaparecer en una generación, mientras que se necesitan cientos de miles de años para desarrollar una nueva especie como la nuestra y para construir sus características biológicas básicas. La civilización sólo tiene una antigüedad de diez mil años. Somos, fundamentalmente, los mismos animales que nuestros antepasados cazadores. Todos nosotros, absolutamente todos, independientemente de nuestra nacionalidad, hemos salido de ese tronco.
Todos poseemos las mismas propiedades genéticas básicas. Todos somos monos desnudos bajo la extraordinaria variedad de los vestidos que hemos adoptado. No está de más que recordemos esto cuando empezamos a practicar nuestros juegos de formación de grupos propios, y cuando, bajo las tremendas presiones de la vida supertribal, empiezan a escapar a nuestro control y nos encontramos a punto de derramar la sangre de personas que, por debajo de la superficie, son exactamente iguales a nosotros.
Una vez dicho esto, me queda, no obstante, una sensación de desasosiego. La razón no es difícil de hallar. Por una parte, he señalado que el impulso de formación de grupos propios es ilógico e irracional, por otra, he puesto de relieve que las condiciones existentes son tan propicias para una contienda entre grupos que nuestra única esperanza estriba en aplicar un control racional e inteligente. Podría alegarse que me estoy mostrando excesivamente optimista al propugnar el control racional de lo profundamente irracional. Quizá no es pedir demasiado que los procesos racionales sean incorporados como una ayuda para la resolución del problema, pero dadas las actuales evidencias, parece haber pocas esperanzas de que ellos solos sean suficientes para resolverlo. Basta observar al más intelectual de los manifestantes golpeando las cabezas de los policías con pancartas en las que se lee «poned fin a esta violencia», o escuchar a los políticos más brillantes defender la guerra «para asegurar la paz», para comprender que, en estas materias, el control racional posee una cualidad evasiva. Se necesita algo más. Debemos atacar de raíz las condiciones a que antes he aludido y que nos están empujando tan eficazmente a la violencia entre grupos.
Ya he examinado esas condiciones, pero será útil resumirlas brevemente. Son las siguientes:
1. El desarrollo de territorios humanos fijos.
2. El crecimiento de las tribus hasta que se conviertan en superpobladas supertribus.
3. La invención de armas que matan a distancia.
4. El alejamiento de los dirigentes de la primera línea de combate.
5. La creación de una clase especializada cuyos miembros tienen por profesión matar.
6. El desarrollo de desigualdades tecnológicas entre los grupos.
7. El incremento de frustrada agresión de status dentro de los grupos.
8. Las demandas de las rivalidades de status entre grupos de los dirigentes.
9. La pérdida de la personalidad social dentro de las supertribus.
10. La explotación del impulso cooperativo a ayudar a los amigos víctimas de un ataque.
La única condición que he omitido deliberadamente en esta lista es el desarrollo de ideologías diferentes. Como zoólogo que considera al hombre como animal, me resulta difícil en el contexto presente tomar en serio tales diferencias. Si se valora la situación entre grupos en términos de comportamiento real, más que de verbalizada teorización, las diferencias de ideología se tornan insignificantes comparadas con las condiciones más fundamentales. Son, simplemente, las excusas desesperadamente buscadas para suministrar altisonantes razones que justifiquen la destrucción de millares de vidas humanas.
Examinando la lista de los diez factores más realistas, es difícil ver por dónde puede uno empezar a buscar una mejora de la situación. Tomados en conjunto, parecen ofrecer una garantía absoluta de que el hombre seguirá siempre estando en guerra con el hombre.
Recordando que he descrito el estado actual como el de un zoo humano, quizá podamos extraer alguna enseñanza contemplando el interior de las jaulas de un zoo animal. Ya he señalado que los animales salvajes, situados en sus ambientes naturales, no matan habitualmente a grandes cantidades de seres de su propia clase; pero ¿y los ejemplares enjaulados? ¿Hay matanzas en la jaula de los monos, linchamientos en la jaula de los leones, encarnizadas batallas en la jaula de las aves? La respuesta, con evidentes atenuaciones, es afirmativa. Las luchas de status entre miembros establecidos de grupos excesivamente poblados de animales de zoo son bastante malas, pero, como todo empleado de zoo sabe, la situación es peor aún cuando se intenta introducir recién llegados en un grupo de éstos. Existe gran peligro de que los forasteros sean masivamente atacados e incansablemente perseguidos. Son tratados como miembros invasores de un grupo extraño hostil. Poco pueden hacer para contener el asalto. Aunque se acurruquen discretamente en un rincón, en vez de pavonearse en medio de la jaula, son, no obstante, acosados y atacados.
Esto no sucede en todos los casos; en los lugares donde es más frecuente, las especies afectadas suelen ser las que padecen el más antinatural grado de penuria de espacio. Si los establecidos dueños de la jaula disponen de sitio más que suficiente, tal vez ataquen inicialmente a los recién llegados y los expulsen de los lugares preferidos, pero no continuarán persiguiéndolos con excesiva violencia. Por fin, se permite a los forasteros fijar su asentamiento en alguna otra parte del recinto. Si el espacio es demasiado pequeño, esta estabilización de las relaciones puede no llegar nunca a desarrollarse, e, inevitablemente, se produce derramamiento de sangre.
Esto se puede demostrar experimentalmente. Los gasterosteos son pequeños peces que en la época de cría ocupan territorios. El macho construye un nido en las plantas acuáticas y defiende la zona circundante contra otros machos de la especie. Solitario en este caso, un solo macho representa el «grupo propio», y cada uno de sus rivales poseedores de territorio representa un «grupo extraño». En condiciones naturales, en un río u otra corriente de agua, cada macho tiene espacio suficiente, de modo que los encuentros hostiles con rivales suelen reducirse a amenazas y contraamenazas. Las batallas prolongadas son raras. Si se estimula a dos machos para que construyan nidos, cada uno a un extremo de un tanque de acuario, entonces, como en la Naturaleza, se hacen frente y se amenazan mutuamente en una línea fronteriza situada, más o menos, en la mitad del tanque. No ocurre nada más. Sin embargo, si las plantas acuáticas en que han anidado han sido colocadas experimentalmente en pequeños tiestos movibles, el experimentador puede aproximar entre sí estos tiestos y reducir artificialmente las dimensiones de los territorios. Al ir siendo acercados los tiestos uno a otro, los dos propietarios de terreno intensifican sus manifestaciones de amenaza. Por fin, el sistema de amenazas y contraamenazas ritualizadas se derrumba, y estalla el combate. Los machos se muerden y desgarran incansable y mutuamente las aletas, olvidados sus deberes de construcción del nido y convertido súbitamente su mundo en un torbellino de violencia y crueldad. Sin embargo, en cuanto los tiestos en que están formados sus nidos vuelven a ser separados, retorna la paz y el campo de batalla se convierte de nuevo en escenario de ritualizadas e inofensivas manifestaciones de amenaza.
La lección es bastante clara: cuando las pequeñas tribus humanas del hombre primitivo se ampliaron hasta adquirir proporciones supertribales, estábamos, en efecto, realizando en nosotros mismos el experimento de los gasterosteos, y con muy semejante resultado. Si el zoo humano tiene que aprender del zoo animal, entonces ésta es la segunda condición a la que debemos prestar particular atención.
Contemplado con los ojos brutalmente objetivos de un ecólogo animal, el comportamiento de una especie superpoblada es un mecanismo autolimitador de adaptación. Se le podría describir como cruel para el individuo a fin de ser bueno para la especie. Cada tipo de animal tiene su propio y particular «techo» de población. Si el número de seres se eleva por encima de este nivel, interviene alguna especie de actividad letal, y el número vuelve a descender. Por un momento, vale la pena considerar a esta luz la violencia humana.
Tal vez parezca despiadado expresarlo de esta manera, pero es casi como si, desde el momento mismo en que comenzamos a convertirnos en especie superpoblada, hubiéramos estado buscando con frenesí un medio de corregir esta situación y reducir nuestro número a un nivel biológico más adecuado.
Éste no ha sido limitado procediendo simplemente a matanzas masivas bajo la forma de guerras, disturbios, revueltas y rebeliones. Nuestro ingenio no ha conocido límites. En el pasado, hemos introducido toda una galaxia de factores autolimitadores. Las sociedades primitivas, cuando comenzaron a experimentar el fenómeno de la superpoblación, emplearon prácticas tales como el infanticidio, el sacrificio humano, la mutilación, la caza de cabezas, el canibalismo y toda clase de complicados tabúes sexuales. Desde luego, éstos no eran sistemas deliberadamente planeados de control de la población, pero contribuyeron, no obstante, a controlar el desarrollo de la población. Sin embargo, no consiguieron frenar por completo el continuo incremento del número de humanos.
Con el avance de las tecnologías, la vida humana se vio más fuertemente protegida, y estas primitivas prácticas fueron siendo suprimidas. Al mismo tiempo, la enfermedad, la sequía y la inanición fueron sometidas a un intenso ataque. Cuando las poblaciones comenzaron a crecer, hicieron su aparición en escena nuevos expedientes autolimitadores. Al desvanecerse los viejos tabúes sexuales, emergieron nuevas y extrañas filosofías sexuales que producían el efecto de reducir la fecundidad del grupo, proliferaron neurosis y psicosis que dificultaban la procreación; se propagaron ciertas prácticas sexuales, tales como la anticoncepción, la masturbación, la cópula oral y anal, la homosexualidad, el fetichismo y la bestialidad, que proporcionaban la consumación sexual sin el riesgo de la fertilización. La esclavitud, el encarcelamiento, la castración y el celibato voluntario desempeñaron también su papel.
Además, poníamos fin a las vidas individuales mediante el aborto generalizado, el homicidio, la ejecución de criminales, asesinato, suicidio, duelo y la práctica deliberada de pasatiempos y deportes peligrosos y potencialmente letales.
Todas estas medidas han servido para eliminar de nuestras abarrotadas poblaciones grandes cantidades de seres humanos, ya sea impidiendo la fertilización, o practicando el exterminio. Reunidas de esta manera, constituyen una lista formidable. Sin embargo, en último término, han resultado ser, aun combinadas con la guerra masiva y la rebelión, desesperadamente ineficaces. La especie humana ha sobrevivido a todas ellas y ha persistido en reproducirse a un ritmo cada vez más elevado.
Durante años, se ha manifestado una obstinada resistencia a interpretar estas tendencias como indicaciones de que en nuestro nivel de población hay algo biológicamente defectuoso. Hemos rehusado, con pertinacia, tomarlas como señales de peligro que nos advierten que nos encaminamos a un gran desastre evolutivo. Se ha hecho todo lo posible para proscribir estas prácticas y para proteger el derecho a la procreación y a la vida de todos los individuos humanos. Entonces, como los grupos de animales humanos han crecido hasta proporciones cada vez más incontrolables, hemos aplicado nuestro ingenio a desarrollar tecnologías que ayuden a hacer soportables estas antinaturales condiciones sociales.
Con cada día que pasa (añadiendo otros 150 000 seres a la población mundial), la lucha se hace más difícil. Si persiste la actitud actual, no tardará en hacerse imposible. Acabará llegando algo que acarreará una reducción de nuestro nivel de población. Quizá sea una exaltada inestabilidad mental que conducirá a la temeraria utilización de armas de incontrolable potencia. Quizá sea la creciente polución química, o la rápida difusión de enfermedades con la intensidad de una plaga. Tenemos una alternativa: podemos dejar las cosas al azar, o podemos tratar de influir en la situación. Si seguimos la primera línea de conducta, entonces existe el peligro, muy real, de que, cuando un importante factor de control de la población irrumpa a través de nuestras defensas y comience a operar, sea como el derrumbamiento del dique de una presa que arrase toda nuestra civilización. Si adoptamos la segunda línea de conducta, tal vez podamos conjurar este desastre, pero ¿cómo seleccionamos nuestro método de control?
La idea de imponer por la fuerza cualquier medio dirigido a impedir la concepción o a suprimir la vida es inaceptable para nuestra naturaleza, fundamentalmente cooperativa. La única opción es estimular los controles voluntarios. Podríamos, desde luego, promover y presentar en forma atrayente deportes y pasatiempos cada vez más peligrosos. Podríamos popularizar el suicidio («¿Por qué esperar a la enfermedad? Muérase ahora, ¡sin dolor!»), o quizá crear un nuevo y sofisticado culto al celibato («el placer de la pureza»). Podrían utilizarse los servicios de agencias publicitarias para que difundieran en todo el mundo una persuasiva propaganda ensalzando las virtudes de la muerte instantánea.
Aunque adoptáramos medidas tan extraordinarias (y biológicamente destructivas), es dudoso que condujeran a un apreciable grado de control de la población. El método más generalmente defendido en la actualidad es la anticoncepción fomentada, con la medida adicional del aborto legalizado en el caso de embarazos no deseados. El argumento en favor de la anticoncepción, como he señalado en el capítulo anterior, consiste en que prevenir la vida es mejor que curarla. Si algo tiene que morir, es mejor que sean los óvulos y el esperma humanos, en vez de seres humanos dotados de pensamientos y sentimientos, amados y amantes, que se han convertido ya en parte integrantes e interdependientes de la sociedad. Si se aplica a los óvulos y esperma sobre los que se ha practicado la anticoncepción el argumento del derroche repugnante, puede señalarse que la naturaleza es ya extraordinariamente derrochadora, toda vez que la hembra humana es capaz de producir alrededor de cuatrocientos óvulos durante su vida, y el macho adulto literalmente millones de espermatozoides cada día.
Existen inconvenientes, sin embargo. Así como lo probable es que los deportes peligrosos eliminen selectivamente a los espíritus más intrépidos de la sociedad, y los suicidios a los más sensibles e imaginativos, así también la anticoncepción puede favorecer una tendencia contra los más inteligentes. En su actual fase de desarrollo, los medios anticoncepcionales requieren, si han de ser utilizados con eficiencia, un cierto nivel de inteligencia, reflexión y autocontrol. Todo el que esté por debajo de ese nivel será más propenso a concebir. Si su bajo nivel de inteligencia está de alguna manera gobernado por factores genéticos, esos factores serán transmitidos a su prole. Lenta, pero inexorablemente, estas cualidades genéticas se extenderán y aumentarán en la población considerada como un todo.
Para que la anticoncepción moderna funcione con eficiencia y sin parcialismos, es esencial que se realice un urgente progreso en el sentido de encontrar técnicas cada vez menos exigentes; técnicas que requieran el mínimo absoluto de cuidado y atención. Juntamente con ello, debe precederse a un intenso ataque a las actitudes sociales en relación con las prácticas anticoncepcionales. Sólo cuando haya 150 000 fertilizaciones diarias menos que las que hay en la actualidad, estaremos manteniendo la población humana en su ya excesivo nivel.
Además, aunque esto sea en sí mismo bastante difícil de conseguir, debemos añadir el problema de asegurar que el aumento de control sea adecuadamente extendido por el mundo, en vez de quedar concentrado en una o dos regiones cultas. Si los progresos anticoncepcionales se distribuyen geográficamente de forma desigual, conducirán de modo inevitable a la inestabilización de las ya tensas relaciones interregionales.
Es difícil ser optimista cuando se contemplan estos problemas, pero supongamos, por el momento, que son mágicamente resueltos y que la población mundial de animales humanos se mantiene en su nivel actual de tres mil millones, aproximadamente. Esto significa que, si tomamos toda la superficie sólida de la Tierra y la imaginamos poblada en todas partes por igual, nos encontramos ya a un nivel superior a quinientas veces la densidad del hombre primitivo. Aunque consiguiéramos detener el incremento y dispersar más espaciadamente a la población total por todo el Globo, no deberíamos, por ello, hacernos la ilusión de estar logrando nada remotamente semejante siquiera a la condición social en que se desenvolvieron nuestros primitivos antepasados. Seguiremos necesitando tremendos esfuerzos de autodisciplina si queremos impedir violentos conflictos y explosiones sociales. Pero, al menos, tendríamos una probabilidad. Si, por el contrario, permitimos irreflexivamente que continúe aumentando la cota de la población, pronto habremos perdido esa oportunidad.
Por si esto no bastara, debemos recordar también que el estar quinientas veces por encima de nuestro primitivo nivel natural es sólo una de las diez condiciones que contribuyen a nuestro actual estado bélico. Se trata de una terrible perspectiva, y el peligro de que destruyamos completamente la civilización se está haciendo día a día más real.
Es interesante contemplar qué sucederá si dejamos que las cosas sigan así. Estamos realizando tan grandes progresos en el desarrollo de técnicas cada vez más eficientes de guerra química y biológica, que las armas nucleares pueden quedar pronto anticuadas. Una vez que esto haya sucedido, estos artilugios nucleares adquirirán la respetabilidad de ser denominados armas convencionales y serán blandidos temerariamente entre las supertribus más importantes. (Con los sucesivos y continuos ingresos de más grupos en el club nuclear, la «línea caliente» se habrá convertido para entonces en una desesperadamente enmarañada «red caliente»). La nube radiactiva resultante que entonces rodeará la Tierra producirá la muerte a toda forma de vida en las zonas que reciban lluvias o nevadas. Sólo los bosquimanos africanos y otros pocos grupos remotos que habiten en los centros de las más áridas regiones desérticas tendrán una probabilidad de sobrevivir. Irónicamente, los bosquimanos han sido, hasta la fecha, los más dramáticamente frustrados de todos los grupos humanos, y aún siguen viviendo en la primitiva condición cazadora típica del hombre antiguo. Parece ser un caso de regreso al tablero de dibujo o un supremo ejemplo, como alguien predijo una vez, de los mansos heredando la Tierra.