Sexo y Supersexo
Cuando usted se lleva un pedazo de alimento a la boca, ello no significa necesariamente que tenga hambre. Cuando usted toma un trago, ello no indica necesariamente que tenga sed. En el zoo humano, comer y beber han llegado a cumplir muchas funciones. Usted puede estar mordisqueando cacahuetes para matar el tiempo, o chupando caramelos para calmar sus nervios. Como un degustador de vino, puede usted paladear simplemente el sabor y escupir luego el líquido, o puede echarse al coleto diez pintas de cerveza para ganar una apuesta. En determinadas circunstancias, puede usted estar dispuesto a lo que sea con el fin de mantener su status social.
En ninguno de estos casos es la nutrición del cuerpo el verdadero valor de la actividad. Esta utilización multifuncional de pautas básicas de conducta no es desconocida en el mundo de los animales, pero, en el zoo humano, el ingenioso oportunismo del hombre extiende e intensifica el proceso. En teoría, esto debería redundar a favor de nuestra existencia supertribal. No obstante, pueden surgir inconvenientes si manejamos torpemente el proceso. Si comemos demasiado para apaciguar nuestros nervios, nuestro peso aumenta en exceso y nuestra salud se resiente; si bebemos demasiado de ciertos líquidos, perjudicamos a nuestro hígado o desarrollamos cálculos; si experimentamos demasiado desenfrenadamente con nuevos sabores, se nos produce una indigestión. Estas dificultades nacen porque no acertamos a separar la comida y la bebida no nutritivas de sus fundamentales funciones nutritivas. Nos rebelamos ante la antigua costumbre romana de hacerse cosquillas en la garganta con una pluma de ave para hacer que el estómago vomite el alimento innecesario, y la práctica de no tragar el líquido, que habitualmente realiza el degustador de vino, no es más que una excepción a la regla general. Sin embargo, con las debidas precauciones, podemos permitirnos, en una medida considerable, comidas y bebidas de carácter multifuncional, sin por ello causarnos ningún daño grave.
En lo que al comportamiento sexual se refiere, la situación es semejante, aunque mucho más complicada, y merece ser objeto de atención especial por nuestra parte. En este terreno se ha producido un fracaso aún mayor al tratar de separar las actividades sexuales no reproductoras de sus primarias funciones reproductoras. No obstante, esto no ha impedido al zoo humano convertir el sexo en un multifuncional supersexo, pese al hecho de que los resultados son a veces desastrosos para los animales humanos afectados. El oportunismo del hombre no conoce límites, y es inconcebible que una actividad tan básica y tan profundamente gratificadora haya escapado a la diversificación. De hecho, de todas nuestras actividades, se ha convertido, a pesar de los peligros, en la más funcionalmente elaborada, con nada menos que diez categorías importantes.
Para mayor claridad, será útil que examinemos una a una las diferentes funciones del comportamiento sexual. Es importante comprender desde el principio que, aunque estas funciones son separadas y distintas, y se entrecruzan a veces unas con otras, no son mutuamente excluyentes. Cualquier acto concreto de galanteo o copulación puede cumplir varias funciones al mismo tiempo.
Las diez categorías funcionales son las siguientes:
No cabe la menor duda de que ésta es la función básica del comportamiento sexual. A veces se ha afirmado que éste es el único papel natural y, por tanto, el único adecuado.
Una cuestión importante que conviene poner aquí de relieve es que cuando una población alcanza una excesiva densidad de individuos, el valor de la función procreadora del sexo se ve considerablemente reducido. Al final, acaba convirtiéndose en un fastidio. En vez de ser un mecanismo fundamental de supervivencia, se trueca en un mecanismo potencial de destrucción. Esto sucede ocasionalmente con especies tales como los lemings y ratones campestres, que, cuando las condiciones son excepcionalmente favorables, se reproducen hasta alcanzar una densidad tal que sus poblaciones hacen explosión caóticamente, con una enorme pérdida de vidas. Esto es también lo que le está sucediendo en la actualidad a la especie humana, y el animal humano tal vez tenga pronto que enfrentarse a la imposición de obtener una licencia de procreación antes de que se le permita engendrar nuevos seres.
No es ésta cuestión que pueda ser tratada superficialmente, y en los últimos años ha suscitado numerosos y agitados debates. Vale la pena contemplar ambos aspectos de la discusión, un ejercicio que ha ido haciéndose cada vez más raro, a medida que los protagonistas se han ido empujando mutuamente hacia posiciones progresivamente más extremas.
La cuestión básica es: ¿nos atrevemos a interferir el proceso procreador? O, como lo enfocaría el otro bando: ¿nos atrevemos a no interferirlo? Las controversias suelen desarrollarse en un plano filosófico, ético o religioso, pero ¿cómo aparecen cuando las contemplamos biológicamente?
Si un grupo humano se opone a las técnicas eficaces destinadas a limitar la procreación, consigue dos ventajas. En primer lugar, engendrará más rápidamente que los grupos que emplean modernos medios anticoncepcionales. Al aumentar en número, puede esperar eliminar finalmente a los otros. En segundo lugar, garantizará que sus unidades sociales básicas —los grupos familiares— sean fuertes. Una pareja desposada no es sólo una unidad sexual; es también una unidad parental, y, cuanto más parentalmente ocupada esté mayor será su estabilidad.
Éstos son argumentos fuertes, pero también lo son los contrarios. Los proponentes de una anticoncepción eficaz pueden poner de relieve que ya no se trata de que un grupo venza a otro. La superpoblación ha pasado a ser un problema de amplitud mundial y debe ser contemplada como tal. En este aspecto, somos una sola y vasta colonia de lemings, y, si la explosión sobreviene, nos afectará a todos.
Por lo que se refiere a la unidad familiar, puede argüirse que la anticoncepción no está creando una situación antinatural, sino, simplemente, creando de nuevo una situación natural. Antes de que existiesen los cuidados médicos, la higiene y otros medios de seguridad de la vida moderna, puede que la unidad familiar haya producido gran número de descendientes, pero también es cierto que una elevada proporción de ellos se perdían. Lo único que, aplicado moderadamente, hace el anticoncepcionismo es anticipar estas pérdidas a un momento anterior a la fertilización del óvulo humano.
El animal humano es básica y biológicamente una especie formadora de parejas. Cuando entre dos consortes en potencia se desarrolla una relación emocional, ésta es fomentada y estimulada por las actividades sexuales que comparten. La función formadora de pareja del comportamiento sexual es tan importante para nuestra especie que en ninguna parte, fuera de la fase emparejadora, las actividades sexuales alcanzan semejante intensidad.
Es esta función lo que causa tantos problemas cuando entra en contacto con las diversas formas no reproductoras del sexo. Aunque el sexo procreador consiga ser evitado y la fertilización no tenga lugar, puede, no obstante, comenzar a formarse automáticamente un lazo de pareja allá donde no se pretendía ninguno. A esto se debe el hecho de que cópulas casuales creen con frecuencia tantos problemas.
Si un copulador o copuladora sufrió durante la infancia algún daño en su mecanismo formador de pareja, de tal modo que sea incapaz de «enamorarse», o si existe una transitoria y deliberada supresión del impulso formador de pareja, entonces puede tener éxito una copulación casual y ser disfrutada sin ulteriores repercusiones. Pero se necesitan dos para copular, y la otra parte de este encuentro puede no ser tan afortunada. Si su mecanismo formador de pareja es más activo, puede empezar a formarse un lazo unilateral de pareja como resultado de la intensidad emocional de las acciones sexuales. La consecuencia inevitable de ello es que la sociedad queda plagada de «corazones destrozados» y «amantes abandonados» que, posteriormente, encuentran muy difícil formar un nuevo lazo de pareja con un nuevo compañero.
Sólo cuando el mecanismo de formación de pareja ha sido igualmente dañado o igualmente suprimido en ambos compañeros puede ser realizada una cópula humana casual sin excesivos riesgos.
Aun entonces, existe siempre el peligro de que la fuerza de la respuesta sexual de uno de los partícipes sea tan intensa, para él o para ella, que empiece a reparar el daño previamente causado al mecanismo de enlace o a retirar las inhibiciones que constriñen el impulso de unión.
Cuando se ha formado con éxito un vínculo de pareja, las actividades sexuales continúan funcionando para mantenerlo y reforzarlo. Aunque estas actividades puedan llegar a ser más refinadas y extensas, generalmente se vuelven menos intensas que las de la fase de formación de pareja, debido a que la función formadora de pareja ha dejado ya de actuar.
Esta distinción entre las funciones de formación y de mantenimiento de pareja de la actividad sexual queda claramente ilustrada siempre que los componentes de una pareja que lleva ya largo tiempo establecida se separan uno de otro durante cierto período de tiempo por causa de guerra, negocios o alguna otra exigencia externa. Cuando se reúnen, se produce un típico resurgimiento de intensa actividad sexual durante las primeras noches en que están juntos de nuevo, al paso que recorren un segundo proceso de formación de vínculo.
Existe una aparente contradicción que debe ser resuelta aquí. En algunas culturas, donde el proceso biológico natural de «enamorarse» se ve interferido por matrimonios convenidos o por propaganda antisexual, un par de jóvenes pueden encontrarse a sí mismos recién casados sin haberse producido siquiera los principios de formación de pareja, o con un acceso fuertemente inhibido hacia la actividad copuladora. En casos semejantes, tal vez informen que (si tienen suerte) su conducta sexual adquiere más intensidad en una fase posterior. Para ellos, la fase de mantenimiento de pareja parece, a primera vista, ser más intensa sexualmente que la fase de formación de pareja, invirtiendo aparentemente la correlación que he descrito. Pero no se trata de una verdadera contradicción; se trata, simplemente, de que la auténtica fase de formación de pareja ha sido artificialmente diferida.
No siempre son tan afortunadas estas parejas. Lo que en semejantes casos sucede con frecuencia es que la unidad familiar tiene que depender de presiones sociales externas para mantenerse unida, en vez de confiar en el proceso vinculador interno, más básico y seguro. Si uno de los miembros de un matrimonio permanece biológicamente «desvinculado» en este sentido, existe considerable peligro de que se forme súbitamente un poderoso vínculo o lazo extramarital. La verdadera capacidad de formar pareja yacerá ociosa, por así decirlo, y estará dispuesta a entrar prontamente en acción, causando estragos en el oficialmente reconocido «pseudo-vínculo».
Existe una diferente clase de peligro para los jóvenes que no consiguen basar su matrimonio en la formación de un verdadero vínculo de pareja. Este peligro no es provocado por una propaganda antisexual, sino más bien por un exceso de propaganda prosexual, que puede conducirlos a suponer que la elevada intensidad de la fase de formación de pareja debe persistir aun después de que la pareja haya quedado plenamente formada. Cuando, inevitablemente, resulta no ser así, imaginan que algo ha marchado mal, cuando lo que en realidad ha ocurrido es, simplemente, que han alcanzado la fase sexual de mantenimiento de pareja. La importancia del sexo reproductivo puede ser exagerada o puede ser empequeñecida, y cualquiera de ambas conductas puede suscitar problemas.
Estas tres primeras categorías —sexo procreador, de formación de pareja y de mantenimiento de pareja— componen las funciones reproductoras primarias del comportamiento sexual humano. Antes de pasar al examen de las funciones no reproductoras, procede hacer un último comentario general. Individuos cuyo mecanismo de constitución de pareja ha sufrido algún deterioro, han encontrado conveniente, en ocasiones, afirmar que no existe en la especie humana nada semejante a un impulso biológico de apareamiento. El «amor romántico», como prefieren llamarlo, es considerado como una reciente y completamente artificial invención de la vida moderna. El hombre, alegan, es fundamentalmente promiscuo, como tantos de sus parientes simios. Los hechos, sin embargo, demuestran lo contrario. Es cierto que en muchas culturas las consideraciones económicas han conducido a una grosera perversión de la pauta de formación de pareja, pero, aun allí donde la interferencia de esta pauta con «pseudo-vínculos» oficialmente diseñados ha sido más rigurosamente reprimida, con penas crueles, siempre ha mostrado señales de reafirmarse. Desde tiempos antiguos, jóvenes amantes, conscientes de que la ley podía arrebatarles nada menos que la vida si eran capturados, se han visto, no obstante, impulsados a arrostrar el riesgo. Tal es el poder de este fundamental mecanismo biológico.
En el macho y la hembra humanos, adultos y sanos, existe una básica exigencia fisiológica de repetida consumación sexual. Sin esa consumación, se origina una tensión fisiológica, y, finalmente, el cuerpo exige un alivio de la misma. Cualquier acto sexual que implique un orgasmo proporciona este alivio al individuo orgásmico. Aun cuando una copulación deje de cumplir cualquiera de las otras nueve funciones del comportamiento sexual, puede, al menos, satisfacer esta básica necesidad fisiológica. Para un macho no apareado o, de cualquier otro modo, sexualmente fracasado, una visita a una prostituta puede cumplir esta función. Una solución más extendida, y a la que se entregan ambos sexos, es la masturbación.
Un reciente estudio realizado en América reveló que el 58 por ciento de hembras y el 92 por ciento de machos de aquella civilización se masturban, hasta llegar al orgasmo, en algún momento de sus vidas.
Debido a que este acto sexual no exige la presencia de un compañero y no puede, por tanto, conducir a la fertilización, se han realizado en diversas épocas intentos puritanos para extirparlo, habiendo surgido a su alrededor toda clase de extrañas supersticiones. La lista de desastres que, se decía, amenazaban al masturbador, incluían: desecación, esterilidad, extenuación, frigidez, paroxismo, palidez, histeria, vértigos, ictericia, deformación corporal, locura, insomnio, agotamiento, granos, dolor, muerte, cáncer, úlceras de estómago, cáncer genital, trastornos digestivos, jaquecas, apendicitis, fallos cardíacos, afecciones hepáticas, deficiencias hormonales y ceguera. Esta increíble colección de catástrofes produciría regocijo si no fuera por las incalculables aflicciones y temores que, año tras año y siglo tras siglo las espantosas admoniciones deben de haber producido. Por suerte, estas supersticiones, totalmente falsas, están comenzando al fin a perder terreno, y con ellas se está desvaneciendo una gran cantidad de innecesaria ansiedad.
Si no se obtiene ningún alivio sexual activo, entonces el propio cuerpo tiene que encargarse de la situación. Es probable que los célibes, tanto machos como hembras, experimenten orgasmos espontáneos mientras duermen. Ambos sexos experimentan sueños eróticos, que pueden ir acompañados de completas respuesta musculares orgásmicas y secreciones genitales en la hembra, y por «emisiones nocturnas» en el macho. Los orgasmos espontáneos parecen producirse incluso en los individuos más estrictamente abstemios y devotamente religiosos.
Desgraciadamente, sabemos demasiado poco acerca de los alivios sexuales espontáneos de los célibes rigurosos para poder formular ninguna afirmación válida respecto a la extensión o frecuencia de estos orgasmos. Sabemos, sin embargo, que individuos que han desarrollado una vida sexual activa y son luego reducidos a prisión, manifiestan frecuentemente un marcado aumento de sueños orgásmicos. En un estudio realizado sobre 208 reclusas, se averiguó que esto era cierto en más del 60 por ciento de los casos.
Sería, no obstante, erróneo dar la impresión de que el sueño orgásmico actúa solamente como medio compensador ayudando a mantener el rendimiento sexual cuando faltan otras vías de escape más activas. Hay en él algo más, desde luego, de lo que hay en la prostitución o la masturbación, que también cumplen otras funciones sexuales. Por ejemplo, algunos individuos manifiestan un incremento en la frecuencia de la ensoñación orgásmica en períodos en que están experimentando una periodicidad insólitamente elevada de copulación activa, sobre la base del principio hipersensibilizador de «cuanto más se tiene, más se quiere». Sin embargo, esto no invalida la evidencia de que el orgasmo espontáneo puede producirse, y de hecho se produce, como respuesta a la privación sexual. Significa, simplemente, que el fenómeno es más complejo. Pero aquí nos interesa tan sólo la función del comportamiento sexual consistente en el «alivio de la tensión fisiológica», y es claro que ésta debe ser incluida como una de las diez categorías funcionales básicas del comportamiento sexual humano. El sexo fisiológico puede ser observado también en otras especies animales, y vale la pena echar una ojeada a unos cuantos ejemplos. Como era de esperar, es más fácil encontrarlos en el zoo animal que en estado salvaje. Se ha visto masturbarse a muchos animales de zoo cuando se les mantenía en estado de aislamiento. Esto se observa más comúnmente en los monos cautivos. En los machos, el pene es estimulado a veces con la mano o con el pie, a veces con la boca y a veces con el extremo de la cola prensil. Los elefantes machos estimulan su pene con la trompa, y los elefantes hembras a las que se mantiene en grupo privadas de la presencia de un macho se estimulan mutuamente los genitales con las trompas. Se ha visto incluso al león macho, mantenido solo en una jaula, colocarse en posición invertida contra una pared y masturbarse con sus garras. Se ha observado a puercoespines machos caminando sobre tres patas y sosteniendo en sus genitales una garra delantera. Un delfín macho adquirió la costumbre de colocar su pene erecto en el potente chorro de agua que caía en su estanque. El sueño sexual parece tener lugar también en los animales, y en gatos domésticos se han observado erecciones de pene mientras dormían que conducían a una eyaculación completa.
Una de las más grandes cualidades del hombre es su inventiva. Con toda probabilidad, nuestros antepasados monos se hallaban ya dotados de un nivel razonablemente elevado de curiosidad; es ésta una característica de todo el grupo de los primates. Sin embargo, cuando nuestros primitivos antecesores humanos se dedicaron a la caza, tuvieron sin duda que desarrollar y fortalecer esta cualidad y amplificar su tendencia básica a explorar todos los detalles de su medio ambiente. Es claro que la exploración se convirtió en un fin en sí misma, conduciendo al hombre a nuevos pastos y nuevas realizaciones, siempre investigando, siempre formulando nuevas preguntas, nunca satisfecho con las viejas respuestas. Tan poderoso llegó a ser este impulso, que no tardó en extenderse a todas las demás zonas de comportamiento. Con la llegada de la condición supertribal, fueron explorados, en busca de posibles variaciones, hasta los más sencillos modos de comportamiento, como la locomoción. En vez de conformarnos con andar y correr, probamos a saltar, marchar, danzar, dar saltos con garrocha, nadar y bucear. La mitad de la recompensa estaba en la experimentación misma, en el descubrimiento de una nueva variación. (El practicarla una y otra vez, continuar el descubrimiento, era la segunda mitad de la recompensa, pero eso no nos interesa por el momento).
En la esfera sexual, esta tendencia condujo a una amplia gama de variaciones sobre el tema sexual. Los compañeros sexuales comenzaron a experimentar nuevas formas de estímulo mutuo. Antiguos escritos de tipo sexual registran con detalle la gran diversidad de nuevos movimientos sexuales, presiones, sonidos, contactos, perfumes y posturas de copulación que constituían la materia de la experimentación erótica.
Aunque éste era un desarrollo inevitable, paralelo a similares exploraciones sensorias en otros campos, tales como el alimenticio, se produjeron en diversas civilizaciones repetidos intentos para suprimirlo. La razón oficial dada solía ser la que ya conocemos, es decir, que representaba un refinamiento del comportamiento sexual totalmente superfluo para el acto de procreación. No se tenía en cuenta el significado del desarrollo del comportamiento sexual exploratorio como ayuda para la consolidación del vínculo de pareja y el subsiguiente fortalecimiento de la unidad vital familiar. Esto resultaba infausto, por una razón particularmente importante. Como ya he mencionado, la intensidad erótica de la fase de formación de pareja decrece ligeramente una vez que el vínculo de pareja está plenamente realizado.
Teóricamente, si la unidad familiar permanece compacta y no se ve hostigada por fuerzas externas, todo debe marchar bien. Es un sistema de acomodación, porque, si la agotadora intensidad de los actos sexuales de la joven pareja durante la fase de formación se prolongara indefinidamente, su eficiencia podría resultar menoscabada en otras actividades. Pero los agobios y las tensiones de la condición supertribal tienden a hostigar a la unidad familiar. Las presiones externas son fuertes. La sustitución de la intensidad de la etapa de formación de pareja por la extensión exploratoria a posteriores actividades sexuales es la solución ideal, y, pese a su repetida represión, continúa practicándose en la actualidad.
Sólo existe un inconveniente. La excitación de explorar nuevas formas de estímulo sexual presta un buen servicio a la unidad familiar cuando se practica entre miembros de una pareja desposada. Pero puede adoptar otra forma. El anhelo de novedades puede satisfacerse no sólo explorando nuevos modos con un compañero familiar, sino también explorando un nuevo compañero con modos familiares, o, más aún, explorando un nuevo compañero con nuevos modos.
El desarrollo del sexo exploratorio emerge, por tanto, como una espada de doble filo. Debido a que nuestra civilización supertribal ha cargado con creciente intensidad el acento en los beneficios del comportamiento exploratorio —nuestro sistema educativo, nuestro saber, nuestras artes, ciencias y tecnologías dependen por completo de ello—, han sido similarmente fortalecidas las demás tendencias exploratorias en todos nuestros otros modos de comportamiento. En la esfera sexual, esto ha conducido con frecuencia a dificultades. La idea de una hembra apareada asistiendo a clases prácticas de técnica copulatoria, o de un macho apareado ejercitándose en un gimnasio sexual, es profundamente ofensiva para sus compañeros sexuales, ya que afecta a la inherente exclusividad del mecanismo de vinculación de la pareja. Los experimentos sexuales con sujeto distinto del compañero tienen, por tanto, que ser hechos privadamente y en secreto, y entra en escena el nuevo riesgo de la traición al vínculo de pareja. Como consecuencia de ello, el antiguo y fundamental núcleo social de nuestra especie —la unidad familiar— se ha resentido, pero ha conseguido, no obstante, sobrevivir. No surgirían estas dificultades si nosotros fuéramos una clase de especie diferente, si, como las tortugas, pusiéramos huevos en la arena y los dejásemos empollar solos. Mas, para nosotros, con nuestros pesados deberes parentales, los experimentos sexuales realizados fuera del vínculo de pareja entrañan dos peligros. No sólo provocan intensos celos sexuales, sino que estimulan también la formación accidental de nuevos vínculos de pareja, en detrimento, en último término, de la prole de las unidades familiares afectadas. Pueden haber dado resultado, de vez en cuando, complejas combinaciones sexuales y comunas, pero los éxitos absolutos parecen haber sido rarezas aisladas, limitadas a personalidades excepcionales e insólitas. Sólo el ejercicio del más implacable control intelectual por todas las partes implicadas permitirá que los experimentos sexuales de este tipo se desarrollen plácidamente.
Ni siquiera ha dado buenos resultados el extendido sistema de harén, considerado desde la perspectiva del éxito supertribal, y algunos investigadores lo han señalado acusadoramente como un importante factor de la decadencia social de las civilizaciones afectadas.
Al igual que las otras nueve categorías de comportamiento sexual, la función exploratoria es lo bastante fundamental para ser observada en otras especies animales. Dado que requiere un alto grado de inventiva, no es sorprendente que se halle principalmente limitada a los primates superiores. Los grandes monos, en particular, exhiben una considerable gama de experimentos sexuales cuando viven en condiciones de cautividad, entre los que figuran gran número de posturas copulatorias que no se dan en sus semejantes salvajes.
Es imposible establecer una lista completa de las funciones del sexo sin incluir una categoría basada en la idea de que existe algo semejante al «sexo por el sexo»; comportamiento sexual cuya realización contiene su propia recompensa, independientemente de ninguna otra consideración. Esta función se halla íntimamente relacionada con la anterior, pero son, sin embargo, distintas.
La relación existente entre el sexo exploratorio y el sexo recompensador por sí mismo es semejante a la que existe entre explorar y jugar un juego, o entre el juego desarrollado al azar y el juego organizado de los niños. Cuando los niños irrumpen en un nuevo terreno de juegos, suelen empezar a recorrerlo y a escudriñarlo, investigando sus posibilidades. Con el paso del tiempo, este comportamiento casi desordenado se resuelve en una planeada secuencia. Emerge una estructura lúdica, y emerge un «juego».
Un terreno determinado puede conducir a un juego de escalada, o a un juego de escondite, o a un juego de persecución y, una vez que el juego se ha desarrollado, puede ser repetido en ocasiones posteriores sin grandes variaciones. Si resulta ser un modelo recompensador, volverá a ser practicado una y otra vez, aun cuando no sea ya una novedad. El comportamiento errático inicial era excitante porque era un juego exploratorio; la posterior y repetida pauta es excitante como juego recompensador en sí mismo.
Es evidente el paralelismo con el sexo exploratorio y el sexo recompensador en sí mismo. Entre los componentes de una pareja tienen lugar numerosos incidentes copulatorios sumamente satisfactorios que no se hallan directamente dirigidos a la procreación, que superan con mucho las exigencias del mantenimiento de la pareja y que no implican la introducción de nuevos experimentos. Encajan, por consiguiente, en la presente categoría funcional. Representan el sexo recompensador en sí mismo, o, si usted lo prefiere, el puro erotismo. Son al copulador lo que la gastronomía es al comensal, o lo que la estética es al artista. Es incongruente cantar las alabanzas de exquisitas experiencias gastronómicas, o de sublimes experiencias estéticas, y condenar al mismo tiempo hermosas experiencias eróticas. Sin embargo, esto se ha hecho con frecuencia. Es cierto que el exceso puede a veces crear problemas, pero otro tanto puede afirmarse de las desmesuras en el terreno de la gastronomía o de la estética. Los casos extremos de atletismo sexual pueden resultar tan agotadores que quede poca energía para ninguna otra cosa, y el modo de vida se ve entonces afectado de desequilibrio, del mismo modo que la excesiva complacencia en la comida puede producir grave obesidad y pérdida de la salud física, y la obsesión con problemas estéticos puede conducir a un perjudicial desinterés para otros aspectos de la vida social. Las mismas reglas básicas son aplicables en cada caso.
La preocupación hacia la acción por la acción lleva aparejada la existencia de un cierto grado de tiempo y energía sobrantes. Esto, a su vez, implica que las necesidades fundamentales de la supervivencia están cubiertas. En los humanos, esto significa una sociedad urbana. En los animales significa la vida en un zoo, con el suministro de alimento y la eliminación de los enemigos; y es allí, lógicamente, donde encontramos los ejemplos de hipersexualidad animal.
Éste es el sexo que opera como terapia ocupacional, o, si usted lo prefiere, como instrumento contra el aburrimiento. Se halla en íntima relación con la categoría anterior, pero también puede distinguirse perfectamente de ella. Existe una diferencia entre tener tiempo de sobra y aburrirse. El sexo recompensador en sí mismo puede tener lugar simplemente como una de las muchas formas de emplear constructivamente el tiempo sobrante disponible, sin que asome en el horizonte el más mínimo signo de un síndrome de aburrimiento. Su función es la búsqueda positiva de recompensas sensorias. El sexo ocupacional, por contraste, funciona como remedio terapéutico de la condición negativa producida por un medio ambiente monótono y estéril. El aburrimiento leve acarrea indiferencia y falta de dirección o de motivación. El aburrimiento intenso, en un medio desolado y vacío, produce un impacto diferente. Crea ansiedad y agitación, irritabilidad y, por fin, ira.
Experimentos realizados con investigadores que fueron colocados en cubículos de superficies lisas y monótonas, provistos de anteojos opacos y gruesos guantes que imposibilitaban pequeños movimientos de las manos dieron resultados sorprendentes. Con el paso de las horas, se volvieron cada vez más incapaces de descansar. Llegaron al extremo de inventar cualquier clase de trivial acción que pudieran realizar en sus limitadas circunstancias. Empezaron a silbar, a hablar consigo mismos, a marcar un ritmo con los pies, cualquier cosa que rompiese la monotonía, por absurda que fuese la actividad. Al cabo de varios días, padecían signos de grave tensión y encontraron tan insoportables las condiciones que no pudieron continuar.
El aburrimiento intenso, no es, por tanto, cuestión de estarse tendido sin hacer nada; es precisamente lo contrario. Se llega a un punto en el que servirá cualquier actividad, siempre que se logre alguna especie de comportamiento. La situación es demasiado amenazadora para disfrutar los placeres sensitivos típicos de las actividades recompensadoras en sí mismas; es cuestión, sobre todo, de hacer cesar el dolor de la total inactividad. La situación de infraactividad es perjudicial para el sistema nervioso, y el cerebro hace cuanto puede para protegerse a sí mismo.
En condiciones normales de aburrimiento —es decir, en un medio ambiente vacío, pero no tan deliberadamente vacío como el de los experimentos anteriormente citados—, el objeto más a mano para romper la monotonía es el propio cuerpo del sujeto. Si no hay ninguna otra cosa, siempre hay eso. Las uñas pueden ser mordidas, las narices hurgadas, y rascado el cuero cabelludo; y siempre puede ser provocado el cuerpo para que produzca una respuesta sexual. Puesto que el objetivo es producir el máximo total de estímulo, las actividades sexuales desarrolladas en esta situación se tornan frecuentemente brutales y dolorosas, y, a veces, conducen incluso a una grave mutilación o a una lesión física de los genitales. El dolor que causan es, en cierto sentido, una extraña parte de la terapia, más que un resultado accidental de ella. Típica de este fenómeno es la masturbación brutal y prolongada, comprendiendo quizás el desgarramiento de la piel o la inserción de objetos afilados en los tractos genitales.
Pueden observarse formas extremas de sexo ocupacional en prisioneros humanos que han sido separados coercitivamente de sus medios ambientes normales y estimulantes. No se trata de sexo fisiológico; una cantidad menos de deleitación bastaría para satisfacer las específicas exigencias fisiológicas.
El fenómeno puede observarse también en el caso de introvertidos patológicos. En este supuesto, puede surgir en medios que parezcan, superficialmente, adecuadamente estimulantes. Un examen más atento, sin embargo, revela pronto que, aunque los individuos afectados parezcan hallarse rodeados de estímulos excitantes, se encuentran separados de ellos por su anormal condición psicológica. Están muriendo psicológicamente de inanición en medio de la abundancia. Si, por alguna razón, se han vuelto intensamente antisociales y mentalmente aislados, incapaces de establecer contacto con el mundo que les rodea, pueden estar sufriendo una subestimulación tan intensa como la experimentada por los prisioneros físicos en sus celdas. Para los aislados extremos, sean físicos o mentales, los dolorosos excesos del sexo ocupacional se convierten en un mal menor que la total y moribunda inactividad.
Los animales de zoo, retenidos en jaulas estériles, manifiestan respuestas similares. Cuando se les aísla de sus parejas, pueden exhibir el sexo fisiológico. Libres de los apremios de encontrar comida y de evitar a los enemigos, y con tiempo de sobra en sus manos, pueden entregarse al sexo recompensador en sí mismo. Pero, llevados a situaciones de aburrimiento extremo, pueden recurrir a una drástica especie de sexo ocupacional. Algunos monos machos se convierten en obsesos masturbadores. Los machos ungulados encerrados con hembras, pero sin nada más que hacer, pueden, literalmente, atormentar a sus compañeras hasta la muerte, acosándolas y persiguiéndolas más allá de todo límite natural. Se han conocido monos que se comportaban de la misma manera. Un orangután macho que vivía en una jaula vacía, cuando se le suministró una hembra se apareó con ella y la abrazó con tan persistente ímpetu que la hembra perdió temporalmente el uso de sus brazos y tuvo que ser retirada. Los monos que han sido criados alejados de los de su especie suelen encontrar imposible acomodarse a la vida social cuando se les introduce, ya adultos, en un grupo de su propia especie. Como el ser humano mentalmente trastornado que «vive en su propio mundo», pueden acurrucarse en un rincón y continuar entregándose al solitario sexo ocupacional, sólo a unos pocos metros de distancia de un compañero receptivo. Esto es muy frecuente en los chimpancés de zoo, que suelen ser criados en situación de aislamiento como animalitos domésticos y son luego reunidos al llegar a la edad adulta. Una pareja, cuyos componentes habían tenido infancias anormales y que fueron encerrados como «matrimonio» en una jaula sin más compañeros, se entregaron repetidamente a un desmedido comportamiento sexual, aunque éste nunca estuvo dirigido hacia el otro.
Aunque compartían el encierro, ambos se hallaban mentalmente aislados. Sentados separados el uno del otro, se masturbaban regularmente de muy variadas formas. La hembra utilizaba ramitas o trozos de madera que arrancaba con los dientes de las paredes y se las insertaba en la vagina, realizando estas acciones mientras el macho estimulaba su pene en otro rincón.
Así como el sistema nervioso no puede tolerar una acusada inactividad, así también se rebela contra las tensiones de la excesiva superactividad. El sexo tranquilizador es la otra cara de la moneda del sexo ocupacional. En vez de ser antiaburrimiento, es antiagitación. Cuando se enfrenta a una dosis excesiva de estímulos extraños, desconocidos o aterradores, el individuo busca una vía de escape en la realización de actos familiares y conocidos que sirven para calmar sus destrozados nervios. Cuando las tensiones de la vida son excesivas, la víctima puede tranquilizarse recurriendo a acciones que sabe habrán de traerle la satisfacción de una recompensa consumatoria. En su estado de tensión y sobreactividad, es incapaz de llevar nada a una conclusión. Se ve arrastrado de un lado a otro, sin poder resolver jamás problemas específicos a causa de las constantes interferencias y de la confusión de los obstruidos caminos.
Sus frustraciones crecen hasta que cualquier simple acto, por poca importancia que tenga respecto a las preocupaciones que le acucian, le proporcionará una agradable liberación, con sólo que pueda ser realizado sin obstrucción.
Acciones triviales, tales como fumar un cigarrillo, mascar chicle o tomar un trago, ayudan a sosegar al ansioso. El sexo tranquilizador opera de la misma forma. El soldado en la guerra, en espera del momento de entrar en combate, o el ejecutivo comercial en medio de una crisis, puede buscar una paz momentánea en los brazos de una hembra complaciente. La implicación personal, emotiva, puede hallarse reducida a un grado mínimo, y las acciones ser estereotipadas. En cierto modo, cuanto más automáticas sean, mejor, porque su cerebro se halla ya sumido en excesivas complicaciones y sólo busca simplicidad.
Esto es semejante a la actividad animal conocida como «actividad de desplazamiento». Cuando dos animales rivales se encuentran y entran en conflicto uno con otro, cada uno de ellos quiere atacar al otro, pero cada uno de ellos teme hacerlo. Su comportamiento se ve bloqueado, y en su frustrada situación puede que se aparten a un lado para realizar actos sencillos y sin importancia, tales como acicalarse, mordisquear comida u otros semejantes. Estas acciones de desplazamiento no resuelven, naturalmente, el conflicto original, pero proporcionan un momentáneo respiro a la tensa situación. Si da la casualidad de que hay una hembra cerca, puede que sea brevemente montada, y, como en los casos humanos, la acción suele ser estereotipada y simple.
Ya nos hemos referido a la prostitución, pero sólo desde el punto de vista del cliente. Para la prostituta, la función de la copulación es diferente. Puede que estén operando factores secundarios, pero primaria y preponderantemente es una honrada transacción comercial. Una especie de sexo comercial figura también como importante función en muchas situaciones matrimoniales en las que existe un vínculo de pareja unilateral: un asociado suministra al otro un servicio copulatorio a cambio de dinero y albergue. El suministrador que ha desarrollado un verdadero vínculo de pareja tiene, en correspondencia, que aceptar uno falso. La mujer (o el hombre) que se casa por dinero actúa, desde luego, como una prostituta. La única diferencia consiste en que mientras ella, o él, recibe un pago indirecto, la prostituta ordinaria tiene que operar sobre la base de pago por cada servicio prestado. Pero, ya esté el sistema organizado sobre contratos a largo o a corto plazo, la función del comportamiento sexual implicado es la misma.
Una forma más moderada de sexo-por-ganancia-material es ejecutada por las practicantes de striptease, compañeras profesionales de baile, reinas de belleza, bailarinas, modelos y muchas actrices.
Mediante remuneración, proporcionan representaciones ritualizadas de las fases primeras de la secuencia sexual, pero (en su personalidad oficial) se detienen antes de llegar a la copulación. En compensación del carácter incompleto de sus actuaciones sexuales, suelen exagerar y esmerar los preliminares que ofrecen.
Sus posturas y movimientos sexuales, su personalidad y anatomía sexuales, todo tiende a ser exaltado en un intento de compensar las estrictas limitaciones de los servicios sexuales que suministran.
El sexo comercial parece ser raro en otras especies, incluso en los zoos, pero en ciertos primates se ha observado una forma de «prostitución». Se ha visto a monas en cautividad ofrecerse sexualmente a un macho como medio de conseguir pedazos de comida esparcidos por el suelo; las acciones sexuales distraen al macho de la tarea de competir por el alimento.
Con ésta, la última categoría funcional del comportamiento sexual, penetramos en un extraño mundo, lleno de inesperados desarrollos y ramificaciones. El sexo de status se infiltra en nuestras vidas, impregnándolas, de muchas formas subrepticias y ocultas. A causa de su complejidad, la he omitido en el capítulo anterior, a fin de poder examinarla aquí de un modo más completo. Antes de contemplarla en el animal humano, será útil que examinemos la forma que adopta en otras especies.
El sexo de status está referido a la dominación, no a la reproducción, y para comprender cómo se forja este vínculo debemos considerar los diferentes papeles de la hembra sexual y del macho sexual.
Aunque una plena expresión de la sexualidad implica la participación activa de ambos sexos, es, no obstante, cierto decir que para la hembra mamífera el papel sexual es esencialmente de sumisión, y para el macho es esencialmente de agresión. (No es ninguna casualidad de la jerga legal el que cuando un hombre «posee» sexualmente a una hembra reacia, se denomine su acción un «asalto» indecente). Esto no se debe simplemente al hecho de que el macho sea físicamente más fuerte que la hembra. La relación forma parte integrante de la naturaleza del acto copulatorio. Es el mamífero macho quien tiene que montar a la hembra.
Es él quien tiene que penetrar e invadir el cuerpo de su compañera. Una hembra supersumisa y un macho superagresivo están, simplemente, exagerando sus papeles naturales, pero una hembra agresiva y un macho sumiso están invirtiendo completamente sus papeles.
La acción sexual de un mono hembra es «presentarse» al macho volviendo su trasero hacia él, levantándolo ostensiblemente y bajando la parte anterior del cuerpo. La acción sexual del mono macho es montar sobre la espalda de la hembra, introducir su pene y hacer movimientos pelvianos. Debido a que, en un encuentro sexual, la hembra se somete y el macho se impone, estas acciones han sido «tomadas» para su uso en situaciones primariamente no sexuales que requieren signos más generales de sumisión y agresividad. Si la «presentación» sexual de la hembra significa sumisión, entonces puede ser utilizada de esta forma en un encuentro puramente hostil. Una mona no sexual puede presentar su trasero a un macho como signo de que no es agresiva. Actúa como un gesto de apaciguamiento y funciona como una indicación de su status subordinado. En respuesta, el macho puede montarla y hacer unos cuantos y sumarios movimientos pelvianos, utilizando estas acciones puramente para manifestar su status dominante.
El sexo de status, utilizado de esta manera, constituye un valioso instrumento en las vidas sociales de los monos. Como ritual de subordinación y dominación, evita el derramamiento de sangre. Un macho se acerca agresivamente a una hembra, desafiando a la pelea. En vez de gritar o de intentar huir, lo que no conseguiría más que atizar el fuego de su agresión, la hembra «se presenta» a él sexualmente, el macho responde, y se separan, reafirmadas sus posiciones relativas de dominación.
Esto es sólo el principio. El valor del sexo de status es tal que se ha extendido hasta abarcar virtualmente todas las formas de encuentro agresivo dentro del grupo. Si un macho débil es amenazado por otro fuerte, puede protegerse a sí mismo comportándose como una pseudohembra. Señala su subordinación adoptando la postura sexual femenina, ofreciendo su trasero al macho dominante. Este último afirma su status dominante montando al macho débil, exactamente igual que si estuviera tratando con una hembra sumisa.
Idéntica interacción puede observarse entre dos hembras. Una hembra inferior, amenazada por una superior, se «presentará» a ella y será montada por ella. Incluso los monos jóvenes practican el mismo ritual, aun cuando no hayan alcanzado todavía la condición sexual adulta. Esto pone de relieve la extensión en que el sexo de status se ha divorciado de su original condición sexual. Las acciones realizadas son todavía acciones sexuales, pero no están ya sexualmente motivadas. Han sido impregnadas por la dominación.
El hecho de que las actividades sexuales estén siendo repetida y frecuentemente utilizadas en este contexto adicional explica la condición, aparentemente orgiástica, de algunas colonias de monos. Los visitantes de parques zoológicos salen a menudo con la idea de que los monos son insaciables atletas sexuales dispuestos, a la menor oportunidad, a aparearse con cualquiera, sea macho o hembra, adulto o joven. En cierto sentido, desde luego, esto es verdad. La observación es bastante exacta. En donde se yerra es en la interpretación. Sólo cuando se comprende la motivación no sexual del sexo de status, adquiere el cuadro su verdadero sentido.
Puede resultar útil presentar un ejemplo más próximo a nosotros. Casi todo el mundo conoce el amistoso y sumiso saludo de un gato doméstico, mientras frota el costado de su cuerpo contra una pierna humana, con la cola levantada y rígida y alzado el extremo posterior de su cuerpo. Esto lo hacen tanto los gatos como las gatas, y si, en respuesta, acariciamos sus lomos, podemos sentirles empujar hacia arriba los extremos posteriores de sus cuerpos bajo la presión de nuestras manos. La mayoría de las personas aceptan esto simplemente como un gesto felino de saludo y no se interrogan acerca de su origen ni de su significado. En realidad, constituye otro ejemplo del sexo de status. Se deriva del acto de presentación sexual del gato hembra hacia el macho, siendo su función originaria la exposición precopulatoria de la vulva. Pero, al igual que el acto de presentación propio del sexo de status de los monos, ha quedado ya emancipado de su papel puramente sexual y es realizado por cualquiera de ambos sexos para manifestar una condición sumisa y amistosa. A causa de su tamaño y de su fuerza, el dueño humano del gato es inevitable y permanentemente dominante por lo que a su animal doméstico se refiere. Si se vuelve a establecer contacto después de una larga ausencia, el gato siente la necesidad de hacer presente de nuevo su papel subordinado; de ahí la ceremonia de saludo que utiliza la manifestación de un sexo de status sumiso.
El comportamiento felino es acusadamente simple, pero, volviendo de nuevo a los monos, existen ciertas sorprendentes extensiones del sexo de status que deberíamos examinar antes de investigar la condición humana. Muchos monos hembras poseen trozos de piel turgente y desnuda de vivo color rojo en la región anal que son ostensiblemente mostradas al macho durante el acto de presentación sexual.
También son mostradas, naturalmente, cuando una hembra ofrece sumisamente su región trasera en encuentros de sexo de status. Se ha señalado recientemente que los machos de algunas especies han aplicado a sus nalgas mímicas propias de estas zonas rojas como medio de realzar sus manifestaciones de sumisión de sexo de status hacia individuos más dominantes. Para las hembras, las zonas rojas de sus nalgas sirven a una doble finalidad, pero en los machos su función se relaciona exclusivamente con el sexo de status.
Pasando ahora a la manifestación de sexo de status dominante, podemos apreciar una evolución similar. El acto dominante implica la erección del pene, y también esto se ha completado mediante la adición de llamativos colores. En cierto número de especies, los machos poseen penes de color rojo vivo, rodeados frecuentemente de un trozo de piel azul brillante sobre la región escrotal. Esto hace lo más visibles posible a los genitales masculinos, y a menudo puede verse a los machos, sentados con las piernas separadas, mostrando estos brillantes colores. De este modo, y sin necesidad de moverse siquiera, pueden poner de manifiesto su elevado status. En algunas especies de monos, los machos que se exhiben de esta forma se sientan en el límite exterior de su grupo, y, si se acerca otro grupo, el rojo pene se torna plenamente erecto y puede ser repetidamente alzado hasta golpear el estómago de su dueño. En el antiguo Egipto, se consideraba al babuino sagrado como la encarnación de la sexualidad masculina. No sólo era representado en las pinturas y esculturas egipcias en su postura de ostentación de sexo de status, sino que incluso era embalsamado y enterrado en esa misma postura, invirtiéndose setenta días en el procedimiento de embalsamiento y dos días en la ceremonia fúnebre. Evidentemente, la manifestación de sexo de status dominante de esta especie era captada perfectamente no sólo por los demás babuinos, sino también por los antiguos egipcios. Esto no era ningún accidente, como veremos en seguida.
Así como, en algunas especies, los machos han imitado las manifestaciones de sumisión de las hembras, desarrollando sus propias zonas rojas en las nalgas, así también las hembras, en algunos casos, han imitado las manifestaciones dominantes de los machos. Algunas monas de América del Sur han desarrollado un clítoris alargado, que se ha convertido virtualmente en un pseudopene. En ciertas especies, su aspecto es tan semejante al pene auténtico del macho que resulta difícil distinguir los sexos. Esto ha dado lugar a gran número de leyendas en las regiones donde estos animales viven en estado salvaje.
Como todos parecen ser machos, las poblaciones locales creen que son exclusivamente homosexuales (curiosamente, la hiena hembra ha desarrollado también un pseudopene similar, pero el mito que ha surgido en África es que esta especie es hermafrodita, teniendo cada individuo actividades sexuales masculinas y femeninas).
En unas cuantas especies de monos, las hembras han desarrollado un pseudoescroto, además de un pseudopene. Hasta el momento, disponemos de escasa información sobre el modo en que estos falsos genitales masculinos son empleados en la selva. Sabemos que ciertos monos sudamericanos utilizan la erección del pene como una amenaza directa contra un subordinado. En el caso del pequeño mono ardilla, se ha convertido en la señal más importante de dominación del repertorio del animal. Es algo más que limitarse a estar sentado con las piernas abiertas. Cuando se propone amenazar, el macho superior de esta especie se acerca a un inferior y yergue su pene ante su rostro. El pseudopene de las monas, sin embargo, no parece ser eréctil; quizá basta exhibirlo tal como es en dirección a un mono inferior.
Ésta es, pues, la situación del sexo de status en nuestros parientes más próximos, los monos. Lo he expuesto con cierto detalle porque proporciona una útil perspectiva evolucionista sobre la que examinar los desarrollos del sexo de status en la especie humana. Facilita la comprensión de algunas de las extraordinarias distancias que el animal humano ha recorrido en esta dirección. Seguramente que, al leer los detalles del comportamiento de los monos, usted, como los antiguos egipcios, habrá notado ya ciertas similitudes con la condición humana. En los hombres, como en los monos, los comportamientos sexuales femeninos de sumisión y los comportamientos masculinos de dominación han llegado a representar la sumisión y la dominación, en contextos no sexuales.
El viejo gesto femenino de presentar las nalgas al macho sobrevive todavía como un acto denotativo de subordinación.
Los niños son obligados a menudo a adoptar esta postura para someterse al castigo. Asimismo, las nalgas son consideradas generalmente como la parte más «ridícula» del cuerpo humano, objeto de bromas y risas o de alfilerazos. Las desamparadas víctimas de la pornografía sadomasoquista —por no mencionar las películas de dibujos animados y los chistes gráficos— son con frecuencia atrapadas con las nalgas al aire.
Es en el terreno de los actos masculinos dominantes, sin embargo, donde la imaginación humana se ha desbocado. El arte y la literatura de la civilización han estado, desde sus tiempos más antiguos, sembrados de símbolos fálicos de todas clases. En tiempos recientes, éstos se han tornado sumamente crípticos y muy alejados de su fuente original, el pene humano erecto, pero aún es posible observar manifestaciones fálicas más directas y claras en las civilizaciones más primitivas que aún sobreviven. En las tribus de Nueva Guinea, por ejemplo, los machos hacen la guerra llevando largos tubos acoplados a sus penes. Estas extensiones, a menudo de más de un palmo de longitud, son mantenidas en posición vertical por cuerdas atadas al cuerpo. También en otras civilizaciones el pene es ornamentado y artificialmente alargado de varias maneras.
Evidentemente, si la erección del pene es utilizada como una manifestación amenazadora de la dominación del macho, la consecuencia es que cuanto más grande sea el pene mayor será la amenaza.
Las señales visuales que trasmiten la intensidad de la amenaza son de cuatro clases: al ponerse erecto el pene, altera su ángulo, cambia de blando a duro, aumenta de anchura y crece en longitud. Si todas estas cuatro cualidades pueden ser artificialmente exageradas, entonces el impacto de la exhibición quedará realzado al máximo. Hay un límite para lo que puede hacerse en el cuerpo humano (que es alcanzado, más o menos, por los miembros de las tribus de Nueva Guinea), pero semejante límite no existe cuando se trata de efigies humanas. En dibujos, pinturas y esculturas de la figura humana, la ostentación fálica puede ser magnificada a voluntad. En la vida real, la longitud media del pene erecto es de unos dieciséis centímetros, lo que equivale a menos de la décima parte de la estatura de un macho adulto. En las estatuas fálicas, la longitud del pene excede con frecuencia a la altura de la figura.
Exagerando aún más el falo, se omite por completo la representación de un cuerpo, y el dibujo o escultura muestra simplemente un enorme y vertical pene solitario. En numerosas partes del mundo se han encontrado antiguas esculturas de esta clase que, a menudo, se elevan varios pies en el aire. Gigantescas estatuas fálicas de casi sesenta metros de altura se guardaban en el templo de Venus en Hierápolis, pero aun éstas eran superadas en tamaño por otros antiguos falos que se dice alcanzaban la altura de cien metros, lo que equivale a setenta veces la longitud del órgano físico que representaban. Se dice que fueron recubiertas de oro puro.
De las claras representaciones de este tipo no hay más que un paso hasta el mundo del simbolismo fálico, donde casi cualquier objeto largo, rígido y erecto puede desempeñar un papel fálico. Por los estudios de los sueños realizados por los psicoanalistas sabemos cuan variados pueden ser estos símbolos. Pero no se hallan limitados a los sueños. Son deliberadamente utilizados por anunciantes, artistas y escritores.
Aparecen en películas, obras de teatro y en casi todas las formas de diversión. Aun cuando no sean conscientemente comprendidas, pueden producir su impacto a causa de la misma señal básica que transmiten. Lo abarcan todo, desde velas, plátanos, corbatas, mangos de escoba, anguilas, bastones, serpientes, zanahorias, flechas, mangueras de riego y cohetes, hasta obeliscos, árboles, ballenas, postes eléctricos, rascacielos, mástiles de banderas, cañones, chimeneas de fábrica, cohetes espaciales, faros y torres. Todos ellos poseen valor simbólico a causa de su forma general, pero en algunos casos se halla implicada una propiedad más específica. Los peces se han convertido en símbolos fálicos debido a su consistencia, además de su forma, y también a que se introducen en el agua; los elefantes, por sus trompas eréctiles; los rinocerontes, por sus cuernos; los pájaros, porque se alzan desafiando a la ley de la gravedad; las varitas mágicas, porque dan poderes especiales a los magos; las espadas, venablos y lanzas, porque penetran en el cuerpo; las botellas de champaña, porque eyaculan al ser descorchadas; las llaves, porque se insertan en los agujeros de las cerraduras; y los cigarros puros, porque son cigarrillos tumescentes. La lista es casi interminable, y el campo de acción para las imaginativas ecuaciones simbólicas, enorme.
Todas estas imágenes han sido usadas, y en muchos casos usadas frecuentemente, como objetos representativos de la masculinidad. El duro y dominante macho (o supuestamente duro y dominante macho) que masca su grueso cigarro y lo agita en dirección a la cara de su compañero, está realizando fundamentalmente la misma manifestación de sexo de status que el pequeño mono ardilla que separa las piernas y proyecta su pene erecto hacia la cara de un subordinado. Los tabúes sociales nos han obligado a emplear crípticos sustitutos de nuestras agresivas manifestaciones sexuales, pero, habida cuenta de lo que es la imaginación del hombre, esto no ha reducido el fenómeno; sólo lo ha diversificado y complicado.
Como ya he explicado en el capítulo referente al status y al súper status, tenemos buenas razones, en nuestra condición supertribal, para hacer grandes alardes con nuestros instrumentos de status, y esto es precisamente lo que hacemos en el caso del sexo de status.
Podemos encontrar ejemplos de diversas clases de perfeccionamientos en símbolos fálicos que se presentan casi constantemente a nuestra vista. El diseño de los automóviles deportivos ilustra bien esto.
Siempre han irradiado una audaz y agresiva masculinidad, y a ello les han ayudado considerablemente sus cualidades fálicas. Como el pene de un babuino, son largos, suaves y relucientes, se proyectan hacia delante con gran vigor, y muchos de ellos son de un vivo color rojo. Un hombre sentado en su automóvil deportivo descapotable es como una escultura fálica sumamente estilizada. Su cuerpo ha desaparecido, y todo lo que se ve es una pequeña cabeza y unas manos coronando un largo y reluciente pene. (Puede alegarse que la forma de los automóviles deportivos está controlada exclusivamente por las exigencias técnicas de darles una línea aerodinámica, pero la densidad actual de tráfico y los cada vez más estrictos límites de velocidad hacen absurda esta explicación). Incluso los automóviles corrientes tienen cualidades fálicas, y esto puede explicar hasta cierto punto por qué los conductores masculinos se vuelven tan agresivos y ansiosos por adelantarse unos a otros, pese a los considerables riesgos y al hecho de que todos volverán a reunirse ante el siguiente semáforo, o, en el mejor de los casos, sólo habrán conseguido reducir en unos segundos la duración de su viaje. Otra ilustración proviene del mundo de la música popular, donde la guitarra ha sufrido recientemente un cambio de sexo. La guitarra antigua, con su curvado y entallado cuerpo, era simbólicamente femenina en esencia. Se la sostenía junto al pecho, y sus cuerdas eran amorosamente acariciadas. Pero los tiempos han cambiado, y su feminidad se ha desvanecido. Desde que grupos de «ídolos sexuales» masculinos se han dedicado a tocar guitarras eléctricas, los diseñadores de estos instrumentos se han esforzado por desarrollar sus masculinas cualidades fálicas. El cuerpo de la guitarra (ahora sus simbólicos testículos) se ha hecho más pequeño, menos entallado y más brillantemente coloreado, permitiendo que el mástil (su nuevo pene simbólico) se haga más largo. Los propios intérpretes han contribuido a esto llevando las guitarras cada vez más bajas, hasta hallarse ahora centradas en la región genital. También ha sido alterado el ángulo en que se las toca, siendo sostenido el mástil en una posición cada vez más erecta. Con la combinación de estas modificaciones, el moderno conjunto musical puede erguirse en el escenario y realizar los movimientos de masturbar sus gigantescos falos eléctricos, mientras dominan a sus rendidas «esclavas» del auditorio. (El cantante tiene que conformarse con acariciar un micrófono fálico).
En contraste con estos «desarrollos» fálicos, existe un cierto número de casos en los que los símbolos fálicos han entrado en decadencia o sufrido un eclipse. Al ir siendo remplazadas las antiguas civilizaciones (que, como he dicho, eran mucho más directas en su uso del simbolismo fálico), sus patentes imágenes fueron a menudo veladas y deformadas.
Podrían presentarse muchos ejemplos. La hoguera, pongamos por caso, aunque conservando todavía en ciertas ocasiones una cualidad ritual casi mágica, ha perdido sus propiedades sexuales.
Originariamente, era encendida de un modo especial, frotando un palo «macho» contra un palo «hembra» en un acto de copulación simbólica, hasta que se engendraba una chispa y la hoguera estallaba en llamas sexuales.
Muchos edificios solían mostrar falos esculpidos en sus paredes exteriores para protegerlos contra el «mal de ojo» y otros peligros imaginarios. Estos símbolos, al ser agresivos, amenazas de sexo de status dominante dirigidas contra el mundo exterior, protegían al edificio y a sus ocupantes. En ciertos países mediterráneos pueden verse todavía símbolos de esta clase, pero han adquirido un carácter menos abiertamente sexual. En la actualidad, suelen componerse de un par de cuernos de toro firmemente sujetos en la parte superior de una pared exterior o en la esquina de un tejado. Sin embargo, pese a estos expurgos y censuras, que han convertido el árbol del conocimiento sexual en el simple árbol del conocimiento y han sustituido la evidente verga por la menos evidente corbata, quedan todavía zonas en donde los agresivos símbolos fálicos conservan sus originales propiedades manifiestas. En el terreno de los insultos los encontramos todavía con mucha claridad.
Los insultos verbales adoptan con frecuencia una forma fálica. Casi todos los insultos realmente ofensivos que podemos utilizar para injuriar a alguien son palabras sexuales. Sus significados literales hacen relación a la copulación o a diversas partes de la anatomía genital, pero son empleados predominantemente en momentos de extrema virulencia. También esto es típico del sexo de status, y demuestra con toda claridad la forma en que en un contexto de dominación se hace uso del sexo.
Los insultos visuales siguen la misma dirección, siendo empleadas como gestos hostiles varias clases de acciones fálicas. El acto de sacar la lengua tuvo este origen, simbolizando la lengua el pené erecto. Gestos hostiles conocidos como «mano fálica» han existido en formas diversas durante, por lo menos, dos mil años. Uno de los más antiguos consiste en apuntar con el dedo medio (es decir, el segundo), rígido y completamente extendido, a la persona a quien se quiere manifestar desprecio. El resto del puño permanece cerrado. Simbólicamente, el dedo medio representa el pené, el pulgar y el primer dedo cerrados representan un testículo, y el tercero y el cuarto dedos, también doblados, representan el otro testículo. Este gesto era popular en los tiempos de Roma, cuando el dedo medio era conocido con el nombre de digitus impudicus, o digitus infamis. Se ha modificado a lo largo de los siglos, pero todavía puede observarse en muchas partes del mundo. A veces, se utiliza el dedo índice en vez del medio, probablemente porque es una postura ligeramente más cómoda. En ocasiones, se extienden el primero y segundo dedo juntos, poniendo de relieve el tamaño del pené simbólico. Hoy día, es usual que este tipo de mano fálica sea agitada hacia arriba en el aire una o más veces, en dirección a la persona insultada, simbolizando la acción de las sacudidas pelvianas. Los dos dedos extendidos pueden ser mantenidos juntos o separados, en forma de V.
Una interesante corrupción de esta última forma apareció en tiempos recientes como signo de victoria, que hizo algo más que limitarse a imitar la primera letra de la palabra «victoria». Sus propiedades fálicas también intervenían. Difería de la V insultante por la posición de la mano. En la V insultante la palma de la mano mira hacia la cara del que insulta; en la V victoriosa mira hacia la multitud de espectadores. Esto significa, en efecto, que el individuo dominante que ejecuta el signo de V victoriosa está haciendo realmente la V insultante, pero en nombre de ellos, no contra ellos. Lo que ven cuando miran a su jefe hacer el signo de la victoria, es la misma posición de la mano que verían si ellos estuviesen haciendo el signo insultante de la V. Mediante el sencillo expediente de hacer girar la mano, el insulto fálico se convierte en protección fálica. Como ya hemos observado, amenaza y protección son dos de los aspectos más vitales de la dominación. Si un individuo dominante realiza una amenaza en dirección a un miembro de su grupo, este último resulta insultado, pero si el dominante efectúa la misma amenaza desde el grupo hacia un enemigo, o hacia un enemigo imaginado, entonces sus subordinados le aclamarán por el papel protector que está desempeñando. Resulta pasmoso pensar que un jefe puede cambiar enteramente su imagen sólo con dar un giro de 180 grados a su mano, pero tales son los refinamientos de las modernas señales del sexo de status.
Otra antigua forma de «mano fálica», que también data, por lo menos, de dos mil años, es la llamada «higa». En ésta, todo el puño está cerrado, pero al dirigirse hacia la persona insultada el pulgar asoma entre la base de los dedos índice y medio. La punta del pulgar sobresale entonces ligeramente como la cabeza de un pené, apuntando al subordinado o enemigo. Este gesto se ha difundido por todo el mundo y es conocido en casi todas partes como «Hacer la higa». En nuestro idioma, la frase «no se me da una higa» significa que alguien no es ni siquiera digno de un insulto.
En amuletos antiguos y otros ornamentos se han encontrado numerosos ejemplos de estas manos fálicas. Eran llevados como protecciones contra el «mal de ojo». Algunas personas podrían, hay día considerar tales emblemas como indecentes u obscenos, pero no era ése el papel que desempeñaban.
Entonces eran usados como símbolos protectores de sexo de status. En contextos específicos se veía en el falo simbólico algo digno de ser aclamado e, incluso, adorado como guardián mágico presto a destruir, no a los miembros del grupo, sino a las amenazas procedentes de fuera de él. En las fiestas romanas llamadas Liberalias, un enorme falo era llevado en procesión sobre una suntuosa carroza hasta el centro de la plaza pública de la ciudad, donde, con gran ceremonia, las hembras, entre las que figuraban las matronas más respetables, colgaban guirnaldas a su alrededor para «expulsar de la tierra los maleficios». En la Edad Media, muchas iglesias tenían falos en sus paredes exteriores para protegerlas de influencias malignas, pero en casi todos los casos fueron destruidos como «depravados».
Hasta las plantas fueron utilizadas para prestar servicios fálicos. La mandragora, una planta con raíces en forma de falo, fue muy empleada como amuleto protector. Se perfeccionaba su papel simbólico incrustando en ella granos de mijo o de cebada en la zona apropiada; se la volvía a enterrar durante veinte días para que germinaran los granos y, luego, se la desenterraba de nuevo y se le recortaban los vástagos para que pareciesen vello pubiano. Conservada de esta forma, se decía que era tan eficaz para dominar las fuerzas exteriores que duplicaría cada año el dinero de su propietario.
Se podría continuar y llenar todo un libro con ejemplos de simbolismo fálico, pero creo que los que he seleccionado bastan para mostrar cuan extendido y variado es este fenómeno. Hemos llegado a este tema destacando sólo uno de los elementos de la agresiva manifestación masculina del sexo de status, a saber, la erección del pene. Sin embargo, se ha producido también otro importante desarrollo que no debemos pasar por alto. El original y natural acto de copulación es para el macho, como ya he destacado, un acto fundamentalmente afirmativo y agresivo de penetración. En determinadas condiciones, puede, por tanto, funcionar como instrumento del sexo de status. Un macho puede copular con su hembra primariamente para reforzar su ego masculino, más que para lograr cualquiera de los otros nueve objetivos sexuales que he enumerado en este capítulo. En tales casos, puede hablar de hacer una «conquista», como si hubiera estado librando una batalla en ves de hacer el amor. Y cuando digo que habla de ello lo digo en un sentido literal, pues alardear ante otros machos constituye una parte importante de la victoria del sexo de status. Si guarda silencio acerca de ello, siempre puede alimentar privadamente a su ego, pero obtiene un refuerzo de status mucho mayor si se lo cuenta a sus amigos. Toda hembra que se entere de esto puede estar razonablemente segura de la clase de copulación en que ha intervenido. Los detalles de las copulaciones de formación de pareja son, por contraste, estrictamente privados.
El macho que utiliza a las hembras con finalidades de sexo de status está, de hecho, más interesado en lucirlas que en ninguna otra cosa. Puede incluso conformarse con hacer ostentación ante su grupo de sus hembras dependientes, sin molestarse en copular con ellas. Siempre que se vea con claridad que son sus subordinadas, esto será suficiente.
Los grandes harenes formados por los gobernantes de ciertas civilizaciones cumplían predominantemente una función de instrumento del sexo de status. No indicaban la existencia de múltiples nexos de pareja. Con frecuencia, emergía del grupo de hembras una esposa favorita con la que se desarrollaba una especie de vínculo de pareja, pero la misión del sexo de status dominaba toda la escena.
Había una sencilla ecuación: poder = número de hembras en el harén. A veces, había tantas que el gobernante carecía de tiempo y de energía para copular con todas ellas, pero, como símbolo de virilidad, intentaba engendrar una prole lo más numerosa posible. El supuesto señor de harén actual tiene que conformarse generalmente con una larga serie de hembras, dominándolas de una en una, en vez de congregarlas a todas a su alrededor simultáneamente. Tiene que apoyarse en su reputación verbal, más que en una masiva exhibición visual de poder sexual.
Es oportuno mencionar aquí la especial actitud que los practicantes del sexo de status heterosexual manifiestan hacia los machos homosexuales. Es una actitud de hostilidad y desprecio crecientes, motivada por la inconsciente comprensión de que «si no se unen al juego, no pueden ser derrotados». En otras palabras, la carencia en el macho homosexual de interés sexual hacia las hembras le proporciona una injusta ventaja en la batalla del sexo de status, pues, por muchas hembras que domine el experto heterosexual, el homosexual no quedará impresionado. Es necesario, entonces, derrotarle por el ridículo.
Dentro del mundo homosexual habrá, naturalmente, una competición de sexo de status tan vigorosa como la que tiene lugar en la esfera heterosexual, pero esto no mejora en absoluto la comprensión entre los dos grupos, ya que los objetos por los que se compite son muy diferentes en los dos casos.
Si el practicante moderno del sexo de status es incapaz de conseguir conquistas reales, puede todavía disponer de gran número de alternativas. Un macho ligeramente inseguro puede expresarse a sí mismo contando chistes sucios. Estos dan a entender que es agresivamente sexual, pero un obsesivo y persistente narrador de chistes obscenos empieza a despertar sospechas en sus compañeros, que descubren la existencia de un mecanismo compensador.
Los machos con un mayor problema de inferioridad pueden frecuentar el trato con prostitutas. Ya he mencionado otras funciones de esta actividad sexual, pero la del realce de status es quizá la más importante. La propiedad esencial de esta forma de sexo de status es que la hembra está siendo degradada. El macho, siempre que tenga una pequeña cantidad de dinero, puede exigir sumisión sexual. El hecho de que sabe que la mujer no recibe con agrado sus maniobras, pero que se somete a ellas de todos modos, no puede por menos de aumentar su sensación de poder sobre ella. Otra alternativa es la exhibición de striptease. La hembra, también por una pequeña suma de dinero, tiene que desnudarse delante de él, rebajándose a sí misma y elevando, por consiguiente, el status relativo de los machos espectadores.
Existe un cruel dibujo satírico sobre el tema del striptease, titulado simplemente «tripes-tease».
Muestra a una muchacha desnuda que, habiéndose despojado de toda su ropa y escuchando todavía gritos de «más», se practica una incisión en el vientre y, con una seductora sonrisa, comienza a sacarse los intestinos al compás de la música. Este brutal comentario revela que con el tema del striptease estamos entrando en el terreno de esa forma extrema de expresión de sexo de status que es el del sadismo.
Es un hecho desagradable, pero evidente, que cuanto más intensa es la necesidad que el macho siente de realzar su ego, más desesperadas son las medidas que toma; cuanto más degradante y violento sea el acto, mayor será el realce que se consiga. Para la inmensa mayoría de los machos, estas medidas extremas son innecesarias. El grado de autoafirmación conseguido en la vida social es suficientemente recompensador. Pero bajo las fuertes presiones de status de la vida supertribal, donde tienen que ser tan escasos los dominantes y tan numerosos los subordinados reprimidos, los pensamientos sádicos tienden, no obstante, a proliferar. Para la mayoría de los hombres no pasan de ser pensamientos; las fantasías sádicas no ven jamás la luz del día. Algunos individuos van más allá, estudiando ávidamente los detalles de las flagelaciones, palizas y torturas de los libros, cuadros y películas sádicos. Unos cuantos asisten a exhibiciones pseudosádicas, y muy pocos se convierten en auténticos sádicos practicantes. Es cierto que muchos hombres pueden ser levemente brutales en la práctica del amor, y que algunos realizan con sus parejas rituales fingidamente sádicos, pero, por suerte, el sádico sanguinario es un fenómeno poco corriente.
Una de las formas más comunes de sadismo es la violación. Quizá se deba esto a que es tan exclusivamente un acto propio del macho que expresa la masculinidad agresiva mejor que otros tipos de actividad sádica. (Los machos pueden torturar a las hembras, y las hembras no pueden torturar a los machos. Los machos pueden violar hembras, pero las hembras no pueden violar machos). Aparte de la total dominación y degradación de la hembra, una de las extrañas satisfacciones que la violación depara al sádico estriba en que las contorsiones y expresiones faciales de dolor que produce en la hembra son en cierto modo similares a las contorsiones y expresiones faciales de una hembra experimentando un intenso orgasmo. Además, si mata luego a su víctima, su estado inmediatamente fláccido y pasivo ofrece una horrenda mímica del colapso y la relajación posorgásmicos.
Un comportamiento alternativo para los machos menos violentos es lo que podría describirse como «violación visual». Denominado generalmente exhibicionismo, consiste esto en mostrar súbitamente los genitales a una o varias mujeres extrañas. No se realiza ningún intento por establecer contacto físico. La finalidad es producir vergüenza y confusión en las involuntarias espectadoras presentándoles la forma más básica de ostentación amenazadora de sexo de status. Volvemos aquí a la amenaza del pene del pequeño mono ardilla.
Quizá la forma más extrema de sadismo sea la tortura, la violación y el asesinato de una niña por parte de un macho adulto. Los sádicos de este tipo tienen que sufrir sentimientos de la más intensa inferioridad de status conocida del hombre. Para conseguir el realce de su ego, se ven obligados a elegir los individuos más débiles y desamparados de la sociedad e imponerles la forma más violenta de dominación que puedan realizar. Por fortuna, estas medidas extremas se toman en raras ocasiones.
Parecen ser más frecuentes de lo que en realidad son debido a la enorme publicidad que se da a tales casos, pero la verdad es que comprenden una ínfima fracción del conjunto total de «crímenes violentos». De todos modos, una supertribu en la que sólo existen unos cuantos individuos que se vean empujados a excesos de dominación de este tipo ha de constituir una sociedad que opera bajo inmensas presiones de status.
Una cuestión final sobre el sexo de status: resulta intrigante descubrir que ciertos individuos provistos de una manifiesta vasta ansia de poder padecían anormalidades sexuales físicas. La autopsia de Hitler, por ejemplo, reveló que sólo tenía un testículo. La autopsia de Napoleón puso de manifiesto las «atrofiadas proporciones» de sus genitales. Ambos tuvieron una vida sexual poco común, y no puede uno por menos de preguntarse cuánto habría cambiado el curso de la Historia europea si hubieran sido sexualmente normales. Al ser inferiores por su estructura sexual, fueron quizás empujados a formas más directas de expresión agresiva. Pero, por extrema que llegara a ser su dominación, nunca podía saciarse su ansia de súper status, porque, independientemente de lo que consiguieran, ello no podía darles jamás los genitales perfectos del macho dominante típico. Aquí se cierra el círculo del sexo de status. Primero, la condición sexual del macho dominante es tomada como una expresión de la agresión dominante. Luego, se vuelve tan importante en este papel que, si existe algún defecto en el equipo sexual, resulta necesario compensarlo cargando aún más el acento en la pura agresión.
Quizá, después de todo, haya algo que decir en favor del sexo de status (en sus formas más leves).
En sus variedades más ritualizadas y simbólicas, proporciona, al menos, válvulas de escape relativamente inofensivas para agresiones potencialmente perjudiciales en otro caso. Cuando un mono dominante monta a un subordinado, consigue afirmarse a sí mismo sin tener que recurrir a hincar sus dientes en el cuerpo del animal más débil. Intercambiar chistes verdes en un bar causa menos daños que sostener una reyerta.
Hacer un gesto obsceno en dirección a alguien no le pone un ojo morado. El sexo de status ha evolucionado, de hecho, como un sustitutivo incruento de la violencia sanguinaria de la dominación y agresión directas. Es sólo en nuestras excesivamente desarrolladas supertribus donde la escala de status se alza hasta las nubes, y las opresiones derivadas del esfuerzo por mantener o mejorar una posición en la jerarquía social se han hecho tan inmensas que el sexo de status se ha desmandado y ha llegado a extremos tan cruentos como la pura agresión misma. Éste es, sin embargo, otro de los precios que el miembro de una supertribu tiene que pagar por los grandes logros de su mundo supertribal y por las excitaciones de vivir en él.
Al examinar estas diez funciones básicas del comportamiento sexual, hemos visto claramente la forma en que, para el moderno animal urbano, el sexo se ha convertido en supersexo. Aunque comparte estas diez funciones con otros animales, ha llevado a la mayoría de ellas mucho más allá de lo que las demás especies lo han hecho jamás. Incluso en las civilizaciones más puritanas, el sexo ha desempeñado un importante papel, aunque sólo fuera porque se hallaba siempre presente en las mentes de las personas como algo que era necesario reprimir, probablemente, es exacto afirmar que nadie está tan totalmente obsesionado por el sexo como un puritano fanático.
Las influencias actuantes en el camino hacia el supersexo se han entremezclado unas con otras. El factor principal fue la evolución de un gran cerebro. Por una parte, esto condujo a una prolongada infancia, y esto, a su vez, significó una unidad familiar de larga duración. Había que forjar un vínculo de pareja y de mantenimiento. El sexo de formación de pareja y el sexo de mantenimiento de pareja fueron añadidos al primario sexo de procreación. Si no había a mano válvulas de escape sexuales activas, el ingenio del cerebro hizo posible la utilización de técnicas diversas para obtener un alivio a la tensión sexual psicológica.
El renovado anhelo de novedades del hombre, su viva curiosidad e inventiva, dio lugar a un desarrollo masivo del sexo exploratorio. Debido a su eficiencia, el cerebro organizó su vida de tal modo que el hombre tenía cada vez más tiempo libre y una sensibilidad progresivamente mayor para emplearlo. Pudo así florecer el sexo recompensador en sí mismo, el sexo por el sexo. Si había demasiado tiempo libre, pudo hacer su aparición el sexo ocupacional. Si, por contraste, la creciente carga de las presiones y tensiones supertribales se hacía demasiado pesada, siempre estaba el sexo tranquilizante. Las complejidades combinadas de la vida supertribal produjeron una creciente división del trabajo y las profesiones, y la actividad sexual se vio afectada también, en la forma de sexo comercial. Por fin, con los magnificados problemas de dominación y status de la enorme estructura supertribal, el sexo fue siendo progresivamente utilizado en contextos no sexuales, como un omnipresente sexo de status.
La mayor complicación sexual surgida ha sido la oposición entre las categorías primariamente reproductivas (sexo de procreación, de formación de pareja y de mantenimiento de pareja), por una parte, y las categorías primariamente no reproductivas por la otra. En los tiempos anteriores a la «píldora», cuando la anticoncepción era rara o ineficaz, el sexo procreador constituía un importante riesgo para el sexo exploratorio, el sexo recompensador en sí mismo y los demás. Aun en el llamado «paraíso pospíldora», que algunos han considerado precursor de una época de desenfrenada promiscuidad, el problema está lejos de ser resuelto, debido a la persistencia de las fundamentales propiedades de consolidación de pareja inherentes a los encuentros sexuales humanos. La extendida y despreocupada promiscuidad es un mito, y siempre lo será. Es un mito nacido exclusivamente de la creencia fundada en el deseo propio del sexo de status, pero nunca pasará de mero deseo. La oposición constituida por el fuerte impulso de formación de pareja existente en el hombre y derivada de sus cada vez mayores deberes parentales, continuará persistiendo, cualesquiera que sean los progresos técnicos que se realicen en el futuro en el campo de la anticoncepción. Esto no significa que tales progresos no hayan de producir su impacto en nuestras actividades sexuales. Por el contrario, alterarán profundamente nuestra conducta. La triple presión de la anticoncepción perfeccionada, la disminución de las enfermedades venéreas y el continuo aumento de la población humana conducirá a un dramático incremento de las formas no reproductivas de complacencia copulatoria. No puede haber duda de ello. Tampoco puede haber la menor duda de que esto intensificará el antagonismo entre estas formas de sexo y las exigencias del vínculo de pareja. Por desgracia, como consecuencia, los hijos sufrirán al mismo tiempo que sus sexualmente confundidos padres.
Sería todo más fácil si, como nuestros parientes simios, tuviéramos una carga parental más ligera y fuéramos más verdaderamente promiscuos. Entonces, podríamos extender e intensificar nuestras actividades sexuales con la misma facilidad con que ampliamos nuestro comportamiento en lo que a la limpieza, del cuerpo se refiere. Así como pasamos inocentemente horas enteras en el baño, con los masajistas, en los salones de belleza, peluquerías, baños turcos, piscinas, saunas o casas de baños orientales, del mismo modo podríamos permitirnos complicadas aventuras eróticas con cualquiera, en cualquier momento, sin que se produjeran las más mínimas repercusiones. Parece, de hecho, como si nuestra naturaleza animal básica haya de alzarse siempre como un obstáculo para impedir este desarrollo, o, al menos, lo contenga hasta el momento en que hayamos sufrido algún cambio genético radical.
La única esperanza es que, al ir aumentando en intensidad las encontradas exigencias del supersexo, aprendamos a practicar más diestramente el juego. Al fin y al cabo, es posible complacerse en la buena mesa sin engordar ni caer enfermo. Esto es más difícil de conseguir cuando se trata de la actividad sexual, y, para demostrarlo la sociedad está llena de amargos celos, destrozados corazones abandonados, familias deshechas y desgraciadas e hijos no deseados.
No es extraño que el supersexo haya llegado a constituir tan gran problema para el supermono humano. No es extraño que haya sido denigrado con tanta frecuencia. Es capaz de proporcionar al hombre sus más intensas recompensas físicas y emocionales. Cuando se tuerce, es capaz de causarle sus mayores desventuras. Tal como lo ha extendido, elaborado y manipulado, ha amplificado sus potencialidades, como recompensa y como castigo. Pero, por desgracia, no hay nada extraño en esto.
Encontramos la misma evolución en muchos sectores del comportamiento humano. Incluso en los cuidados médicos, por ejemplo, donde las recompensas son tan evidentes, existen también los castigos: pueden conducir fácilmente a un exceso de población que, a su vez, lleva a una proliferación de nuevas enfermedades de tensión. Pueden producir también una hipersensibilidad al dolor. Un indígena de Nueva Guinea puede arrancarse una lanza de su muslo con más aplomo que un miembro de supertribu al sacarse una astilla de un dedo. Pero esto no es razón para desear retroceder. Si nuestra desarrollada sensibilidad puede actuar en ambos sentidos, debemos asegurarnos de que su función se ejercite en el adecuado. El gran cambio radica en que los asuntos están ahora en nuestras manos, o, mejor, en nuestros cerebros. La cuerda tensa de la supervivencia que ha sido colocada, y en la que nuestra especie realiza sus atrevidos ejercicios, ha ido siendo levantada progresivamente a más altura. Los peligros se han hecho mayores, pero también la emoción. El único inconveniente es que cuando las tribus se convirtieron en supertribus alguien retiró nuestra red biológica de seguridad. A nosotros nos corresponde tomar las medidas que garanticen que no vayamos a morir estrellados. Hemos emprendido la evolución, y no se puede reprochar por ello a nadie más que a nosotros mismos. La fuerza de nuestras propiedades animales sigue todavía albergada dentro de nosotros, pero también nuestras debilidades animales. Cuanto mejor comprendamos éstas, así como los enormes desafíos a que se enfrentan en el antinatural mundo del zoo humano, mayores serán nuestras probabilidades de éxito.