Status y súper status
En todo grupo organizado de mamíferos, cualquiera que sea el grado de cooperatividad que en él exista, se halla siempre presente una lucha por la dominación social. Mientras libra esta lucha, cada individuo adulto adquiere un determinado rango social que le da su posición, o status, en la jerarquía del grupo. La situación nunca permanece estable durante mucho tiempo, debido en gran parte a que todos cuantos participan en la lucha van envejeciendo. Cuando los que ocupan posiciones preeminentes llegan a la senilidad, ven disputada su autoridad y son derrocados por sus subordinados inmediatos. Se produce entonces una nueva lucha, al tiempo que todos ascienden un poco más en la escala social. En el otro extremo de la escala, los miembros más jóvenes del grupo están madurando rápidamente, manteniendo la presión desde abajo. Además, ciertos miembros del grupo pueden ser derribados de súbito por enfermedad o muerte accidental, dejando en la jerarquía huecos que es preciso llenar con rapidez.
La consecuencia general es una condición constante de tensión de status. En condiciones naturales, esta tensión es todavía tolerable, a causa de las limitadas dimensiones de las agrupaciones sociales. Si, no obstante, en el medio artificial de cautividad, el grupo se vuelve demasiado grande, o el espacio disponible demasiado pequeño, entonces la carrera por ascender de status se hace desenfrenada, las batallas rugen incontroladamente, y los jefes de las jaurías, manadas, colonias o tribus se ven sometidos a una fuerte tensión. Cuando esto sucede, los miembros más débiles del grupo son con frecuencia sacrificados, mientras los contenidos rituales de ostentación y contra ostentación degeneran en sangrienta violencia.
Existen otras repercusiones. Ha sido preciso pasar tanto tiempo ordenando las artificialmente complejas relaciones de status, que otros aspectos de la vida social, tales como los cuidados parentales, han sido grave y perjudicialmente olvidados.
Si la resolución de las disputas por la ascendencia social crea dificultades a los moderadamente apiñados inquilinos del zoo animal, evidentemente va a constituir un dilema aún mayor para las excesivamente desarrolladas supertribus del zoo humano. La característica esencial de la lucha por el status en la Naturaleza es que se basa en las relaciones personales de los individuos dentro del grupo social. Para el primitivo miembro de tribu humana, el problema era, por tanto, relativamente sencillo, pero cuando las tribus se convirtieron en supertribus y las relaciones adquirieron un carácter cada vez más impersonal, el problema del status se proyectó rápidamente en la pesadilla del súper status.
Antes de explorar esta delicada zona de la vida urbana, será útil echar un breve vistazo a las leyes básicas que rigen la lucha por la ascendencia social. El mejor modo de hacerlo es contemplar el campo de batalla desde el punto de vista del animal dominante.
Si quiere usted gobernar su grupo y conseguir mantener su posición de poder, entonces hay diez reglas de oro que debe obedecer. Se aplican a todos los jefes y dirigentes, desde los babuinos hasta los modernos presidentes y primeros ministros. Los diez mandamientos de la dominación son los siguientes:
1. Debe usted hacer clara ostentación de las galas, actitudes y gestos de la dominación.
Para el babuino, esto significa una suave, bruñida y exuberante capa de pelo; una postura tranquila y sosegada cuando no está empeñado en disputas; un porte decidido y resuelto cuando está en actividad.
No debe haber signos exteriores de inquietud, indecisión o titubeo.
Con unas cuantas modificaciones superficiales, ello es válido también para el jefe humano. La exuberante capa de piel se convierte en la rica y refinada vestidura del gobernante, que se distingue dramáticamente sobre la de sus subordinados. Asume posturas exclusivas de su papel dominante. Cuando está descansando, puede reclinarse o sentarse, mientras que los demás deben permanecer en pie hasta que se les dé permiso para seguir su ejemplo. Esto es típico también del babuino dominante, que puede tenderse perezosamente, mientras sus inquietos subordinados se mantienen cerca de él en posturas más alertas. La situación cambia en cuanto el jefe se lanza a una acción agresiva y empieza a afirmarse a sí mismo. Entonces, ya se trate de un babuino o de un príncipe, debe elevarse a una posición más encumbrada que la de sus seguidores. Debe, literalmente, elevarse por encima de ellos, emparejando su status psicológico con su postura física. Para el jefe babuino, esto es fácil: un mono dominante es casi siempre mucho más corpulento que sus subordinados. No tiene más que erguirse, y el mayor tamaño de su cuerpo hace el resto.
La situación queda realzada al rebajarse y agacharse sus temerosos subordinados. El jefe humano puede necesitar ayudas artificiales. Puede amplificar su tamaño llevando grandes capas o altos tocados. Su estatura puede ser aumentada subiendo a un trono, un estrado, un animal o un vehículo de alguna clase, o siendo llevado en alto por sus seguidores. El acuclillamiento de los babuinos más débiles se estiliza de diversas maneras: los humanos subordinados rebajan su estatura inclinando la cabeza, haciendo una reverencia, arrodillándose, haciendo zalemas o prosternándose.
El ingenio de nuestra especie permite al jefe humano tener ambas cosas. Sentándose en un trono o en una plataforma elevada, puede disfrutar, al mismo tiempo, de la posición relajada del dominante pasivo y de la posición encumbrada del dominante activo, adjudicándose de este modo a sí mismo una postura de ostentación doblemente poderosa.
Las solemnes ostentaciones de jefatura que el animal humano comparte con el babuino subsisten, todavía hoy, en nosotros en distintas formas. Tienden a limitarse más que en otros tiempos a ocasiones especiales, pero cuando se producen son tan ostentosas como siempre. Ni siquiera los más doctos académicos son inmunes a las exigencias de pompa y esplendor en sus ceremonias más solemnes.
Allá donde los emperadores han dejado paso a presidentes y primeros ministros elegidos, las ostentaciones de ascendencia personal se han hecho, sin embargo, menos patentes. En la función de la jefatura ha habido un desplazamiento del énfasis. El jefe del nuevo estilo es un servidor del pueblo que, además, es dominante, más que un dominador del pueblo, que, además, le sirve. Pone de relieve su aceptación de esta situación llevando ropas relativamente modestas, pero esto es sólo un truco. Se trata de un fraude de pequeña entidad que puede permitirse para aparentar ser «uno más», pero que no debe llevarlo demasiado lejos, pues antes de que se dé cuenta habrá vuelto a convertirse realmente en uno más.
Así, pues, de otras maneras menos detonantemente personales, debe continuar manifestando la ostentación exterior de su dominación. Con todas las complejidades del moderno medio ambiente urbano a su disposición, esto no es difícil. La mengua de ostentación en sus vestiduras puede compensarse por la naturaleza refinada y exclusiva de los recintos en que gobierna y los edificios en que vive y trabaja. Puede conservar la ostentación en la forma en que viaja, con caravanas de automóviles, escoltas y aviones particulares. Puede seguir rodeándose de un nutrido grupo de «subordinados profesionales» —ayudas de cámara, secretarios, sirvientes, ayudantes personales, guardias de corps, cortesanos, etc.—, parte de cuyo trabajo consiste, tan sólo, en ser vistos mostrándose serviles hacia él, acrecentando con ello su imagen de superioridad social. Sus posturas, movimientos y gestos de dominación pueden ser conservados sin modificarlos. Porque las señales de poder que transmiten son básicas a la especie humana, aceptadas inconscientemente, y pueden, por tanto, eludir toda restricción. Sus movimientos y gestos son tranquilos y reposados, o firmes y decididos. (¿Cuándo ha visto usted correr a un presidente o un primer ministro, excepto cuando estaba haciendo ejercicio voluntariamente?). En la conversación, utiliza sus ojos como armas, lanzando una mirada fija en momentos en que sus subordinados estarían desviando cortésmente la vista, y volviendo la cabeza en momentos en que sus subordinados estarían mirando fijamente. No tiene movimientos nerviosos, crispaciones ni titubeos. Éstas son esencialmente las reacciones de sus subordinados. Si el jefe las realiza, es que algo falla gravemente en él en su papel de miembro dominante del grupo.
2. En momentos de rivalidad activa, debe usted amenazar agresivamente a sus subordinados.
Al menor indicio de desafío por parte de un babuino subordinado, el jefe del grupo responde en el acto con una impresionante ostentación de conducta amenazadora. Existe toda una gama de manifestaciones amenazadoras de posible utilización, que varían desde las motivadas por una gran cantidad de agresión mezclada con un poco de miedo, hasta las motivadas por una gran cantidad de miedo y sólo un poco de agresión. Estas últimas —las «asustadas amenazas» de individuos débiles pero hostiles— nunca son manifestadas por un animal dominante, a menos que su jefatura se esté tambaleando. Cuando su posición es segura, sólo exhibe las ostentaciones de amenaza más agresivas. Puede sentirse tan seguro que lo único que necesite hacer es indicar que está a punto de amenazar, sin molestarse en llevarlo a cabo. Una simple sacudida de su maciza cabeza en dirección al levantisco subordinado puede ser suficiente para someter al individuo inferior. Estas acciones se denominan «movimientos de intención», y funcionan exactamente de la misma forma en la especie humana. Un poderoso jefe humano, irritado por las actividades de un subordinado, no necesita más que agitar su cabeza en dirección a este último y clavar en él su mirada para conseguir afirmar su dominio. Si tiene que levantar la voz o repetir una orden, su dominación es ligeramente menos segura, y, al recuperar por fin el control de la situación, tendrá que restablecer su status administrando una reprimenda o alguna especie de castigo simbólico.
El acto de levantar la voz, o de montar en cólera, no es más que un signo de debilidad en un jefe cuando se produce como reacción a una amenaza inmediata. Puede ser usado también, espontánea o deliberadamente, por un gobernante fuerte como medio general para consolidar su posición. Del mismo modo puede comportarse un babuino dominante, cargando de súbito contra sus subordinados y aterrorizándolos, recordándoles sus poderes. Esto le permite poner en claro unos cuantos puntos, y, después, puede imponer más fácilmente su voluntad con un simple movimiento de cabeza. Los jefes humanos actúan de esta manera de vez en cuando, promulgando severos edictos, practicando inspecciones relámpago o arengando al grupo con vigorosos discursos. Si es usted un jefe, es peligroso que permanezca silencioso, oculto o inadvertido durante demasiado tiempo. Si las condiciones naturales no incitan a una demostración de poder, es preciso inventar circunstancias que lo hagan. No basta tener poder, es preciso que se note. Ahí radica el valor de las manifestaciones espontáneas de amenaza.
3. En momentos de desafío físico, usted (o sus delegados) debe poder dominar por la fuerza a sus subordinados.
Si fracasa una manifestación de amenaza, entonces debe producirse un ataque físico. Si es usted un jefe babuino, éste es un paso peligroso por dos razones. En primer lugar, en una lucha física hasta el vencedor puede resultar dañado, y el perjuicio es mucho más grave para un animal dominante que para un subordinado. Le hace menos intimidante para un atacante posterior. En segundo lugar, se halla siempre superado en número por sus subordinados, y si éstos reciben un estímulo suficientemente fuerte pueden lanzarse en masa contra él y vencerle mediante un esfuerzo combinado. A estos dos hechos se debe el que la amenaza, y no el ataque real, sea el método preferido por los individuos dominantes.
Para superar este trance, el jefe humano acude al empleo de una clase especial de «supresores», tan especializados y expertos en su tarea, que sólo un levantamiento general de toda la población sería lo suficientemente fuerte para derrotarlos. En casos extremos, el déspota empleará una clase aun más especializada de supresores (como la Policía secreta), cuya misión es suprimir a los supresores ordinarios si por casualidad llegan a desmandarse. Mediante una inteligente manipulación y administración, es posible dirigir un sistema agresivo de este tipo de modo que sólo el jefe conozca bastante de lo que está sucediendo para poder controlarlo. Todos los demás se hallan en un estado de confusión, a menos que reciban órdenes desde arriba, y, de esta manera, el déspota moderno puede mantener las riendas y dominar efectivamente.
4. Si un desafío implica más maña que fuerza, debe usted poder mostrarse más inteligente que sus subordinados.
El jefe babuino debe ser astuto, rápido e inteligente, además de fuerte y agresivo. Evidentemente, esto es aún más importante para un jefe humano. En los casos en que existe un sistema de jefatura heredada, el individuo estúpido es rápidamente depuesto, o se convierte en un simple peón manejado a su antojo por los verdaderos jefes.
Hoy día, los problemas son tan complejos que el jefe se ve obligado a rodearse de especialistas intelectuales, pero, esto no obstante, necesita poseer una gran perspicacia y claridad mental. Es él quien debe tomar las decisiones finales, y tomarlas resuelta y firmemente, sin titubeos. Tan vital es esta cualidad en la jefatura, que es más importante adoptar sin vacilaciones una decisión firme, que adoptar la «correcta».
Muchos jefes poderosos han sobrevivido a decisiones equivocadas, adoptadas con fuerza y firmeza, pero pocos han sobrevivido a la vacilante indecisión. La regla de oro de la jefatura, que en una Era racional resulta desagradable de aceptar, consiste en que lo que de verdad importa es el modo en que se hace algo, más que lo mismo que se hace. Es una triste verdad que el jefe que hace cosas equivocadas del modo adecuado obtendrá, hasta cierto punto, mayor adhesión y disfrutará de más éxito que el que hace las cosas debidas de modo indebido. Como resultado de esto, el progreso de la civilización se ha visto una y otra vez afectado. ¡Cuan afortunada es la sociedad cuyo dirigente hace las cosas debidas y, al mismo tiempo, obedece las diez reglas de oro de la dominación; afortunada… y rara también! Parece haber una siniestra, y más que casual relación, entre la gran jefatura y las políticas aberrantes.
Parece como si una de las maldiciones de la inmensa complejidad de la condición supertribal fuera que resulta casi imposible tomar decisiones claras y rotundas, concernientes a cuestiones importantes, sobre una base racional. Los datos disponibles son tan complicados, tan diversos y, con frecuencia, tan contradictorios, que cualquier decisión racional y razonable no puede por menos de entrañar una excesiva vacilación. El gran jefe supertribal no puede permitirse el lujo de una reflexiva espera y de «ulterior examen de los hechos», tan típico del gran académico. La naturaleza biológica de su papel como animal dominante le obliga a tomar una decisión rápida o a perder prestigio.
El peligro es notorio: la situación favorece inevitablemente, como grandes jefes, a individuos más bien anormales, enardecidos por alguna especie de obsesivo fanatismo, que estarán dispuestos a cruzar a través de la masa de fenómenos conflictivos que presenta la condición supertribal. Éste es uno de los precios que debe pagar quien biológicamente es miembro de tribu por convertirse en artificial miembro de supertribu. La única solución es hallar un cerebro brillante, racional, equilibrado y reflexivo alojado en una atractiva, deslumbrante, autoafirmativa y policroma personalidad. ¿Contradictorio? Sí. ¿Imposible? Quizá, pero existe un destello de esperanza en el hecho de que la dimensión misma de la supertribu, causa principal del problema, ofrece también literalmente millones de candidatos potenciales.
5. Debe sofocar las querellas que surjan entre sus subordinados.
Si un jefe babuino presencia una reyerta, lo probable es que se apresure a ponerle fin, aun cuando no constituya en manera alguna una amenaza directa contra él. Esto le da otra oportunidad de manifestar su dominación y, al mismo tiempo, le ayuda a mantener el orden dentro del grupo. Las intromisiones de este tipo por parte del animal dominante se dirigen especialmente hacia los jóvenes pendencieros y contribuyen a inculcar en éstos la idea de la presencia entre ellos de un jefe poderoso.
El equivalente de esta conducta para el jefe humano es el control y la administración de las leyes de su grupo. Los gobernantes de las primitivas y más pequeñas supertribus se mostraban muy activos en este aspecto, pero en los tiempos modernos se ha ido produciendo una creciente delegación de estos deberes, a causa del cada vez mayor peso de otras cargas más directamente relacionadas con el status del jefe. Sin embargo, una comunidad pendenciera es una comunidad ineficaz, y es preciso conservar cierto grado de control e influencia.
6. Debe recompensar a sus subordinados inmediatos permitiéndoles disfrutar de los beneficios de sus altos rangos.
Los babuinos subdominantes, aunque son los peores rivales del jefe, le son también de gran ayuda en tiempos de amenazas procedentes del exterior del grupo. Además, si son objeto de una represión demasiado fuerte, pueden confabularse contra él y deponerle. Disfrutan, por tanto, de privilegios que los miembros más débiles del grupo no pueden compartir. Gozan de más libertad de acción y se les permite estar más cerca del animal dominante que los machos jóvenes.
Todo dirigente humano que no haya obedecido esta regla se ha encontrado pronto en dificultades.
Necesita más ayuda de sus subdominantes y se halla en mayor peligro de una «revuelta de palacio» que su equivalente babuino. Pueden suceder muchas más cosas a sus espaldas. El sistema de recompensar a los subdominantes requiere una gran habilidad. Un error en el género adecuado de recompensa puede dar demasiado poder a un serio rival. Lo malo es que un verdadero jefe no puede disfrutar de verdadera amistad. La verdadera amistad sólo puede ser plenamente expresada entre miembros situados en el mismo nivel, aproximadamente, de status. Puede existir, desde luego, una amistad parcial, en cualquier nivel, entre un dominante y un subordinado, pero siempre se ve afectada por la diferencia de rango. Por bien intencionados que puedan ser los implicados en una amistad de este tipo, inevitablemente se filtran en ella la condescendencia y la adulación, acabando por empañar la pureza de la relación. El jefe, situado en la misma cúspide de la pirámide social, carece permanentemente de amigos; y sus amigos parciales son quizá más parciales de lo que él quiere creer. Como he dicho, la concesión de favores requiere una mano experta.
7. Debe proteger de una persecución injusta a los miembros más débiles del grupo.
Las hembras preñadas tienden a arracimarse en torno al babuino macho dominante. Él hace frente a cualquier ataque contra estas hembras o contra las criaturas desvalidas con un ímpetu salvaje. Como defensor de los débiles, está asegurando la supervivencia de los futuros adultos del grupo.
Los dirigentes humanos han ido extendiendo su protección de los débiles hasta incluir también a los viejos, los enfermos y los inválidos. Se debe esto a que los gobernantes eficientes no sólo necesitan defender a los niños, que algún día aumentarán las filas de sus seguidores, sino también calmar las inquietudes de los adultos activos, todos los cuales se hallan amenazados por la senilidad final, la enfermedad súbita o la posible invalidez. En la mayoría de las personas, el impulso que conduce a prestar ayuda en semejantes casos es consecuencia de un desarrollo natural de su naturaleza biológicamente cooperadora. Mas para los gobernantes se trata también de hacer trabajar con mayor eficiencia a los súbditos, eliminando de sus mentes una pesada carga.
8. Debe tomar decisiones concernientes a las actividades sociales de su grupo.
Cuando el jefe babuino se mueve, todo el grupo se mueve. Cuando descansa, el grupo descansa.
Cuando come, el grupo come. El control directo de este tipo ha desaparecido, desde luego, para el jefe de una supertribu humana, pero puede, no obstante, desempeñar un papel vital para estimular otros rumbos más abstractos que toma su grupo. Puede fomentar las ciencias o poner el énfasis en el aspecto militar. Al igual que lo que ocurre con las demás reglas de oro de la jefatura, es para él importante poner ésta en práctica, aun cuando no parezca ser estrictamente necesaria. Aunque una sociedad esté navegando venturosamente con rumbo fijo y satisfactorio, es para él vital cambiar de algún modo ese rumbo, a fin de hacer sentir su impacto. No basta simplemente con alterarlo como reacción a algo que está marchando mal.
Debe, espontáneamente, por su propia voluntad, insistir en nuevas líneas de desarrollo, so pena de ser considerado débil e inoperante. Si no tiene preferencias y entusiasmos definidos, debe inventarlos. Si se ve que posee lo que parecen ser firmes convicciones sobre ciertas materias, será tomado más en serio en todas las materias. Muchos dirigentes modernos parecen pasar esto por alto, y sus «plataformas» políticas adolecen de una desesperante falta de originalidad. Si ganan la batalla por la jefatura, no es porque sus programas son más sugestivos que los de sus rivales, sino porque son menos insulsos.
9. Debe tranquilizar de vez en cuando a sus subordinados.
Si un babuino dominante quiere acercarse pacíficamente a un subordinado, tal vez encuentre dificultades para hacerlo, porque su proximidad es inevitablemente amenazadora. Puede superarlas mediante la realización de actos tranquilizadores. Éstos consisten en una aproximación suave, sin movimientos bruscos ni repentinos, acompañada de expresiones faciales (llamadas chasqueos de labios), que son típicas de los subordinados amigos. Esto le ayuda a calmar los temores del animal más débil, y el dominante puede acercarse.
Los jefes humanos, que son quizá característicamente ásperos y serios con sus subordinados inmediatos, adoptan con frecuencia una actitud de amistosa sumisión cuando entran en contacto personal con sus subordinados extremos. Presentan hacia ellos un aspecto de exagerada cortesía, sonriendo, saludando, estrechando manos interminablemente e, incluso, acariciando niños. Pero las sonrisas se esfuman tan pronto como se alejan y vuelven a sumergirse en su despiadado mundo de poder.
10. Debe tomar la iniciativa al repeler amenazas o ataques procedentes del exterior de su grupo.
Es siempre el babuino dominante quien se halla a la vanguardia de la defensa contra un ataque procedente de un enemigo externo. Él desempeña el principal papel como protector del grupo. Para el babuino, el enemigo suele ser un miembro peligroso de otra especie, mas para el jefe humano adopta la forma de un grupo rival de su misma especie. En tales momentos, su jefatura se ve sometida a una dura prueba, pero, en cierto sentido, menos dura que en tiempos de paz. La amenaza externa, como he señalado en el capítulo anterior, produce un efecto cohesivo tan poderoso sobre los miembros del grupo amenazado, que la tarea del jefe resulta, en muchos aspectos, más fácil. Cuanto más osado y temerario sea, más fervientemente parece estar protegiendo al grupo, que, atrapado en la contienda emocional, nunca se atreve a discutir sus actos (como lo haría en tiempo de paz), por irracionales que éstos puedan ser. Arrastrado por la grotesca ola de entusiasmo que suscita la guerra, el jefe fuerte se eleva a una situación de notable preeminencia. Con la mayor facilidad, puede persuadir a los miembros de su grupo, profundamente condicionados como están a considerar la muerte de otro ser humano como el crimen más espantoso, para que cometan la misma acción como un acto de honor y heroísmo. No puede permitirse cometer una equivocación, pero, si así ocurre, la noticia de su yerro siempre puede ser silenciada como perniciosa para la moral nacional. Si se hiciera público, todavía puede ser atribuida a la mala suerte, más que a un torcido criterio. Teniendo esto en cuenta, no es extraño que, en tiempo de paz, los dirigentes tengan propensión a inventar, o, al menos, exagerar, amenazas de potencias extranjeras a las que pueden asignar el papel de enemigos potenciales. Un poco más de cohesión es de gran utilidad.
Éstas son, pues, las pautas del poder. Debo aclarar que no pretendo que la comparación babuino dominante-gobernante humano haya de entenderse en el sentido de que hemos evolucionado a partir de los babuinos, ni de que nuestro comportamiento de dominación ha evolucionado a partir del de ellos. Cierto que compartimos un antepasado común con los babuinos, remontándonos en nuestra historia evolucionista, pero no se trata de eso. De lo que se trata es que los babuinos, como nuestros primitivos antepasados humanos, se han trasladado desde la intrincada selva al mundo, más duro, del campo abierto, donde es necesario un más estricto control del grupo. Los monos que viven en los bosques tienen un sistema social más relajado; sus jefes se hallan sometidos a menos presiones. El babuino dominante tiene un papel más significativo que desempeñar, y por esta razón lo he seleccionado como ejemplo. El valor de la comparación babuino-humano radica en el modo en que revela la naturaleza básica de las pautas humanas de dominación. Los sorprendentes paralelismos que existen nos permiten contemplar bajo una nueva óptica el juego humano del poder y comprender lo que es: una pieza fundamental del comportamiento animal.
Pero dejemos a los babuinos con sus sencillas tareas y examinemos más detenidamente las complicaciones de la situación humana.
Es obvio que para el moderno dirigente humano existen dificultades para realizar con eficacia su cometido. El poder grotescamente hinchado que ostenta significa que sin cesar existe el peligro de que sólo un individuo con un ego tan hinchado sea capaz de llevar con éxito las riendas supertribales. Además, las inmensas presiones le empujarán a la iniciación de actos de violencia, respuesta natural a las tensiones del súper status. Por otra parte, la absurda complejidad de su tarea no puede por menos de absorberle en un grado tal, que queda inevitablemente alejado de los problemas ordinarios de sus seguidores. Un buen jefe tribal sabe exactamente qué está sucediendo en cada uno de los rincones de su grupo. Un jefe supertribal, irremediablemente aislado por su encumbrada posición de súper status, y totalmente preocupado por la maquinaria del poder, no tarda en desligarse del grupo.
Se ha dicho que para triunfar como dirigente en el mundo moderno, es necesario estar preparado para tomar decisiones importantes con un mínimo de información. Es ésta una forma aterradora de gobernar una supertribu, y, sin embargo, sucede continuamente. Existe demasiada información disponible para que la pueda asimilar un solo individuo, y también existe mucha más, escondida en el laberinto supertribal, que no puede ser utilizada jamás. Una solución racional es prescindir de la figura del jefe poderoso, relegarle al antiguo pasado tribal a que pertenecía, y remplazarle por una organización, servida por computadoras, de expertos especializados e interdependientes.
Desde luego, existe ya algo semejante a una organización de este tipo, y en Inglaterra cualquier funcionario le dirá sin vacilar que es la Administración lo que de verdad gobierna al país. Para respaldar su tesis, le informará de que cuando el Parlamento celebra sus sesiones su trabajo se ve gravemente obstaculizado; sólo durante los descansos parlamentarios pueden hacerse progresos importantes. Todo esto es muy lógico, pero, desgraciadamente, no es biológico, y da la casualidad de que el país que él pretende estar gobernando se halla compuesto de ejemplares biológicos, los miembros de la supertribu.
Cierto que una supertribu necesita un supercontrol, y si esto es demasiado para un solo hombre podría parecer razonable resolver el problema convirtiendo una figura de poder en una organización de poder. Sin embargo, esto no satisface las demandas biológicas de los súbditos. Tal vez sean éstos capaces de razonar supertribalmente, pero sus sentimientos continúan siendo tribales, y seguirán pidiendo un jefe real en la forma de un individuo solitario e identificable. Se trata de una pauta fundamental de su especie, y no es posible eludirla. Las instituciones y las computadoras pueden ser valiosos servidores de los amos, pero nunca pueden convertirse ellas mismas en amos (no obstante los relatos de ciencia ficción). Una organización difusa, una máquina sin rostro carece de las propiedades esenciales: no puede inspirar sentimientos y no puede ser depuesta. El solitario dominante humano se halla, por tanto, condenado a seguir en su puesto, comportándose públicamente como un jefe tribal, con ademanes seguros y abundancia de ornamentos, mientras que en privado se enzarza laboriosamente en las casi imposibles tareas del control supertribal.
A pesar de las pesadas cargas que implica actualmente la jefatura, y no obstante el descorazonador hecho de que un ambicioso miembro varón de una supertribu moderna tiene menos de una probabilidad entre un millón de convertirse en el individuo dominante de su grupo, no se ha producido una disminución perceptible en el deseo de lograr un status elevado. El ansia de ascender por la escala social es demasiado antigua y se halla demasiado profundamente enraizado para que pueda ser debilitado por una valoración racional de la nueva situación.
A todo lo largo y lo ancho de nuestras masivas comunidades, existen, pues, centenares de miles de posibles jefes frustrados, sin la menor esperanza de llegar a ostentar realmente el mando. ¿Qué es de su malograda escalada? ¿Adónde va a parar toda la energía? Pueden, desde luego, renunciar y abandonar la competición, pero ésta es una condición deprimente. El fallo de la solución del abandono estriba en que no abandona de verdad: continúa presente y manifiesto su desprecio sobre la afanosa carrera que le rodea.
Esta desventurada situación es evitada por la gran mayoría de los componentes de la supertribu mediante el sencillo expediente de competir por la jefatura dentro de subgrupos especializados de la supertribu. Esto es más fácil para unos que para otros. Una profesión u oficio competitivos suministran automáticamente su propia jerarquía social. Pero, aun en este caso, pueden ser demasiado grandes las dificultades que se oponen a la consecución de una verdadera jefatura. Esto da lugar a la invención, casi arbitraria, de nuevos subgrupos, en los que la competición puede resultar más remuneradora. Se establecen toda clase de cultos extraordinarios —desde la cría de canarios hasta la educación física—. En cada caso, la naturaleza que la actividad presenta al exterior carece relativamente de importancia. Lo que importa de verdad es que su desarrollo proporciona una nueva jerarquía social donde antes no existía ninguna. Dentro de ella se desenvuelve rápidamente toda una gama de reglas y procedimientos, se forman comités y —lo que es más importante— emergen jefes. Un campeón de cría de canarios o de gimnasia no tendría, con toda probabilidad, la menor oportunidad de saborear los excitantes frutos de la dominación si no fuera por su intervención en su especializado subgrupo.
De esta manera, el aspirante a jefe puede luchar contra el deprimente y pesado velo social que cae sobre él mientras pugna por encumbrarse en su masiva supertribu. La gran mayoría de todos los deportes, pasatiempos y «buenas obras» tienen como función básica no sus objetivos específicamente declarados, sino el objetivo, mucho más fundamental, de seguir al jefe y, si es posible, derrotarle. No obstante, esto es una descripción, no una crítica. De hecho, la situación sería mucho más grave si no existiese esta multitud de inofensivos subgrupos o pseudotribus. Canalizan gran parte del anhelo de ascenso social, que, de otra manera, podría causar considerables estragos.
He dicho que la naturaleza de estas actividades no tiene gran importancia, pero es curioso, no obstante, observar cuántos deportes y pasatiempos contienen un elemento de agresión ritualizada que rebasa con mucho el carácter de simple competición. Por poner un ejemplo, el acto de «despuntar» es, en su origen, un modelo típicamente agresivo de coordinación. Reaparece, convenientemente transformado, en toda una serie de pasatiempos, entre los que se cuentan los bolos, el billar, los dardos, el tenis de mesa, el croquet, el tiro con arco, el baloncesto, el cricket, el tenis, el fútbol, el hockey, el polo, la pesca submarina… Abunda en los juguetes infantiles. Con un disfraz ligeramente más acusado, justifica buena parte del atractivo de la afición a la fotografía: «disparamos» la cámara, «capturamos» en el celuloide, y nuestras cámaras = pistolas, rollos de película = balas, cámaras con lentes telescópicas = rifles y cámaras tomavistas = ametralladoras. Sin embargo, aunque estas ecuaciones simbólicas pueden ser útiles, no son en absoluto esenciales en la búsqueda de la «dominación de pasatiempo». El coleccionar cajas de cerillas servirá casi exactamente igual, supuesto, naturalmente, que pueda usted establecer contacto con rivales adecuados, similarmente preocupados, cuyas colecciones de cajas de cerillas puede usted entonces tratar de dominar.
La erección de subgrupos especialistas no es la única solución al dilema del súper status. También existen pseudotribus geográficamente localizadas. Cada pueblo, ciudad y provincia existente dentro de una supertribu desarrolla su propia jerarquía regional, suministrando nuevos sustitutos de la frustrada jefatura supertribal.
A una escala aun menor, cada individuo tiene su propio «círculo social» de relaciones personales. La lista de nombres no comerciales de su agenda proporciona una buena indicación de la extensión de esta clase de pseudotribu. Esto es particularmente importante porque, como en una verdadera tribu, todos sus miembros le son personalmente conocidos. A diferencia de una verdadera tribu, sin embargo, no todos los miembros se conocen entre sí. Los grupos sociales se superponen y entrecruzan unos con otros en compleja red. No obstante, para cada individuo, su pseudotribu social constituye una esfera más en la que puede afirmarse a sí mismo y expresar su jefatura.
Otro importante modelo supertribal que ha contribuido a escindir el grupo sin destruirlo ha sido el sistema de clases sociales. Desde los tiempos de las más antiguas civilizaciones, han existido básicamente en la misma forma: una clase superior o gobernante, una clase media que comprende a los mercaderes y especialistas, y una clase baja de campesinos y jornaleros. Al dilatarse los grupos han aparecido subdivisiones y han variado los detalles, pero el principio ha permanecido idéntico.
El reconocimiento de las distintas clases ha hecho posible que los miembros de las situadas por debajo de la más alta se esfuercen por alcanzar un status de dominación más realista en su particular nivel de clase. Pertenecer a una clase es mucho más que una simple cuestión de dinero. Un hombre situado en la cúspide de su clase social puede ganar más que un hombre situado en el fondo de la clase inmediatamente superior. Los beneficios derivados de ser dominante en su propio nivel pueden ser tales que no sienta el menor deseo de abandonar su tribu de clase. Superposiciones de este tipo indican cuan fuertemente tribales pueden llegar a ser las clases.
El sistema de las tribus de clase de fraccionar la supertribu ha sufrido, sin embargo, graves reveses en los años recientes. Al ir adquiriendo las supertribus proporciones aun mayores y hacerse cada vez más complejas las tecnologías, fue preciso elevar el nivel de educación de las masas para mantenerse a la altura de la situación. La educación, combinada con las mejoras en los medios de comunicación y, especialmente, las presiones de la publicidad masiva, condujo a un considerable resquebrajamiento de las barreras de clase. La satisfacción de «conocer su propio puesto» en la vida fue remplazada por las excitantes y cada vez más reales posibilidades de rebasar ese puesto. Ello no obstante, el viejo sistema de tribus de clase continuó luchando y todavía sigue haciéndolo. En la actualidad, podemos distinguir los signos exteriores de esta batalla en curso en la celeridad cada vez mayor de los ciclos de la moda. Nuevos estilos de vestidos, mobiliario, música y arte se remplazan unos a otros cada vez con mayor rapidez. Se ha sugerido frecuentemente que esto es consecuencia de presiones e intereses comerciales, pero sería igual de fácil —más fácil, en realidad— seguir vendiendo nuevas variaciones de los viejos temas que introducir temas nuevos. Sin embargo, existe una demanda continua de nuevos temas, debido a la rapidez con que los viejos se difunden por todo el sistema social. Cuanto más rápidamente alcancen los estratos inferiores, más pronto deben ser remplazados en la cumbre por algo nuevo y exclusivo. La Historia nunca ha presenciado una tan increíble y vertiginosa sucesión de estilos y gustos. El resultado, por supuesto, es una importante pérdida de la fisonomía pseudotribal suministrada por el viejo y rígido sistema de clases sociales.
En sustitución, hasta cierto punto, de esta pérdida, existe un nuevo sistema de fraccionamiento supertribal que se ha desarrollado recientemente. Están surgiendo las clases de edad. Se ha abierto un abismo, que va ensanchándose, entre lo que debemos llamar ahora una pseudotribu de jóvenes adultos y una pseudotribu de viejos adultos. La primera posee sus propias costumbres y su propio sistema de dominación, que van diferenciándose cada vez más de los de la segunda. El fenómeno, enteramente nuevo, de poderosos ídolos adolescentes y líderes estudiantiles se ha producido en una nueva e importante división pseudotribal. Los esporádicos intentos por parte de la pseudotribu de adultos viejos para cercar al nuevo grupo han obtenido un éxito muy limitado. La acumulación de honores propios de los adultos viejos sobre las cabezas de líderes adultos jóvenes, o la tolerante aceptación de los extremismos de las modas y estilos de los adultos jóvenes, no han logrado sino conducir a nuevos excesos de rebeldía. (Si, por ejemplo, el consumo de marihuana llega a ser legalizado y obtiene una amplia difusión, será necesario un sustitutivo inmediato, del mismo modo que el alcohol tuvo que ser sustituido por la marihuana). Cuando estos excesos alcanzan un punto que los adultos viejos no pueden admitir, o que se niegan a imitar, entonces los adultos jóvenes pueden descansar tranquilos por algún tiempo. Haciendo ondear sus nuevas banderas pseudotribales, pueden disfrutar las satisfacciones de su nueva independencia pseudotribal y de su más manejable y reservado sistema de dominación.
La lección que se desprende de todo esto es que la vieja necesidad biológica de la especie humana de una precisa identidad tribal es una poderosa fuerza que no puede ser dominada. En cuanto es invisiblemente reparada con fisura supertribal, aparece otra. Autoridades bien intencionadas hablan alegremente de «esperanzas de una sociedad mundial». Ven con claridad la posibilidad técnica de un desarrollo tal, dadas las maravillas de la comunicación moderna, pero pasan obstinadamente por alto las dificultades biológicas.
¿Un punto de vista pesimista? No. Las perspectivas sólo continuarán siendo sombrías mientras siga sin llegarse a una armonía con las demandas biológicas de la especie. Teóricamente, no existe ninguna buena razón por la que pequeñas agrupaciones, satisfaciendo las exigencias de identidad tribal, no puedan interrelacionarse constructivamente dentro de supertribus florecientes que, a su vez, se relacionen recíproca y constructivamente entre sí para formar una masiva megatribu mundial. Los fracasos habidos hasta la fecha se han debido, en buena parte, a los intentos de suprimir las diferencias existentes entre los diversos grupos, en vez de encauzarlos a mejorar la naturaleza de estas diferencias convirtiéndolas en formas más fructíferas y pacíficas de interacción social competitiva. Los intentos de convertir al mundo entero en una gran extensión de uniforme monotonía se hallan condenados al desastre. Esto se aplica a todos los niveles, desde el nacional hasta el puramente local. El sentido de identidad social presenta dura lucha cuando se ve amenazado. El hecho de que tenga que luchar por su existencia significa, en el mejor de los casos, un levantamiento social, y, en el peor, derramamiento de sangre. En un capítulo posterior, examinaremos esto con más atención, pero, por el momento, debemos volver a la cuestión del status social y considerarlo a nivel del individuo.
¿Dónde se encuentra exactamente este moderno buscador de status? Primero, tiene sus amigos y relaciones personales. Juntos, forman su pseudotribu social. Segundo, tiene su comunidad local, su pseudotribu regional. Tercero, tiene sus especializaciones: su profesión, oficio o empleo, y sus pasatiempos, aficiones o deportes. Estas componen sus pseudotribus especialistas. Cuarto, tiene los restos de una tribu de clase y una nueva tribu de edad.
Todos estos subgrupos juntos le proporcionan una probabilidad de lograr algún tipo de dominación y de satisfacer su necesidad básica de status mucho mayor que si fuera simplemente una minúscula unidad en una masa homogénea, una hormiga humana arrastrándose por un gigantesco hormiguero supertribal.
Hasta el momento, perfecto; pero existen inconvenientes.
En primer lugar, la dominación conseguida en un subgrupo limitado es también limitada. Puede ser real, pero es sólo una solución parcial. Resulta imposible ignorar el hecho de que existen en derredor cosas mayores. Ser un pez grande en un estanque pequeño no puede suprimir los sueños de un estanque más grande. En el pasado, esto no era problema, porque el rígido sistema de clases, implacablemente aplicado, mantenía a cada uno en su «lugar». Esto tal vez fuera muy ordenado, pero podía conducir con demasiada facilidad a un estancamiento supertribal. Individuos de poco talento conseguían medrar, pero muchos de los que poseían grandes cualidades quedaban postergados, desperdiciando sus energías en objetivos estrictamente limitados. Era posible que un genio potencial de la clase baja tuviera menos posibilidades de éxito que un completo imbécil de la clase alta.
La rígida estructura de clases tenía su valor como instrumento de escisión en grupos, pero era un sistema grotescamente despilfarrador, y no ha de sorprender que haya terminado sucumbiendo. Su fantasma continúa marchando, pero en la actualidad ha sido sustituido en gran parte por una meritocracia mucho más eficaz, en la que cada individuo es teóricamente capaz de hallar su nivel óptimo. Una vez allí, puede consolidar su identidad tribal por medio de las diversas agrupaciones pseudotribales.
Este sistema meritocrático presenta unas características excitantes, pero hay en él otro aspecto que considerar. La excitación va acompañada de tensión. Característica esencial de la meritocracia es que, aunque evita la pérdida de talentos, abre también una clara vía desde la zona más baja hasta la cúspide misma de la enorme comunidad supertribal. Si cualquier niño puede, por sus méritos personales, acabar convirtiéndose en el más grande de los dirigentes, entonces por cada uno que triunfe en el empeño habrá gran número de fracasos. Estos fracasos no pueden ya ser atribuidos a las fuerzas externas del perverso sistema de clases. Quienes los padecen deben atribuirlos a su verdadero origen, sus propios defectos personales.
Parece, por tanto, que toda supertribu de grandes dimensiones, vigorosa y progresiva, debe contener inevitablemente una elevada proporción de frustrados aspirantes a un status superior. La muda satisfacción de una sociedad rígida y estancada es sustituida por las febriles ansias e inquietudes de una sociedad móvil y en desarrollo. ¿Cómo reacciona ante esta situación el forcejeante aspirante a un status?
La respuesta es que, si no puede llegar a la cumbre, hace cuanto puede para crear la ilusión de ser menos subordinado de lo que es. Para comprender esto, será de utilidad a este respecto echar un vistazo al mundo de los insectos.
Muchas clases de insectos son venenosos, y los animales mayores aprenden a no comerlos. A estos insectos les interesa mostrar una bandera de advertencia de alguna especie. La avispa típica, por ejemplo, ostenta en su cuerpo unas visibles franjas negras y amarillas. Esto es tan manifiesto que a un animal de presa le resulta fácil recordarlo. Después de unas experiencias infortunadas, aprende rápidamente a rehuir a los insectos que exhiben este dibujo. Otras especies venenosas de insectos, no relacionadas con ellas, pueden ostentar también un dibujo similar. Se convierten en miembros de lo que se ha denominado un «club de advertencia».
Para nosotros, lo que importa en el presente contexto es que algunas especies inofensivas de insectos se han aprovechado de este sistema desarrollando dibujos y colores similares a los de los miembros venenosos del «club de advertencia». Ciertas moscas inocuas, por ejemplo, ostentan en sus cuerpos franjas negras y amarillas que imitan el dibujo y el colorido de las avispas. Convirtiéndose en falsos miembros del «club de advertencia», obtienen los beneficios sin tener que poseer ningún auténtico veneno.
Los animales agresores no se atreven a atacarlos, aun cuando, en realidad, constituirían un sabroso alimento.
Podemos utilizar este ejemplo de los insectos como burda analogía para ayudarnos a comprender lo que le ha sucedido al aspirante humano a un status. Todo lo que tenemos que hacer es sustituir la posesión de veneno por la posesión de dominio. Los individuos verdaderamente dominantes manifiestan su status superior de muchas maneras visibles. Agitarán sus banderas de dominación bajo la forma de los vestidos que llevan, las casas en que viven, el modo en que viajan, hablan, se divierten y comen. Llevando las insignias sociales del «club de dominación», ponen inmediatamente en evidencia su status superior, tanto a sus subordinados como entre ellos mismos, de modo que no necesitan reafirmar constantemente su dominación de una forma más directa. Al igual que los insectos venenosos, no necesitan estar «picando» continuamente a sus enemigos; les basta con agitar la bandera que indica que podrían hacerlo si quisieran.
De ahí se sigue, lógicamente, que los subordinados inofensivos pueden unirse al «club de dominación» y disfrutar de sus beneficios con sólo exhibir las mismas banderas. Si, como las moscas negras y amarillas, pueden imitar a las avispas negras y amarillas, pueden, al menos, crear la ilusión de dominación.
El mimetismo de dominación se ha convertido, de hecho, en una considerable preocupación de los aspirantes supertribales a un status, y es importante examinarlo con más atención. Ante todo, es esencial trazar una clara distinción entre un símbolo de status y una mímica de dominación. Un símbolo de status es un signo exterior del verdadero nivel de dominación que uno ha alcanzado. Una mímica de dominación es un signo exterior del nivel de dominación que a uno le gustaría alcanzar, pero al que aún no ha llegado. En términos de objetos materiales, un símbolo de status es algo de que uno dispone; una mímica de dominación es algo de que uno no dispone por completo, pero que, sin embargo, puede adquirir. Por tanto, las mímicas de dominación implican con frecuencia importantes sacrificios en otras direcciones, mientras que esto no ocurre con los símbolos de status.
Es evidente que las sociedades primitivas, con sus estructuras de clase más rígidas, no dieron tanta extensión al mimetismo de dominación. Como ya he señalado, las gentes estaban mucho más satisfechas con «conocer su puesto». Pero el impulso ascensional es una fuerza poderosa, y siempre hubo excepciones, por rígida que fuese la estructura de clases. Los individuos dominantes, al ver su posición amenazada por la imitación, reaccionaron duramente. Introdujeron estrictas regulaciones, e incluso leyes, para reprimir el mimetismo.
Las diversas reglas sobre la indumentaria constituyen un buen ejemplo. En Inglaterra, la ley del Parlamento de Westminster de 1363 tenía como objeto principal regular el modo de vestir de las diferentes clases sociales, tan importante había llegado a ser esta cuestión. En la Alemania del Renacimiento, una mujer que vistiera ropas pertenecientes a una clase superior a la suya se exponía a tener que llevar en torno al cuello una pesada argolla de madera. En la India se dictaron estrictas reglas que relacionaban la forma en que uno plegaba su turbante con su casta particular. En la Inglaterra de Enrique VIII, no se permitía llevar sombreros de terciopelo ni cadenas de oro a ninguna mujer cuyo marido no pudiera mantener un caballo veloz para el servicio del rey. En América, en la Nueva Inglaterra de los primeros tiempos, se prohibía a una mujer llevar un chal de seda a menos que su marido poseyera bienes por valor de mil dólares. Los ejemplos son innumerables.
En la actualidad, con el derrumbamiento de la estructura de clases, estas leyes han sido muy restringidas. Se limitan ahora a unas cuantas categorías especiales, tales como medallas, títulos e insignias, cuyo uso todavía es ilegal, o, al menos, socialmente inaceptable, sin el apropiado status. En general, sin embargo, el individuo dominante está mucho menos protegido contra las prácticas de mimetismo de dominación de lo que lo estuvo en otro tiempo.
Ha reaccionado con ingenio y habilidad. Aceptando el hecho de que los individuos de status inferior están decididos a copiarle, ha respondido haciendo accesibles imitaciones baratas y producidas en masa de los objetos demostrativos de un status superior. El cebo es tentador y ha sido ávidamente tragado. Un ejemplo explicará cómo funciona la trampa.
La esposa de status elevado lleva un collar de diamantes. La de status bajo lleva un collar de cuentas. Los dos collares están bien hechos; las cuentas, aunque baratas, son alegres y atractivas, y no pretenden ser más que lo que son. Desgraciadamente, poseen un bajo valor de status, y la esposa de status inferior quiere algo más. No existe ninguna ley ni ningún edicto social que le impida llevar un collar de diamantes. Trabajando duramente, ahorrando hasta el último céntimo y, por fin, gastando más de lo que puede permitirse, tal vez llegue a poder adquirir un collar de diamantes pequeños, pero auténticos. Si da este paso, adornando su cuello con un remedo de dominación, empieza a convertirse en una amenaza para la esposa de status elevado. La diferencia existente entre sus respectivos status se vuelve difusa. Por consiguiente, el marido de status elevado lanza al mercado collares de grandes diamantes falsos. Son baratos y superficialmente tan atractivos que la esposa de bajo status abandona su lucha por los diamantes auténticos y se decide en su lugar por los falsos. La trampa ha funcionado. Se ha impedido el mimetismo de dominación.
Esto no se manifiesta en la superficie. La mujer de bajo status, al lucir su llamativo collar falso parece estar imitando a su rival dominante, pero esto es una ilusión. La cuestión radica en que el collar falso es demasiado bueno para ser verdadero, si se le considera con relación a la forma general de vida de la mujer que lo lleva. No engaña a nadie, y, por consiguiente, no sirve para elevar su status.
Resulta sorprendente que el truco dé tan buenos resultados y con tanta frecuencia, pero así es. Ha penetrado en muchas esferas de la vida y ello no ha dejado de producir repercusiones. Ha destruido gran parte del arte y la artesanía propios del bajo status. El arte popular ha sido remplazado por reproducciones baratas de los grandes maestros; la música popular ha sido sustituida por el disco de gramófono; la artesanía aldeana ha sido sustituida por imitaciones en plástico, fabricadas en masa, de artículos más costosos.
Se han formado rápidamente sociedades folklóricas para deplorar e invertir este rumbo, pero el daño ya está hecho. En el mejor de los casos, lo único que pueden conseguir es actuar como taxidermistas de la cultura popular. Una vez iniciada la carrera del status desde los estratos inferiores hasta los superiores de la sociedad, no había ya posibilidad de retroceso. Si, como he sugerido antes, la sociedad se rebela una y otra vez contra la triste uniformidad de esta «nueva monotonía», entonces lo hará dando nacimiento a nuevos modelos culturales, más que apuntalando los viejos y ya muertos.
Sin embargo, para el verdaderamente serio escalador de status no existe rebelión. Y los objetos de imitación le suministran una respuesta satisfactoria. Los ve como lo que son, un astuto medio para desviar sus afanes, una simple versión de fantasía del verdadero mimetismo de dominación. Para él, la mímica de dominación debe componerse de artículos auténticos, y tiene que ir siempre un paso más lejos de lo que puede permitirse al comprarlos, con el fin de dar la impresión de que es ligeramente más dominante socialmente de lo que en verdad es. Sólo entonces tiene una probabilidad de conseguir su objetivo.
Para mayor seguridad, tiende a concentrarse en zonas en las que no existen imitaciones baratas. Si puede costearse un automóvil pequeño, se compra uno de tamaño mediano; si puede costearse uno mediano, se compra uno grande; si puede costearse sólo uno grande, se compra, además, otro pequeño; si los automóviles grandes llegan a hacerse demasiado corrientes, compra un coche deportivo extranjero, pequeño pero muy caro; si se ponen de moda las luces traseras grandes, se compra el último modelo con unas más grandes aún, «para que la gente de atrás sepa que él está delante», como tan sucintamente lo expresan los anunciantes. Lo único que no hace es comprarse una fila de «Rolls-Royce» de cartón de tamaño natural y exhibirlos a la puerta de su garaje. En el mundo del fanático escalador de status no hay diamantes falsos.
Los automóviles constituyen un ejemplo importante por el carácter público que tienen, pero el ardiente luchador por el status no puede detenerse ahí. Debe extenderse a sí mismo y a su cuenta bancaria en todas direcciones, si ha de presentar una imagen convincente ante sus rivales de status superior.
Por desgracia, las extravagantes gafas del incansable buscador de status adquieren tanta importancia que aparentan ser más de lo que son. Después de todo, sólo son mímicas de dominación, no verdadera dominación. La verdadera dominación, el verdadero status social, está relacionado con la posesión de poder e influencia sobre los subordinados supertribales, no con la posesión de un segundo receptor de televisión en color. Naturalmente, si usted puede permitirse fácilmente un segundo receptor de televisión en color, entonces éste es un reflejo natural de su status y funciona como verdadero símbolo de status. Un segundo receptor de televisión en color, cuando usted sólo puede costearse el primero, es ya otra cuestión. Puede contribuir a producir en los miembros del nivel social superior al suyo la impresión de que está usted pronto para unirse a ellos, pero de ninguna manera garantiza que vaya a hacerlo. Todos sus rivales, en su mismo nivel, estarán instalando afanosamente su segundo receptor de televisión en color con la misma intención, pero es ley fundamental de la jerarquía que sólo unos pocos de su nivel podrán ascender al siguiente. Ellos, los afortunados, pueden justificadamente, colgar guirnaldas en torno a sus segundos receptores de televisión en color. Sus mímicas de dominación han surtido efecto. Todos los demás, los fracasados en la conquista de poder, deben quedarse rodeados del costoso amontonamiento de mímicas de dominación que, de súbito, se han revelado como lo que son: ilusiones de grandeza. La comprobación de que, aunque constituyen valiosas ayudas para lograr ascender por la escala de dominación, no lo garantizan realmente, es una píldora muy amarga de tragar.
Los daños causados por el exagerado empeño de mimetismo de dominación pueden ser enormes.
No sólo conduce a una situación de deprimente desilusión para los buscadores de status menos afortunados, sino que exige también grandes esfuerzos por parte de los miembros de la supertribu, hasta el punto de que no les queda mucho tiempo ni muchas energías para otras cosas.
El buscador macho de status que se entrega a un exceso de mimetismo de dominación es impulsado con frecuencia a descuidar a su familia. Esto fuerza a su cónyuge a asumir en el hogar el papel masculino parental. Semejante paso lleva consigo una atmósfera psicológicamente perniciosa para los niños, que pueden fácilmente torcer sus propias identidades sexuales cuando llegan a la madurez. Lo único que el niño verá es que su padre ha perdido su función directora dentro de la familia. El hecho de que la haya sacrificado para luchar por la dominación exterior, en la esfera, más amplia, de la supertribu, significará poco o nada en la mente del niño. Será sorprendente que llegue a madurar con un equilibrado estado de salud mental. Incluso el niño mayor, que comprende la carrera supertribal por el status y alardea de los logros de su padre en este terreno, los considerará muy pequeña compensación por la ausencia de una activa influencia paterna. Pese a su creciente status en el mundo exterior, el padre puede convertirse fácilmente en motivo de chanza familiar.
Esto es muy desconcertante para nuestro esforzado miembro de supertribu. Ha obedecido todas las reglas, pero algo ha marchado mal. Las exigencias que el súper status plantea en el zoo humano son realmente crueles. O fracasa y queda desilusionado, o triunfa y pierde el control de su familia. Peor aún, puede trabajar tan duramente que pierda el control de su familia y también fracase.
Esto nos lleva a considerar otra forma distinta y más violenta en que ciertos miembros de la supertribu pueden reaccionar ante las frustraciones de la lucha por la dominación. Los estudiosos de la conducta animal la denominan una redirección de la agresión. En el mejor de los casos es un fenómeno desagradable; en el peor, es literalmente letal. Puede observarse con claridad cuando se enfrentan dos animales rivales. Cada uno de ellos quiere atacar al otro, y cada uno de ellos teme hacerlo. Si la despertada agresión no puede encontrar una vía de escape contra el intimidante antagonista que la causó, entonces encontrará expresión en otra parte. Se busca una víctima propiciatoria, un individuo más pacífico y menos intimidante, y la ira reprimida es desfogada en esa dirección. No ha hecho nada para justificarlo. Su único delito era ser más débil y menos intimidante que el oponente primitivo.
En la carrera por el status, suele ocurrir que un subordinado no se atreve a expresar abiertamente su ira hacia un dominante. Se hallan en juego demasiadas cosas. Tiene que redirigirla hacia otra parte.
Puede incidir sobre sus desventurados hijos, su esposa o su perro. En otros tiempos, también sufrían los ijares de su caballo; hoy es la caja de cambios de su automóvil. Tal vez posea el lujo de subordinados propios a los que pueda fustigar con su lengua. Si tiene inhibiciones en todas estas direcciones, siempre queda una persona: él mismo. Puede provocarse úlceras a sí mismo.
En casos extremos, cuando todo parece desesperado, puede llevar al máximo su autoinfligida agresión: puede suicidarse. (Se conocen casos de animales de zoo que se han inferido graves mutilaciones a sí mismos, mordiéndose la carne hasta el mismo hueso, cuando no podían alcanzar a sus enemigos a través de los barrotes, pero el suicidio parece ser una actividad exclusivamente humana). Se han expresado numerosas y muy diversas opiniones respecto a las verdaderas causas del suicidio, pero nadie niega que la agresión redirigida constituye un factor importante. Un investigador ha llegado hasta el punto de manifestar: «Nadie se mata a sí mismo, a menos que quiera también matar a otros, o a menos que desee que otra persona muera». Esto quizás es desorbitar ligeramente la cuestión. El hombre que se suicida a causa del dolor de una enfermedad incurable, difícilmente encaja en esta categoría. Sería fantástico sugerir que desea matar al médico que no ha conseguido curarle. Lo que desea es liberarse del dolor. Pero la redirección de la agresión parece dar una explicación para un gran número de casos. He aquí algunos de los hechos que apoyan esta idea.
En las grandes ciudades existe una proporción de suicidios mayor que en las zonas rurales. En otras palabras, allá donde es más violenta la carrera por el status, más elevada es la proporción de suicidios. Se cometen más suicidios masculinos que femeninos, pero las hembras están acortando distancias rápidamente. En otras palabras, el sexo que más empeñado se halla en la carrera por el status ostenta el más alto nivel de suicidio, y ahora que las hembras van emancipándose cada vez más y uniéndose progresivamente a la carrera, están compartiendo tales peligros. Hay un nivel más elevado de suicidios durante las épocas de crisis económica. En otras palabras, cuando la carrera por el status encuentra dificultades en la cúspide, existe un incremento de agresión redirigida en la zona inferior de la jerarquía, con resultados desastrosos.
La proporción de suicidios es menor en tiempos de guerra. Las curvas de suicidios del presente siglo muestran dos grandes declives durante los períodos de las dos guerras mundiales. En otras palabras, ¿por qué matarse uno mismo, si puede matar a otra persona? Las inhibiciones existentes sobre el hecho de matar a las personas que dominan y frustran el suicidio potencial, son las que le fuerzan a redirigir su violencia. Tiene la opción de matar a una víctima propiciatoria menos intimidante, o a sí mismo. En tiempo de paz, las inhibiciones respecto al homicidio le hacen volverse con frecuencia contra sí mismo, pero en tiempo de guerra recibe la orden de matar, y el número de suicidios decrece.
Existe una estrecha relación entre suicidio y homicidio. Hasta cierto punto, son dos caras de la misma moneda. Los países con un elevado número de homicidios tienden a tener una baja proporción de suicidios, y viceversa. Es como si hubiera una determinada cantidad de intensa agresión a liberar, y si no adopta una forma adoptará la otra. La dirección que siga dependerá de las inhibiciones que existan en una determinada comunidad sobre la perpetración de homicidio. Si las inhibiciones son débiles, la proporción de suicidios disminuye. La situación es semejante a la existente en tiempo de guerra, ocasión en que las inhibiciones que frenan el homicidio eran activa y deliberadamente reducidas.
En conjunto, sin embargo, nuestras modernas supertribus tienen inhibiciones notablemente intensas en lo que se refiere a actos de homicidio. Para la mayoría de nosotros, que nunca hemos tenido que echar al aire la moneda homicidio-suicidio, es difícil apreciar el conflicto, aunque parece biológicamente más antinatural matarse uno mismo que matar a otra persona. A pesar de ello, las cifras siguen la dirección contraria. En Gran Bretaña, durante los últimos tiempos, las cifras anuales de suicidios han rondado la raya de los 5000, mientras que los homicidios anuales (descubiertos) se han mantenido por debajo de los 200.
Y, lo que es más, si observamos estos homicidios encontramos algo inesperado. La mayoría de nosotros adquirimos nuestras ideas sobre el homicidio de los artículos periodísticos y las novelas policíacas, pero los periódicos y los novelistas tienden a centrar su atención en los homicidios que más pueden hacer subir las cifras de venta de publicaciones y libros. En realidad, la forma más común de homicidio es un vulgar y sórdido asunto familiar en el que la víctima es un pariente próximo. En Gran Bretaña hubo en 1967, 172 homicidios, 81 de los cuales eran de este tipo. Además, en 51 casos el homicida remató su acción suicidándose. Muchos de estos últimos casos pertenecen a la especie en que un hombre, impulsado a volver contra sí mismo su frustrada agresión, mata primero a sus seres queridos y, luego, se mata él.
Parece, a menudo, que no puede soportar el dejarles que sufran a consecuencia de los desastrosos actos que él realiza. Los estudiosos del homicidio han descubierto que un interesante cambio puede sobrevenir entonces en el homicida. Si no ejecuta su propósito, añadiendo rápidamente su cadáver a los demás, es probable que experimente un alivio tan enorme de la tensión que ya no desee matarse a sí mismo. La sociedad le dominó y le frustró hasta el punto en que estuvo presto a disponer de su propia vida, pero ahora la matanza de su familia consuma tan eficazmente su venganza sobre la sociedad que su depresión desaparece y se siente liberado. Esto le deja en una situación difícil. Está rodeado de cadáveres, con todas las señales de que ha cometido un homicidio múltiple, cuando, en realidad, aquello sólo fue parte de un desesperado suicidio. Tales son los extremos de pesadilla a que puede llegar la agresión redirigida.
Por fortuna, la mayoría de nosotros no llegamos a tales extremos. Lo único que experimentan nuestras familias es nuestra llegada a casa de mal humor. Muchos miembros de supertribus pueden encontrar una vía de escape contemplando cómo otras personas matan a «los malos» en la televisión o en el cine. Es significativo que en comunidades fuertemente subordinadas o reprimidas, las salas de cine locales exhiben una cantidad extraordinariamente elevada de películas de violencia. De hecho, puede afirmarse que las emociones de la violencia de ficción exhibida en las pantallas tienen un atractivo que es directamente proporcional al grado de frustración en la dominación que se experimenta en la vida real.
Dado que todas las grandes supertribus, por su mismo tamaño, implican una extensa frustración de dominación, está ampliamente difundido el predominio de la violencia de ficción. Para demostrarlo, basta comparar las ventas internacionales de libros especializados en relatos violentos con las de otros autores.
En una reciente estadística de las obras más vendidas de todos los tiempos en el género de ficción, el nombre de un autor especializado en violencias extremas aparecía siete veces entre los veinte primeros, con un total de treinta y cuatro millones de ejemplares vendidos. El cuadro es muy semejante en el mundo de la televisión. Un detallado análisis de los programas emitidos en la zona de Nueva York en 1954 reveló que hubo nada menos que 6800 incidentes agresivos en una sola semana.
Es evidente que existe un poderoso impulso a contemplar a otras personas sometidas a las formas más extremas de dominación. Es cuestión ardientemente debatida la de si esto actúa como valiosa e inofensiva válvula de escape para la agresión reprimida. Al igual que ocurre con el mimetismo de dominación, la causa de la contemplación de la violencia es evidente, pero su valor es dudoso. La lectura o la contemplación de un acto de persecución no altera la situación real en que se desenvuelve la vida del lector o el espectador. Tal vez disfrute con la ficción mientras está absorto en ella, pero cuando ha terminado y emerge de nuevo a la fría luz de la realidad, sigue estando tan dominado como antes. Por tanto, el alivio de la tensión es sólo temporal, como cuando uno se rasca la picadura de un insecto. Lo que es más, rascarse una picadura es probable que aumente la inflamación. La repetición de lecturas o espectáculos violentos de ficción tiende a intensificar la preocupación por todo el fenómeno de la violencia.
Lo mejor que puede decirse en favor de esto es que, mientras se desarrollan, el público no está realizando actos de violencia.
El acto de redirigir la agresión ha sido denominado frecuentemente como el fenómeno de «… y el botones le dio una patada al gato». Esto implica que sólo los miembros inferiores de una jerarquía volverán contra un animal su ira reprimida. Desgraciadamente para los animales, esto no es cierto, y las sociedades protectoras de los mismos poseen cifras que lo demuestran. La crueldad hacia los animales ha constituido, desde las civilizaciones más antiguas hasta la actualidad, una importante válvula de escape para la agresión redirigida, no limitada, ciertamente, a los niveles más bajos de la jerarquía social. Es innegable que, desde las matanzas en los anfiteatros romanos, hasta el hostigamiento de osos en la Edad Media y las corridas de toros en los tiempos modernos, la composición de dolor y muerte a los animales ha ejercido una masiva atracción en los miembros de las comunidades supertribales. Verdad es que desde que nuestros primitivos antepasados practicaron la caza como método de supervivencia, el hombre ha causado siempre dolor y muerte a otras especies animales, pero en los tiempos prehistóricos los motivos eran diferentes. En sentido estricto, entonces no había crueldad, siendo la definición de la crueldad «deleitarse en el dolor ajeno».
En tiempos supertribales, hemos matado animales por cuatro razones: para obtener alimento, vestido y otros materiales; para exterminar plagas y parásitos; para fomentar el desarrollo científico, y para experimentar el placer de matar. Compartimos con nuestros primitivos antepasados cazadores la primera y la segunda de estas razones; la tercera y la cuarta son novedades de la condición supertribal. La que aquí nos interesa es la cuarta. Las otras pueden, naturalmente, contener elementos de crueldad, pero no es ésta su característica fundamental.
La historia de la crueldad deliberada hacia otras especies ha seguido un extraño rumbo. El cazador primitivo tenía cierto parentesco con los animales. Los respetaba. Y lo mismo hacían los primitivos pueblos labradores y ganaderos. Pero en el momento en que comenzaron a desarrollarse las poblaciones urbanas, grandes grupos de seres humanos dejaron de tener contacto directo con los animales, y se perdió el respeto. Al crecer las civilizaciones, fue aumentando también la arrogancia del hombre. Cerró los ojos al hecho de que él tenía la misma naturaleza que cualquier otra especie. Se abrió un gran abismo. Él tenía un alma, y los animales no. No eran más que bestias irracionales puestas sobre la Tierra para su servicio. Los animales comenzaron a verse en difíciles trances. No es preciso que entremos en detalles, pero hay que hacer notar que todavía a mediados del siglo XIX el papa Pío IX denegó la autorización para la apertura en Roma de un centro de protección de animales, sobre la base de que el hombre tenía deberes para con su semejante, pero no para con los animales. A finales del mismo siglo, un autor jesuita escribió: «Las bestias, por carecer de inteligencia y, por consiguiente, no siendo personas, no pueden tener derechos de ninguna clase… No tenemos, pues, deberes de caridad ni deberes de ningún otro tipo hacia los animales inferiores, como no los tenemos tampoco hacia los árboles y las piedras».
Muchos cristianos estaban comenzando a albergar dudas respecto a esta actitud, pero, hasta que la teoría de la evolución, de Darwin, empezó a ejercer su extraordinario influjo en el pensamiento humano, no volvieron a aproximarse los hombres y los animales. El retorno a la aceptación de la afinidad del hombre con los animales, que tan natural había sido para los primitivos cazadores, condujo a una segunda Era de respeto. Como consecuencia, nuestra actitud hacia la crueldad deliberada con los animales ha estado cambiando rápidamente durante los últimos cien años; pero, pese a la cada vez más intensa desaprobación, el fenómeno continúa, en gran medida, presente entre nosotros. Las manifestaciones públicas son raras, pero las brutalidades privadas persisten. Tal vez respetemos hoy a los animales, pero todavía son nuestros subordinados, y, como tales, son objetos altamente vulnerables para la descarga de la agresión redirigida.
Después de los animales, los niños son los subordinados más vulnerables y, a pesar de que en este terreno las inhibiciones son más intensas, se llevan sometidos también a una gran cantidad de violencia redirigida. La depravación con que animales, niños y otros subordinados desvalidos son objeto de persecución, constituye una medida del peso ejercido por las presiones de dominación sobre los perseguidores.
Incluso en la guerra, en la que se enaltece el acto de matar, puede verse funcionar este mecanismo. Los sargentos y otros suboficiales dominan frecuentemente a sus hombres con extrema crueldad, no sólo para imponer disciplina, sino también para suscitar odio, con la intención deliberada de que este odio se redirija en el combate contra el enemigo.
Volviendo la vista hacia atrás, podemos ver ahora los efectos producidos por la carga, artificialmente pesada, de la dominación ejercida desde arriba, que constituye una inevitable característica de la condición supertribal. Para el animal humano, que sólo hace unos cuantos miles de años era un simple cazador tribal, la anormalidad de la situación ha producido módulos de conducta que, para los niveles animales, son también anormales: la exagerada preocupación por el mimetismo de dominación, la excitación de contemplar actos de violencia, la crueldad deliberada hacia animales, niños y otros subordinados extremos, los actos de homicidio y, si todo lo demás fracasa, los actos de autocrueldad y autodestrucción. Nuestro miembro de supertribu, descuidando a su familia para ascender un peldaño más por la escala social, recreándose en las brutalidades de sus libros y sus películas, dando patadas a sus perros, pegando a sus hijos, persiguiendo a sus subordinados, torturando a sus víctimas, matando a sus enemigos, causándose a sí mismo enfermedades por exceso de tensión y volándose la tapa de los sesos, no es un espectáculo agradable. Ha alardeado con frecuencia de su carácter único en el mundo animal, y en este aspecto lo es.
Es verdad que otras especies se entregan también a intensas luchas por alcanzar un status y que el logro de una situación de dominio es, con frecuencia, un elemento que absorbe por completo el tiempo de sus vidas sociales. En sus hábitats naturales, sin embargo, los animales salvajes nunca llevan semejante conducta hasta los límites extremos observables en la moderna condición humana. Como he dicho antes, sólo en las reducidas moradas de las jaulas de zoo encontramos algo que se aproxime al estado humano. Si, en cautividad, es reunido un grupo de animales demasiado numeroso para la especie de que se trate y es instalado luego con demasiadas apreturas en el inadecuado medio ambiente de unas jaulas, es seguro que se producirán graves incidentes. Tendrán lugar persecuciones, mutilaciones y muertes. Aparecerán neurosis. Pero ni siquiera el director de zoo menos experto pensaría jamás en apiñar y amontonar un grupo de animales en el grado en que el hombre se ha apiñado y amontonado a sí mismo en sus modernas ciudades. Ese nivel de anormal agrupación, predeciría sin dudarlo el director, causaría una fragmentación y colapso completos del módulo social normal de la especie animal afectada. Se quedaría asombrado ante la insensatez de sugerir que debía intentar semejante instalación con, por ejemplo, sus monos, sus carnívoros o sus roedores. Sin embargo, la Humanidad hace voluntariamente esto consigo misma; lucha y se esfuerza bajo estas mismas condiciones y consigue sobrevivir. Conforme a todas las reglas, el zoo humano debería ser ya una vociferante casa de locos, en vías de desintegración hacia una completa confusión social. Los cínicos podrían argüir que éste es, en efecto, el caso, pero, evidentemente, no es así. La dirección iniciada hacia una mayor densidad de población, lejos de menguar, está creciendo constantemente en impulso. Las diversas clases de desórdenes de conducta que he descrito en este capítulo son sorprendentes, no tanto por su existencia como por su rareza en relación a las dimensiones de las poblaciones implicadas. Son extraordinariamente pocos los forcejeantes miembros de supertribu que sucumben a las formas extremas de acción que he examinado. Por cada desesperado buscador de status, homicida, suicida, perseguidor, destrozador de su hogar o incubador de úlceras, hay cientos de hombres y mujeres que, no sólo sobreviven, sino que prosperan bajo las extraordinarias condiciones de las multitudes supertribales. Esto, más que ninguna otra cosa, es un testimonio asombroso de la enorme tenacidad, elasticidad e ingenio de nuestra especie.