El problema de subir a la habitación de tu cuñada y aplicar el oído a su puerta para cerciorarte de que está dormida es que, si tu respiración es más bien estertórea, corres el riesgo de despertarla. Y, aunque no era consciente de ello, en su reciente visita al exterior del dormitorio de Adela, Smedley había respirado muy ruidosamente. Y es que, con la tensión de estar encubriendo el desvalijamiento de una caja de caudales y su turbación emocional debida al hecho de verse interpelado por Phipps como el viejo borrachín Smedley, había bufado y resoplado como un caballo de carreras a la conclusión de un reñido Grand National.
Había hecho crujir también las maderas del piso y, en determinado momento, al haberse inclinado más de la cuenta, tuvo que apoyar pesadamente la mano contra la hoja de la puerta. En realidad, prácticamente la única cosa que no había hecho fue sonar como la campanilla de un despertador; así que, apenas llevaba allí minuto y medio espiando, cuando Adela rebullió en la almohada, se incorporó a medias y, finalmente, al oír el trompazo en la puerta, saltó de la cama. Con el aire de una amazona ciñéndose la armadura antes de acudir a la batalla, se puso una bata y permaneció unos segundos inmóvil, escuchando.
Fuera habían cesado los sonidos. Un cauteloso vistazo momentos después le mostró que allí no había nadie. Pero lo había habido, sin duda, y se propuso investigar a fondo la cuestión. Adela Shannon Cork no era en absoluto remisa a la hora de actuar. Cualquiera de la docena de sus antiguos directores de cine mudo podía atestiguarlo, como podrían igualmente haberlo dicho sus tres difuntos maridos. Ya se ha indicado antes que no era una mujer que tolerara tonterías, y en este capítulo incluía la presencia de intrusos ilegales en su casa entre la una y las dos de la madrugada.
Pero, en ocasiones así, incluso a la más intrépida de las mujeres la complace tener un aliado; por eso, sin apenas pérdida de tiempo, fue a la habitación de lord Topham y, con bastante mayor dificultad de la que Smedley había tenido para despertarla, logró sacarlo de su sueño para inducirlo a un mínimo de actividad temporal.
Daba la impresión, sin embargo, de que ahora lord Topham había vuelto a sumirse en su sopor, y Adela tuvo que interpelarlo bruscamente.
—¡Lord Topham!
Una rítmica respiración fue la única respuesta de su huésped. Lord Topham era un hombre que, aunque no tenía ningún otro rasgo común con él, compartía con Napoleón Bonaparte la capacidad de dormirse en cuanto su cabeza tocaba la almohada… o, como en el presente caso, el respaldo de un sillón.
Adela alzó la voz:
—¡Lord Topham!
Las brumas del sueño no estaban a prueba de gritos apremiantes como aquél. El visitante de allende los mares abrió los ojos, como probablemente hubiera hecho también Napoleón en circunstancias análogas. La voz de Adela no tenía la tonante potencia de la de Bill, pero era muy penetrante cuando el enfado elevaba su tesitura.
—¿Eh?
—Despierte.
—¿Me he dormido?
—Se ha dormido, sí.
Lord Topham reflexionó un momento, recordó que momentos antes estaba bailando la rumba en Piccadilly Circus, y asintió.
—Tiene usted razón. Me había dormido. Estaba soñando con Toots.
—¿Con qué?
—Una chica de Londres que conozco. Soñaba que nos estábamos marcando una rumba en Piccadilly Circus. ¡Fíjese! ¡Nada menos que en Piccadilly Circus! —añadió lord Topham sonriendo un poco ante tan peregrina idea—. Allí… Quiero decir, precisamente en Piccadilly Circus. ¿Qué le parece?
Adela no era una psiquiatra, siempre dispuesta a oír los sueños de la gente y a interpretarlos. No hizo más comentario que un impaciente bufido. Pero luego soltó una exclamación de sorpresa. Su mirada, al errar por la salita, había ido a fijarse en la bandeja con las botellas.
—¡Mire!
Lord Topham suspiró con nostalgia.
—Quiero hablarle de Toots. La quiero a rabiar, y tuvimos una pelea antes de embarcarme yo para América. Es una chica dulce…
—¡Mire esas botellas!
—… pero susceptible.
—¿Quién ha puesto ahí todas esas botellas?
—Muy susceptible. Una joya de mujer, pero susceptible. En absoluto.
—¿Quién… ha puesto… esas botellas… ahí…? Tenía razón. Han entrado ladrones en la casa.
Lord Topham soltó otro suspiro. Le parecía que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para aliviar su alma de la tragedia que había estado ensombreciéndola.
—Se ofende por cualquier cosa, si me entiende lo que quiero decir, aunque es un ángel en todos los aspectos. No se lo va a creer usted, pero porque le dije que su sombrero nuevo le daba un aire a lo Boris Karloff, me propinó un guantazo en la cabeza diciendo, mientras lo hacía, que no quería volver a verme ni hablarme en este mundo ni en el otro. Y…, bueno…, uno tiene su orgullo, ¿no? Reconozco que me subí un poco a la parra, pero…
—Cállese y escuche.
La mirada de Adela había ido a fijarse en el techo. De la sala de proyección, situada encima, había llegado un ruido sordo, debido a que Smedley, presa de pronto del imperioso deseo de un tentempié, y sabedor de que los materiales al efecto estaban en el piso de abajo, se había encaminado a la puerta y tropezado con un taburete.
—Hay alguien en la sala de proyección. ¡Lord Topham!…
¡LORD TOPHAM!
Lord Topham despertó, como Abu ben Adhem, de un profundo sueño de paz. Por su mente cruzó como un relámpago el pensamiento de que estaba teniendo una noche más bien movidita.
—¿Hola?
—Suba.
—¿Adónde?
—Al piso de arriba.
—¿Por qué?
—Hay ladrones en la sala de proyección.
—¡Pues ni loco pienso subir a verlos! —replicó lord Topham—. Estaba a punto de contarle, cuando me adormilé, que anteayer envié a Toots, por avión y con sello de urgencia, una sentida carta diciéndole que toda la culpa era mía y suplicándole que nos reconciliáramos. Muy necio sería si ahora subiera allá arriba y me hiciera matar por una panda de condenados ladrones sin haber tenido tiempo de recibir respuesta. Bueno…, lo que quiero decir es que estoy esperando un cable en cualquier momento.
Mucha gente hubiera aprobado su actitud. He ahí un joven sensible y prudente, habrían dicho, con la cabeza perfectamente en su sitio. Pero Adela no compartía ese punto de vista. Soltó un bufido desdeñoso y se puso a dar vueltas por la habitación como una leona enjaulada. No tardó mucho en descubrir que la cristalera estaba abierta.
—¡Lord Topham!
—Y ahora ¿qué pasa?
—Han abierto la cristalera.
—¿La cristalera?
—La cristalera.
—¿La han abierto?
—Sí.
Aunque adormilado, lord Topham podía entender una información simple como aquélla. Tras un breve «¿La cristalera? ¡Oh, ah, la cristalera! ¿La cristalera, dice usted?», miró en la dirección indicada.
—Sí —dijo—. En absoluto. ¡Ya! Ahora veo exactamente lo que trata usted de decir. Abierta como usted observaba. ¿No dijo antes que había ladrones en la casa?
—Sí.
—Pues mire lo que le digo: entraron por ahí —dijo lord Topham, y volvió a dormirse.
—¡Y ahora se acerca alguien por el pasillo! —gritó Adela poniéndose rígida desde las puntas de los pies a la cabeza—. Lord Topham… ¡LORD TOPHAM!
—Oiga… ¿Tiene que gritar tanto? ¿Qué ocurre ahora?
—Puedo oír que alguien se acerca por el pasillo.
—¡No me diga! Bien, bien…
Adela agarró una botella de la mesa y la puso en la mano de su compañero. Éste la miró como si viera una botella por primera vez en su vida, aunque estaba muy lejos de ser tal el caso.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Necesitará un arma.
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí.
—¿Un arma?
—Sí.
—¿Por qué?
—En el momento en que aparezca, péguele con ella.
—¿A quién?
—Al hombre del pasillo.
—Pero yo no soy partidario de ir golpeando a la gente en los pasillos…
La puerta se abrió en aquel instante y apareció en el marco una figura corpulenta ante cuya visión las emociones reprimidas de Adela se relajaron en un exasperado alarido.
—¡Smedley! —chilló.
—¡Uf! —chilló Smedley.
—¿Le golpeo? —inquirió lord Topham.
—¿Qué demonios haces paseándote por la casa a estas horas de la noche, Smedley? —preguntó Adela.
Smedley seguía inmóvil en el umbral, tragando saliva penosamente y procurando con escaso éxito encajar el más rudo de los golpes que habían minado su moral en el curso de aquella terrorífica noche. No es agradable para un hombre nervioso que llega a una habitación en busca de un vaso de bourbon con soda encontrarse con una cuñada que, incluso en las más favorables condiciones, lo ha hecho sentirse siempre como un sapo pillado bajo el rastrillo.
Siguió tragando saliva. De sus lívidos labios brotaban extraños sonidos sin palabras. Su parecido con los difuntos envueltos en sábanas que recorrieron ululando y chillando las calles de Roma poco antes de que cayera asesinado el poderoso Julio César era extraordinariamente acusado, aunque a lord Topham, que no estaba familiarizado con la tragedia en que se describe tan vivida imagen, le sugería más la de un gato a punto de tener un ataque. En su niñez, lord Topham había sido propietario de uno grande y atigrado, que les dio muchos disgustos a él y a su familia comportándose justamente como Smedley ahora.
Para rebajar la tensión, repitió su pregunta:
—¿Le golpeo?
—No.
—¿Que no le golpee?
—No.
—Está bien —se avino lord Topham—. Sólo preguntaba.
Adela echaba chispas por los ojos.
—¿Y bien, Smedley?
Smedley logró articular finalmente.
—Yo… yo… no podía dormirme. ¿Qué hacéis vosotros dos aquí, Adela?
—Oí ruidos junto a la puerta de mi cuarto. Pasos, y alguien que respiraba. Desperté a lord Topham y hemos bajado y visto esas botellas.
Smedley, demasiado sorprendido aún para encauzar una conversación, tenía que hacer un duro esfuerzo para mantenerla.
—¿Botellas?
—Botellas.
—Oh, sí…, botellas. Sup… supongo que Phipps debe de haberlas puesto ahí —dijo Smedley, alzando una mirada de desesperación al techo.
Adela masculló un impaciente «¡Ya!». Jamás había tenido en mucha estima la inteligencia de su cuñado, pero esta noche daba la impresión de haberse sumido en nuevos abismos de idiocia.
—¿Y me quieres decir a qué santo habría de esparcir Phipps por la habitación quinientas cincuenta y siete botellas?
—Los mayordomos ponen botellas en cualquier parte —insistió Smedley.
Lord Topham corroboró este parecer. Los mayordomos habían tenido una presencia más bien prolongada en su vida, y conocía bien sus costumbres.
—En absoluto. Muy cierto. Tiene razón. Lo hacen, quiero decir. Es un hecho característico de ellos. Botellas, botellas por todas partes por si quieres beber algo.
Adela soltó un bufido. Era muy duro afirmarlo de alguien pero, en su opinión, la mentalidad de lord Topham estaba casi al mismo nivel que la de Smedley.
—Y supongo que es también Phipps quien está haciendo todos esos ruidos en la sala de proyección, ¿no? —dijo mordazmente.
Smedley dejó escapar un grito agónico. Estaba tan acostumbrado a tropezar con taburetes, con cualquier cosa que estuviera al paso e incluso con sus propios pies, que ni siquiera se le había llegado a ocurrir que hubiera habido ruidos en la sala de proyección. Si Adela los había oído, era sólo cuestión de momentos, se dijo, que decidiera subir a investigar su origen. Y entonces…
Permaneció allí farfullando y profiriendo sonidos incoherentes, sin saber cómo salir de aquel tremendo atolladero. Pero de pronto invadió su espíritu una sensación de alivio: Bill entraba en aquel instante por la cristalera. Se la veía tan sólida, tan dueña de sí, que la esperanza, aunque débilmente, agitó al viento sus trémulas velas. Podría ser que la situación hubiera llegado a un punto de imposible control para el ser humano, pero si alguien podía enfrentarse a aquel piélago de dificultades y, luchando, vencerlas, era la buena de Bill.
Adela no se alegró tanto de ver a su hermana.
—¡Wilhelmina!
—Oh, hola, Adela. Hola, Smedley. Hu, hu, lord Topham.
—¡Tu-tu, miss Shannon! ¿Le golpeo? —volvió a preguntar, porque le parecía tonto haber sido equipado (con botellas, especiales para golpear a la gente) y no entrar en acción.
—¡Oh, cállese! —le espetó Adela—. ¿Qué haces aquí, Wilhelmina?
—Pasear. No podía dormir. ¿Y tú?
—Oí ruidos.
—Imaginaciones.
—No fueron imaginaciones. Hay alguien en la sala de proyección.
En el rostro de Bill se apreció cierta tensión. Malo, malo, se estaba diciendo. Supuso, correctamente, que Smedley debía de haber tropezado y hecho suficiente alboroto como para despertar a la población de varios kilómetros a la redonda. Ni por asomo pensó que a Phipps, silencioso artista, pudiera reprochársele algo.
—¿Dices que hay alguien en la sala de proyección?
—He oído crujir el suelo.
—Serán ratones.
—¡Narices de ratones! Es un ladrón.
—¿Has subido a verlo?
—¡Naturalmente que no! No quiero que me peguen un golpe en la cabeza.
—Es lo mismo que pienso yo —dijo lord Topham—. Le estaba explicando a nuestra amable anfitriona que, justo antes de salir de Inglaterra, mi novia, Toots, y yo reñimos, y que le acabo de enviar una expresiva carta por vía aérea pidiéndole que nos reconciliemos. Estoy esperando su respuesta en cualquier momento y por eso, naturalmente, no me apetece nada correr el riesgo de que unos merodeadores nocturnos me hagan picadillo el encéfalo antes de que me llegue esa contestación; una contestación que, si me está permitido decirlo, tengo la esperanza de que será favorable. Es verdad que dejé a la querida y dulce criatura echando espuma por la boca, y rompiendo mis fotografías para pisotear los pedazos…, pero, como digo siempre, el Tiempo, que todo lo cura…
—¡Oh, calle de una vez!
—¡Pobre lord Topham! —dijo Bill—. Tiene usted tantas posibilidades de que le dejen hablar en esta casa como un loro viviendo en la de Tallulah Bankhead. ¿Y dice usted que riñó con su chica?
—Una pelea horrible. La batalla del siglo. Fue a propósito de su sombrero nuevo, del que me permití opinar… poco juiciosamente, lo reconozco…, que le daba cierto parecido con…
—¡Lord Topham!
—¿Sí?
Adela hizo un visible esfuerzo para hablar con calma.
—No quiero oír una palabra más acerca de su amiga Toots.
—Pero… ¿sigue siendo mi amiga? Ése es el punto a dilucidar.
—¡Al infierno con esa condenada Toots suya! —gritó Adela, volviendo, como lo hacía a menudo en arranques emocionales, a la expresiva jerga de la época del cine mudo, cuando una chica tenía que ser capaz de expresarse si quería llegar a ser alguien. Su calma había explotado en mil pedazos. No habría mirado al pobre par británico con una reprobación más tormentosa ni aunque lo hubiera pillado tratando de robarle una escena—. Hágame usted el favor de dejar de mencionar a esa miserable criatura, que probablemente es una rubia platino, cecea, y es la escoria del hampa. Lo único que me interesa en este momento es ese caco que está en la sala de proyección.
Bill meneó la cabeza.
—No hay ningún caco en la sala de proyección.
—Te digo que sí.
—¿Subo a investigar?
—¿De qué serviría? No. Esperaremos a que llegue la policía.
Smedley se desplomó en el sofá. Aquello era el fin.
—¿La po… po… policía?
—Les telefoneé desde mi dormitorio. No comprendo cómo no están ya aquí. Supongo que vienen paseando. Sólo nos faltaba que fueran esos tipos medio imbéciles que llaman policías en Beverly Hill, para… ¡Ah! —exclamó Adela—. ¡Ya era hora!
Un sargento y un agente acababan de entrar por la puerta acristalada.