XIV

—Lamento turbar sus sueños, míster Phipps —dijo Bill en tono de disculpa—, pero me parece que no soy capaz de hacer que vuelva en sí.

—¿Eh?

Bill le indicó los despojos que yacían en el suelo.

—¿Tal vez podría usted echarme una mano? —preguntó—. Valen más dos cabezas que una.

Phipps se levantó del sofá trastabillando. Sus inseguros sentidos le mostraron que había un cuerpo tendido en la alfombra, como solía ocurrir tantas veces en las novelas policiacas que eran su lectura favorita. En esas novelas era casi imposible entrar en una habitación sin encontrar cuerpos tendidos sobre las alfombras. Lo único excepcional que se podía decir del presente es que no tenía clavada en la espalda una daga de diseño oriental. Cerró los ojos confiando en que con ello podría hacer que desapareciera el cadáver. Pero, cuando los abrió, aún seguía allí.

—¿Qué pasa con él? —balbuceó—. ¿Para qué se ha tumbado así?

Bill enarcó las cejas.

—Supongo que recordará usted que, sin duda justificadamente, le atizó en el occipucio con esa botella…

—¡Dios santo! ¿Lo hice?

—¡No me diga que lo ha olvidado!

—No puedo recordar nada —dijo el mayordomo poniéndose lívido—. ¿Qué pasó?

—Bueno… Todo empezó cuando empezaron a discutir acerca de los títulos a la sucesión apostólica de la Iglesia de Abisinia.

—¿Sobre qué?

—¿No recuerda lo de la Iglesia de Abisinia?

—Jamás he oído hablar de la Iglesia de Abisinia.

—Bien…, es una especie de iglesia que tienen vacante allá en Abisinia. Usted y Joe Davenport se pusieron a discutir acerca de sus títulos a la sucesión apostólica. Él tenía un criterio, usted otro… Usted dijo esto, él arguyó aquello… Las palabras fueron subiendo de tono. Se enardecieron las pasiones. Y usted, al cabo, le sacudió con la botella. Un golpe, un grito, y el sonriente muchacho cayó muerto.

—Pero ¿está muerto?

—¡Hombre, no! Sólo estoy adornando el relato.

—¡Ojalá no lo hubiera adornado! —dijo Phipps, al tiempo que se pasaba la mano por la frente cenicienta. Se derrumbó en un sillón y comenzó a suspirar apesadumbrado. Aún estaba haciéndolo cuando se abrió la puerta y entró por ella Smedley, seguido de Kay, que traía una gran fuente con emparedados. Bill recibió esta última con mirada de aprobación; se sentía muy a punto para tomar un pequeño refrigerio.

—Adela debe de estar dormida —dijo Smedley—. He estado un rato escuchando a través de la puerta de su dormitorio, pero no he podido oír nada. ¡Anda! —exclamó fijándose en Joe—. ¿Qué es esto?

—Una exageración —dijo Bill lacónicamente—. Phipps le golpeó con una botella. Estábamos hablando de ello cuando habéis entrado.

Los ojos de Kay se abrieron de par en par. El color huyó despacio de su rostro. Se paró un instante, con la vista fija en Joe y la fuente de emparedados temblando en sus manos. Bill, siempre oportuna, se apresuró a quitársela amablemente. Kay, entonces, pareció volver a la vida. Y, dejando escapar un grito, corrió a arrodillarse junto al cuerpo tendido de Joe.

—¡Oh, Joe, Joe! —gimió.

Bill se sirvió un emparedado mientras se extendía por su rostro una sonrisa de satisfacción. Siempre es grato, para una mujer cordial y deseosa de unir a los jóvenes en primavera, comprobar que ha tenido éxito. Acabó el emparedado y tomó otro. De sardina, observó con placer. Le encantaban los bocadillos de sardina.

—¿Que le golpeó con una botella? —preguntó Smedley.

—En un instante de acaloramiento —explicó Bill—. Los Phipps se acaloran notablemente en ocasiones.

—¡Santo Dios!

—Sí, un incidente muy desagradable. Ha aguado la fiesta, por decirlo de alguna manera. Pero tiene su lado bueno: ha servido para despejarle la borrachera.

—¿De veras? Entonces, escucha…

—Creo que está muerto —dijo Kay, alzando un rostro sumamente pálido.

—Oh, no creo que lo esté —dijo Smedley, descartando ese asunto colateral y volviendo en seguida al tema importante—: ¿Dices que está sobrio?

—Completamente. Podría decir «tres tristes tigres».

—Pues, entonces, es hora de que vuelva al trabajo. Basta de bobadas. ¡Phipps!

—¿Señor? —dijo el juerguista, recuperando una vez más su respetuosa actitud mayordomil.

—¡A trabajar!

—Sí, señor.

—Y no más tonterías.

—No, señor.

—La voz de su amo —murmuró Bill, atacando su tercer emparedado.

Observó complacida que Kay estaba derramando ardientes besos sobre el rostro exánime de Joe. Todo aquello, hay que recordarlo, lo había organizado para ella y era estupendo ver que funcionaba como una seda. Se sentía como un director de cine que ve que sus actores están poniendo los cinco sentidos en el trabajo y dando lo mejor de sí mismos.

—¡Oh, Joe! ¡Querido Joe! —exclamó Kay. Alzó la vista—. ¡Vive!

—¿De veras?

—Se ha movido.

—Perfecto —dijo Bill—. Son excelentes noticias. Esta vez no irá a parar a la silla eléctrica, Phipps.

—Me quita un gran peso de encima, señora.

—De momento.

—Sí, señora.

Kay lo miraba con ojos asesinos. Hasta entonces, Phipps siempre le había caído bien, pero ahora pensaba que jamás había conocido a un mayordomo más brutal.

—Pudo haberlo matado —dijo. Lo dijo con un tono acerbo y haciendo rechinar los dientes, como aquel tipo del viejo Westbury, cazador, jinete y pistolero, amigo de Bill, y habría adornado con un sonido sibilante sus palabras si hubiera habido alguna «s» en ellas.

Phipps, aunque respetuoso, se permitió disentir al respecto.

—Yo no me atrevería a decir tanto, señorita. Un simple cosque en la cabeza, como sucede tantas veces durante una discusión religiosa. Pero, si se me permite decirlo, me gustaría expresar mi arrepentimiento y contrición por haberme tomado semejante libertad. Desde el fondo de mi corazón, señorita…

Smedley irrumpió con su habitual impaciencia. No estaba de humor para retóricas.

—¡Déjese ya de discursos! Hoy no es el Cuatro de Julio.

—No, señor.

—¡Actúe, hombre, actúe!

—Sí, señor.

—Sígame.

—Sí, señor. Muy bien, señor.

La puerta se cerró tras ambos. Bill sonrió maternalmente a Kay y se reunió con ella junto a la cabecera del doliente. Observó al inválido, que ahora mostraba signos evidentes de estar saliendo de su desmayo.

—Estará funcionando de nuevo dentro de un minuto —dijo animándola—. Te apuesto diez centavos a que adivino lo que va a decir en cuanto abra los ojos: «¿Dónde estoy?».

Joe abrió los ojos.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—Dame esos diez centavos —dijo Bill.

Joe se incorporó.

—¡Cielos! —dijo.

—¡Oh, Joe! —dijo Kay.

—¡Mi cabeza! —añadió Joe.

—Dolorida, sin duda —observó Bill—. Lo que necesitas es aire. Te llevaremos al jardín. Échame una mano, Kay.

—Te mojaré la cabeza, querido —dijo Kay con ternura.

Joe parpadeó.

—¿Has dicho «querido»?

—Claro que lo he dicho.

Joe parpadeó nuevamente.

—Por cierto… ¿Fue sólo un sueño maravilloso, o realmente me besaste antes?

—Naturalmente que te besó —intervino Bill—. ¿Por qué no había de besarte? ¿No me estabas escuchando cuando te dije que te quiere? ¿Estás en condiciones de navegar?

—Creo que sí.

—Pues entonces te llevaremos fuera y bañaremos tu cabeza en la lujosa piscina de Adela.

Joe parpadeó por tercera vez. Hasta un esfuerzo muscular tan trivial como el de subir y bajar los párpados provocaba en su cabeza el efecto de una mano tenaz que estuviera clavándole en ella puntas al rojo vivo; pero su agonía, aunque aguda, quedó olvidada en la emoción del éxtasis que lo invadió de pronto. De nuevo creyó oír una suave música sonando en la salita del jardín. Los objetos familiares tenían para él una belleza nueva. Incluso los rasgos algo toscos del rostro de Bill, que le habían valido en opinión de buenos expertos ser comparada a un bóxer alemán, tenían ahora algo que la acreditaba para que su número de teléfono pudiera figurar en el librito rojo del más exigente de los hombres.

Y en cuanto a Kay…, le vino al pensamiento la idea de que, si le adosaran un par de alas, podría entrar tranquilamente en cualquier reunión de querubines y de serafines sin que nadie le hiciera preguntas. La miró con cara de pasmo.

—¿Me quieres?

—Pues naturalmente que te quiere —dijo Bill—. ¿Cuántas veces tendré que decírtelo? Te idolatra. Te adora. Se moriría por un mechón de tu pelo. Pero podréis discutir todo eso mientras ella te mete la cabeza en la piscina. Vamos, tómatelo con calma. Apostaría que te sientes como alguien que se ha peleado con Errol Flynn.

Sosteniendo entre las dos al herido, salieron por la cristalera. Y apenas se habían perdido de vista cuando se abrió la puerta de la salita y entró en ella Adela, seguida de un lord Topham cojeante y medio dormido. Adela estaba alerta y en tensión; su acompañante caminaba prácticamente en sueños. Se acercó vacilando a un sillón, se dejó caer en él y cerró los ojos.