VII

Pasaron unos momentos antes de que cualquiera de los presentes fuera capaz de reaccionar ante aquel notición de primera página. El don del habla desapareció de sus labios y sólo les quedó el lenguaje de los ojos, que resulta siempre insatisfactorio. Al final, Kay habló:

—¿En la cárcel?

—Sí, señorita. Míster Smedley ha caído en manos de la policía. Me telefoneó esta mañana desde la trena.

Un grito espasmódico brotó de los labios de Adela. Al tener que incluirlo semana tras semana en los gastos domésticos y verlo repetir de todo en las comidas, alguna vez se le había ocurrido pensar —porque era un alma soñadora, como lo somos todos un poquito— cuán hermoso sería que su cuñado fuera un espíritu libre de las ataduras corpóreas, con sus restos mortales bien encerrados en el panteón familiar, pero jamás se le pasó por la imaginación el deseo de que algún día fuera a parar a la cárcel. La cárcel trae consigo publicidad de la peor especie, no sólo para el propio cautivo, sino también para sus familiares políticos. PARIENTE DE ADELA SHANNON EN CHIRONA. SE INCLUYE FOTOGRAFÍA DE ADELA SHANNON… Podía ver ya los titulares, y la escena así conjurada le producía una desagradable y aleteante sensación interna, como si hubiera estado tragando mariposas.

—¡Ay, Señor! —exclamó.

—Sugirió que me pasara por allí y pulsara las teclas oportunas ante las debidas instancias —prosiguió Phipps—. Pero yo no podía descuidar mis deberes domésticos.

—¿Y no se le ha ocurrido informar a alguien? —preguntó Bill.

—No, señora. Míster Smedley me pidió que le guardara el secreto.

Adela no hacía más que abrir y cerrar sus manos, con unos movimientos que parecían como si estuviera aferrando la garganta de su cuñado. Tal vez le rondaba por la cabeza la idea de que, al no haber estrangulado antes a Smedley, había actuado de manera remisa. Uno deja estas cosas para más tarde, y después lo lamenta.

—¿Le ha explicado algo más? —preguntó Bill.

—Sí, señora. Míster Smedley me puso al corriente de los hechos. Anoche, mientras visitaba un club nocturno en el Ventura Boulevard, acometió al presentador con un cuchillo de abrir ostras. Y que éste, visiblemente asustado, avisó a la dirección del local, que a su vez avisó a la policía, la cual vino y se llevó a la comisaría a míster Smedley. Confío en que no trascienda a la prensa, señora.

—Y yo también, Phipps. Sólo de pensar la que podría montar Louella Parsons con esto la imaginación se desborda.

—Sí, señora. Se desborda sensiblemente.

—Puede retirarse, Phipps —dijo Adela con la voz ahogada.

—Como mande la señora.

Libre ya de la presencia del mayordomo, Adela pudo dar rienda suelta a las emociones que la agitaban interiormente. Durante unos momentos procedió a referirse a su cuñado en términos que apenas habrían podido ser más severos si se refirieran a un criminal que hubiera asesinado a seis personas a hachazos. Fue una casi perfecta descripción del ausente, que habría podido proseguir indefinidamente si no se hubiera quedado sin aliento. Bill, al oírla, sintió hasta un involuntario respeto por aquella mujer que jamás le había caído bien. Adela podía tener sus defectos, pero su vocabulario era digno de admiración.

—Tómatelo con calma —la instó.

—¿Tomarlo con calma? ¡Ja! Esto es lo que sucede cuando dejo de vigilar a Smedley un instante. ¡Es incorregible!

—Seguro que anoche ni siquiera era capaz de pronunciar esa palabra…

En aquel instante reapareció Phipps.

—He pensado que desearía ser informada, señora —dijo en voz baja que quería expresar discreción—. Míster Smedley acaba de llegar. Entraba por la puerta principal cuando he pasado por el recibidor.

—¿No está en la cárcel, entonces? —dijo Kay.

—Aparentemente no, señorita.

—¿Qué aspecto tenía?

—No muy animado, señorita.

Adela echaba fuego por los ojos. A decir verdad, toda su persona parecía estar incandescente. Un eventual observador, de haberse hallado alguno presente, habría tenido la sensación de que, si le daba una palmadita en la espalda, se abrasaría la mano. Claro que ningún observador, a menos de estar rematadamente loco, se habría atrevido a darle semejante palmadita.

—¿Dónde está ahora?

—Ha subido a su habitación, señora, a afeitarse.

—Y a tomar un baño, sin duda —añadió Bill.

—El baño se lo han dado ya, señora. En la comisaría.

—Phipps —dijo Adela—, puede RETIRARSE.

—Como mande la señora.

—Tendrías que subir a ver qué pasa, Kay —sugirió Bill—. Puede necesitar que alguien le eche una mano.

Pero Kay estaba mirando aprensivamente a Adela, que tenía los ojos clavados al frente y las aletas de la nariz agitadas por un temblor irreprimible.

—Haz algo, Bill. Está a punto de darle algo.

—Ya lo he notado —respondió Bill—. En los momentos de gran emoción, Adela recuerda siempre a aquellos sacerdotes de Baal que se daban cuchilladas a sí mismos. Déjala de mi cuenta. Yo me encargo de ella.

—Eres una gran ayuda, Bill.

—La mujer de fiar.

—¡Dios te bendiga!

Kay salió corriendo y Bill se acercó a Adela, que ahora estaba rechinando los dientes.

—Ya está bien, Adela —dijo enérgicamente—, ¡para el carro! Haz el favor de calmarte.

—¡No me hables!

—Eso es precisamente lo que voy a hacer. Mira, chica, me pones enferma.

—¡Lo que me faltaba!

Veterana de un centenar de batallas fraternas que se remontaban hasta el nebuloso pasado de un cuarto de juegos común, Bill dejó de poner freno a su chorro de voz. Era en ocasiones así cuando agradecía a la Providencia que la hubiera dotado de tan sonoras y saludables cuerdas vocales. Una situación como aquélla no hubiera podido ser manejada debidamente por una mujer a quien le faltara un pulmón.

—Enferma —repitió—. Sentada aquí y relamiéndote ante la perspectiva de desgarrarle las tripas al pobre Smedley. ¡Qué infernal tirana que eres! Te encanta acosar y torturar a la gente. Eres igualita que Simón Legree, el negrero, aunque no tienes su carácter amable. Siempre he pensado que asesinaste al pobre Al Cork.

Adela, que había estado a punto de adoptar el papel del Simón Legree de La cabaña del tío Tom, decidió rechazar primero la segunda de las acusaciones.

—A mi marido lo atropelló un autocar de turistas.

Bill asintió. Su coartada tenía cierta base.

—Puede ser que eso contribuyera —admitió—, pero lo que lo mató realmente fue el haberse casado contigo. En fin —añadió en un tono más suave—, estas peleas familiares son tontas. Lo lamento si he estado un poco grosera.

—Lo eres siempre.

—Bueno, pues si lo he sido algo más que de costumbre. Pero aprecio a Smedley. Ya me caía bien cuando tenía quince años y la cara llena de espinillas. Y luego, en su etapa posterior, cuando malgastaba su dinero en los más sonados fracasos de Broadway. Incluso ahora tengo debilidad por él. Ya sé…, supongo que debo de tener algún tornillo flojo. Tal vez debería ir a ver a un psiquiatra. Pero así son las cosas. ¿No podrías dejarte ya de monsergas y tratarlo decentemente?

Adela se picó.

—Tenía la impresión de que ya lo trataba decentemente. Llevo aguantándolo cinco años. ¡Y menuda carga ha sido!

—¡Un cuerno que una carga!

—¿Tienes que ser tan mal hablada?

—Naturalmente que tengo que serlo. ¿Esperas que reaccione de otro modo cuando insultas mi inteligencia tratando de que me trague esas memeces tuyas? ¡Un carga! Puedes permitirte mantener a una docena de Smedleys. Al Cork te dejó suficiente dinero para hundir un barco…, y no hace falta que te recuerde sus instrucciones específicas de que debías ocuparte de Smedley. Aparte de que lo que te gastas en el pobre diablo te permite satisfacer tus instintos sádicos de pisotearlo. ¿Estoy siendo grosera de nuevo?

—Sí.

—Ya me lo parecía. Está bien; dejémoslo correr. Pero recuerda aquello de la cualidad de la clemencia. Que no es forzada, ya sabes. ¡No, señor! Cae como la dulce lluvia del cielo sobre lo que hay debajo. Así me lo enseñaron.

—¿La cualidad de la clemencia? ¡Cuántas tonterías!

—Más te valdrá que Shakespeare no te oiga decir esto.

—Yo…

Adela interrumpió la frase apenas empezada y se puso rígida. Tenía toda la apariencia de una hembra de leopardo que acabara de descubrir a su presa. Smedley entraba en la habitación, seguido por Kay.

—¡Ah! —rugió Adela.

Smedley, normalmente de punta en blanco, llevaba la ropa sucia y llena de arrugas, como un emperador romano que hubiera estado empinando el codo más de la cuenta con vino de Falerno. Los agentes de policía, aunque con la mejor intención del mundo, cuando sacan a un individuo de un club nocturno, lo meten dentro de un furgón y lo arrojan luego a una celda, no pueden evitar arrugarle el traje. El traje veraniego de Smedley daba la impresión de que su propietario hubiera dormido dentro de él, como así había sido en realidad. Pero, por extraño que pudiera parecer en un hombre con ficha criminal y con la catadura de un ciclista vagabundo, no entró en la habitación furtivamente y arrastrando avergonzado los pies, sino a grandes zancadas y en actitud valiente y dominadora. Llevaba erguido el mentón —sus dos barbillas— y en sus ojos inyectados en sangre resplandecía una mirada de desafío. Como si alguna desconocida fuente interior le proporcionara resolución y ánimo.

Adela distendió sus músculos.

—¿Y bien, Smedley? —dijo.

—¿Sí? —replicó Smedley.

—La tienes por allí —indicó Bill.

Smedley pestañeó. Escrutó la habitación como si tuviera alguna dificultad en enfocar la vista.

—¡Ah, hola, Bill!

—Hola, mi viejo solterón otoñal.

—No te había visto. Por alguna razón, mis ojos no están muy bien esta mañana. Puntos flotantes, ¿sabes? Te noto muy amarilla.

—Es tu imaginación. En realidad, estoy de un sonrosado subido.

Adela, que había tomado asiento delante del escritorio, tabaleó imperiosamente. Dio la sensación que habría preferido pegar un martillazo encima pero, al igual que Phipps cuando operaba con las cajas fuertes, Adela podía hacer maravillas con las puntas de sus dedos.

—No importa cómo esté Wilhelmina —dijo—. Yo estoy esperando una explicación.

Bill enarcó las cejas.

—¿Crees que un hombre necesita explicar por qué ha atacado con un cuchillo al presentador de un club nocturno? Yo diría que es algo de lo más natural. Pero lo que me gustaría saber es por qué no estás en la cárcel, Smedley. Phipps nos dio a entender que te tenían en una mazmorra de paredes rezumantes, roído por las ratas. ¿Qué ha ocurrido? ¿Te pasó de matute la hija del carcelero una lima dentro de una empanada de carne?

—El juez me dejó en libertad bajo fianza.

—¿Ves? —exclamó Bill triunfalmente—. La cualidad de la clemencia no es forzada. Quizá ahora me creerás otra vez que te diga algo.

Adela dejó escapar un quejido lastimero: el quejido de una buena mujer poniendo al cielo por testigo de sus desgracias. La voz se estremeció y tembló como se hubiera estremecido y temblado sin lugar a dudas en los días de sus triunfos en la pantalla de no ser porque en aquella atrasada época sus más profundos sentimientos sólo podían expresarse en subtítulos.

—¡Qué vergüenza! —exclamó—. ¡El cuñado de Adela Shannon arrojado a la cárcel con la peor gentuza de Los Ángeles!

Kay captó la mirada de Bill.

—Me imagino que en esas prisiones habrá un poco de todo —dijo.

—Un ambiente muy informal, tengo entendido —dijo Bill.

—¿Sin etiqueta?

—Sólo corbata de lazo negra.

—¡POR FAVOR! —gritó Adela.

Se volvió al prisionero de nuevo.

—¿Y bien, Smedley? Aún estoy esperando una explicación.

—Dile que es un espíritu mezquino, incapaz de alegrarse con nada.

—¡Ya está bien, Wilhelmina!

—De verdad que lo es —dijo Bill—. Pregúntale a cualquiera.

—¿Tienes alguna explicación?

Un curioso retorcimiento de la parte superior de su cuerpo pareció sugerir que Smedley se disponía a sacar pecho.

—Por supuesto que tengo una explicación. Una explicación completa y satisfactoria. Estaba celebrándolo.

—¿Celebrando? Celebrando ¿qué?

—El más asombroso golpe de suerte que jamás haya tenido un buen hombre. Se lo contaba antes a Kay, arriba.

Kay asintió.

—Es una auténtica novela —dijo—. Sería un buen argumento para una película de la serie B.

Bill frunció el entrecejo.

—No menciones las películas de la serie B en mi presencia, pequeña. ¿Es que quieres hurgar con el cuchillo en la herida?

—¡Oh, Bill, lo siento!

—No tiene importancia. Lo has hecho, pero sé que ha sido por irreflexión. Explícanos algo más, Smedley.

Smedley se creció ostensiblemente. Había llegado su hora.

Por regla general, le resultaba difícil hacerse oír en el círculo familiar. Sabía un montón de excelentes historias, pero Adela tenía la costumbre de cortarle en seco apenas comenzaba a explicarlas. En casi cinco años, era la primera vez que lo animaban realmente a tomar la palabra.

—Pues sí, buena gente… —dijo—. Es lo que Kay dice: una auténtica novela. Ayer tarde estaba yo en la terraza, pensando en esto y en lo otro, cuando, de pronto, mi ángel de la guarda me susurró al oído…

—¡Oh, vete a paseo! —dijo Adela en tono de fastidio.

Smedley la miró desdeñoso.

—No me da la gana de irme a paseo.

—No —le apoyó Kay—. Creo que debéis oír lo que le dijo su ángel de la guarda.

—A mí siempre me ha encantado oír hablar de los ángeles de la guarda, siempre —dijo Bill—. ¿Qué fue lo que te susurró el tuyo al oído?

—Me dijo: «Smedley, muchacho: prueba encima del armario».

Adela entornó los ojos. Tal vez estuviera rezando, pero no es probable.

—Os aseguro que no voy a poder soportarlo mucho más.

—Yo, en cambio —dijo Bill—, podría estar escuchándolo siempre. Adelante, Smedley. ¿Qué armario? ¿Dónde?

—El del dormitorio de Adela.

Adela saltó convulsivamente. No sería justo reprochárselo. Se estaba preguntando si existió mujer alguna que hubiera visto su dormitorio invadido con tanta asiduidad. Primero Phipps, y ahora Smedley. ¿Era aquél su dormitorio —se decía— o el Gran Vestíbulo de la Estación Central de Nueva York?

Fulminó a Smedley con una mirada de basilisco.

—¿Has estado revolviendo en mi habitación?

—Entré un momento, sí. Estaba buscando una cosa.

De repente a Bill se le hizo la luz.

—¡Santo cielo! —exclamó—. ¿El diario?

—Ajá.

—¿Eso es lo que buscabas?

—Ajá.

—¿Y estaba allí?

—Ajajá. ¡Sí, señor! Allí mismito, encima del armario.

—¿Lo tienes?

—En mi bolsillo —dijo Smedley, dándose unos golpecitos en él.

La mirada de Adela iba de Bill a Smedley y de Smedley a Bill, peligrosamente exasperada por el carácter esotérico que la conversación había tomado. No podía soportar a la gente que secreteaba en su presencia; menos aún si uno de los que lo hacían era un tipo carne de presidio que había llevado la desgracia a su casa y el otro una hermana a la que ojalá no hubiera permitido nunca poner los pies en ella. Probablemente no existían en toda América dos personas que hubieran podido sacarla más de quicio escondiendo el significado de su conversación tras un lenguaje críptico. Su semejanza con una hembra de leopardo irritada se acentuó todavía más.

—¿De qué estáis hablando vosotros dos? ¿Qué diario es ése? ¿De quién?

—El de Carmen Flores —explicó Kay—. El tío Smedley llevaba semanas tratando de encontrarlo.

Bill suspiró. Su corazón era francamente sensible.

—Lo siento por el pobre Phipps —dijo—. ¿Cómo fue que pensaste en el armario, Smedley?

—Cuando una mujer tiene algo que esconder, ahí es donde lo pone. Es un hecho bien demostrado. Aparece en todas las historias de detectives.

—¿Has leído a Agatha Christie? —preguntó Kay.

—¿Quién es Agatha Christie? —preguntó Adela.

—¡Pero, Adela…! —exclamó Bill.

Smedley emitió una risotada breve y desagradable.

—La pobre es una conejita iletrada —dijo.

Adela se irguió y dirigió a su cuñado una mirada de esas que llaman asesinas.

—¡Tú a mí no me llamas conejita iletrada, so… proscrito!

Smedley se irguió también, a su vez.

—¡Pues a mí no me llames proscrito! ¡Ni se te ocurra!

—Te llamo proscrito porque eso es lo que eres. ¿No te anda detrás la policía?

—No. La policía no quiere saber nada de mí.

—¡Qué bien entiendo a la policía! Tampoco yo quiero saber nada de ti.

Smedley se puso tieso.

—Esa broma no me hace ninguna gracia, Adela.

—Me tiene sin cuidado lo que te parezca.

—¿Ah, sí?

—Pienso que tendría que importarte, Adela —intervino Bill—. Este hallazgo ha colocado a Smedley en una posición muy distinta de la que tenía ayer a estas horas.

—No sé lo que quieres decir.

—Es muy sencillo.

En aquel momento entró Joe. Había visto ya su habitación, oído sin que se le perdonara ningún detalle el relato de cómo lord Topham había bajado del centenar de golpes aquella mañana, y ahora se proponía salir nuevamente al jardín y empaparse de naturaleza, aunque sin demasiadas esperanzas de que así lograría animarse. Estaba muy deprimido aún. Ya notó, al pasar, que la salita del jardín parecía ser el centro de una reunión, pero apenas dedicó atención a sus ocupantes y salía ya por la cristalera cuando la poderosa voz de Bill lo hizo detenerse en el acto.

—Ayer —estaba diciendo— Smedley no tenía el diario de la difunta Carmen Flores. Y hoy lo tiene. No hay estudio en Hollywood que no esté dispuesto a aflojar la mosca por él.

Smedley corroboró esta idea.

—Anoche hablé por teléfono con los de la Colossal-Exquisite. Dicen que pagarán cincuenta mil.

—¡Cincuenta mil! —exclamó Adela estupefacta.

—Cincuenta mil —repitió Smedley.

Adela se puso lentamente en pie.

—¿Estás hablando…, estás hablando de cincuenta mil dólares?

—Cincuenta mil dólares, sí —dijo Smedley.

Joe fue hacia el sofá tambaleándose y se dejó caer en él. La cabeza le daba vueltas. Le parecía que una orquesta invisible se había puesto a tocar música de fondo en la salita del jardín.

—¿Has cerrado el trato? —preguntó Bill.

—No. Voy a esperar a tener todas las ofertas. Espero grandes cosas de Medulla-Oblongata-Glutz.

—Pero no sacarás menos de cincuenta mil.

—No, claro —dijo Smedley. Sacó el diario de su bolsillo y lo contempló reverentemente—. ¿Verdad que es asombroso que un librito como éste valga cincuenta de los grandes?

—Debe de ser dinamita pura. ¿Has leído algo de él?

—No puedo. Está en español.

—¡Lástima!

—No, no importa —replicó Smedley, dispuesto a ver en seguida el lado bueno en todo—. Uno de los jardineros de Lulabelle Mahaffy, ahí cerca, es mexicano. Voy a acercarme a verle y a pedirle que me lo traduzca. Somos buenos amigos. Me dio una vez un trago de esa bebida mexicana que llaman… Bueno, he olvidado el nombre, ¡pero vaya cómo te entona!

Durante todo este diálogo, una curiosa calma parecía haberse apoderado de Adela. Como si sus reflexiones se hubieran visto premiadas con alguna idea de efectos sedantes para su agitación interior. Aún tenía los dedos un poco crispados, pero su voz, cuando habló, era tranquila e inusualmente afable.

—Yo aprendí un poco de español cuando hice aquella gira de promoción por Sudamérica —dijo—. A lo mejor puedo ayudarte. ¿Me dejas que lo vea?

—Pues claro —respondió Smedley cordialmente. Sé amable con Smedley Cork, y él te responderá con amabilidad—. Hay una anotación con fecha veintiuno de abril que me encantaría tener traducida. ¡Lleva al margen seis signos de admiración!

Entregó el libro a Adela, cuyos dedos, al tomarlo, se crisparon más ostensiblemente que nunca. Al momento echó a correr hacia la puerta, y Smedley, presa de pronto de un temor indefinible, le gritó:

—¡Eh! ¿Adónde vas con él?

Adela se volvió.

—Algo tan valioso no debe dejarse por ahí. Voy a meterlo en la caja fuerte de la sala de proyección.

—No lo harás. Quiero tenerlo yo.

Adela descubrió su juego.

—Pues no lo tendrás —dijo secamente—. Durante cinco años has estado viviendo a mi costa, Smedley. Ya va siendo hora de que contribuyas a los gastos de la casa. Ésta es una forma de hacerlo.

—Pero…, pero…

—Sí, eso es —dijo Adela—. Cincuenta mil dólares. Una buena cifra para empezar. Y ahora, Wilhelmina —añadió cambiando de tema—, hazme el favor de ir a quitarte ese maldito mono. Pareces un trapero.