VI

Bill fue la primera en romper el silencio que siguió a su marcha.

—¡Bueno, bueno, bueno…! —dijo.

Kay no dijo palabra. La noticia la había dejado más que sorprendida. Aquél anuncio de Phipps le producía la curiosa ilusión de ser la heroína de alguna de las películas mudas protagonizadas por su tía Adela, en la que encarnaba siempre a la virtud en apuros y acosada por hombres malvados. Ya sabía que Joe era un joven tenaz, pero jamás hubiera sospechado que su tenacidad lo llevaría a tales extremos. Y es que hasta el calavera más disoluto o el forajido peor encarado se lo habrían pensado muy mucho antes de presentarse con sus bártulos en el hogar de la señora del difunto Albert Cork, con la excusa de haber sido invitado por su cuñado pobretón.

—Bueno, bueno… —repitió Bill—. ¡Así es nuestro Smedley! Ésta es la auténtica hospitalidad sureña.

—Debe de estar loco —dijo Kay—. No puede invitar a la gente aquí. No es su casa.

—Como Adela no se recatará en recordarle.

Pero otra faceta del misterio atrajo la atención de Kay.

—¿Y eso que ha dicho Phipps de que el tío Smedley ha pasado la velada con Joe? ¡Si nunca sale! Lo sé por él mismo.

—Anoche salió. Se fue de farra.

—¿Por eso no nos acompañó ayer en la cena? Pensé que tenía dolor de cabeza.

—Y lo tenía, probablemente.

Kay estaba excitada. Le caía muy bien su tío Smedley, y la perspectiva de lo que le esperaba al pobre por su irreflexiva cordialidad la hacía sentir compasión.

—¿Crees que tía Adela se enfadará mucho con él?

—Si quieres apostar en contra, te acepto doble contra sencillo. Pero no hablemos de Smedley —dijo Bill— y volvamos al sagrado encuentro que se producirá dentro de unos instantes. Así que vamos a tener con nosotros a tu pichón unas cuantas semanas, ¿eh? ¡Bueno, bueno, bueno!

Kay se había puesto de mil colores. Tal vez porque Bill, cuya formación cinematográfica le había enseñado que las escenas resultan mejor con una buena banda sonora, se había puesto a tararear la Marcha nupcial de Mendelssohn con exquisita expresividad.

—No lo llames mi pichón. Y lo más probable es que sólo se quede unos minutos.

—¿Crees que Adela lo echará de casa?

—¿Tú no?

—No. Por lo menos después de que yo haya abogado por él. Pondré toda mi elocuencia en su ayuda. Los antiguos de la Superba-Llewellyn hemos de hacer piña.

Phipps apareció en la entrada.

—Míster Davenport —anunció, dando paso a Joe, que entró en la habitación trayendo consigo, en opinión de Bill, todo el sol de California. Aunque tenía una leve jaqueca, inevitable en la resaca de una velada en compañía de Smedley Cork, a la que este inveterado juerguista se había abandonado tras cinco años de abstinencia, estaba francamente radiante. Sonrió a Bill y a Kay, particularmente a esta última, como una exuberancia casi propia de un lord británico.

—¡Hola a todos! —dijo, y sin duda habría añadido que aquél era el día más maravillosamente feliz de un alegre año nuevo, si se le hubiera ocurrido pensarlo—. ¿Qué tal, Bill?

—Hola, Joe.

—¡Que me maten si ésta no es Kay, mi preciosidad favorita! Hola, Kay.

—Hola.

—Bien, pues… aquí me tenéis. ¿Dónde está mi anfitriona?

—En su sesión de masaje. Vaya, Joe…, si hubiera sabido que ibas a venir, habría hecho una tarta. Me hubieran podido noquear con una pluma cuando Phipps nos ha dicho que tú ibas a ser la sorpresa del día para mi hermana Adela.

—La sorpresa desagradable del día —precisó Kay.

Joe acusó el golpe. La observación punzante, el jarro de agua fría…, pareció decir. En aquella radiante mañana habría deseado tener a su alrededor caras sonrientes. Y a nadie, ni siquiera a un joven razonablemente modesto, le agrada que le digan que su llegada va a arrojar la desgracia sobre la casa.

—¿Son imaginaciones mías —preguntó quejoso—, o más bien me aguarda una recepción poco entusiasta? No tengo la lepra, ¿sabéis?

—Como si la tuvieras —dijo Kay.

—¿No creéis que mistress Cork estará encantada de conocerme?

—Suerte tendrás si te escapas con heridas leves. Recuerda que ya te previne cuando comimos juntos el otro día.

Bill decidió intervenir. A su juicio, la conversación estaba yendo por unos derroteros demasiado macabros.

—Bobadas —dijo—. Puedes confiar en que Adela te recibirá con los brazos abiertos. Espera a que haya razonado con ella.

—¿Pero es que hay alguien capaz de razonar con tía Adela?

—Yo puedo. La templaré como si fuera un violín. No te preocupes, Joe. Te garantizo que serás tratado como un corderillo. Así que anoche te encontraste con nuestro Smedley, ¿eh?

—Sí.

—Una curiosa coincidencia.

—No tanto. Estaba aquí en un taxi, frente a la verja de entrada, cuando él se me acercó y entablamos conversación.

—¿Qué hacías tú en un taxi delante de la verja?

—Mirar, nada más. Me ofrecí a llevarlo hasta abajo. Y como, charlando, descubrimos que ni él ni yo teníamos nada que hacer, nos pareció muy lógico unir nuestras fuerzas. Así que, para empezar, fuimos a picar algo al Mike Romanoff.

—¿Y después?

—Nos asomamos al Mocambo. Fue allí donde comenzó a soltarse un poco.

—Puedo imaginármelo.

—Luego nos dimos una vuelta por Ciro’s.

—¿Donde todavía se soltó un poco más?

—Mucho, mucho más.

—¿Fue entonces cuando te invitó a venir aquí?

—Sí.

Bill hizo un gesto de comprensión.

—Creo que puedo reconstruir la escena. Primero se encaramó a la mesa, se quitó la chaqueta y anunció que podía dar una paliza a todos los presentes, por parejas.

—De tres en tres.

—Luego se pondría de excelente humor. Saltaría al suelo, volvería a ponerse la chaqueta, alborotaría un poco e invitaría a todo el mundo a venir a su casa de la montaña. «Y a usted muy en especial, mi querido amigo», te diría.

—Ni que hubieras estado presente.

—¡Lástima no haber estado allí! ¿Qué ocurrió después?

—Bueno…, de pronto, lo perdí. Visto y no visto. ¿Conocéis ese truco de la cuerda india?

—No, pero sé lo que quieres decir. ¿Se evaporó?

—Como la bolita debajo del cubilete. No tengo ni idea de adonde fue.

—Probablemente a uno o más de los numerosos antros del Ventura Boulevard. Sé cómo actúa Smedley en estas ocasiones. Testigos presenciales me han informado de sus hábitos. Le gusta darse una vuelta por allí para ver caras nuevas. Y a lo largo del Ventura Boulevard siempre hay caras bonitas y nuevas. Sin duda pensó que se expresaría y se las arreglaría mejor yendo solo. Creo, Kay, que convendría que silbaras a los sabuesos y comenzarais la búsqueda para saber si ha llegado a casa sano y salvo.

—Supongo que habrá llegado.

—Lo único que sabemos es que anoche no durmió en su cama.

—¡Cómo!

—Es lo que dice Adela. Fue a pasar revista después del desayuno y descubrió que había estado fuera toda la noche.

—¿Por qué se comporta así?

Bill sabía la respuesta.

—Porque es un cabezota. He conocido a Smedley Cork desde que era un retaco hasta ahora que es mayor. De niño era un pequeño cabezota. Y ahora es un cabezota de tomo y lomo. Dime, Joe —preguntó Bill, mientras Kay salía apresuradamente de la habitación—, ¿te hizo Smedley su imitación de Beatrice Lillie?

—No, no lo recuerdo.

—Suele hacerlo en estas ocasiones, según me han dicho. Primero, su imitación de Beatrice Lillie; y luego, para corresponder a las ovaciones, Gunga Din por el difunto Rudyard Kipling. Es formidable, creo. ¿De qué hablasteis los dos tanto tiempo?

La cara de Joe, que se había ensombrecido un poco cuando salió a relucir el tema de mistress Cork, se despejó ahora. Volvía a ponerse radiante.

—Tengo buenas noticias, Bill —dijo—, alegres noticias. ¿Recuerdas aquellos personajes que llevaban buenas noticias de Aix a Gante? Bueno, pues no eran como las mías, no tenían nada que ver con las mías. Tengo buenas noticias, buenas noticias de verdad. Es el momento de que brinques y batas palmas, Wilhelmina. Me preguntas de qué estuvimos hablando… Pues mira: en cuanto vi que la cosa estaba madura, me puse a hablarle de negocios.

Bill enarcó las cejas.

—¿De negocios? ¿Con Smedley?

—Interesándolo en nuestro plan de hacernos representantes de autores. No me resultó fácil, porque su atención parecía escaparse a cada momento. Aunque le expuse el asunto con claridad meridiana, él seguía recostado en el asiento, con los ojos vidriosos, como un pez en hielo. Y cuando, al final, le pregunté: «¿Qué? ¿Qué le parece?», lo más que conseguí fue que se pusiera en pie como movido por un resorte y que profiriera una serie de gritos que, o mucho me equivoco, o son de naturaleza prehistórica. Saliéndose por la tangente, no sé si me entiendes. Lo cual, naturalmente, me impedía mantener una convincente conversación de negocios. Pero perseveré, seguí machacando, y te encantará saber, socia, que todo fue como una seda. Aprovechando un momento en que pasaba por un intervalo de relativa lucidez, logré remachar el clavo: pondrá esos veinte mil que nos hacen falta como primer peldaño de la escalera de la riqueza. Pero, chica… —añadió Joe, sorprendido—, ¿cómo es que no estás palmoteando y dando saltos de alegría? ¿Me has oído? ¡Papá Cork ha prometido dejarnos los veinte mil dólares que necesitamos para comprar la agencia!

Una expresión triste, compasiva, había invadido el rostro de Bill: la mirada de una madre obligada a decirle a su querido retoño que sus posibilidades de conseguir un caramelo son, no ya escasas, sino inexistentes.

—Hay una pega —dijo.

—¿Eh? ¿Qué pega?

—El hecho de que Smedley no tiene ni un céntimo.

—¡Cómo!

—Ni gorda.

Joe la miró estupefacto. No podía entenderlo.

—Pero tú me dijiste que era millonario.

—No lo hice.

—¡Claro que sí! Ayer, en el hotel. Me explicaste que tu hermana se había casado con un millonario.

La mirada triste y compasiva de Bill se hizo más profunda.

—Smedley no es el marido de Adela, ¡pobre chiquillo despistado! El marido de Adela ya no está con nosotros. Nos dejó —añadió Bill, señalando hacia arriba—. Ahora debe de andar con el arpa. Smedley es sólo su hermano y, como te digo, no tiene ni una perra gorda. Porque, después de la regia francachela que parece haberse corrido anoche, no creo que le haya quedado nada del billete de cien que le presté ayer.

A Joe le temblaban las piernas.

—¿Quieres decir que anoche estaba sólo tomándome el pelo?

—No pienso que lo hiciera a propósito.

—Como quien no quiere la cosa, ¿eh?

Bill suspiró. Se sentía como una madre que, además de tener que decirle que no hay caramelos, se ha visto obligada a asestar a su querido retoño un mojicón en el occipucio.

—Él es así, Joe… Cuando se le da pie, el pobre Smedley tiene manías de grandeza. Se cree de nuevo en los días en que realmente disponía de un montón de dinero…, antes de patearlo montando musicales que ponen el cartelito de «no hay función» en sábado, compañías de repertorio que no venden ni una sola entrada, ballets checoslovacos y temporadas de ópera en inglés. En otros tiempos fue el principal productor de Broadway. Supongo que patrocinó más fracasos él solo que los cosechados por dos o más productores juntos. Cuando un montaje dramático se veía enfrentado a algo más serio que la habitual desconfianza de cubrir los gastos, en seguida alguien daba la voz: «¿Dónde está Smedley?». No podía durar. Hace cinco años invirtió sus últimos miles de dólares en una empalagosa y extraña comedieta musical adaptada del francés, que se mantuvo en cartel desde un viernes por la noche hasta el fin de semana. Desde entonces ha vivido sin un céntimo, dependiendo para sus tres comidas diarias de la generosidad a regañadientes de mi hermana Adela.

Hizo una pausa, y Joe, que había estado asiendo con la mano crispada el borde del tablero del escritorio, lo soltó lentamente.

—Comprendo —dijo.

—Me temo que es un golpe para ti.

—Sí, bastante. Una gran decepción. Voy a dar una vuelta por el jardín para reflexionar un poco sobre ello.

—Hubiera querido ser menos brusca.

—¡Oh, no te preocupes! —dijo Joe tristemente.

Salía al jardín por la cristalera, con la cabeza gacha, en el instante en que Adela entró en la habitación por la puerta y lo observó sorprendida.

—¿Quién es ése? —preguntó.

—¿Eh? —respondió Bill con aire ausente. Tenía aún sus pensamientos ocupados en Joe y en el hundimiento de sus esperanzas y sus sueños.

—Ese extraño joven que acaba de salir al jardín.

Bill se aprestó al combate.

—El joven al que aludes —dijo— no es ni mucho menos extraño. Es un muchacho perfectamente normal, saludable, del tipo de los que han hecho a América lo que es. Se llama Joe Davenport. ¿Recuerdas que estuvimos hablando de él hace poco?

Adela titubeó.

—¡Davenport…! Ese individuo… ¿Qué está haciendo aquí? ¿Lo has invitado?

—Yo no. Smedley.

Los hermosos ojos de Adela se le salían de las órbitas. Se parecía a Louise de Querouaille en una de sus malas mañanas. Si alguno de sus antiguos compañeros de trabajo, con los que había hecho películas en la época del cine mudo, hubiera pasado por allí en aquel momento y visto la expresión de su cara, se habría encaramado inmediatamente al Jacarandá más próximo para esconderse entre sus ramas. Unos ojos así no los había puesto desde los viejos días, cuando irrumpía en el despacho de algún director con su temido «¡Me gustaría decirle un par de cosas!» en los labios.

—¿Me estás diciendo que Smedley, nuestro Smedley, ha invitado a alguien a mi casa?

—Así es. Parece ser que se conocieron anoche tomando unas copas, y que Smedley insistió en que viniera a tomar el rancho aquí una o dos semanas. Te gustará Joe. Es un gran tipo.

—¡Ja!

Bill adoptó una actitud de firmeza.

—Escúchame bien, Adela —dijo—. Ya había previsto que podrías ponerte un poco terca en esto, y he trazado mis planes.

—Y yo los míos. Ahora mismo voy a ordenar a Phipps que eche a ese individuo.

—No harás semejante cosa. Lo recibirás encantada y lo tratarás como a un corderillo. Y cuando digo corderillo, quiero decir CORDERILLO. Mira, Adela… Tú y yo hemos crecido juntas.

—Llevo toda la vida tratando de olvidarlo.

—Y cuando éramos niñas —prosiguió Bill, en tono frío y cortante—, si recuerdas, solía meterte gusanos por el cogote alguna que otra vez, cuando tu insoportable actitud exigía semejante correctivo. Persiste en tu negativa a mostrarte como una simpática anfitriona con mi amigo Joe Davenport, y volveré a las andadas.

—No estoy de broma.

—No, y lo estarás menos aún después del almuerzo cuando, al ir a enseñarle la rosaleda a Jacob Glutz, me veas situarme a tu espalda con un puñado de lombrices.

A Adela se le hizo un nudo en la garganta. Cuarenta años de familiaridad con su hermana le habían dejado la desagradable convicción de que Wilhelmina no era de esas mujeres con las que se puede jugar. Tal vez hubiera cosas que su hermana Wilhelmina no se atreviera hacer pero, la verdad, debían de ser muy pocas.

—¡No hablas en serio!

—¡Claro que estoy hablando en serio! Y fíjate bien: no he dicho un gusano, sino un puñado de gusanos. Grandes, gordas, pegajosas lombrices, Adela. Deslizándose, retorciéndose, serpenteando por tu espalda. Frías, viscosas…

Adela capituló.

—No hace falta que te pases de rosca —dijo envaradamente.

—¿Entras en razón?

—Estoy dispuesta a mostrarme educada con ese amigo tuyo.

—Perfecto. ¡Eh, Joe! —llamó Bill acercándose a la cristalera—. Acércate un momento, ¿quieres? Y tú, Adela, comienza a practicar esa radiante sonrisa tuya. Quiero verla iluminar tu cara de oreja a oreja. Y que, cuando te dirijas a nuestro huésped, tu voz sea como la de una tórtola llamando a su pichón. Mira, Joe… Quiero que conozcas a tu anfitriona: mi hermana, mistress Cork.

Joe tenía aún la cabeza hundida sobre el pecho. Su rato de intimidad con la naturaleza, representada por los naranjos, los limoneros, los Jacarandás y las serpientes de cascabel, apenas había conseguido aliviar la desesperación que había hecho presa en él. Vagamente se dio cuenta de una presencia femenina situada frente a él, y saludó en esa dirección sin levantar la vista.

—Encantado de conocerla —dijo.

—El gusto es mío —respondió Adela haciendo un visible esfuerzo.

—Estaba diciéndole a mi hermana que vas a ser su huésped —dijo Bill—. Y está entusiasmada, ¿no es cierto, Adela?

Hubo un momentáneo silencio.

—Sí —asintió Adela.

—Dice que sí. O sea, que puedes instalarte a tus anchas. Como ya te anticipé, tu posición aquí será la de un corderillo.

—¡Ah, muy bien!

—Sí, creo que te gustará. Aquí los corderillos se lo pasan en grande. Acérquese, lord Topham —dijo Bill, dirigiéndose al caballero que acababa de entrar y de saludar con un «¿Qué tal?» a todos los presentes—. Venga a dar un apretón de manos a Joe Davenport.

—¿Qué tal? —dijo lord Topham haciéndolo.

—Hola —respondió Joe.

—Vaya, vaya…

—Sí —dijo Joe.

Siguió otro breve silencio.

—¿Me haría usted el favor de mostrarle su habitación a míster Davenport, lord Topham? —dijo Adela, hablando con cierta dificultad—. Es la contigua a la de usted.

—¡Cómo no! —respondió lord Topham, sintiendo que aquella tarea estaba al alcance de sus posibilidades. Y salió de la habitación guiando a Joe. Por la puerta abierta, Bill y Adela pudieron oír cómo empezaba a explicar a su nuevo amigo que acababa de bajar de cien golpes aquella mañana.

Bill respiró hondo, con la satisfacción de la mujer que ha logrado su propósito.

—Bueno, Adela… —dijo—. La verdad es que debo felicitarte. Has estado soberbia. Con la nota justa de satisfacción, cálida pero señorial. Podías haber sido muy bien la reina de Saba dando la bienvenida al rey Salomón. Pero… ¿por qué me miras así? ¿Qué se te pasa por la cabeza?

El rostro de Adela reflejaba cierto ensimismamiento pesaroso.

—Estoy pensando que, en el tiempo que llevas en esta casa, he tenido una docena de ocasiones para dejar caer sobre tu cabeza algún objeto pesado desde el piso de arriba…, ¡y que no lo he hecho! —respondió.

—Ya sé —asintió Bill—. No hay palabras, pronunciadas o escritas, que expresen nada más triste: pude hacerlo. ¡Ah, Kay! ¿Ha habido suerte?

Kay acababa de llegar, con el semblante preocupado.

—No he podido encontrarlo por ninguna parte. Buenos días, tía Adela. Estoy buscando al tío Smedley.

De los orificios nasales de Alice salió un ruido sibilante, como el de un escape de vapor.

—¡Ya quisiera yo dar con él! —exclamó torvamente—. Estoy deseando que me explique cómo se le ha ocurrido invitar a mi casa a sus desagradables amigotes.

Bill pareció sorprenderse.

—¡Pero, Adela…! Pensé que te agradaba Joe. Has estado amabilísima con él hace un instante. Tal vez Phipps podrá ayudarnos —dijo, al ver llegar al mayordomo con los preparativos del cóctel—. Dígame, Phipps… ¿Ha visto usted a míster Smedley?

—Desde ayer no, señora.

—¿Y no sabe dónde puede estar? —preguntó Kay.

—¡Oh, eso sí, señorita! —respondió el mayordomo animadamente—. Está en la cárcel.