Los mayordomos, como el narrador ha tenido ya ocasión de notar en sus observaciones acerca de esta fauna, están especialmente entrenados para ocultar sus emociones. Cualquiera que sea la conmoción reinante en sus almas, aparentan por fuera la serena imperturbabilidad del piel roja sometido al tormento y, consiguientemente, rara vez le es dado a nadie el privilegio de ver a uno de ellos espantado. Pero el espanto era ahora claramente visible en el rostro de Phipps. La mandíbula le colgaba y tenía unos ojos como platos distendidos por el horror.
Dirigió a Bill una dolorida mirada. «¿Ha traicionado su promesa?», preguntaban sus ojos. Los de Bill se cruzaron con ellos en muda respuesta: «¡Cielo santo, no! No he dicho una palabra. Esto me coge de nuevas y nadie hay aquí más sorprendida que la que suscribe». Adela, una vez soltada su bomba, mantenía un ominoso silencio.
—¿Despedido, señora? —tartamudeó Phipps.
—Eso he dicho.
—Pero, señora…
Bill intervino con su habitual contundencia. Como lo hubiera expresado Roget en su diccionario de sinónimos, estaba sorprendida, extrañada, perpleja, asombrada y hecha una pieza, pero no era una mujer que aceptara este tipo de cosas con una dócil indiferencia. Le caía bien Phipps, deseaba lo mejor para él, y Phipps le había dicho que tenía especial interés en seguir al servicio de Adela. No podía imaginar la razón pero, si esto era lo que él quería, aquel inesperado cataclismo debía de haber sido devastador. Probablemente —se dijo, volviendo a sentir una punzada de dolor—, probablemente tendría la misma sensación de haber sido golpeado en la cabeza con algún instrumento contundente, como la que experimentó ella la tarde anterior al saber por Joe Davenport que todo su capital consistía en unos cuantos dólares y en ocho mil latas de sopas variadas.
—¿Qué dices, Adela? ¡No puedes despedir a Phipps!
Cualquiera habría dicho unos momentos antes que ni siquiera una Emperatriz de las Emociones Violentas podía hacer gala de una mirada más dura y altanera que la de Adela Cork en aquel instante. Pero, al oír la observación de su hermana, el orgulloso rigor de su actitud se tiñó de una frialdad aún más repulsiva.
—¿Que no puedo? —dijo desafiante—. Espera y verás.
Bill se enardeció. Había ocasiones —y ésta era una— en que añoraba los días de convivencia en su común habitación de juegos, el retorno a aquella edad dorada cuando, si Adela la sacaba de sus casillas, tenía el recurso de meterle una lombriz por el cogote o atizarle subrepticiamente un trastazo con alguno de los objetos duros que suele haber en los suelos de los cuartos de juego.
—Estás loca. Eres como el pobre indígena que se desprende de una perla que vale más que toda su tribu. Llevo poco tiempo aquí, pero lo suficiente para ver que Phipps se merece el título de Mayordomo Supremo.
—Muchas gracias, señora.
—Es fenómeno. Da ciento y raya a todos. Presta distinción a la casa. Ese sonido áspero y chirriante que llega hasta aquí de cuando en cuando es el envidioso rechinar de dientes de los demás propietarios de Beverly Hills que no han podido hacerse con sus servicios. ¿Despedirlo? ¡Absurdo! ¿Qué demonios ha podido meterte esta idea en la cabeza?
Adela seguía glacial.
—¿Has acabado?
—No. Pero adelante, di.
—Tengo una buena razón para despedir a Phipps. ¿No pondrías tú de patitas en la calle a un mayordomo que se pasara todo el día husmeando en tu dormitorio?
—¿Husmeando?
—Eso es lo que hace Phipps. Hace un par de días me lo encontré en la habitación hurgando en uno de los armarios roperos. Dijo que había visto una araña.
—Señora…
Adela hizo callar al infeliz con un gesto imperioso. Siguió hablando con una voz que crecía y vibraba a impulsos de una tormentosa pasión.
—Y ayer estaba allí de nuevo. Esta vez se trataba de un ratón. ¡Como si hubiera la más mínima posibilidad de que mi dormitorio estuviera invadido por los ratones y las arañas! Y, aunque pulularan, ¿es asunto suyo? Le advertí que lo despediría si volvía a verlo metiendo su fea nariz en mi cuarto. Y esta mañana, al irme para Pasadena, regresé un momento a buscar un pañuelo y allí estaba él, ¡faltaría más!, tumbado debajo del tocador, con el paquete sobresaliéndole como un cerro en el desierto de Mohave. Se marchará usted al concluir la semana, Phipps. Me precio de ser una mujer liberal —concluyó Adela, ya con la manecilla de la puerta en la mano—, pero no estoy dispuesta a compartir mi dormitorio con el mayordomo.
El sonido de un violento portazo murió lentamente, dejando el silencio tras él. Bill estaba tratando de asimilar tan sensacionales sucesos. Y Phipps seguía de pie, como si hubiera echado raíces en el lugar donde se había visto inmovilizado por las primeras observaciones de su antigua señora, mostrando todos los síntomas de haber recibido un tremendo golpe en el plexo solar.
—¡Por amor del cielo, Phipps!, ¿qué es todo esto? —preguntó Bill.
Lentamente, como una Galatea en versión masculina, el mayordomo comenzó a volver a la vida. Tenía el rostro lívido, abotargado.
—¿Le parecería muy mal que tomara un sorbo de su whisky con soda, señora? —dijo en voz baja—. No suelo hacerlo, pero esto ha sido todo un golpe.
—Sírvase usted mismo.
—Muchas gracias, señora.
—Y ahora —insistió Bill— acláreme unas cuantas cosas. —Había un tono de severidad en su forma de mirar al mayordomo—. ¿Significa esto que ha vuelto usted a sus antiguas actividades? Creí que me había dicho que había dejado todo eso atrás.
—¡Oh, no, señora, no es lo que usted cree!
—Entonces…, ¿a qué viene eso de registrar los armarios y reptar por debajo de los tocadores?
—Yo…, bueno…, es que buscaba algo, señora.
—Ya me lo imagino. Pero ¿qué?
De nuevo el mayordomo la estudió con su mirada escrutadora. Y, como antes, el escrutinio debió de resultar satisfactorio pues, tras una brevísima pausa, y hablando con la voz queda de quien es consciente de que las paredes oyen, respondió:
—El diario de la difunta miss Flores, señora.
—¡Bueno, bueno! —exclamó Bill—. ¿Conque ésas tenemos?
Habiendo optado por las confidencias, Phipps estaba dispuesto a revelarlo todo.
—Fue una observación de míster Smedley la que me dio la idea, señora. Una noche durante la cena míster Smedley comentó por casualidad que era muy probable que la difunta miss Flores llevara un diario y que, en tal caso, era de suponer que el tal libro estaría aún en algún lugar de la casa. Yo estaba sirviendo las patatas en aquel instante, y la fuente me tembló en las manos, señora. Porque se me ocurrió inmediatamente que el tipo de diario escrito por una dama del tipo de la difunta miss Flores valdría un montón de dinero para quien lo encontrara.
Bill lo observó muy seria.
—¿Ha tenido usted, Phipps, la extraña sensación, cuando alguien le explica algo, de que ya lo ha oído todo en una ocasión anterior? ¿Como escuchar los acordes familiares de una vieja canción aprendida en su infancia?
—No, señora.
—Pues sucede a veces. Bien, siga.
—Gracias, señora. Estaba diciendo que ese diario sería sumamente valioso. La difunta miss Flores, señora, era dinamita, si me permite usted emplear semejante expresión. En alguna parte habría un mercado ávido de adquirir cualquier diario que ella hubiera llevado.
—Ciertamente. Así que ¿lo buscó?
—Sí, señora.
—¿Pero no dio con él?
—No, señora.
—¡Lástima!
—Sí, señora. Después de darle muchas vueltas, llegué a la conclusión de que, si la difunta miss Flores llevaba un diario, lo tendría escondido en algún lugar de su dormitorio, la habitación que ahora ocupa mistress Cork.
—Y se dijo a sí mismo: «¡Hale! ¡Sus y a por ello!».
—No exactamente así, señora, pero procedí a llevar a cabo una diligente búsqueda, en la confianza de que al final lograría descubrir su paradero.
—¿Por eso estaba usted tan preocupado por no perder su trabajo aquí?
—Precisamente, señora. Y ahora debo marchar este fin de semana… ¡Es muy duro, señora! —se lamentó Phipps con un suspiro que pareció surgir de las suelas de sus bien proporcionados pies.
Bill reflexionó en voz alta.
—Aún dispone de un par de días.
—Pero mistress Cork estará sobreaviso, señora. La verdad es que no podría sufrir el mal trago de que me pillara de nuevo.
—¿Le hizo una escena?
—Sí, señora. Fue como ser sorprendido por una tigresa en el acto de raptar a uno de sus cachorros, señora.
Bill se encogió de hombros.
—Ya… Me da usted mucha pena, pero no sé qué aconsejarle.
—No, señora.
—Es un problema.
—Sí, señora.
—Tal vez podría…
Bill cortó la frase. Había estado a punto de sugerir al mayordomo que podía echar en la tila que tomaba Adela al irse a la cama eso que llaman un pelotazo o un Mickey Finn: una píldora para dormir. Bill disponía de una, obsequio de cierto barman de la Tercera Avenida con quien mantenía cordiales relaciones, y habría estado encantada de prestársela. Pero en aquel instante entró Kay por la puerta del jardín, llevando al hombro una bolsa de palos de golf, , y hubo que suspender el conciliábulo.
—Hola, Bill —saludó Kay.
—Buenos días, pequeña.
—Buenos días, Phipps.
—Buenos días, señorita.
Con las mejillas encendidas por el ejercicio y bronceada por el sol californiano, Kay ofrecía una imagen realmente atractiva. Viéndola, no le costaba nada a Bill seguir los procesos mentales de Joe Davenport y comprender su manía de declarársele a cada hora.
—Los veo muy serios a los dos —observó Kay—. ¿Qué ocurre?
—Phipps y yo estábamos comentando la situación en China —respondió Bill—. Me tenía fascinada con sus explicaciones.
—Bien…, no quisiera interrumpirles…
—Nada, nada… Lo dejaremos para otro rato, ¿eh, Phipps?
—Para cuando usted guste, señora.
Kay dejó en un rincón la bolsa con los palos.
—¿Qué tal, Bill? ¿Trabajando sin parar?
—Como un castor.
—¿En las Memorias?
—En las Memorias.
—¿Son interesantes?
—Nada en absoluto. Jamás me había dado cuenta antes de lo aburridas que vivían las estrellas del cine mudo. Es una tortura malgastar en este trabajo de negro el talento que Dios me dio.
—Lo que es una vergüenza es que te dejaran ir los del estudio.
—Ellos se lo pierden. Precisamente se me había ocurrido un guión para la mejor película de la serie B que jamás se haya filmado, y la Superba-Llewellyn podría haber dispuesto de él si no hubiera cometido la insensatez de prescindir de mis servicios. Lo escribiré para Historias de terror. Trata de un siniestro científico que secuestra a una chica y trata de convertirla en langosta.
—¿En langosta?
—Ya sabes… En esos bichos parecidos a los ejecutivos de los estudios. Ha reunido un montón de langostas, las ha triturado y extraído su jugo; y está a punto de inyectar el preparado con una jeringuilla hipodérmica en la medula espinal de la chica, cuando el prometido de ella irrumpe en el laboratorio y lo detiene.
—¿Por qué lo hace?
—Porque no quiere que a la chica que ama la transformen en algo semejante a un ejecutivo de Hollywood. ¿No te parece bien construido, psicológicamente?
—Lo que quiero decir es que por qué actúa de esa forma el siniestro científico.
—¡Ah! Por capricho sólo. Ya sabes cómo son esos siniestros científicos.
—Bueno…, suena bastante bien. Tiene mucha garra.
—Mucha langosta. ¿Lo han convertido a usted alguna vez en langosta, Phipps?
—No, señora.
—¿Está usted seguro? Haga memoria.
—No, señora. No he pasado por esa experiencia.
—Bien…, vaya a ver a la cocinera y pregúntele si la ha tenido ella.
—Como mande, señora —dijo servicialmente el mayordomo, y salió de la habitación. Había vuelto a ponerse su máscara profesional, y ni siquiera Sherlock Holmes, escrutando su rostro impasible, habría sido capaz de intuir la bandada de cuervos que devoraban sus entrañas por debajo de la ajustada camisa.
—¿Para qué le encargas esa investigación? —preguntó Kay.
—Soy una artista concienzuda. Me gusta conocer el terreno que piso. Si estoy escribiendo una historia de gángsters, la hago revisar por un gángster. Si se trata de un relato sobre bombas de hidrógeno, pido folletos y catálogos a la empresa que fabrica bombas de hidrógeno. Y así en todo.
—Este trabajo suyo debe de ser muy interesante, miss Shannon.
—Bueno…, me ha permitido relacionarme con gente muy especial. Supongo que conozco más randas, navajeros y tipos de los bajos fondos que ningún otro en Estados Unidos. Me envían tarjetas por Navidad.
—¡Eres un mal bicho, Bill! Me pregunto por qué tía Adela te tiene en su casa.
—Porque le estoy escribiendo esas Memorias suyas por cuatro perras. Jamás ha podido resistirse a una ganga. Y no me llames mal bicho… ¡Mira con qué nos sale esta marisabidilla! En realidad, si he de serte sincera, he enviado a Phipps a charlar con la cocinera porque quería distraerlo de sus preocupaciones. Adela acaba de despedirlo.
—¿Ha despedido a Phipps? ¿Por qué?
—Es una larga historia; demasiado larga para contártela ahora. Ya hablaremos luego. ¿Qué tal tu partido de golf?
—Una calamidad. Lord Topham me ha dado una paliza. Ha bajado de cien.
—Sí, ya sé. Nos lo ha estado contando.
—¿Lo has visto? ¿Dónde está?
—Colgado del teléfono aún, imagino. Ha ido a poner una conferencia transatlántica, a costa de Adela, a un compinche suyo de Londres llamado Bingo o Stingo, o algo así. Y, a propósito de teléfonos, Adela me ha dicho que ayer te llamó ese joven amigo tuyo; quiere hablar contigo de él.
—¿Qué amigo?
—¿Tantos tienes? Joe Davenport. Adela interceptó una proposición de matrimonio de Joe para ti, y no sería muy exagerado decir que la tienes preocupadísima. Confía en casarte con ese agradable pero bobalicón ornamento de la nobleza británica que es lord Topham.
—¿De verdad? Supongo que por eso me habrá invitado a venir…
—Es justamente lo que me ha dicho.
—Sí, claro…, sería maravilloso ser la esposa de un hombre capaz de bajar de cien golpes. Pero por otra parte…
—Eso es. Por otra parte. No pases por alto el hecho de que, si te casas con Topham, tendrás media docena de chiquillos imbéciles diciendo a coro «En absoluto» con acento de Oxford.
—¡La verdad, Bill…!
—No, ¡si no es más que un avance cinematográfico de tu futuro!
En aquel instante apareció Phipps.
—La cocinera me encarga decirle que jamás la han convertido en langosta, señora.
—Tendremos que encajarlo con hombría, Phipps. Apretando los dientes, ¿eh?
—Sí, señora. Me pregunto si sabría decirme la señora dónde puedo encontrar a mistress Cork.
—Supongo que estará en su dormitorio. Ya conoce usted esa habitación, creo. Tenía una sesión con su masajista, recuerde.
—¡Ah, sí, señora!
—¿Y quiere usted verla?
—En efecto, señora.
—No me parece un momento muy oportuno.
—No, señora.
—¿Por qué quiere usted verla, entonces?
—Querría informar a mistress Cork de la llegada de míster Davenport, señora.
A Kay se le escapó un grito.
—¿Cómo?
—Sí, señorita. Está en el garaje, guardando el coche. He dejado sus maletas en el recibidor. —¿Sus maletas?
—Sí, señorita. Me ha parecido entender que ese caballero pasó ayer la velada con míster Smedley, y que míster Smedley le ha invitado a pasar unas semanas con nosotros. A su disposición, señorita.
Y, tras una inclinación ceremoniosa, Phipps se retiró.