IV

A la mañana siguiente, el sol del mediodía que entraba a raudales en la salita del jardín encontró a Bill Shannon sentada frente al escritorio, con el tubo del dictáfono en la mano y el ceño malhumoradamente fruncido. Uno hubiera dicho que no disfrutaba escribiendo las Memorias de su hermana Adela, y habría acertado. Bill había sido muchas cosas en la vida: periodista de sucesos, redactora de un consultorio sentimental, escritora de relatos cortos para revistas, agente de prensa, actriz secundaria y canguro, pero éste era el trabajo más antipático que jamás había aceptado.

Hasta donde podía deducir del voluminoso montón de notas que la heroína de aquellas Memorias había puesto a su disposición, nada le había ocurrido a Adela que tuviera el más remoto interés para nadie que no fuera ella misma. Aparentemente no había hecho nada en todos sus años de mudo estrellato salvo comer, dormir, casarse y dejarse fotografiar. No iba a ser tarea fácil estirar la historia de Adela Shannon hasta llenar trescientas páginas de amena lectura para el público norteamericano.

Pero Bill era una mujer concienzuda, resuelta a dar siempre lo mejor de sí misma, y con esta espléndida determinación hizo caso omiso del sol que intentaba atraerla a los espacios abiertos.

—«¡Era todo tan nuevo y extraño —vociferó al interior del micrófono—, y yo era entonces una chiquilla tan tímida…!». ¡Mecachis! Eso de tímida chiquilla ya lo he dicho antes… «¡Y yo era tan joven, tan espontánea…, estaba tan deslumbrada y asombrada por el esplendor y la sofisticación de este mundo…!». No. Aquí están haciendo falta algunos adjetivos… «¡Del extraño, nuevo y mágico mundo en que me veía sumergida…!». ¡Maldita sea otra vez! Ya empleé hace un momento nuevo y extraño… «¡Del maravilloso, mágico y fabuloso mundo en que me veía sumergida como el nadador que se ha lanzado a un río impetuoso y centelleante! ¿Cómo iba yo a soñar que…?».

Justo en aquel momento entró tímidamente Phipps por la puerta, llevando en sus competentes manos una bandeja con un vaso de whisky con soda. Bill lo recibió con un grito de alegría, semejante al que emitiría el nadador que tras lanzarse a un río impetuoso y centelleante descubriese el agua más tibia de lo que esperaba. Ningún israelita en el desierto dio muestras de una aprobación más entusiasta e instantánea al ver bajar del cielo el maná en el momento mismo de alzar la vista y decirse a sí mismo cuán bien le vendría disponer de una puntual provisión del celestial alimento.

—¡Sabe leer el pensamiento, Phipps!

—Pensé que tal vez necesitara usted un refresco, señora. Ha estado trabajando toda la mañana.

—Y sin interrupciones, gracias a Dios. ¿Dónde está todo el mundo?

—Mistress Cork ha ido a Pasadena, señora, para hablar en un club de damas acerca de sus recuerdos del cine mudo. Miss Kay y su señoría están jugando al golf.

—¿Y míster Smedley?

—No le he visto hoy, señora.

—Probablemente estará por ahí en alguna parte.

—Sin duda, señora.

Bill tomó un canapé y un trago de whisky y se dispuso a charlar un rato. Antes hubiera reaccionado con irritación, pero había llegado a un punto en su trabajo en que una interrupción era bien recibida, y le agradaba especialmente que fuera Phipps su interruptor. Porque el mayordomo la tenía intrigada. Desde su tête-à-tête del día anterior se había sorprendido varias veces pensando en su curioso caso.

—Quisiera que me explicara usted algo que me tiene perpleja, Phipps.

—Con mucho gusto, señora, si está en mi mano hacerlo.

Bill bebió otro trago. Su contenido ambarino era frío y tonificante. Encendió un cigarrillo y arrojó una bocanada de humo a una mosca que había entrado en la habitación y daba vueltas alrededor de su cabeza.

—Verá usted —dijo, planteando directamente la pregunta que, según creía, permitiría resolver el misterio que la desazonaba—. ¿Se acuerda usted…, cómo le diría, porque ya me hago cargo de que las paredes oyen…, se acuerda de aquel pleito en el que usted intervino?

—Sí, señora.

—¿Aquel en el que yo formé parte del jurado?

—Sí, señora.

Bill alejó a la mosca con otra andanada.

—Bien…, esto es precisamente lo que no acabo de ver. Me pareció, y también al resto de las damas y caballeros que lo formábamos, que el tipo que se dedicó a desenterrar los detalles de su pasado y a condimentarlos frente al grupito de doce entendidos, entre los que tuve el honor de contarme, dejó bastante claro que usted era un experto reventador de cajas fuertes.

—En efecto, señora.

—Y al cabo de poco tiempo llego yo aquí y me encuentro con que usted es realmente un excelente mayordomo.

—Muchas gracias, señora.

—Bueno, pues…, dígame: ¿qué fue antes, la gallina o el huevo?

—¿Señora?

Bill comprendió que así no saldría de dudas.

—Quiero decir que usted es un revientacajas…

—Un ex revientacajas, señora.

—¿Está seguro de escribirlo con «ex» inicial?

—¡Oh, sí, señora!

—Bien… Pero aun así. ¿Qué es usted? ¿Un revientacajas mágicamente dotado para el arte de mayordomear, o un mayordomo que, de alguna forma, ha adquirido el don de abrir cajas fuertes?

—Lo segundo, señora.

—O sea… ¿que no es usted en realidad algún Mike el Rato, o alguien por el estilo, que está representando el papel de mayordomo con vistas a otros proyectos suyos más recónditos?

—¡Oh, no, señora! Llevo sirviendo desde muy joven. El servicio doméstico es una tradición en mi familia. De hecho comencé mi carrera haciendo de lo que llaman mozo de escalera en una gran mansión del Worcestershire.

—¿Donde hacen la salsa?

—Tengo idea de que el condimento a que alude la señora lo manufacturan en esa localidad, en efecto.

Phipps se quedó callado unos instantes, evocando aparentemente aquellos días felices en que su vida era sencilla y estaba libre de problemas y complicaciones. Porque, aparte de tener que subir leños por las escaleras y dejarlos en las chimeneas de los dormitorios, los mozos de escalera de las mansiones británicas tienen una vida muy cómoda.

—A su debido tiempo —prosiguió, saliendo de su ensimismamiento— fui ascendido a segundo lacayo, luego a lacayo, y finalmente a mayordomo. Y, después de haber adquirido esta posición, tuve la oportunidad de entrar al servicio de un caballero norteamericano y me vine con él a este país. Porque yo siempre había tenido el deseo de visitar los Estados Unidos de América. Ahora hace unos diez años de esto.

—¿Y cuándo aprendió usted a forzar cajas de caudales?

—Hará unos cinco años, señora.

—¿Cómo se le ocurrió?

Phipps miró cautamente de soslayo. Hecho lo cual, dirigió a Bill una mirada escrutadora, como si estuviera analizándola. Parecía estar preguntándose si sería prudente y juicioso confiar en una mujer que, aunque los dos se conocían perfectamente de vista, era al fin y al cabo una extraña. Pero la expresión benévola de su rudo rostro acabó por disipar las dudas: había algo en Bill Shannon que animaba siempre a la gente a confiar en ella.

—Me vino a la cabeza inesperadamente cierta noche que estaba leyendo un libro titulado Tres muertos en Midways Court, señora. Siempre he sido muy aficionado a ese tipo de literatura, y en el curso de mis pesquisas acerca de estas obras de ficción (que llaman, según creo, policíacas) me llamó la atención ver con qué frecuencia resultaba que el mayordomo era el culpable.

—Entiendo lo que quiere decir, Phipps. Siempre es el mayordomo. Como si fuera una enfermedad laboral.

—El Asesino, como le llamaban en Tres muertos en Midways Court, era también el mayordomo; y eso que hasta el último capítulo a nadie se le había ocurrido sospechar de él ni por un momento. Eso me hizo pensar. Fue una inspiración, señora. De los mayordomos, me dije, nadie sospecha nunca; por eso se me ocurrió que el mayordomo de una casa acomodada que hubiera adquirido la técnica de abrir cajas fuertes estaría en una posición muy ventajosa. Tendría, si me permite expresarlo así la señora, la pasta al alcance de la mano, y le sería sumamente sencillo, con sólo dejar una ventana abierta, hacer que sus operaciones tuvieran toda la apariencia de lo que llaman un trabajo externo. Para abreviar mi relato, señora, hice algunas averiguaciones discretas y pude dar al fin con un experto de Brooklyn que, a cambio de cierta retribución económica, accedió a instruirme en sus habilidades.

—¿En doce fáciles lecciones?

—Veinte, señora. La verdad es que, al principio, no me mostré un discípulo especialmente dotado.

—¿Pero acabó dominando la técnica con el tiempo?

—Así es, señora.

Bill inspiró profundamente. Sus criterios morales no eran nada rígidos y por temperamento se sentía siempre inclinada a mirar con tolerancia al que se desviaba del sendero recto y estrecho seguido por ella misma y las personas de su condición, pero algo de conciencia sí tenía. Y aunque jamás le hubiera caído bien su hermana Adela, no podía dejar de sentirse obligada, en cierto modo, a poner sobreaviso a aquella exasperante mujer. La generosidad del difunto Albert Cork, combinada con su fortuna propia y personal, resultante de percibir durante años una cuantiosa retribución, en una época en la que prácticamente no se hablaba de impuestos, había permitido a Adela apilar joyas suficientes como para equipar a la mitad de las bellezas de Hollywood, y a Bill no le parecía justo permitir que siguiera manteniendo en su propia casa, a mesa y mantel, a un mayordomo que, según se había probado ante el tribunal, era capaz de abrir cajas fuertes con un movimiento de las yemas de sus dedos.

—Debería decírselo a mistress Cork —dijo.

—No hay ninguna necesidad, señora. He abandonado por completo esa vida.

—A otro perro con ese hueso, si me permite utilizar esta familiar frase para expresar duda y escepticismo.

—No, señora, se lo aseguro. Dejando aparte el aspecto moral de la cuestión, jamás se me pasaría por la cabeza exponerme a los riesgos inherentes a mis pasadas actividades. Mi experiencia de la vida en una prisión norteamericana no me ha dejado el menor deseo de repetirla.

El rostro de Bill se despejó. Aquello resultaba verosímil.

—Entiendo lo que quiere decir. Recuerdo haber leído en la Yale Review un artículo acerca del criminal reformado. El autor observaba que nadie tiene una tendencia tan acusada hacia la honradez como el que acaba de salir de la cárcel. Decía que si alguno hubiera pasado un año en el hospital como resultado de haber saltado por las cataratas del Niágara dentro de un barril, una vez dado de alta el único deporte al aire libre que tal vez no se sentiría animado a practicar sería, precisamente, el del salto de las cataratas del Niágara en barril. O, por decirlo de otro modo, que el gato escaldado huye del agua fría.

—Así es, señora, aunque la cita exacta dice: «Un niño escaldado se espanta del fuego». Es del Euphues de Lyly.

—¿Es uno de sus libros de cabecera favoritos?

—Tuve ocasión de hojearlo, señora, cuando estaba al servicio del duque de Powick, en el Worcestershire. Había muy poco más que leer en la biblioteca de su señoría, y llovía muchísimo. —A mí me sucedió también algo por el estilo. Una vez viajé a Valparaíso como sobrecargo en un barco frutero, y el único libro que había a bordo era uno titulado Los dramas de William Shakespeare, propiedad del jefe de máquinas. Para cuando finalizó el viaje, me lo sabía de memoria. Supongo que por eso suelo citarlo tanto.

—Sin duda, señora. Y es un escritor admirable.

—Sí, escribió algunas cosas buenas. Pero hábleme de sus viejos tiempos, Phipps. ¿Qué tal Sing…?

—¡Chist, señora!

—¿Qué significa «chist»? ¡Ah, ya caigo!

Fuera, al otro lado de la cristalera, una voz se dejaba oír de pronto, entonando una alegre cancioncilla. E instantes después apareció su propietario, un joven alto, flaco, cuellilargo, que cargaba con una bolsa de palos de golf. Phipps le dedicó un saludo lleno de respetuosa devoción.

—Buenos días, milord.

—Buenos días, lord Topham —saludó también Bill.

—¡Oh, sí, buenos días! —respondió el joven. Y luego, como para aclarar el sentido de sus palabras, añadió—: ¡Buenos días, buenos días, buenos días! —Sonrió a Bill y al mayordomo, y prosiguió—: Créame, miss Shannon, y usted también, Phipps: éste es el día más maravillosamente feliz de un alegre año nuevo. Se lo digo sin reservas, Phipps, y a usted, miss Shannon… No sólo el día más maravilloso, sino también el más feliz del año de alegrías que hoy comienza. ¡Esta mañana he bajado de cien golpes, una hazaña que había escapado a mis esfuerzos desde que por primera vez empuñé un driver a la edad de veinte años! Un whisky con soda no me vendría mal, Phippsy. Puede subírmelo a mi habitación.

—Muy bien, milord —respondió Phipps—. Me encargaré de ello en seguida.

Lord Topham le observó admirativamente mientras se retiraba con su porte solemne habitual.

—¿Sabe usted, miss Shannon? Ese tipo me hace sentir nostalgia de mi hogar. De verdad. Jamás pensé que encontraría un mayordomo inglés en Hollywood.

—A Hollywood vienen a parar toda clase de rarezas inglesas —replicó Bill—. Discúlpeme un instante —añadió y, tomando el micro del dictáfono, empezó a hablar por él—. «¿Quién hubiera podido soñar que en unos pocos años el nombre de Adela Shannon sería conocido en todo el ancho mundo, desde China a Perú? ¿Quién iba a imaginar que, antes de haber hecho mi tercera película, sería amada, aclamada, adorada por el príncipe en su palacio, el campesino en su cabaña, el explorador en la jungla y el esquimal en su helado iglú? Pues así fue…, tan cierto…» ¡ja! —comentó para sí Bill—. «Tan cierto como que un toque de naturalidad te acerca a todo el mundo, y que el valor, la paciencia y la perseverancia te abren siempre camino. Ahora narraré mi primer encuentro con Nick Schenk». —Bill dejó el aparato y luego se excusó otra vez—: Lo siento. Tengo que grabar todas estas cosas cuando me viene la inspiración.

Lord Topham estaba impresionado, como lo está siempre el lego cuando tiene la oportunidad de observar al genio en las angustias de la composición.

—¡Oh, en absoluto! Lo comprendo perfectamente —exclamó—. Aunque no he entendido eso que decía usted a propósito del engrudo helado.

—Engrudo no: iglú. Una cosa que hacen en el Ártico.

—¡Ya!

—Algo más sólido que el engrudo normal.

—¡Ah! ¿Y qué está usted haciendo? ¿Trabajando en una película?

—No, no es para una película. Escribo la biografía de mi hermana Adela.

—¿Qué tal le va?

—No demasiado bien.

—Debe de ser un faenón espantoso, supongo. Yo no podría escribir nada ni aunque me pagaran, y mucho menos hablarle a esa especie de máquina de coser. Mistress Cork era una gran personalidad del cine mudo, ¿verdad?

—De las mayores. La llamaban la Emperatriz de las Emociones Violentas.

—Debe de haber hecho un montón de dinero.

—Un buen montón, sí.

—Quiero decir que una casa como ésta vale lo suyo.

—Sí. Pero aquí llega ella y podrá indicarle las cifras exactas, si usted lo desea.

La puerta que comunicaba con el cuerpo principal de la casa acababa de abrirse, y una mujer llamativamente bella, de la edad de Bill poco más o menos, hizo su entrada en la salita del jardín con los aires de autoridad y seguridad en sí misma que cabe esperar en las Emperatrices de las Emociones Violentas, aunque el paso del tiempo las haya reducido a la condición de ex Emperatrices. Adela Cork era alta y majestuosa, con unos ojos grandes, negros y soñolientos que podían y solían transformarse en siniestras ascuas ardientes cuando las cosas no iban exactamente tal como deseaba. Tenía algo de la imperiosa mirada de esos retratos de Louise de Querouaille que hacen pensar a quien los contempla qué personalidad de acero debió de tener el rey Carlos II para mantener relaciones íntimas con tan formidable mujer. Formidable era precisamente la palabra que mejor describía a la hermana de Bill. Sus tres maridos, hasta el difunto Alfred Cork que era tan correoso como cualquier ciudadano propietario de pozos de petróleo, se habían arrugado ante ella como papel carbón. Y, durante años generaciones de directores afamados se despertaban a veces temblando en plena noche, tras haber tenido la pesadilla de que regresaban a los días del cine mudo y discutían con Adela Shannon algún detalle técnico.

En la ocasión que venimos narrando, su humor era razonablemente benévolo, aunque lo cierto es que hizo el propósito de mantener luego una charla con Bill acerca de aquellos pantalones horrendos que llevaba puestos. Su conferencia había tenido excelente acogida, por lo que conservaba aún el aura de afabilidad inducida por los aplausos de doscientas inteligentes matronas de Pasadena.

—Buenos días —saludó—. Buenos días, lord Topham.

—Buenos días, buenos días, buenos días, buenos días.

—Llegas muy a punto, Adela —dijo Bill—. Lord Topham me estaba comentando ahora mismo lo mucho que admiraba esta casa.

Adela obsequió a su valioso huésped con una sonrisa de agradecimiento. Se sentía muy orgullosa y complacida con lord Topham. Le había costado mucho trabajo arrancarlo de las garras de una anfitriona posesiva que parecía habérselo apropiado a título permanente, por lo que su actitud hacia él era un poco la del coleccionista por la valiosa pieza que ha conseguido arrebatar en un baratillo a un experto rival.

—Es mona, ¿verdad? La adquirí tal como está a los albaceas de Carmen Flores, la actriz mexicana que murió en un accidente de aviación el año pasado.

A lord Topham le interesó aquello. Era un inveterado lector de revistas del corazón.

—¡No me diga! ¿De Carmen Flores? ¡Qué cosas!

—¿Había oído usted hablar de Carmen Flores?

—¡En absoluto! Bien…, quiero decir… que es imposible no haber oído hablar de ella, ¿no? Es como si viviera aún en su leyenda y sus canciones. Por el hecho de ser eso que ustedes, los americanos, llaman una mujer de bandera, ¿no es así?

—Absolutamente así —dijo Bill—. A veces pienso que si las paredes tuvieran lengua, como tienen oídos… Porque las paredes tienen oídos. ¿Lo sabían?

—¿De verdad?

—Absolutamente. Lo sé de buena tinta. Pero, bueno…, como estaba diciendo, a veces pienso que si las paredes pudieran hablar, éstas tendrían mucho que contar. Aunque no creo que fuera publicable todo lo que dijeran.

—No, en absoluto —asintió sabiamente lord Topham—. Así que era aquí donde vivía… Bien, bien… ¡Quién sabe si en ese mismísimo sofá…! Discúlpenme… Se me ha ido el santo al cielo y no recuerdo lo que iba a decir.

—Muy oportuno —observó Bill—. Y, para cambiar rápidamente de tema, ¿por qué no le habla a Adela de sus éxitos en el campo de golf esta mañana?

Lord Topham no necesitó que le rogaran.

—¡Oh, ah, sí! ¡He bajado del centenar, mistress Cork! ¿Juega usted al golf? —preguntó, aunque una mirada a su anfitriona le habría bastado para saber que la cuestión estaba fuera de lugar. Las mujeres como Adela Cork no se rebajan a estos pasatiempos triviales. Con un poco de fantasía puedes imaginar a Madame Curie o a la madre de los Gracos jugando al golf, pero no a Adela.

—No —respondió—. No lo practico.

—¡Oh! La idea general del juego consiste en realizar el recorrido golpeando la bola el menor número posible de veces; y el que consigue hacerlo en menos de cien golpes es merecedor de crédito y respeto. Pues bien: esta mañana lo logré por primera vez. La noticia dejará pasmadas a mis amistades del otro lado del océano. Si me disculpan, corro a llamar a Twingo para contárselo.

—¿Twingo?

—Un amiguete mío de Londres. ¿Me permite utilizar su teléfono? Le estaré eternamente agradecido —dijo lord Topham, que salió disparado a trasmitir la gran noticia a través del Atlántico.

Bill sonrió sardónicamente.

—«Un amiguete mío de Londres… ¿Me permite utilizar su teléfono?»… ¡Qué jeta!

Adela se picó. La molestaban aquellas críticas a su huésped predilecto.

—Las personas muy ricas no miran estas menudencias. Lord Topham es uno de los hombres más acaudalados de Inglaterra.

—No me sorprende. Sus gastos personales deben de ser mínimos.

—Y me gustaría, Wilhelmina —dijo Adela cambiando de tema—, que te vistieras decentemente cuando estés en una casa civilizada. ¡Ir por ahí con esos pantalones andrajosos! Da asco verte. ¿Qué crees que pensará lord Topham?

—¿Pero acaso piensa?

—¡Mira que ponerte un mono! —exclamó Adela, arrugando la punta de la nariz en señal de disgusto.

Pero Bill era una de las pocas personas a las que Adela Cork no era capaz de intimidar.

—No te metas con mi mono —replicó—. Piensa en lo que hay dentro, que es una hermana con un corazón de oro, y déjalo en paz. ¿Cómo te fue la conferencia? ¿Las dejaste con la boca abierta?

—Ha sido todo un éxito. Todas salieron entusiasmadas.

—Pues has vuelto pronto. ¿No fuiste capaz de lograr que te invitaran a almorzar?

Adela chasqueó la lengua.

—¿Has olvidado que hoy voy a dar una gran fiesta, Wilhelmina? Vendrán importantes personalidades de todo tipo, entre ellas Jacob Glutz.

—¿El Glutz de Medulla-Oblongata-Glutz? ¿Ese tipo con aspecto de langosta?

—No tiene aspecto de langosta.

—Perdona que te diga que se parece más a una langosta que algunas langostas de verdad.

—Bueno, se parezca a lo que se parezca, no quiero que te tome por uno de nuestros jardineros. Así que confío en que te cambies y te pongas algo mínimamente respetable antes de que él llegue.

—Ya pensaba hacerlo. Ésta es simplemente mi ropa de faena.

—¿Has estado trabajando en mis Memorias?

—Toda la mañana.

—¿Adónde has llegado?

—A tu primer encuentro con Nick Schenk.

—¿Sólo hasta ahí?

Bill comprendió que aquello debía atajarlo desde el principio. Bastante era ya verse obligada por la pobreza a escribir aquellas Memorias, para, además, tener que soportar a Adela persiguiéndola con sus ladridos y mordiéndole los talones como un sabueso. Una punzada de dolor la recorrió de arriba abajo al pensar en aquella agencia literaria, ahora ya fuera de su alcance.

—Sé razonable, mujer —dijo—. La historia de tu gran carrera será una importantísima contribución a las letras norteamericanas. No es una tarea que pueda hacerse apresuradamente. Hay que ir despacio. Cincelando, puliendo… ¿O es que piensas que Lytton Strachey se precipitó a completar su Vida de la reina Victoria como un perdulario borracho a entrar en una taberna para trasegar una cerveza a toda prisa?

—Comprendo. Sí, supongo que tienes razón.

—Ya puedes apostar a que sí. Ayer se lo decía a Kay… ¿Qué ocurre?

Adela había dejado escapar una exclamación y ahora miraba cautelosamente a uno y otro lado por encima del hombro. Bill tuvo la sensación de haber pasado aquellos últimos días exclusivamente en compañía de personas que practicaban esa curiosa forma de mirar. Y observó con extrañeza cómo su hermana se acercaba a la puerta, la abría bruscamente y miraba afuera.

—Pensé que tal vez Phipps pudiera estar escuchándonos —dijo Adela, cerrando de nuevo la puerta y regresando al centro de la habitación—. Hay algo que quiero preguntarte, Wilhelmina. Es acerca de Kay.

—¿Qué le ocurre a Kay?

Adela bajó la voz hasta convertirla en un susurro teatral.

—¿Te ha hablado alguna vez de alguien llamado Joe?

—¿Joe?

—Te diré por qué te lo pregunto. Ayer tarde llamaron por teléfono cuando yo pasaba por el recibidor. Me puse, y una voz de hombre dijo: «¿Kay? Aquí Joe. Córtame si has oído esto antes, pero… ¿quieres casarte conmigo?».

Bill chasqueó la lengua.

—Este chico está loco. Así no es manera de…

—Yo, entonces, dije: «Mistress Cork al aparato». Y él farfulló una disculpa y colgó. ¿Tienes idea de quién puede ser?

Bill estaba en condiciones de facilitar la información solicitada.

—Puedo decirte quién debe de haber sido, con toda seguridad. Es un joven escritor que conozco, llamado Joe Davenport. Trabajamos juntos en la Superba-Llewellyn hasta que lo despidieron. Puesto de patitas en la calle por Hollywood junto con otra docena. No me sorprende nada que haya llamado a Kay para pedirle que se case con él. Creo que lo hace de hora en hora. Está enamorado de ella con un apasionamiento que rara vez habrás visto fuera de los estudios de cine.

—¡Cielos!

—¿Por qué? ¿No apruebas el amor juvenil en primavera?

—No entre mi sobrina y un emborronacuartillas de Hollywood en paro.

—Puede que Joe esté ahora sin trabajo, pero tiene un brillante futuro si logra encontrar algún inversor audaz que le preste veinte mil dólares. Si dispusiera de ese capital, podría adquirir una agencia literaria de lo más rentable. ¿Querrías tú prestarle veinte mil dólares?

—No querría. ¿Está enamorada Kay de ese tipo?

—Bueno… Cada vez que le menciono su nombre suelta una risita nerviosa, una especie de divertida protesta. Tal vez sea una buena señal. Tendré que consultar algún libro de psicología infantil.

Adela se crispó.

—¿Cómo dices que sería una buena señal? ¡Un desastre sería si se enredara con un hombre así! Tengo la esperanza de que se case con lord Topham. Por eso la he invitado a venir. Es una de las mayores fortunas de Inglaterra.

—Sí, ya me lo has dicho.

—Me he tomado un montón de molestias para sacarlo de casa de Gloria Pirbright y hacer que Kay y él se conocieran. Gloria lo tenía atrapado como si fuera papel cazamoscas. Tengo que hablar muy seriamente con Kay. No permitiré tonterías.

—¿Por qué no le dices a Smedley que hable con ella?

—¡Smedley!

—Siempre he pensado que un hombre puede hacer estas cosas con mucha más autoridad. Las mujeres son sensibles a los chillidos. Y Smedley es el hermano del marido de la hermana del padre de Kay. Lo que lo coloca casi in loco parentis, como si dijéramos.

Adela soltó un sonido que, en una mujer de belleza menos apabullante, se hubiera calificado de bufido.

—¡Como si pudiera hacer algo! Smedley es un pobre cordero incapaz de asustar a un ganso. —Bien…, cítame tres ovejas que puedan hacerlo.

—¡Oh!

—¿Sí?

Adela miraba acusadoramente a Bill, con su expresión más severa. La misma que había dedicado en un centenar de películas mudas al centenar de malvados que habían intentado comportarse grosera e injustamente con la pobre huerfanita de turno. Estaba claro que por su cabeza acababa de pasar un pensamiento que reducía a la mínima expresión el amor fraternal.

—¡Smedley! —exclamó—. ¡Ya sabía yo que quería preguntarte algo! Hablando de Kay, por poco me olvido. ¿Le has dado dinero a Smedley, Wilhelmina?

Bill había confiado que este asunto quedara envuelto en el silencio y el secreto pero, por lo visto, no iba a ser así. Respondió, pues, con todo el aplomo que fue capaz de juntar sin pensarlo.

—Pues mira, sí; le presté cien dólares.

—¡Si serás idiota!

—Lo siento. No pude resistir su mirada de súplica.

—Pues entonces te interesará saber que ha pasado fuera toda la noche; en alguna orgía, imagino. He ido a su habitación esta mañana y no había dormido en la cama. Debe de haberse escapado a Los Ángeles con tus preciosos cien dólares.

Bill trató de apaciguarla lo mejor que pudo.

—Bueno… ¿Por qué atormentarse? Llevaba años sin pasar una noche fuera. ¿Qué mal hay en correrse una juerga de vez en cuando? Los chicos siempre serán chicos.

—Smedley no es un chico.

—Lo que digo yo siempre es que, para una vez que hemos de vivir, estamos obligados, sí, obligados, ésa es la palabra, a hacer todo lo que podamos por aumentar la felicidad de los demás, y…

—¡Bah! ¡Palabrería y sandeces!

—Sí, supongo que es una forma de verlo.

Adela se acercó al timbre de servicio y llamó.

—La única ventaja de todo esto —dijo— es que probablemente no llegará a tiempo para almorzar y que, si lo hace, no estará en condiciones de sentarse a la mesa y aburrir a míster Glutz con sus interminables anécdotas sobre el Broadway de los años treinta.

—Así está bien —la animó Bill—. Míralo siempre por el lado bueno. ¿Para qué llamas?

—Estoy esperando a mi masajista. ¡Ah, Phipps! —dijo Adela al abrirse la puerta—. ¿Ha llegado la masajista?

—Sí, señora.

—¿Está ya en mi habitación?

—Sí, señora.

—Gracias —dijo Adela en tono glacial—. Por cierto, Phipps…

—¿Señora?

El rostro de Adela, duro cuando había hablado de Smedley, se endureció todavía más.

—Le llamaba también para darle una pequeña noticia que creo que le interesará conocer.

—¿Sí, señora?

—¡Está despedido! —exclamó Adela, dejando que la violenta emoción de la que había sido Emperatriz saltara de sus ojos y abrasara al mayordomo como el ardiente chorro de un lanzallamas.