III

—Hollywood ya no es lo que era —acababa de decir Bill Shannon—. Antes era una combinación de Santa Claus, los Reyes Magos y el buen rey Wenceslao…, pero ahora se ha vuelto un avariento Scrooge. Los días felices han muerto, y el espíritu de generosidad es cosa del pasado.

Estaba compartiendo con Joe Davenport el contenido de una cafetera en el comedor principal del Hotel Beverly Hills, y su voz resonante retumbó por la sala como un trueno. Al oírla, Joe se sintió todo un distrito electoral en pleno arengado por un senador de excepcionales dotes pulmonares.

—Fíjate —decía ahora Bill—. Hubo un tiempo en que tenías que ser una persona excepcionalmente capaz y decidida para librarte de firmar con algún estudio. Los altos ejecutivos te perseguían por Sunset Boulevard rogándote en tono lastimero que aceptaras un contrato. «Venga a escribir guiones para nosotros», te suplicaban. Tú les decías que no te dedicabas a escribir, y ellos replicaban: «Pues le contratamos como asesora técnica». Y, si les respondías que no querías ser asesora técnica, al instante te salían con otra propuesta: «Únase a nosotros en calidad de profesora de vocalización». Así que al final cedías: «Está bien, seré guionista. Pero quiero mil quinientos a la semana». Y ellos, al momento: «Que sean dos mil. Es un número más redondo. Facilita la contabilidad». «Bueno…, pues que sean dos mil», admitías. «¡Pero no esperen que trabaje!». «¡Quite, quite, qué ocurrencia! ¡Por supuesto que no! Sólo deseamos tenerla a usted en nómina». Todo esto se acabó, Joe.

¿Ahora? ¡Ja! Ahora, si te contratan, lo hacen sólo por el placer de poder despedirte.

Todo este discurso era su respuesta a una pregunta incidental de Joe: «¿Qué tal por Hollywood?»; lo cual hizo que éste se sintiera como si, irreflexivamente, acabara de abrir un agujero en una presa. Sobreponiéndose al aturdimiento de sentirse como una rama zarandeada por aguas turbulentas, tuvo un atisbo de la causa que provocaba el estallido emocional de su acompañante.

—No me digas que también a ti te han dado la patada, Bill.

—Eso es precisamente lo que han hecho. Arrojarme a la nieve. ¡Y yo que estaba convencida de que me consideraban una especie de madrina de todos…! Algo así como la mascota del estudio…

—¿Cuándo ha sido eso?

—La semana pasada. Llego a mi despacho alegre como unas pascuas, con el sombrero ladeado y canturreando aquello de que «soy la reina de los mares», y me encuentro encima de la mesa la pápela dándome el pasaporte, dentro de un sobrecito azul. Una sorpresa muy desagradable, te lo aseguro. Tuve que ir rápidamente a la cafetería, a reponerme con un vaso de leche malteada Bette Davis.

Joe asintió en gesto comprensivo.

—Es esta manía de ahorrar que les ha entrado.

—Un falso ahorro.

—Supongo que Hollywood estará en mal momento estos días.

—Hundido hasta su último billón.

—Ya era de esperar que ocurriría algo por el estilo cuando me dejaron marchar… Una política suicida. ¿Qué vas a hacer ahora?

—De momento estoy viviendo en casa de mi hermana Adela. Escribiéndole la que será su autobiografía. Por cierto, Kay se ha presentado también hace un par de días. ¿Llegaste a conocerla en Nueva York?

Joe dejó escapar una de sus risas más lúgubres y huecas.

—¡Que si la conocí en Nueva York! La respuesta a tu pregunta, Wilhelmina, tiene que ser afirmativa. Pero ¡qué poco imaginabas los riesgos a que me exponía tu irreflexión al decirme que fuera a saludar a esa chica! Mi moral por los suelos. Depresión y debilidad. Inapetencia y sudores nocturnos. Me he enamorado de ella, Bill.

—¿De verdad?

—Sí.

—Bueno… No te lo reprocho. Es una mocosilla atractiva.

—Preferiría que no aludieras a ella llamándola mocosilla… Di mejor un ángel…, un serafín, si quieres. Pero no mocosilla.

—Lo que tú digas. ¿Y cómo van las cosas? ¿Te corresponde? ¿Eres el hombre de sus sueños?

—Para decírtelo con su palabra favorita, no.

—¿No quiere casarse contigo?

—Eso es lo que dice.

—Propónselo de nuevo.

—Ya lo he hecho. ¿A qué te crees que dedico mi tiempo? Se lo he pedido ya doce veces. No, me descuento: catorce; estaba olvidándome de un par de ocasiones de pasada. Y llegarían ya a las quince si hubiera podido hablar con ella por teléfono hace unos instantes; pero no estaba en casa. Por cierto, Bill… ¿Quién es una tal mistress Cork?

—Mi hermana Adela. Se casó con un multimillonario apellidado así. ¿Por qué me lo preguntas?

—No…, simple curiosidad. Hemos cambiado unas cuantas palabras por teléfono. En fin…, así están las cosas. Yo declarándome a ella sin parar, y ella, inconmovible, volcando toneladas de negra escarcha sobre el jardín de mis ilusiones. Ahora ya sabes por qué estoy tan pálido y macilento.

—Pues a mí me pareces un tomate especialmente apetitoso. Y estás loco si das importancia a las palabras de una chica que te rechaza. Fíjate en mí: estoy enamorada de un hombre que me ha estado diciendo que no en los últimos veinte años. Pero… ¿me desespero? Ni una pizca. Sigo tras él, y pienso que lo estoy ablandando. Oye…, ¿por qué me miras con esa cara de asombro?

Joe dudó antes de responder.

—Bueno…, reconozco que estoy algo sorprendido.

—¿Por qué?

—El caso es que jamás te había imaginado con problemas sentimentales.

—¿Por qué no?

—¡Oh! Lo que quiero decir —se apresuró a añadir Joe al advertir la expresión amenazadora que despuntaba en el rostro de su acompañante— es que me asombra que alguien se te haya podido resistir durante veinte años.

—Así está mejor.

—Pienso que lo conseguirás. Persevera, Bill.

—Lo haré. Y persevera tú también.

—Muy bien. Perseveremos los dos.

—Organizaremos una doble boda.

—Me parece muy bien.

—Y ahora, ¡por amor del cielo!, cambiemos de tema y pasemos al asunto. No podemos perder todo el día hablando de amor. ¿Recibiste mi telegrama?

—Por eso he venido.

—¿Y mi carta explicándote todos los detalles del plan?

—No me ha llegado ninguna carta tuya.

—Te diré por qué: acabo de recordar que me olvidé de echarla al correo. Pero puedo suplirla y ponerte ahora al cabo de la calle. Muchacho, estamos en vísperas de conseguir una fabulosa fortuna. Hemos dado con una mina de oro.

—Sigue, sigue, Bill. Me tienes en ascuas.

Bill blandió teatralmente su dedo índice y le golpeó con él en el pecho.

—¿Se te ha ocurrido pensar alguna vez, Joe, que durante todos los años que llevamos escribiendo nos ha tocado lo peor del oficio?

—¿Qué quieres decir?

—Que hemos llevado siempre las de perder. Haciendo el bobo. Chupándonos el dedo. ¿Adónde crees que llegaremos escribiendo para las revistas de mala muerte y trabajando como esclavos a sueldo en Hollywood? A ninguna parte.

—¿O sea…?

—O sea que vamos a hacernos agentes literarios.

—Representantes de los autores, si quieres. Suena mejor. Vamos a tumbarnos a la bartola y a dejar que otros hagan el trabajo, llevándonos nuestro diez por ciento de comisión como la gente bien.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—Me vino como un fogonazo el otro día, mientras comía con mi chupasangres personal, que ha pasado varios días internado en una casa de locos. Noté de entrada que el hombre parecía un manojo de nervios y estaba deprimido; pero durante el plato de salmón ahumado, justamente después de haberle sableado un par de cientos de dólares, el hombre ocultó de repente el rostro entre las manos, soltó un ronco gemido y dijo que aquello era el final. Que no podía continuar. Que tenía que retirarse. Dijo que había llegado a un punto en que por nada del mundo quería volver a ver a un escritor. Que los escritores le dábamos algo. Dijo que suponía que la Providencia había tenido algún oculto designio cuando puso a los escritores en el mundo, pero que él jamás había sido capaz de imaginar cuál pudiera ser, y que suspiraba por un tranquilo declinar de su vida en algún remoto lugar, como las islas Vírgenes, donde pudiera albergar razonablemente la esperanza de verse libre de ellos. Así que, para resumirte toda la historia en dos palabras, conseguí que me diera una primera opción sobre su clientela y efectos, o como los llamen. Pero tenemos que actuar con la velocidad del rayo porque, de aquí a una semana, si no hemos cerrado el trato, lo hará con cualquier otro. O sea, que ha llegado el momento de que el séptimo de caballería venga en ayuda de los buenos.

A Joe se le contagió buena parte del entusiasmo de Bill. Nunca antes se le había ocurrido la idea de hacerse representante literario, pero ahora comprendía que era precisamente algo así lo que su subconsciente andaba buscando cuando decía estar estudiando el mercado. Como todos los escritores, sustentaba ampliamente el criterio de que, de entre todas las bicocas de esta moderna civilización nuestra, la de ser representante literario era la más apetecible. Dado el modesto nivel de inteligencia requerido para introducir un manuscrito en un sobre y pasar la lengua por la goma de la solapa, difícilmente podía fracasar nadie en esta rama de la industria. Y, por otra parte, no verás nunca a un agente literario paseándose por ahí con ropas remendadas y agujeros en las suelas de los zapatos, y teniendo que prescindir de alguna comida de cuando en cuando…

Había empezado a tejer una fantasía multicolor en la que Kay, al enterarse de que había pasado a formar parte de la opulenta pandilla que representa a los autores, volaba sollozante a humedecerle el hombro con sus lágrimas, pesarosa de haber sido tan injusta con él como para negarle la consideración de lo que los franceses llaman un homme sérieux, cuando Bill añadió un nuevo dato a sus explicaciones:

—Pide veinte mil dólares.

El ensueño de Joe se rompió en mil pedazos, como la sopera que se le escapa de las manos a una doncella negligente a la hora de fregar la vajilla. Tragó ruidosamente saliva y, cuando habló, lo hizo con voz baja y chirriante.

—¿Veinte mil?

—Nada más. Al principio se puso a fantasear sobre cifras descabelladas del orden de los treinta mil dólares, pero en seguida le paré los pies.

—¿Y esperas conseguir veinte mil dólares?

—¿Por qué no?

—¿Qué banco estás pensando desvalijar?

Joe se encogió en su asiento. Wilhelmina Shannon estaba levantando de nuevo la voz.

—¿A qué viene ese comentario sobre desvalijar bancos? Te estoy pidiendo que pongas el capital. ¿No estás podrido de dinero?

—Tengo un millar de dólares, si es eso a lo que tú llamas podrido…

—¿Mil dólares? ¿Qué se ha hecho de lo que ganaste en el concurso de radio?

—Es… lo que el viento se llevó.

—¡Condenada rata crapulosa…!

—El elevado coste de la vida allí…, los impuestos… Y una cosa que estás olvidando, Bill: que los premios en estos concursos de radio no son dinero en metálico. No te creas lo que cuentan los periódicos. La mayor parte del mío fueron latas de sopa. ¿Aceptaría ese representante tuyo ocho mil latas de sopa variadas? A lo mejor le encantan las sopas. Puedo ofrecerle de tomate, de espárragos, de guisantes, de caldo de pollo…

Un señor de edad que estaba bebiendo algo con una pajita en una mesa situada en el otro extremo del comedor dio un salto convulsivo y por poco se traga la paja. Todo porque la voz de Bill se elevó algo más.

—¡Un sueño más que se va al traste! —dijo Bill—. ¿Podrías darme la dirección de algún buen asilo de ancianas?

A Joe le conmovió su congoja. Pero era un buen fajador y ya se estaba recuperando de la pesadumbre en que se había visto sumido.

—No seas derrotista, Bill. ¿Por qué no vamos a poder sacar ese dinero de alguna parte?

—¿De dónde?

—Había en Santa Mónica un lugar llamado Perelli’s, donde podías probar suerte en algunos juegos de azar. Supongo que seguirá abierto. Podría tomar mis mil dólares y darme una vueltecita por allí esta noche…

—¡No seas loco!

—Tal vez tengas razón. Oye… ¿Y por qué no buscamos algún socio capitalista? Hollywood debe de estar lleno de ricos con espíritu deportivo que participarían gustosos en un negociete.

—No conozco ninguno.

—¿Qué me dices de la señora Cork?

—¿Adela? La mujer más lenta en desenfundar un dólar al oeste de Dodge City. No, Joe…, es el final. Ruina, desolación, desesperanza… Adiós, muchacho… Ya nos veremos en la cola del comedor de caridad —se despidió Bill, y caminó pesadamente hacia la puerta, hecha la viva imagen de Napoleón retirándose de Moscú.

Durante unos minutos después de haberse marchado ella, Joe permaneció sentado, reflexionando sobre las veleidades del destino que te atrae con promesas doradas y luego te pilla por la espalda de pronto y te atiza con un calcetín relleno de arena en la base del cráneo. Pero Joe, ya lo hemos dicho, sabía encajar bien los golpes, y no pasó mucho rato antes de que empezara a vislumbrar a través de las nubes del desastre un pequeño pero inconfundible resquicio de esperanza. Tal vez tuviera que posponer por algún tiempo su proyecto de hacerse millonario, pero el dinero no lo es todo —se dijo— y el mundo, aunque francamente gris en muchos aspectos, tenía el privilegio de albergar a la mujer amada. Así que, tomando un taxi en la parada que hay frente a la librería de Marión Hunter y pidiendo al taxista que lo llevara a lo alto de Álamo Drive, podría contemplar a sus anchas la casa en que Kay residía. Y, por poco que le sonriera la suerte, a lo mejor hasta podía verla fugazmente a ella misma.

Veinte minutos más tarde, sentado dentro del taxi, observaba por la ventanilla la gran verja de la entrada y la avenida asfaltada y bordeada de árboles que conducía hasta una casa desgraciadamente invisible desde donde él estaba. Se sentía como un peregrino visitando el santuario objeto de su viaje, aunque a aquel sentimiento devoto se sumaba también el más terreno de que, cuando mistress Adela Cork había decidido casarse con un millonario, no había elegido al primero que vio. La finca, hasta donde podía verla, era espaciosa y cara. Y cuando de pronto vio cruzar la avenida, portando una bandeja con bebidas, al que evidentemente era un auténtico mayordomo inglés de importación, ya no pudo tener la más mínima duda de que se hallaba delante de una de las más suntuosas mansiones de Hollywood.

Fue probablemente la vista de aquella bandeja de cóctel lo que le sugirió que ya iba siendo hora de regresar y hacer los preparativos para la cena. El atardecer californiano se había transformado en suave crepúsculo y su estómago, siempre partidario de la política del «hágalo ahora mismo», estaba enviando mensajes perentorios a la oficina central. A regañadientes, lamentando la necesidad de ceder a los bajos instintos de su naturaleza, estaba ya a punto de indicar al taxista que podía iniciar el camino de regreso cuando vio llegar por la avenida de la casa y salir por la verja a un caballero corpulento, fornido, de edad madura, con todo el aspecto de un emperador romano aficionado a no privarse de alimentos ricos en féculas, y tan impresionante en su porte que a Joe se le ocurrió al instante que se abría la primera rendija de luz: que había dado precisamente con la persona que buscaba, uno de esos grandes potentados que se gastan sumas como veinte mil dólares en alpiste para pájaros.

Porque para Joe, por el simple hecho de encontrarlo allí, no había duda de quién era: sólo podía tratarse del plutócrata Cork, del supercontribuyente marido de la tía de Kay, Adela. Te bastaba con echarle un vistazo para comprender que tenía pasta a carretadas. Es difícil de explicar con exactitud, pero hay algo en estos ricachones que los distingue de la grey común. Se les ve diferentes. Caminan de manera distinta. Llaman: «¡Eh, taxi!» de una manera peculiar.

Porque éstas eran precisamente las palabras que el individuo aquel estaba diciendo y, por un instante, a Joe le extrañó que semejante Creso tuviera necesidad de parar un taxi. Pero en seguida comprendió que existía una explicación de lo más simple. Algo —una circunstancia trivial, a buen seguro— habría dejado momentáneamente inservibles el Lincoln, el Cadillac y los dos Rolls-Royces que tenía en su garaje.

Su mente rápida como el rayo intuyó que se le presentaba caída del cielo una oportunidad para confraternizar con aquel fondo del Tesoro ambulante y sentar las bases de una hermosa amistad.

—Voy a Beverly Hills, caballero —dijo con su más encantadora sonrisa, asomando la cabeza por la ventanilla del taxi—. ¿Me permite usted que le lleve?

—Muy amable por su parte, caballero.

—¡Faltaría más, caballero!

—Se lo agradezco mucho.

—No tiene importancia. Suba usted, caballero, suba usted.

El taxi comenzó a rodar por la falda de la montaña, mientras Joe se aprestaba a mostrar los aspectos más fascinantes de su personalidad.