II

Joe Davenport estaba almorzando con Kay Shannon en El Pollo Morado, en la carretera de Greenwich Village. Hubiera preferido llevarla al Colony o al Pavillon, pero Kay tenía ideas muy estrictas acerca de los jóvenes que derrochaban su hacienda viviendo alocadamente, aunque acabaran de conseguir un sustancioso premio en un concurso radiofónico. Al igual que su tío Smedley, la muchacha no encontraba ningún provecho en ello. En cualquier caso, lo que para el exigente paladar de Joe no había sido más que un repugnante comistrajo tocaba ya a su fin, y sólo restaba por superar el último obstáculo, el café.

El camarero lo trajo a la mesa y se alejó de nuevo, no sin antes soltar una bocanada de aliento sobre el cogote de Joe, y éste, que había estado disertando sobre las cualidades letales de la dieta a base de espaguetis, abandonó el tema y volvió al que siempre prevalecía en su mente en las ocasiones en que comía con Kay.

—Ya basta de hablar de espaguetis —dijo—. Volveré a ello más tarde, si quieres. Ahora tengo en la agenda cosas más importantes. No, no mires…, respóndeme sólo. ¿Quieres casarte conmigo?

Kay estaba apoyada de codos en la mesa, con la barbilla entre las manos, y le observaba con aquella profunda y atenta mirada que le hacía sentir como si alguna mano oculta hubiera introducido una batidora en su alma y comenzara a agitarla a conciencia. Era precisamente su actitud tan seria lo que lo había atraído vivamente desde el principio. Porque, por los días en que la conoció, había llegado a la conclusión de que el mundo estaba demasiado lleno de mujeres sonrientes, sobre todo en aquel reino de la sonrisa que era Hollywood, en el que hasta hacía poco se ganaba la vida. Más de una vez le había parecido que su vida, hasta que Kay hizo acto de presencia en ella, se había convertido en un infierno de dientes deslumbrantes y risitas alegres.

—¿Casarnos?

—Eso mismo.

—¡Se te ocurren unas ideas rarísimas! —replicó Kay.

Se volvió discretamente a mirar hacia atrás. El Pollo Morado es uno de esos restaurantes informales de Greenwich Village en donde no se observan rigurosamente las reglas de la buena etiqueta, así que, en el rincón más interior de la sala, un hombre que por su pinta podía ser perfectamente un escultor neovorticista y una joven que parecía un muestrario ambulante de collares de abalorios se habían puesto a discutir tan ruidosa y familiarmente como si estuvieran en su propia casa. Cuando la mirada de Kay se cruzó de nuevo con la de Joe, vio que éste fruncía el ceño en gesto de reproche.

—No hagas caso a esos dos —la urgió—. Nuestro matrimonio no sería así. Además, probablemente ni estarán casados.

—Pues parece estar hablándole como sí fuera su marido.

—La nuestra sería una felicidad sin fisuras. ¿Tú no lees la revista Blondie? Si lo haces, tendrás que reconocer que Dagwood Bumstead es el mejor marido de América… Pues mira: tengo mucho en común con él: soy cariñoso, amable, me encantan los perros y me gustan los emparedados exóticos. Cásate conmigo y te llevarás un super-Dagwood. Nunca me oirás una palabra áspera, ni me sorprenderás una mirada de reproche. Tus más mínimos deseos serán órdenes. Cada mañana te llevaré a la cama el desayuno en una bandeja, y me sentaré a tu lado para darte vahos cuando tengas dolor de cabeza.

—Suena de maravilla. Pero… hay algo que me intriga —replicó Kay—. He observado que, cuando me invitas a almorzar, aguardas siempre a que traigan el café para declararte. ¿Por qué lo haces? ¿Es sólo un reflejo?

—Al contrario: es una táctica muy sutil. Pura psicología. Pienso que una chica llena hasta los topes es probable que esté en disposición más condescendiente que si está sufriendo las punzadas del hambre. Y no me hace ninguna gracia declararme cuando los camareros pueden estar escuchando y haciendo apuestas a nuestras espaldas. Bueno, ¿qué? ¿Nos casamos?

—No.

—Eso ya me lo dijiste la vez anterior.

—Y te lo repito ahora.

—¿De verdad me rechazas de nuevo?

—Sí.

—¿A pesar de haberte atracado con mi estofado?

—Yo he tomado espaguetis.

—Tanto da. La obligación de una dama que se ha atracado con los espaguetis de un caballero hacia el caballero en cuestión es exactamente la misma.

El escultor y la joven que hacía collares habían pagado la cuenta y se marchaban ya. Libre de su influencia perturbadora, Joe se sintió más capaz de concentrarse en el asunto que tenía entre manos.

—Realmente es extraordinaria esa manía tuya de decir que no cada vez que te ofrezco el amor de un hombre cabal —dijo—. No… No… No… Serías un perfecto Molotov. Claro que, en realidad, no tiene importancia…

—¿No?

—¡Ya vuelves a decirlo! Para mí que lo repites en sueños.

—¿Por qué no tiene importancia, so payaso?

—Porque, en cualquier caso, tendrás que casarte conmigo, aunque sólo sea por mi dinero.

—¿Cuánto tienes?

—Mil dólares.

—¿Eso es todo?

—¿Qué quieres decir con que si es todo? Conozco a muchos pobres tipos que serían felices si dispusieran de un millar de dólares. Y a muchas mujeres también. Tu tía Bill, sin ir más lejos.

—Lo que quería decir es que si eso es todo lo que te queda del premio.

—Bien, verás… El dinero vuela. Ése ha sido mi continuo problema de soltero, como lo ha sido también el de tu solterona tía Bill. Por cierto…, ¿tienes noticias recientes de ella?

—No.

—Pues a mí me ha llegado esta mañana un telegrama suyo.

—¿Por qué diablos tenía que enviarte un telegrama?

—Está madurando un gran proyecto.

—¿Qué clase de proyecto?

—No lo explicaba. El texto era bastante enigmático. Sólo decía que tenía un plan.

—Apuesto a que será una locura.

—Y yo apuesto a que no. ¿Loca Bill? ¿La mujer más de fiar de la tierra? ¡La más inteligente que jamás haya tomado carne enlatada Betty Grable en la cafetería de un estudio de cine! Bill es una mujer con ideas. Cuando trabajábamos juntos en la Superba-Llewellyn había un agente de tráfico en el Cahuenga Boulevard que se agazapaba con su moto en alguna esquina oscura y saltaba de pronto como un rayo en persecución de los automovilistas para coserlos a multas. Solíamos verlo actuar desde nuestras ventanas, y todos estábamos deseando darle un escarmiento, pero únicamente Bill tuvo la sagacidad y la inteligencia de salir de casa y, aprovechando un momento que el hombre la había dejado y entrado en un bar, atar una cadena a la rueda trasera de su moto y sujetar el otro extremo a una boca de incendios. Así que, a la siguiente vez que se subió a la máquina y arrancó, saltó disparado por encima del manillar y se quedó sentado en el suelo mirando a todos lados con la expresión más boba que jamás le haya visto a un guardia de tráfico. Ahí tienes a Wilhelmina Shannon en dos pinceladas. Una mujer que se encarga de hacer lo que debe hacerse. Pero, volviendo a lo que te decía, como soltero me ha resultado difícil evitar que el dinero se me escapara de las manos. Será distinto cuando me case y siente la cabeza.

—No me voy a casar contigo, Joe.

—¿Por qué no? ¿No te gusto?

—Eres un agradable compañero de mesa.

—Me temo que agradable es un adjetivo algo superficial…

El camarero rondaba por allí cerca en actitud significativa y Joe, leyéndole el pensamiento, se apresuró a pedirle la cuenta. Luego miró a Kay a través de la mesa y sintió, aunque no por primera vez, que realmente la vida era muy extraña. Nunca puedes saber lo que está preparando para ti. A punto de abandonar Hollywood, Bill Shannon le había encargado que, una vez en Nueva York, visitara a su sobrina Kay, que trabajaba allí en las oficinas de una editorial; y Joe recordaba perfectamente haberlo hecho sólo por complacer a la buena de Bill. Joven y nunca falto de compañía femenina, no había esperado gran cosa de añadir un teléfono más a la lista de su agenda roja. Pero Bill le había dicho que se pusiera en contacto con su sobrina, y así lo hizo. Y fue así como un sencillo gesto, de mera cortesía, desencadenó los terremotos emocionales que ahora estaba viviendo y que lo tenían en un estado deplorable.

—Bill tenía que haberme advertido de la prueba a que iba a enfrentarme —dijo Joe, prosiguiendo sus reflexiones en voz alta—. «Cuando llegues a Nueva York», me dijo, «ve a saludar a mi sobrina Kay». Así mismo. Sin darle importancia. De pasada. Ni la más mínima sugerencia de que estaba introduciendo en mi vida una mujer de corazón duro como un peñasco, que conmocionaría toda mi existencia y me convertiría en un manojo de nervios. ¡Y que luego hablen de La Belle Dame Sans Merci!

—¡Keats! —exclamó Kay, sorprendida—. Estoy delante de un hombre de letras… Tendrás que darme tu autógrafo. No sabía que te gustara leer poesía.

—A todas horas. Siempre que puedo arañar unos minutos de tiempo libre, me encontrarás enfrascado en la última novedad de Keats. «¡Ah! ¿Qué puede afligirte, infeliz mortal, que callejeas solo y triste?». Pues te aseguro —añadió Joe— que si el infeliz mortal ese entrara ahora mismo por la puerta del restaurante y empezara a quejarse de la tiranía a que lo tiene sometido su Belle Dame Sans Merci, me acercaría a darle una palmada en la espalda y a decirle que comprendo perfectamente cómo se siente.

—Aunque tendrás que reconocer que su situación era bastante peor que la tuya.

—¿De dónde sacas esa idea?

—Él no tenía una agenda roja con una larga lista de teléfonos…

A Joe se le escapó un respingo y, aunque la mayoría de sus amigos habrían dicho que eso era imposible, se ruborizó.

—¿Qué sabes tú de mi agenda roja?

—La dejaste encima de la mesa una vez que fuiste a saludar a alguien. Y le eché un vistazo distraídamente. ¿Quiénes son todas esas mujeres?

—Retazos de un pasado ya muerto.

—¡Hum!

—Nada de «¡hum!». Esas chicas no significan nada para mí. Fantasmas, eso es lo que son. Restos y desechos que el oleaje ha hecho varar en la playa del recuerdo. Sírveme a cualquiera de ellas en una bandeja, rodeada de berros, y ni siquiera tocaré su mano. Para mí no existe ahora nadie más que tú. ¿No me crees?

—No.

—¡Otra vez esa palabra! ¡Por las barbas de Samuel Goldwyn que hay momentos en que siento la irreprimible tentación de atizarte con una botella en la cabeza!

Kay blandió su cucharilla de café.

—Ni se te ocurra. Estoy armada.

—¡Oh, está bien! No lo haré. Pero sólo porque lo prohíben los manuales de urbanidad.

El camarero trajo la cuenta y Joe la pagó maquinalmente. Kay estaba estudiándolo de nuevo con aquella característica expresión suya.

—No es tu agenda lo que me preocupa —dijo—. Ya me parece bien que seas un Casanova reformado… Pero… ¿de veras quieres que te diga por qué no me casaré contigo, Joe?

—¡Ojalá lo hagas! ¡Aclara de una vez este enigma histórico!

—Lo que voy a decirte lo sabes de sobras…

—No me importa. Me encantará oír cómo hablas de mí.

Kay tomó un sorbo de café, pero encontró que se había enfriado y volvió a dejar la tacita en la mesa. Ya no quedaban clientes en el restaurante, y los camareros habían ido a ocultarse, al parecer, a su guarida secreta. Podía hablar sin temor a que nadie estuviera escuchando.

—Pues mira… La razón es que tú no eres precisamente lo que los franceses llaman un homme sérieux. No sé si me entiendes.

—No.

—Trataré de explicártelo. Repasemos algunos hechos de tu vida. Los conozco por Bill. Me contó que, cuando tú y ella vivíais en Nueva York, antes de iros los dos a Hollywood, te estabas abriendo camino como escritor.

—Para revistas de mala muerte.

—Bien… ¿Qué hay de malo en eso? La mitad de los escritores hoy célebres comenzaron escribiendo para esas revistas. Pero se dedicaron de verdad, trabajando.

—No me gusta el retintín que pones en esa palabra.

—Luego conseguiste un empleo en la Superba-Llewellyn y marchaste a Hollywood. Y te despidieron.

—Eso le puede ocurrir a cualquiera.

—Sí. Pero la mayoría de la gente, cuando los despiden, no solicitan una entrevista personal con el jefe del estudio y, en el curso de la conversación, le tiran a la cabeza un ejemplar encuadernado del Saturday Evening Post. ¿Por qué lo hiciste?

—Me pareció una buena idea entonces. Se había ganado mi antipatía. ¿También te contó Bill todo eso?

—Sí.

—Bill habla más de la cuenta.

—Con lo cual te ganaste estar en la lista negra. No parece un comportamiento muy equilibrado, ¿no crees?

Joe le dio unas palmaditas en la mano, indulgente.

—Las mujeres no entendéis estas cosas —dijo—. En la vida de cada hombre que tenga tratos con Ivor Llewellyn llega un momento en que se ve impulsado a arrojarle a la cabeza ejemplares del Saturday Evening Post. Para eso lo publican sus editores.

—Bueno, está bien. Sigo pensando que fue una actitud muy poco seria; pero, si a ti te lo parece, allá tú. Y ahora pasemos a lo del concurso de radio. Cuando, por un milagro, consigues ganar un montón de dinero…

Aunque apesadumbrado por los derroteros que tomaba aquella conversación, Joe no pudo reprimir una carcajada.

—La verdad es que, cada vez que lo recuerdo, se me escapa la risa —dijo—. Me veo sentado en mi cuchitril una noche lluviosa, dando vueltas al problema de cómo arreglármelas para sacar dinero con que comer al día siguiente, cuando hete aquí que de pronto suena el teléfono y me encuentro al otro lado del hilo un animado locutor de la WJZ que me pide que escuche la grabación de la Voz Misteriosa y trate de identificarla. ¿Y de quién es esa vo2 misteriosa? Pues nada menos que la de míster Ivor Llewellyn, que no ha dejado de aturdir mis tímpanos desde aquel episodio que antes mencionaste. Doy mi respuesta, y al instante el tipo de la radio me informa de que he ganado el gran premio y conseguido un dineral que deja chiquitos los sueños de un avaro. Lo que demuestra que no hay nada en el mundo que no esté puesto en él con algún fin, ni siquiera Ivor Llewellyn. Pero te he interrumpido…

—En efecto.

—Perdona. Adelante. ¿Qué me estabas diciendo?

—Te decía que lo primero que haces en cuanto te ves con un montón de dinero es dejar de escribir y dedicarte a holgazanear.

—Me juzgas mal.

—¿Has escrito un solo relato desde que sacaste ese dinero?

—No. Pero no he estado holgazaneando. He estado mirando a mi alrededor, preparándome para el salto. Tal como yo lo veo, debo ser capaz de encontrar algo mejor que hacer que escribir aventuras del Oeste a tanto la página para las revistas. Ahora que tengo unos ahorrillos, puedo permitirme esperar y estudiar el mercado. Eso es lo que estoy haciendo: estudiar el mercado.

—Ya veo. Bien… —dijo Kay poniéndose en pie—. Tengo que irme. Y sigo pensando que no eres un homme sérieux.

Un sentimiento de desolación se abatió sobre Joe. Lo había sentido latente todo el rato, de una forma distinta, pero sólo ahora pareció hacerle ver que faltaban poquísimos días para que entre aquella chica y él se interpusieran cinco mil kilómetros de montañas, desiertos y praderas. Cuando, si había alguna tarea que requiriera su personal e ininterrumpida supervisión, era sin duda ésta de doblegar la resistencia de Kay Shannon, inasequible para el vendedor más experto.

—No te vayas aún —le pidió.

—Debo hacerlo. Tengo que dejar listas un montón de cosas.

—¿Mucho trabajo en el despacho?

—Estoy haciendo las maletas. Mañana empiezo mis vacaciones.

—No me lo habías dicho.

—Se me olvidaría, supongo…

—¿Adónde te vas?

—A Hollywood. Pero… ¿qué te pasa?

—No me pasa nada.

—Estás chillando como una foca.

—Siempre chillo como una foca a estas horas del día, más o menos. ¿Y dices que te vas a Hollywood?

—Bueno, a Beverly Hills. Estaré en casa de mi tía.

—¿Bill?

—No, con otra tía. Una hermana de Bill. De una posición social mucho más alta. Pertenece a la aristocracia de Hollywood. Es Adela Shannon.

—¡Qué me dices! ¿La famosa Adela Shannon? ¿La estrella del cine mudo?

—La misma.

—Bill me ha hablado alguna vez de ella. No parecía tenerle mucho aprecio.

—A mí tampoco me cae demasiado bien.

—Entonces… ¿por qué vas a su casa?

—Bueno…, no sé. A algún sitio he de ir. Además, me ha invitado.

—¿Por qué parte vive?

—En las montañas, sobre Álamo Drive. En la casa que fue de Carmen Flores. La conocerás, probablemente.

—O sea que es la dueña de ese palacio, ¿eh? Debe de estar forrada.

—Lo está. Se casó con un millonario.

—Y tú harás lo mismo si doy con lo que busco y me salen bien las cosas. Bueno… Estate a la espera de recibir pronto un telefonazo mío.

—¿Que espere qué?

Joe se rió con ganas. Había superado su momento de depresión. El sol se había abierto paso a través de los nubarrones y todo parecía ir a pedir de boca en el mejor de los mundos posibles.

—¿Pensabas poder escapar de mí marchándote a Hollywood? Pues tu cabecita se ha estado haciendo vanas ilusiones. Yo también iré a Hollywood dentro de un par de días.

—¡Cómo! ¡Pero si allí te tienen en la lista negra!

—¡Oh, no! No voy a buscar trabajo. Sin duda vendrán a ofrecérmelo, y me suplicarán que acepte. Pero yo me pondré muy tieso y diré: «Después de lo que ha ocurrido, ni pensarlo». Así, desdeñoso… En realidad voy a ver a Bill para que me explique ese plan suyo. Con razón o sin ella, parece creer que mi cooperación es imprescindible para que tenga éxito. Se ha mostrado tan insistente, que debo dejarlo todo e ir corriendo. Es una lástima que no podamos hacer el viaje juntos tú y yo, pero hay un par de cosas que debo dejar resueltas aquí antes de abandonar la gran ciudad. Sin embargo, a su debido tiempo tendrás noticias mías. Me verás, mejor dicho.

—No estarás pensando en dejarte caer por la casa de tía Adela…

—Pudiera ser.

—Preferiría que no lo hicieras.

—Tu tía no se me comerá, digo yo.

—Yo no estaría tan segura. No es vegetariana.

—Bueno, ya veremos, ya veremos. Y, respecto al asunto que antes comentábamos, dejemos las cosas como están, de momento. Yo seguiré queriéndote, naturalmente.

—Muchas gracias.

—No hay de qué —replicó Joe—. Es un placer. En algo ha de ocuparse uno.