I

El sol, que es un placer tan agradable de la vida en Hollywood y en sus alrededores cuando el tiempo no se muestra caprichoso, caía radiante desde un cielo azul turquesa sobre la espaciosa finca que los del lugar seguían llamando la casa de Carmen Flores, aunque ya hacía casi un año que la fogosa estrella mexicana había dejado de ser su propietaria y ahora pertenecía a mistress Adela Shannon Cork. El mes, mayo. La hora, mediodía.

La casa de Carmen Flores se alzaba en las montañas, en el punto donde Álamo Drive se convierte en un sucio sendero bordeado de cactus y serpientes de cascabel, y los rayos del sol iluminaban su piscina, su rosaleda, sus naranjos, sus limoneros, sus Jacarandás y su terraza enlosada. Podía decirse que el sol lo iluminaba todo…, menos el corazón del maduro caballero, corpulento y voluminoso, que se hallaba sentado en la terraza con la apariencia de un emperador romano demasiado proclive a saciarse de alimentos ricos en féculas sin preocuparse de contar calorías. Se llamaba Smedley Cork, era el hermano del difunto marido de mistress Adela Cork y estaba observando con semblante hosco y artero un objeto que acababa de aparecer sobre el fondo del paisaje.

El objeto en cuestión era un mayordomo, un inconfundible mayordomo británico, alto, correcto y digno, que avanzaba hacia él portando una bandeja con un vaso lleno hasta el borde de un líquido blanco. Todo en la mansión de mistress Cork hablaba elocuentemente de riqueza y lujo, pero nada de forma tan explícita como la presencia de Phipps en la casa. En Beverly Hills, por regla general, el propietario emplea a su servicio a un «matrimonio» que, una vez demostrada su total incompetencia, se despide a la semana siguiente para ser relevado por otro «matrimonio» igualmente infrahumano. Un mayordomo filipino revela cierto grado de modesta prosperidad. Un mayordomo inglés significa magnificencia. Nadie puede superar esa cota.

—Su yogur, señor —dijo Phipps con la expresión de un tío benevolente que otorga a su sobrino un merecido regalo.

Sumido en sus ensoñaciones, como solía estarlo cuando se sentaba a tomar el sol en la terraza, Smedley se había olvidado por completo del yogur que su cuñada le obligada a tomar a esta hora del día en vez del más convencional cóctel. Olisqueó el vaso con un respingo de disgusto y emitió la opinión de que olía a guante de maquinista de tren.

La actitud del mayordomo, respetuosa y comprensiva, pareció sugerir que estaba de acuerdo en que existían algunos elementos de semejanza.

—Pero es excelente para la salud, según creo, señor. Los campesinos búlgaros lo toman en grandes cantidades. Hace que estén tan sonrosados.

—Vale…, ¿pero quién quiere un campesino búlgaro sonrosado?

—Ésa es la cuestión, por supuesto, señor.

—Si alguna vez encuentras un campesino búlgaro sonrosado, puedes quedártelo, ¿estamos? —Muchísimas gracias, señor.

Smedley hizo un tremendo esfuerzo para obligarse a engullir una porción de aquel engrudo repugnante. Al incorporarse para tomar aire, miró con cara de pocos amigos el campus de la Universidad del Sur de California en Los Angeles, que se extendía a sus pies en el valle.

—¡Qué asco de vida! —exclamó.

—En efecto, señor.

—Ni a un perro le pasaría esto.

—El mundo es un valle de lágrimas, señor —suspiró Phipps.

A Smedley le sentó mal semejante observación, pese a darse cuenta de que pretendía ser una ayuda.

—¡Qué sabrás tú de lágrimas! —replicó acalorándose—. Tú eres un mayordomo despreocupado. Si no te agrada esto, puedes ir a cualquier otra parte…, ¿comprendes lo que quiero decir? Y yo no puedo, ¿entiendes? ¿Has estado alguna vez en la cárcel, Phipps?

El mayordomo se sobresaltó.

—¿Cómo dice, señor?

—No, claro…, no has estado. Jamás podrías comprenderlo, entonces…

Smedley se acabó el yogur y cayó en un melancólico silencio. Pensaba en el testamento del difunto Alfred Cork, sintiendo cuán extraño y trágico era que diferentes personas pudieran interpretar de forma tan distinta las últimas voluntades de un testador.

Aquella cláusula que Al había incluido encargando a su viuda que «mantuviera» a su hermano Smedley… Ahí había un ejemplo típico de cómo pueden surgir las confusiones y los malentendidos. Según la interpretación de Smedley, cuando le encargas a una mujer que mantenga a alguien, le estás diciendo que esperas que lo instale en un apartamento en Park Avenue con una renta suficiente para vivir allí, conducir un buen auto, ser miembro de unos cuantos clubes de prestigio y permitirse un viajecito anual a París, a Roma, a las Bermudas, por ejemplo, amén de otras cosillas. Pero Adela, más parca en su interpretación, había entendido que aquella cláusula limitaba sus obligaciones a proporcionar casa, cama y tres comidas al día, y a este criterio se habla ajustado el proceder de su cuñada. El pobre hombre comía bien, dormía a sus anchas y tenía todo el yogur que deseara; pero, dejando aparte estas prebendas, su suerte en los últimos años venía siendo sustancialmente idéntica a la de un preso que cumpliera sentencia en un penal.

Salió de sus meditaciones con un gruñido. Y le invadió la necesidad de sincerarse con aquel amable mayordomo, sin ocultarle nada.

—¿Sabes lo que soy, Phipps?

—¿Señor?

—Un pájaro en una jaula de oro.

—¿Sí, señor?

—Soy un gusano.

—El señor me está haciendo un lío. Creí que había dicho que era un pájaro.

—Y un gusano también. Un miserable, despreciado y pisoteado gusano, en cuyo horizonte no hay ni un rayo de luz. Un… ¿cómo se llama eso que tienen en México?

—¿Tamales, señor?

—Peones. Eso es precisamente lo que soy: un peón. Baqueteado aquí, baqueteado allá, molido a coces, tratado como un perro. Y lo más amargo de todo es que antes nadaba en dinero. En un montón de dinero. Evaporado ahora.

—¿Sí, señor?

—Sí, esfumado. Lo dilapidé. Derroché mi pasta. ¡Qué lección debería ser ésta para todos nosotros, Phipps, para que no derrocháramos nuestra pasta!

—En efecto, señor.

—Es una necedad dilapidar tu pasta. No ganas nada haciéndolo. Y, si no tienes pasta, ¿qué te queda?

—Nada, señor.

—Nada, eso es. ¿Puedes prestarme cien dólares?

—No, señor.

En realidad, Smedley no había esperado sacárselos. Pero el repentino deseo que le había acometido de pasar siquiera una noche en los lugares más animados de Los Angeles y sus alrededores era tan acuciante, que valía la pena plantear el asunto. Sabía que los mayordomos ahorraban un pastón y él era un firme partidario de la teoría de que hay que compartir la riqueza.

—¿Y cincuenta?

—No, señor.

—Me las arreglaría con cincuenta —dijo Smedley, que era un hombre razonable y sabedor de que a veces hay que hacer concesiones.

—No, señor.

Smedley renunció. Se dio cuenta, demasiado tarde, de que había sido un error introducir aquellos comentarios acerca de derrochar la propia pasta. Meterle ideas en la cabeza, eso había sido… Permaneció un rato con el ceño fruncido y malhumorado, pero de pronto se le iluminó la cara. Acababa de recordar que la buena de Bill estaba desde ayer en aquel caserón. Y eso le daba un nuevo cariz al asunto. Le parecía incomprensible haber pasado por alto una fuente de ingresos tan prometedora. Wilhelmina («Bill») Shannon, en efecto, era hermana de Adela y, consiguientemente, su cuñada… Si había algo de cierto en lo que dicen de que la sangre es más espesa que el agua, seguro que estaría dispuesta a soltarle cien insignificantes dólares. Aparte de que conocía a la querida Bill desde que era un chaval.

—¿Dónde está miss Shannon? —preguntó.

—En la salita del jardín, señor. Creo que está trabajando en las Memorias de mistress Cork.

—Está bien. Gracias, Phipps.

—Con permiso, señor.

El mayordomo hizo un solemne mutis y Smedley, sintiéndose un poco amodorrado, decidió que ya habría tiempo más tarde para ir a ver a Bill en demanda de fondos. Cerró los ojos, y al instante unos suaves ronquidos comenzaron a concertarse con el zumbido de los insectos locales y el susurro del follaje del árbol que le daba sombra.

Un buen hombre echando una cabezadita.

De regreso en el office, Phipps se apresuró a servirse un vaso de limonada helada para tonificar sus carnes. Arrugaba el entrecejo mientras sorbía la saludable poción y tenía un aire tenso y preocupado. El gato de la casa se restregaba insinuante en sus piernas, pero el mayordomo permaneció insensible a sus proposiciones. Hay un tiempo para hacerles cosquillas a los gatos detrás de la oreja y un tiempo para dedicarlo a otros menesteres.

Cuando Smedley Cork, al explayarse con él en la terraza, habla descrito a James Phipps como un hombre despreocupado, le confundía, como confunde a tantos observadores superficiales, el hecho de que los mayordomos, al igual que las ostras, llevan una máscara que oculta sus emociones. Despreocupado era el último adjetivo que pudiera aplicarse con un mínimo de rigor a aquel hombre taciturno que estaba allí sentado en su office, cavilando, cavilando. Si hubiera tenido el codo apoyado en la rodilla y el mentón descansando en su mano, habría podido estar posando para el Pensador de Rodin.

El objeto de sus cavilaciones era Wilhelmina Shannon, y venía siéndolo casi sin cesar desde que a primera hora de la tarde del día anterior le había franqueado la puerta principal de la casa. Más concretamente, estaba maldiciendo al destino malévolo que la había traído a aquella casa y preguntándose por centésima vez qué giro tomarían las cosas con su presencia allí. Era la vieja historia, la historia de siempre. Aquella mujer sabía demasiado. El futuro de Phipps dependía del silencio de ella. Y la pregunta, la pregunta que torturaba a James Phipps, era también la eterna cuestión: ¿son capaces de callar las mujeres? Es verdad que el globo aún no había estallado, lo que daba a entender que todavía estaba a salvo su secreto, pero… ¿podría mantenerse aquel dichoso estado de cosas?

Sonó un timbrazo, y Phipps comprobó que provenía de la habitación del jardín. La llamada del deber, filial trasunto de la voz divina, se dijo Phipps —u otras palabras por el estilo— y, dejando su limonada, se encaminó hacia allí.

La habitación del jardín en la casa de Carmen Flores, situada a continuación de la biblioteca e inmediatamente debajo de la sala de proyección, era una alegre salita con un gran escritorio junto a las vidrieras que daban a la piscina. El sol entraba en ella por la mañana y, para quienes les gustaba, tenía una espléndida vista de las torres de los pozos petrolíferos perforados frente a la costa. Pero Bill Shannon, sentada ante el escritorio con el micrófono de una grabadora en la mano, estaba demasiado atareada en aquel momento para entretenerse contemplando los pozos de petróleo. Como Phipps había indicado, se esforzaba en concentrarse en el agotador trabajo de redactar las Memorias de su hermana Adela.

Bill Shannon era una mujer de cuarenta y pocos años, alegre, campechana, simpática, algo entrada de carnes y vestida habitualmente con unos cómodos pantalones. El adjetivo duras hubiera podido describir bien sus facciones, con los pómulos salientes y una barbilla muy marcada, de no ser por sus grandes y traviesos ojos, de un azul radiante, que suavizaban aquella dureza y la hacían, si no de una belleza tan espectacular como su hermana Adela, ciertamente atractiva. Emanaba cordialidad y, como mezcladora de sonido, no tenía rival. Todo el mundo quería a Bill Shannon; incluso en Hollywood, donde nadie quiere a nadie.

Se llevó el micrófono a la boca y empezó a hablar al aparato, por decirlo de alguna manera, ya que el término «hablar» resultaba en su caso insuficiente. Tenía, en efecto, una poderosa voz de contralto, y Joe Davenport, un buen amigo de juventud con el que había trabajado en los estudios de la Superba-Llewellyn, se le había quejado algunas veces de que era como si estuviera charlando con algún conocido de China un poco sordo. Joe decía también que, si alguna vez se quedaba sin otra fuente de ingresos, siempre podría ganarse muy bien la vida haciendo de reclamo para cerdos y atrayéndolos a uno de los estados del Oeste.

—¡Hollywood! —rebudió Bill—. ¿Cómo describiré las emociones que me invadieron la mañana en que por primera vez llegué a Hollywood, y pude verlo con mis asombrados ojos de niña de dieciséis años…? ¡Mentirosa! Ibas a cumplir veinte… Tan joven, tan candorosa, como…

Se abrió la puerta y apareció Phipps. Bill le impuso silencio con un gesto, y concluyó la frase:

—… una chiquilla tímida. ¿Sí, Phipps?

—La señora ha llamado.

—Oh, sí —asintió Bill—. Voy a recurrir a su probada eficacia, Phipps. Resulta que, de pronto, acabo de comprender que, entre una cosa y otra, estoy a punto de desfallecer si no consigo un reconstituyente de acción rápida. ¿Ha escrito usted alguna vez las Memorias de una estrella del cine mudo?

—No, señora.

—Es una tarea agotadora donde las haya.

—No lo dudo, señora.

—Entonces…, ¿me traerá usted un buen vaso de whisky con soda?

—En seguida, señora.

—La verdad es que tendría que ir usted siempre con un barrilito de brandy atado al cuello, como los San Bernardos de los Alpes… Así no habría ninguna demora, ni un minuto de espera.

—No, señora.

Bill había permanecido hasta entonces con los pies encima del escritorio. Los bajó al suelo ahora y, girando el cuerpo en la silla, fijó en el mayordomo sus brillantes ojos a2ules. Desde su llegada a la casa, era la primera oportunidad que se le presentaba de mantener una conversación privada con él sin temor a que los estorbaran, y le parecía que tenían mucho de que hablar.

—Le noto muy circunspecto y monosilábico, amigo Phipps… Y algo distante, también. Como si delante de mí se encontrara un tanto apurado y cohibido. ¿Es así?

—Sí, señora.

—No me sorprende. Es su conciencia la que le hace sentirse de esa forma. Sé su secreto, Phipps.

—Sí, señora.

—Le reconocí nada más verle, por supuesto. Su cara es de esas que quedan grabadas en la retina de la mente. Y ahora imagino que estará preguntándose qué es lo que me propongo hacer al respecto.

—Sí, señora.

Bill sonrió. Tenía una sonrisa encantadora que iluminaba todo su rostro como si le hubieran encendido por dentro una lámpara, y Phipps, al verla, sintió por primera vez desde las tres de la tarde del día anterior un alivio en el peso que abrumaba su cargado espíritu.

—Pues nada en absoluto —dijo Bill—. Mis labios están sellados. La espantosa verdad está a buen recaudo conmigo. Así que anímese, Phipps, y dé rienda suelta a esa alegre sonrisa suya que tanto he oído elogiar.

Phipps no se rió, porque las reglas de su gremio no permiten reírse a los mayordomos ingleses, pero permitió que sus labios se contrajeran levemente y miró a aquella noble mujer con una expresión rayana en la adoración: un sentimiento que jamás habría esperado sentir hacia un miembro del jurado que, tres años antes, lo había enviado a la trena para cumplir lo que los periódicos de Nueva York describieron unánimes como una merecida sentencia. Pasaron unos instantes antes de que el hombre fuera capaz de expresar con palabras sus sentimientos.

—Le aseguro que agradezco muchísimo su bondad, señora. Me libra usted de mis temores. Tengo gran interés en no perder mi posición aquí.

—¿Y eso por qué? Podría conseguir trabajo en cualquier parte. Vaya a cualquier casa de Beverly Hills y le recibirán extendiendo una alfombra a sus pies.

—Sí, señora, pero tengo motivos para no querer dejar el servicio de mistress Cork.

—¿Qué motivos?

—De índole personal, señora.

—Comprendo. Bien…, yo no le descubriré.

—Muchísimas gracias, señora.

—Y me sabe mal haber sido la causa de su alarma y preocupación. Debió de llevarse usted un buen susto cuando abrió ayer la puerta y me vio pasar.

—Sí, señora.

—Seguro que se sintió como Macbeth al ver el fantasma de Banquo.

—Mis emociones fueron bastante en esa línea, señora.

Bill encendió un cigarrillo.

—Es curioso que se acuerde de mí. Pero supongo que, en la posición en que estaba usted cuando nos conocimos, no tenía gran cosa que hacer, aparte de estudiar las caras de los del jurado.

—No, señora. Ayuda a pasar el tiempo.

—Es una lástima que tuviéramos que hacerle encerrar.

—En efecto, señora.

—Pero no podíamos ignorar las pruebas.

—No, señora. Aunque… ¿me permite rogarle que baje la voz, señora? Las paredes tienen oídos.

—¿Qué dice que tienen las paredes?

—Oídos, señora.

—¡Ah, oídos! Comprendo. Los tienen, ¿verdad? ¿Qué tal le fue en Sing-Sing? —susurró Bill.

—No es un lugar muy apetecible, señora —susurró Phipps.

—No, ya me lo imagino —volvió a susurrar Bill—. ¡Ah, hola, Smedley!

Finalizada su siesta, Smedley Cork habla entrado por la cristalera.

Phipps salió de la salita seguido por la austera y desaprobatoria mirada que un caballero de mediana edad dirige al mayordomo que se ha negado a prestarle un centenar de dólares, y Smedley fue a sentarse en el sofá.

—Quería hablar contigo, Bill —anunció.

—Pues aquí me tienes, muchacho. ¿Qué te preocupa? Porque… ¡Dios mío, Smedley! —añadió Bill con la franqueza de una amistad de veinticinco años—. ¡Has envejecido terriblemente desde la última vez que te vi! Me quedé de piedra al llegar y ver ese aspecto de pieza de museo que tienes. Se te ha puesto el pelo tan gris como el de un tejón.

—Bien… Estaba pensando en pedirle al peluquero que hiciera algo al respecto…

—De nada te servirá. Sólo hay un tratamiento eficaz contra las canas. Lo inventó un francés, que lo llamó guillotina. Supongo que la causa es el llevar tanto tiempo viviendo con Adela… No puedo imaginar nada tan a propósito para hacer que aparezcan hebras de plata entre las de oro como el estar constantemente junto a esta hermana mía.

Sus palabras eran música para los oídos de Smedley. Se dejó bañar por aquella oleada de simpatía. ¡La buena de Bill se había mostrado siempre tan comprensiva…! Hasta el punto de que, en una o dos ocasiones, tan sólo ese instinto de autoconservación que socorre a los solteros de pro en los momentos de apuro había podido librarlo de pedirle que se casara con él. De cuando en cuando, en las horas bajas, se arrepentía de no haberlo hecho. Pero eran sólo desfallecimientos pasajeros. La sola idea de casarse horrorizaba a Smedley.

—Es una vida de perros, Bill —reconoció—. Me tiene atado de pies y manos. ¡Más me valdría estar en Alcatraz! Por lo menos, allí no tendría que tomar yogur.

—¿Te obliga Adela a tomar yogur?

—Todos los días.

—Inhumano. Por supuesto que te hará mucho bien…

Smedley alzó la mano en señal de protesta.

—Por favor —suplicó—, no me digas lo de los campesinos búlgaros.

—¿A qué campesinos búlgaros te refieres?

—A los que se ponen sonrosados a fuerza de tomarlo.

—¿Que el yogur hace que los campesinos búlgaros tengan la cara sonrosada?

—Es lo que dice Phipps.

A Bill Shannon se le escapó una risa ahogada.

—¡Phipps! Si mis labios no estuvieran sellados, ya te contaría yo algo de Phipps… ¿Sabes eso que dicen de las aguas mansas?

—¿Qué dicen?

—Que son muy profundas. Como Phipps. ¡Vaya tipo! Me imagino que para ti es el clásico mayordomo, como cualquier otro. Pero permíteme decirte que el amigo Phipps tiene otra personalidad totalmente distinta. Aunque, te lo repito, mis labios están sellados; es inútil que trates de ponerme a prueba.

Aquello desconcertó a Smedley.

—¿Cómo es que sabes algo de Phipps? Aún no llevas aquí un día… ¿Lo conocías de antes?

—Sí, y en curiosas circunstancias. Pero no hagas preguntas.

—No tengo la menor intención de hacértelas. Me tiene sin cuidado Phipps. No quiero volver a saber nada de él. Su actitud me ha dolido y decepcionado.

—¡No me digas! ¿Cuál ha sido el problema?

—Le pedí un pequeño préstamo hace poco, y… ¿querrás creerlo? —explicó Smedley, rebosando santa indignación—, ¡me lo negó! Rechazó de plano la idea. «No, señor», me dijo. Y probablemente está nadando en dinero… ¡Gracias a Dios que hay en el mundo personas como tú, Bill! Tú no harías una cosa así. Eres toda corazón, una verdadera amiga, fiel como el acero… ¡Mi buena Bill, mi querida Bill…! Oye…, ¿podrías prestarme cien dólares?

Bill pestañeó. A pesar de lo bien que conocía a Smedley, no le había visto venir.

—¿Cien dólares?

—Los necesito terriblemente.

—¿Estás planeando una escapada?

—¡Sí! —exclamó apasionadamente Smedley—. ¡Lo estoy! La escapada de toda mi vida, si consigo reunir el dinero necesario. ¿Te das cuenta de que no he tenido ni una noche de libertad en los últimos cinco años? Es el precio que tengo que pagar para poder sacarle a Adela el dinero para un paquete de cigarrillos. Soy un gusano encerrado en una jaula de oro. Me prestarás esos cien dólares, ¿verdad, Bill?

A los azules ojos de Bill se asomó una mirada dulce y compasiva. Su corazón se acongojaba ante aquella alma atormentada.

—¡Mi pobre corderillo arruinado…! Si tuviera cien dólares —respondió—, te los daría en el acto. Porque pienso que eso es justamente lo que necesitas: una escapada que devuelva el color a tu cara. Pero mi economía está tan fastidiada como la tuya. ¿Crees que estaría aquí, escribiéndole a Adela su autobiografía, que es lo más aburrido que te puedas imaginar, si tuviera algún dinero en el banco? —Le dio unas compasivas palmaditas en el hombro—. Temo haberte estropeado el día. Lo siento… ¡Cuánta palabrería la de toda esa gente que dice que la pobreza fortalece el espíritu! —prosiguió en plan moralizante—. El único efecto que me produce es hacerme sentir envidia de los tipos con suerte que han logrado hacerse con un buen pellizco…, como el muchacho aquel que trabajaba conmigo en los estudios de la Superba-Llewellyn. ¿Te lo he contado ya? Lo despiden, se va a Nueva York, y la siguiente noticia que tienes de él es que ha ganado un fortunón en uno de esos concursos de radio… ¡Veinticuatro mil pavos! Salió en los periódicos y todo. ¿Me ocurrirá a mí alguna vez algo por el estilo? ¡Que te crees tú eso! ¡Ni aunque viviera un millón de años!

—¡Toma, ni a mí! Aunque…

Smedley hizo una pausa. Miró cautamente a la derecha por encima del hombro. Miró cautamente hacia la izquierda por encima del otro hombro. Y luego, volviéndose, miró cautamente a sus espaldas.

—Aunque… ¿qué? —preguntó Bill, extrañada por estas maniobras.

Smedley bajó la voz hasta transformarla en un susurro conspirador.

—Te diré algo, Bill.

—Bueno…, pues dilo más alto. Porque no puedo oír ni una palabra.

—No es una cosa que puedas pregonar desde los tejados —añadió Smedley en el mismo tono conspiratorio—. Si llega a oídos de Adela, ya puedo despedirme de cualquier posibilidad de convertirme en un hombre rico.

—No tienes ninguna posibilidad de convertirte en un hombre rico.

—En eso te equivocas —replicó Smedley—. Las tengo, si las cosas salen como espero que salgan. ¿Sabes a quién pertenecía antes esta casa, Bill?

—¡Pues claro que lo sé! Es todo un monumento. A Carmen Flores.

—Justamente. Adela la compró amueblada, a sus albaceas. Todas sus pertenencias siguen aún aquí, tal como la dejó el día que murió en aquel accidente de aviación. Fíjate bien en lo que te digo. Todas sus pertenencias.

—¿Y qué?

Smedley volvió a mirar por encima del hombro. Bajó nuevamente la voz. Si ya en estado de reposo su figura recordaba la de un emperador romano, ahora era la viva imagen de un emperador romano planeando un asesinato con su vicepresidente segundo ejecutivo para muertes violentas.

—Carmen Flores escribía un diario.

—¿De veras?

—Es lo que dicen todos. Lo estoy buscando.

—¿Para qué? ¿Piensas escribir su biografía?

—Y si lo encuentro, será mi oportunidad. Piénsalo, Bill… Reflexiona. Ya sabes cómo era. Continuamente envuelta en grandes escándalos con toda clase de personajes importantes, estrellas, productores…, lo que quieras, y poniéndolo luego todo por escrito sin remilgos. Bueno…, encontrar ese diario sería como dar con un yacimiento de uranio.

—¿Quieres decir que algunos de esos personajes pagarían el oro y el moro por hacer desaparecer esos papeles?

—Prácticamente todos los peces gordos.

Bill lo miró con ternura. Siempre le había tenido cariño a Smedley, pero sin que eso la impidiera ver los muchos defectos de su carácter. Si había en el mundo un hombre más vago que Smedley Cork, ella no lo había conocido jamás. Y si había alguno mejor predispuesto a saltarse todos los principios a la torera, aún estaba por conocerlo. Era egoísta, perezoso y prácticamente cualquier cosa que no debiera ser. Pero Bill le quería. Se había enamorado de él veinte años atrás cuando era un joven con dinero y con una sola barbilla. Y seguía enamorada de él ahora, que era ya un cuarentón sin un céntimo y con doble papada. Las mujeres son así.

—En otras palabras —observó—, que esperas obtener algún dinerillo practicando el chantaje.

—¡No es chantaje! —protestó vivamente Smedley—. Es una transacción comercial corriente y moliente. Ellos quieren el diario…, y yo lo tengo.

—Pero no lo tienes.

—Bueno…, si lo tuviera, quiero decir.

Bill no pudo reprimir una risa indulgente. Aquel plan, tal como se lo había esbozado, le parecía muy propio de Smedley. No disminuía en lo más mínimo su afecto por él. Si alguien se le hubiera acercado a decirle: «Wilhelmina Shannon, está usted derrochando su cariño en alguien que no lo vale en absoluto», ella le habría replicado: «Lo sé. Y me encanta hacerlo». Era mujer de un solo hombre.

—Jamás harás fortuna, Smedley, ni honrada ni deshonestamente. Pero yo sí la haré… No sé cómo; de alguna manera. Y, cuando la tenga, me casaré contigo.

Smedley se estremeció.

—No digas esas cosas ni en broma.

—No estoy bromeando. Lo he pensado mucho en estos últimos veinte años. Y al llegar a esta casa y ver lo que queda de ti después de estar viviendo con Adela todo este tiempo, he decidido que sólo puedo hacer una cosa: reunir como sea algo de dinero, llevarte al altar y pasar el resto de mi vida cuidándote. Porque, si alguna vez hubo algún hombre que necesitara que lo cuidaran, ése eres tú. Y me saca de quicio que me vengas con tantos remilgos. Porque, vamos a ver… ¿No decías que estabas loco por mí?

—Entonces era yo joven, y alocado…

—Y ahora un viejo loco; pero, aun así, eres el único hombre al que he querido en mi vida. ¡Ya es curioso…! ¿Cómo dice la canción?… «El pez tiene que nadar, los pájaros han de volar, y yo he de amar a un hombre hasta que muera. No puedo evitarlo…».

—Oye, Bill… Por favor… Escucha…

—No tengo tiempo para escuchar. Hoy he de almorzar con mi agente en el Beverly-Wilshire. Ha venido a Hollywood por un par de días. ¡Quién sabe si no podré arreglármelas para sacarle un centenar de dólares! En cuyo caso, me apresuraré a regresar para ponerlos a tus pies, mi rey.

Impecable y exigente en materia de vestuario, hasta el punto de ir siempre trajeado de punta en blanco incluso en su cautividad, Smedley dedicó una mirada reprobatoria a los pantalones de Bill.

—No irás a presentarte en el Beverley-Wilshire vestida así, supongo…

—¡Por supuesto que sí! Pero no olvides lo que te he dicho acerca de casarnos. Vete a algún rincón y ve ensayando a responder «Sí, quiero» cuando el cura te dé un golpecito en el pecho y te pregunte: «¿Quiere usted, Smedley, tomar por esposa a Wilhelmina…?». Porque de ésta no te escapas, muchacho.

Y Bill salió por la cristalera camino del garaje, donde la estaba aguardando su cacharro. El sonido de su voz atronó la atmósfera.

—«El pez tiene que nadar, los pájaros han de volar, y yo he de amar a un hombre hasta que muera. No puedo evitar amarlo, ¡porque es mi hombre!».

Smedley Cork se dejó caer desmayadamente contra el respaldo del sofá, agradecido de encontrar un apoyo firme. Y, a pesar de la cálida mañana, recorrió su cuerpo un escalofrío como sólo puede experimentarlo el soltero empedernido que ve frente a sí la faz desnuda del matrimonio.