Parte sexta: El capitán Silver

XXVIII. En el campamento enemigo

La luz de aquel fuego que iluminó el interior del fortín no hizo sino que viera realizados mis más sombríos presentimientos. Los amotinados se habían apoderado del recinto y de todas nuestras provisiones; allí estaban el barril de aguardiente, la salazón de cerdo y la galleta, pero lo peor, lo que hizo aumentar mis temores, es que no vi ni rastro de prisioneros. Imaginé que sin duda habían perecido y mi corazón se llenó de dolor por no haber estado con ellos en tan grave momento.

En total eran seis los piratas; todos los que habían quedado vivos. Había cinco en pie, con huellas de cansancio en sus rostros abotargados, de encendidas mejillas, recién despertados del primer sueño de la borrachera. Un sexto bucanero estaba incorporado apoyándose sobre un codo; tenía una palidez mortal y las ensangrentadas vendas liadas en su cabeza indicaban que hacía poco que había sido herido, y, aún menos, curado. Pensé que era el mismo que yo había visto correr hacia el bosque después de recibir un tiro.

El loro estaba quieto, picoteándose el plumaje, en el hombro de John «el Largo». Silver parecía más pálido e intranquilo que de costumbre. Lucía todavía aquel vistoso traje con el que había capitaneado el motín, pero ya se veía deslustroso, lleno de barro y rotos causados por los arbustos.

—Así que —dijo— aquí tenemos a Jim Hawkins. ¡Así revienten las cuadernas!, y caído del cielo, como suele decirse, ¿eh? Bien, acércate, ¿porque vienes como amigo, no?

Y diciendo esto se sentó en el tonel de aguardiente y empezó a cargar su pipa.

—¡Acércame una tea encendida, Dick! —llamó, y cuando la pipa ya tiraba—. Está muy bien muchacho —añadió—; tira la tea por ahí. Vosotros, caballeretes, volved a dormir; no es preciso que sigáis aquí contemplando al señor Hawkins; seguro que él os disculpará. Así pues, Jim —prosiguió retacando su pipa—, has vuelto, ¡qué sorpresa tan agradable para el pobre y viejo John! Ya vi que eras listo la primera vez que te eché un ojo encima, pero la verdad es que no comprendo este regreso tuyo.

Como puede suponerse, yo no contesté a sus palabras.

Me había colocado de espaldas a la pared y allí permanecí, mirando a Silver cara a cara, intentando aparentar una valentía que el desconsuelo de mi corazón hacía muy difícil.

Silver dio un par de chupadas a la pipa, con mucha tranquilidad, y prosiguió:

—Ahora que estás aquí, Jim —me dijo—, voy a confesarte mis pensamientos. Siempre me has parecido un muchacho formidable, sí, señor, con empuje, el propio retrato de mí mismo cuando yo era joven y apuesto. Siempre he querido verte unido a nosotros y que tuvieses tu parte y vivieras como un caballero, y, ahora, gallito, no tienes más remedio que hacerlo. El capitán Smollett es un buen marino, mejor que yo lo seré nunca, pero es demasiado rígido con la disciplina. «El deber es el deber», dice siempre, y lleva razón. Ten cuidado con él. Y con el doctor, que no quiere ni verte; «un bribón desagradecido», es lo que me dijo que pensaba de ti. En resumen: no puedes volver con los tuyos porque no quieren nada contigo; y a menos que tú solo seas una tripulación, lo que resultaría bastante solitario, no tienes otro camino que enrolarte con el capitán Silver.

Al menos me había enterado de que mis compañeros aún vivían, y, aunque no dudaba de las palabras de Silver sobre los sentimientos que hacia mí abrigaban, lo que había oído me dejaba menos entristecido que confortado.

—No es preciso que te repita que estás en nuestras manos —continuó Silver—, porque eso se ve, ¿no? Pero yo soy hombre que gusta de argumentar; siempre he aborrecido las amenazas, que además no sirven para nada. Si te gusta mi ofrecimiento, de acuerdo, únete a nosotros; si no te gusta, Jim, eres libre para decir que no, completamente libre, compañero. No creo que ningún navegante hijo de buena madre pueda hablar más claro, ¡o que me hunda!

—¿Tengo que responder ahora? —contesté con voz trémula. Porque a través de todo aquel irónico parlamento, yo veía una grave amenaza que iba cayendo sobre mí, y sentí un intenso calor en mi rostro y mi corazón latir con violencia.

—Muchacho —dijo Silver—, nadie te aprieta. Echa tus cuentas. Ninguno de nosotros te apremia, compañero; y es agradable pasar el tiempo en tu compañía, tenlo por seguro.

—Bien —dije, tratando de aparentar valor—. Si he de elegir, lo primero que creo es tener derecho a saber qué ha sucedido y por qué estáis vosotros aquí y no mis compañeros. ¿Dónde están?

—¿Qué ha sucedido? —dijo uno de los bucaneros con un ronco gruñido—. ¿Y quién es el listo que lo sabe?

—Cierra tu cuartel hasta que se te hable, amigo —gritó Silver con voz enojada. Y después, ya con un tono más suave, me dijo—: Ayer por la mañana, señor Hawkins, en la tercera guardia, vino a parlamentar el doctor Livesey, y me dijo: «Capitán Silver, está usted perdido. El barco ha zarpado». Bueno, yo no podía decir que no, habíamos estado bebiendo un poco y cantando, eso ayuda a vivir, así que no podía decir que no, porque ninguno de nosotros había estado vigilando la goleta. Entonces fuimos a mirar, y, ¡por todos los temporales!, el maldito barco ya no estaba. En mi vida he visto un rebaño de idiotas más cariacontecidos, y no te quepa duda de que yo era el que tenía la cara más larga. Entonces me dijo el doctor, «vamos a hacer un trato». Y lo hicimos, y por eso aquí estamos nosotros con las provisiones y el aguardiente, bien a cubierto y con toda la leña que tuvisteis la bondad y previsión de cortar, y, ¿cómo diría?, tan a gusto como en el barco. En cuanto a ellos… se largaron; no sé dónde pueden estar.

Volvió a chupar tranquilamente su pipa.

—Pero que no se te ocurra pensar que tú estabas incluido en el trato —prosiguió—. Lo último que dijimos fue: «¿Cuántos son ustedes?», yo se lo pregunté, y él me dijo: «Cuatro, y uno de nosotros está herido. En cuanto a ese maldito chico, ni sé dónde está ni me importa. Estamos hartos de él». Esas fueron sus palabras.

—¿Eso es todo? —pregunté.

—Bueno… eso es todo lo que tienes que saber, hijito —contestó Silver.

—¿Y ahora debo elegir?

—Y ahora debes elegir, tenlo por seguro —repuso Silver.

—Pues bien —le dije—; soy lo bastante listo como para saber lo que me espera. Y poco me importa ni siquiera lo peor. He visto ya morir a demasiados hombres desde que desgraciadamente tropecé con vosotros. Pero hay un par de cosas que he de decirle —y proseguí ya sin ninguna contención—, y la primera es ésta: no es tampoco muy bueno vuestro camino; habéis perdido el barco, habéis perdido el tesoro, y habéis perdido varios hombres; todo el negocio se ha venido abajo; y si quiere usted saber a quién le debe todo esto: ¡es a mí! Yo estaba dentro de la barrica de manzanas la noche que avistamos tierra y les oí a John, a usted, a Dick Johnson y a Hands, que ahora por cierto está en el fondo de los mares, y fui yo quien se lo contó todo al squire. Y en cuanto a la goleta, fui yo quien cortó la amarra y el que maté a los dos que habíais dejado a bordo, y yo el que la he llevado a un lugar donde jamás la volveréis a ver. Yo soy el que se ríe el último; soy yo quien ha gobernado este maldito asunto desde el principio; y os tengo ahora mismo el miedo que podía tenerle a una mosca. Puede usted matarme, si quiere, o dejarme ir. Pero una cosa voy a decirle, y no la repetiré: si me deja libre, lo pasado, pasado, y cuando os juzguen por piratas, trataré de salvar a todos los que pueda. Esa es la única elección, y no a mí a quien corresponde. Matando a uno más no ganaréis nada, pero, si me dejáis con vida, tendréis un testigo a vuestro favor para salvaros del patíbulo.

Me callé, y ya me faltaba el aliento; y con gran sorpresa por mi parte, ninguno de los piratas, que lo habían escuchado todo, se movió; permanecieron recostados mirándome atónitos como carneros. Aproveché su asombro para continuar:

—Y ahora, señor Silver —le dije—, creo que usted vale más que todos éstos, y, si las cosas empeoran para mí, le agradecería que haga saber al doctor cómo me he portado.

—Lo tendré en la memoria —dijo Silver y en tono tan extraño, que no pude precisar si se reía de mi petición o si mi valor lo había llegado a impresionar verdaderamente.

—Voy a cargar otro en mi cuenta —exclamó de pronto el marinero viejo de la cara color caoba, que se llamaba Morgan, y que era el que yo había conocido en la taberna de John «el Largo» en los muelles de Bristol—. Debí hacerlo, cuando reconoció a «Perronegro».

—Sí —dijo Silver—, y te diré algo más, ¡por todos los temporales! También es el muchacho que le robó el mapa a Billy Bones. ¡Desde el principio no hemos hecho otra cosa que estrellarnos contra Jim Hawkins!

—¡Pues aquí se acaba! —dijo Morgan con una maldición. Y saltó, como si tuviera veinte años, con su cuchillo en la mano.

—¡Atrás! —gritó Silver—. ¿Quién te crees que eres, Tom Morgan? ¿Te crees acaso el capitán? ¡Por Satanás, que voy a darte un escarmiento! Arrodíllate ante mí, porque voy a mandarte al mismo sitio al que ya he enviado a otros muchos fanfarrones antes que a ti desde hace treinta años: unos cuelgan de una verga, otros fueron por encima de la borda y todos están ahora dando de comer a los peces. Ningún hombre que me haya mirado entre los ojos ha dejado de arrepentirse por haber nacido. Tom Morgan, puedes asegurarlo.

Morgan se detuvo, pero los demás empezaron a murmurar.

—Tom tiene razón —se oyó una voz.

—Bastantes mangoneos he aguantado ya de ti —añadió otro de los piratas—, y que me ahorquen si vas a seguir haciéndolo, John Silver.

—¿Alguno de vosotros, caballeros, quiere salir a vérselas conmigo? —rugió Silver, levantándose del barril y echándose atrás, pero sin soltar la pipa que aún humeaba en su mano derecha—. Quiero escuchar lo que tengáis que decirme, ¿o sois mudos? Estoy dispuesto a satisfacer al que así lo quiera. ¿O es que he vivido yo todos estos años para que cualquier hijo de una pipa de ron venga ahora a cruzárseme por la proa? Ya conocéis las reglas: todos sois caballeros de fortuna, ¿no es eso lo que decís? Pues bien; estoy listo. El primero que se atreva, que coja un machete, que voy a ver qué color tiene por dentro. Con muleta y todo, y antes de terminarme mi tabaco.

Ninguno de aquellos hombres se movió; ni tampoco hubo respuesta.

—¡Sois de buena calidad! —añadió dando otra chupada a su pipa—. Una gentuza que da gusto ver. No sabéis ni luchar. Lo único que sabéis es entender el inglés del rey George: Me elegisteis como capitán, y me elegisteis porque soy el que más vale, y en eso os llevo más de una milla de ventaja. Y si ahora no queréis pelear como caballeros de fortuna, pues entonces ¡que nos trague la borrasca!, vais a obedecerme, por las buenas o por las malas. Este chico es el mejor muchacho que he visto. Es más hombre que cualquier rata como vosotros, y os digo esto: que vea yo a uno poner su mano en él… No tengo más que decir, pero recordad mis palabras.

Hubo un largo silencio. Yo seguía apoyado contra la pared, con el corazón aún palpitando como un martillo, pero veía un rayo de esperanza. Silver se apoyó también en la pared, junto a mí, con los brazos cruzados y la pipa en la comisura de sus labios, y tan tranquilo como si estuviera en una iglesia; sin embargo, sus ojillos furtivos se movían sin cesar vigilando a sus levantiscos camaradas. Estos, por su parte, fueron poco a poco agrupándose en el otro extremo de la habitación y el sordo murmullo de su conciliábulo llegaba a mis oídos como el sonido del viento. De vez en cuando alguno levantaba su mirada y por un instante la rojiza luz de la antorcha iluminaba su rostro tenso, pero ya no era a mí, sino a Silver, a quien escudriñaban.

—Parece que tenéis muchas cosas que deciros —observó Silver lanzando un salivazo hacia el techo—. Quisiera oírlo yo también. O, si habéis terminado, quisiera veros durmiendo.

—Perdona, señor —dijo uno de ellos—, pero nos parece que no haces mucho caso de algunas reglas; quizás debieras recordar algunas de ellas: esta tripulación está descontenta; a esta tripulación no se le debe intentar maniatar con empalomaduras; esta tripulación tiene sus derechos como cualquier tripulación y me tomo la libertad de decirte que además los derechos de nuestro propio código, y el primero de ellos es que podemos juntarnos para hablar. Perdona, pero, aún reconociéndote como capitán, por el momento, reclamo nuestro derecho de salir afuera para deliberar.

Y con un ceremonioso saludo marinero aquel individuo, que era un tipo larguirucho y horrible, con ojos amarillentos y de unos treinta y cinco años, caminó tranquilamente hacia la puerta y salió del fortín. Los demás forajidos, uno tras otro, siguieron su ejemplo; cada uno hizo el mismo saludo al pasar ante Silver y añadió alguna disculpa: «Es conforme a las reglas», dijo uno. «Hay consejo en el alcázar», dijo Morgan. Y, con una u otra observación, todos fueron saliendo y nos dejaron solos a Silver y a mí.

El viejo cocinero se quitó rápidamente la pipa de su boca.

—Ahora, Jim Hawkins, fíjate bien —me dijo en voz tan baja, que apenas pude oírlo—, estás a medio tablón de la muerte, y lo que aún es peor, de que te martiricen. Esos quieren quitarme de en medio. Recuerda que yo estoy de tu parte suceda lo que suceda. No era ésa verdaderamente mi intención, desde luego, hasta que te oí hablarme como lo hiciste. Yo estaba loco y desesperado por perder tanto dinero y además con la perspectiva de que me ahorquen. Pero he visto que eres un hombre valiente. Y me he dicho: John, tu sitio está junto a Hawkins, y el de Hawkins, contigo. Tú eres su última carta, y ¡por todos los fuegos del infierno!, John, ¡tú eres la suya! Pase lo que pase, tú debes salvar a tu testigo y él salvará tu cuello.

Empecé a comprender por dónde quería ir.

—¿Quiere usted decir que todo está perdido? —pregunté.

—¡Sí, por todos los cañonazos! —contestó—. El barco perdido, y el pescuezo perdido… ése es el resumen. Cuando miré hacia la bahía, ¡ay, Jim Hawkins!, y no vi la goleta… bien, aunque soy hombre duro de pelar, te juro que me sentí vencido. Escucha: toda esa gente que está ahí fuera tratando de liquidarnos, fíjate lo que te digo, no son listos, son cobardes. Yo salvaré tu vida, si puedo. Pero escucha, Jim: toma y daca, tú salvarás a John «el Largo» de la horca.

Yo estaba confundido; lo que me decía me parecía tan desesperado… y escucharlo de él, el viejo bucanero, el cabecilla de la rebelión…

—Haré lo que pueda —le dije.

—¡Trato hecho! —exclamó—. Hablas con valor, ¡y por todos los temporales!, correremos la suerte.

Caminó renqueando hasta la antorcha y encendió de nuevo su pipa.

—Entiéndeme, Jim —dijo cuando volvió junto a mí—. Tengo cabeza. Y me dice que me ponga del lado del squire. Yo sé que tú has escondido el barco en lugar seguro. ¿Cómo lo has conseguido? No lo sé; pero no dudo de que está seguro. Me figuro que Hands u O’Brien se acobardaron. Nunca he tenido mucha confianza en ellos. Mira. No voy a preguntar nada, ni voy a permitir que otros hagan preguntas. Sé cuándo una jugada está perdida, lo sé; y también sé cuándo un muchacho vale de verdad. Ah, eres joven… ¡tú y yo hubiéramos podido hacer grandes cosas juntos!

Llenó en el barril de aguardiente un vasito de estaño.

—¿Gustas, compañero? —me preguntó; y al ver que yo rehusaba, dijo—: Bueno Jim, yo sí tomaré un trago. Necesito calafatearme, porque habrá jaleo. Y hablando de jaleo, ¿por qué me daría el doctor el mapa, eh, Jim?

Mi rostro debió expresar el mayor asombro, y él entendió que era inútil seguir preguntando.

—Ah, pues me lo dio —dijo—. Y seguramente que hay algo por debajo de todo esto, no lo dudo… seguramente que hay algo oculto, sí; Jim, para bien o para mal.

Y bebió otro trago de aguardiente, y se mesó los cabellos como un hombre que se dispone para un mal trance.