Al llegar a Nueva York, Victoria tardó dos semanas en encontrar un apartamento. Al final de la primera semana ya empezaba a sentir que la invadía el pánico. No podía quedarse para siempre en el hotel, aunque el cheque que le había dado su padre la ayudaba bastante. Ella tenía algo de dinero ahorrado gracias a sus anteriores trabajos de verano y el de las vacaciones de aquella primavera, y pronto tendría también un sueldo con el que mantenerse.
Llamó a la escuela para ver si algún otro profesor buscaba compañero de piso, pero le dijeron que nadie lo necesitaba. Llamó a la agencia de modelos donde había trabajado el año anterior, y uno de los agentes le dijo que tenía una amiga que buscaba a alguien para ocupar una habitación. Afortunadamente, el apartamento resultó estar entre la Ochenta y la Noventa Este, lo cual quedaba bastante cerca de la escuela y a Victoria le iba muy bien. El hombre le dio el teléfono de su amiga y ella llamó al instante. Ya había tres personas viviendo en el piso, y buscaban a una cuarta. Dos de ellos eran hombres, y la tercera, una mujer. Le explicaron que la habitación que faltaba por ocupar era pequeña, pero el precio quedaba dentro del presupuesto de Victoria, así que concertó una cita para ir a ver el apartamento aquella misma tarde, cuando todos hubieran vuelto del trabajo. Milagrosamente, el edificio quedaba a solo seis manzanas de la escuela, pero no quiso emocionarse en exceso hasta ver su habitación. Sonaba demasiado bonito para ser cierto.
Al llegar vio que se trataba de un edificio de antes de la guerra pero en bastante buen estado, aunque era evidente que había visto tiempos mejores. Se encontraba en la Ochenta y dos Este, cerca del río. La puerta principal estaba cerrada, así que tuvo que llamar al interfono para que le abrieran, y luego subió en el ascensor. El pasillo era oscuro pero estaba limpio, y una mujer joven le abrió la puerta del piso. Llevaba puesto un chándal porque, según dijo, después pensaba ir al gimnasio. Estaba en buena forma, y Victoria le echó unos treinta años. La mujer siguió explicando que se llamaba Bunny, diminutivo de Bernice, un nombre que odiaba, y que trabajaba en una galería de arte en la parte norte de la ciudad. Los dos hombres también se habían quedado en casa para conocerla. Bill había sido compañero de universidad de Bunny en Tulane, y era analista de Wall Street. Dijo que hacía poco se había prometido con su novia y que al año siguiente dejaría su habitación. También comentó que muchas veces se quedaba a dormir en el apartamento de ella, sobre todo los fines de semana. El otro, Harían, era gay, hacía poco que había acabado los estudios y trabajaba para el Museo Metropolitano, en el Instituto del Vestido. Los tres parecían personas serias, todos eran agradables y hablaban con educación, y Victoria les explicó que ella iba a dar clases en la Escuela Madison. Bill le ofreció una copa de vino y, unos minutos después, Bunny se fue al gimnasio. Tenía una figura increíble, y los dos hombres eran bastante guapos. Harlan tenía un finísimo sentido del humor y hablaba con un acento sureño que a Victoria le recordó a Beau, a quien no había vuelto a ver desde su frustrada historia de amor. Harlan había nacido en Mississippi. Ella les explicó que era de Los Ángeles y que necesitaba urgentemente encontrar un lugar donde vivir antes de empezar a trabajar, que sería la semana siguiente.
El apartamento era grande y soleado, con un salón doble, un pequeño estudio, un comedor, una cocina que había vivido tiempos mejores y cuatro dormitorios de tamaño modesto. Además era un alquiler de renta antigua. El dormitorio que le enseñaron era pequeño, tal como le habían advertido, pero los otros eran agradables y espaciosos, y le dijeron que no le pondrían ninguna pega si quería recibir visitas, aunque casi ninguno de ellos lo hacía, y en cambio comentaron que sí pasaban muchos días fuera. Ninguno era de Nueva York. La habitación que habían pensado ofrecerle no tenía muebles, y Harlan le propuso que los comprara en Ikea. Eso había hecho él, que solo llevaba un año viviendo allí. Como el alquiler del apartamento era barato, Victoria podía permitirse pagar el precio que le pedían por la habitación aun con su modesto salario de maestra. El barrio estaba en una zona segura, con tiendas y restaurantes cerca. Era un apartamento ideal para gente joven, y le explicaron que en el edificio todo el mundo era o bien muy joven o bien muy mayor, ancianos que llevaban viviendo allí toda la vida. Para Victoria era perfecto y, cuando preguntó si podía quedarse la habitación, a los dos les pareció bien. Bunny ya les había dado su visto bueno antes de irse al gimnasio. Además, el agente de modelos que la había recomendado les había asegurado que era una gran chica y una persona estupenda. Así pues, Victoria estaba aceptada. Sonrió muchísimo al estrecharles la mano a ambos. No le pidieron ningún dinero de fianza y le dijeron que podía trasladarse cuando quisiera. En cuanto comprara una cama, podría quedarse a dormir. Harlan le habló de una empresa que, solo con darles un número de tarjeta de crédito, te entregaba un colchón ese mismo día. ¡Bienvenida a Nueva York!
Victoria les hizo un cheque por valor del primer mes de alquiler y ellos le dieron un juego de llaves. La cabeza le daba vueltas cuando regresó al hotel: tenía trabajo, tenía piso y una nueva vida. Lo único que le quedaba por hacer era comprar muebles para su habitación y ya podría instalarse. Aquella noche llamó a sus padres para contárselo, y Gracie se alegró muchísimo por ella. Su padre le hizo preguntas muy concretas sobre la ubicación del apartamento y la clase de gente que eran sus compañeros de piso. A su madre no le hizo mucha gracia que dos de ellos fueran hombres. Victoria la tranquilizó diciéndole que uno estaba prometido y que al otro no le interesaban las mujeres, y que sus tres nuevos compañeros de piso le habían parecido personas estupendas. Sus padres se mostraron cautos. Habrían preferido cien veces que viviera sola antes que con desconocidos, pero sabían que no podía permitírselo, y su padre no estaba dispuesto a pagarle un alquiler en Nueva York. Había llegado el momento de que ella misma se abriera camino en la vida.
Al día siguiente Victoria alquiló una furgoneta y se fue a Ikea. Compró el mobiliario básico que necesitaría para su dormitorio y se quedó asombrada de lo barato que resultó. Se hizo con dos lámparas, una alfombra, cortinas, dos espejos de pared, ropa de cama, un silloncito cómodo, dos mesitas de noche, una cajonera muy bonita y un pequeño armario con espejos, ya que la habitación solo tenía uno también pequeño empotrado. Esperaba que sus cosas cupieran ahí. La mala noticia era que había que montar todos aquellos muebles, pero Harlan le había dicho que el encargado de mantenimiento del edificio la ayudaría a cambio de una buena propina.
En Ikea le echaron una mano para cargar todas sus compras en la furgoneta y, una hora después, ya estaba en el apartamento, descargando los muebles con la ayuda del portero. Tardaron una hora más en conseguir subirlo todo arriba y, tal como había dicho Harlan, el de mantenimiento se presentó con su caja de herramientas y empezó a montar las piezas que lo necesitaban. Victoria llamó a la empresa que servía colchones y somieres, y le entregaron su cama antes aún de que el de mantenimiento terminara con los muebles. A las seis en punto, cuando Bunny llegó del trabajo, Victoria ya estaba sentada en su nueva habitación, admirando lo bien que había quedado. Había elegido muebles blancos y unas cortinas de visillo, blancas también, con una alfombra azul y blanca. Todo el conjunto transmitía un aire muy californiano. Incluso había comprado una colcha a rayas azules y blancas con cojines a juego. En una esquina había colocado el cómodo sillón azul, donde podría quedarse a leer si no le apetecía estar en el salón. También había comprado un pequeño televisor que podría ver desde la cama. El cheque de su padre había dado mucho de sí y la había ayudado con sus adquisiciones. Sentada en su nueva cama, Victoria no cabía en sí de alegría y sonrió a Bunny al verla entrar.
—¡Caray! ¡Pero si pareces una excursionista feliz! —comentó su compañera de piso, sonriéndole también—. Me gustan tus cosas.
—Sí, y a mí —contestó Victoria la mar de contenta.
Era su primer apartamento de verdad. Lo único que había tenido hasta entonces habían sido habitaciones de residencia, y aquel dormitorio era bastante más grande, aunque tampoco fuera ni mucho menos enorme. Ella compartía el cuarto de baño con Bunny, y los dos chicos tenían otro para ellos. Victoria ya se había dado cuenta de que el baño estaba impecable y que Bunny era meticulosamente ordenada. Le pareció ideal.
—¿Te quedarás ya esta noche? —preguntó su compañera de piso con interés—. Yo voy a estar en casa, por si quieres que te ayude a deshacer maletas.
Victoria se había pasado toda la tarde montando muebles y tenía sábanas para quedarse a dormir allí, además de un juego de toallas nuevas que quería lavar en la lavadora comunitaria del sótano antes de estrenarlas.
—Solo tengo que ir a buscar mis cosas al hotel. —Aquella mañana ya había dejado la habitación para ahorrarse algo de dinero, y tenía las maletas en una salita, al cuidado del portero—. Saldré dentro de un rato y después volveré aquí.
Justo entonces llegaron los dos chicos, que admiraron su nueva habitación. Tenía un aire fresco, limpio y moderno, y Harlan dijo que parecía una casa de Malibú. Victoria había comprado incluso una fotografía enmarcada de una larga playa de fina arena y aguas azules que transmitía mucha paz, y la había colgado en una pared. La habitación, que estaba pintada desde hacía poco, olía también a muebles nuevos. Desde sus ventanas se veía la calle y los tejados de los edificios vecinos. El suyo quedaba en la acera norte, con la fachada mirando al sur, así que Victoria sabía que sería un dormitorio soleado.
Sus nuevos compañeros de piso le dijeron que aquella noche estarían todos en casa y que habían pensado preparar algo para cenar, si ella quería apuntarse, así que Victoria se marchó poco después para ir a buscar sus cosas al hotel, devolver la furgoneta y llegar a tiempo para la cena.
Los deliciosos aromas de la cocina llenaban el apartamento cuando regresó; por lo visto, los tres eran buenos cocineros. La prometida de Bill, Julie, también se les había unido, y los cuatro estaban en la cocina, riendo y bebiendo vino, cuando Victoria entró con sus cuatro maletas. Se había llevado consigo todo su vestuario de invierno por si lo necesitaba antes de volver a casa por Acción de Gracias. Bunny comentó que había hecho bien, porque en octubre ya empezaba a refrescar bastante.
Victoria había parado de camino a comprar una botella de vino y la dejó en la mesa de la cocina. Era un vino español, y todos dijeron que les encantaba y lo descorcharon enseguida. Ya habían vaciado la primera botella, lo cual no era difícil, puesto que la habían compartido entre los cuatro. Victoria había estado tentada de comprar también algo de helado, pero al final decidió no hacerlo. Trasladarse era un poco estresante, pero de momento todo había salido bien.
Los cinco se sentaron a cenar a las diez de la noche, cuando ya estaban muertos de hambre. Hasta esa hora no habían hecho más que entrar y salir de la cocina. Bunny era la que más había cocinado, porque los dos chicos habían aprovechado para ir al gimnasio antes de cenar. Todos ellos se tomaban muy en serio lo del ejercicio, y la prometida de Bill, Julie, tenía un cuerpo estupendo. Trabajaba para una empresa de cosméticos. A todos ellos les parecía fantástico que Victoria fuese a dar clases en un instituto. Le dijeron que era muy valiente, ya que sus alumnos tendrían casi la misma edad que ella.
—A mí los niños me aterrorizan —confesó Bunny—. Cada vez que vienen a la galería, yo corro a esconderme. Siempre rompen algo, y entonces soy yo la que tiene problemas. —Explicó que se había licenciado en Bellas Artes y que tenía un novio en Boston que estudiaba Derecho en la universidad de allí. Los fines de semana iba a visitarla, o ella a él.
Todos parecían tener su vida más que encarrilada. En el transcurso de la cena, Harlan comentó que había roto con su compañero hacía seis meses, justo antes de instalarse en el apartamento, y que desde entonces se estaba dando un respiro con su vida amorosa. Dijo que no salía con nadie, y Victoria confesó que ella tampoco. Les explicó que ninguna de sus historias había funcionado hasta la fecha, y que a ella no le gustaba la teoría que tenía su padre de que todo era por culpa de su peso y su físico. Se sentía como si le hubieran echado una maldición. Su padre pensaba que no era lo bastante guapa; y su madre, que era demasiado lista y que la mayoría de los hombres la rechazarían por ello. O demasiado fea o demasiado inteligente, pero el caso era que nadie había perdido la cabeza por ella, y ella tampoco por nadie. Lo único que había experimentado en el pasado era lo que Victoria definía como amoríos pasajeros, salvo por el desafortunado intento fallido con Beau y aquel breve romance con el estudiante de Física, además de alguna que otra cita que no había llegado a ninguna parte. Esperaba que su suerte mejorara un poco en Nueva York, y creía que ya había empezado a hacerlo: había encontrado un apartamento genial y tres magníficos compañeros de piso. Le caían muy bien. La cena que habían preparado estaba deliciosa. Bunny había hecho una paella con marisco fresco, un plato que resultaba perfecto para un caluroso día de verano, y había preparado también una sangría de la que disfrutaron después de terminarse el vino. Como entrante, antes del arroz, les sirvió un gazpacho frío, y de postre había comprado dos litros de helado de cookies y nata, que por desgracia era uno de los preferidos de Victoria. En cuanto lo vio en la mesa, no pudo resistirse a él.
—Esto es como darle heroína a una drogadicta —se lamentó, pero se sirvió un cuenco entero cuando la tarrina que iban pasándose unos a otros llegó a ella.
Antes de eso habían dejado los platos bien limpios, porque la paella estaba estupenda. Igual que el helado.
—A mí también me encanta el helado —confesó Harlan, aunque no lo parecía. Más bien daba la sensación de que hacía diez años que no comía nada, y eso que medía un metro noventa, lo cual le daba mucho margen.
Hacía siglos que Victoria no probaba el helado, así que decidió hacer una excepción y darse un homenaje. Al fin y al cabo, estaban de celebración. Más tarde se felicitó en silencio por no haber repetido, aunque la primera ración ya había sido bastante generosa. Entre los cinco se acabaron toda la tarrina. Julie también se había servido una ración sustancial, pero ninguno de ellos parecía tener un problema con la comida. Eran personas delgadas, muy esbeltas y en buena forma física. Todos decían tomarse el gimnasio con una seriedad religiosa, y tanto Bill como Bunny aseguraban que les iba bien para combatir el estrés. Harlan reconoció que detestaba el ejercicio pero que sentía la obligación de mantenerse tonificado. Y Bunny explicó a Victoria que habían estado pensando en comprar una cinta de correr entre todos para no tener que salir al gimnasio todos los días. Ella dijo que le parecía una idea estupenda. Con la máquina en el apartamento, no podría eludir el ejercicio tan fácilmente. Eran un grupo de personas activas y alegres, llenas de proyectos, planes e ideas. Victoria estaba impaciente por convivir con ellos. Representaba una circunstancia mucho más feliz que verse viviendo sola en un apartamento minúsculo. Así podría disponer de más espacio y también de compañía siempre que la necesitara. Y si un día no le apetecía, podía quedarse en su habitación, que había quedado bonita y relajante, gracias a Ikea. Estaba encantada con lo que había comprado y con el resultado de la decoración. Había sido una gran idea, y dio las gracias a Harlan por habérsela propuesto.
—De nada, ha sido un placer —dijo él, sonriéndole—. Antes hacía algunos trabajos de escaparatismo de vez en cuando. Me ocupaba de varias tiendas del SoHo, incluso de los escaparates de Chanel. Siempre quise ser diseñador de interiores, pero ahora estoy muy ajetreado con el trabajo en el Instituto del Vestido. Aun así, sigo teniendo muchas ideas y proyectos en la cabeza. —Por lo visto era una persona muy creativa, y a Victoria le gustaba su forma de vestir.
Mientras disfrutaba de la velada en la cocina, nació en ella la esperanza de que tal vez viviendo con ellos y yendo al gimnasio con su misma regularidad podría mantener su talla bajo control. Sabía que su peso fluctuaba y que siempre era mayor de lo que debería, pero tenía la sensación de que sus nuevos compañeros de piso serían una buena influencia, siempre que consiguiera mantenerse alejada de los postres. Todos ellos eran delgados. Victoria, una chica grande por naturaleza, llevaba toda la vida envidiando a la gente así. Gracias a la herencia de su bisabuela paterna, sus pechos la hacían parecer muy robusta. Quizá su figura de reloj de arena habría causado furor en otra época, pero ya no, y a menudo se preguntaba si su bisabuela había tenido unas piernas largas y delgadas como las suyas. En las fotografías no podía verse, porque en aquellos tiempos se llevaban faldas muy largas. Ahora que Victoria había adelgazado durante el verano, podía empezar a ponerse faldas más cortas, pero sabía que nunca llegaría a conseguirlo si seguía comiendo tanto helado. Ya se sentía culpable por el Ben & Jerry’s de cookies y nata que acababa de devorar. Tendría que buscar un gimnasio al día siguiente, o salir a correr. A lo mejor Bunny podía llevarla al suyo. De pronto se sintió abrumada con todo lo que le quedaba por hacer. Además, solo faltaban unos días para empezar en la escuela, y esta vez como profesora, no como alumna. ¡Qué emocionante!
A eso de la una de la madrugada, después de haber compartido largas conversaciones, cada cual se retiró a su dormitorio. Julie pasó la noche con Bill. Victoria, al acomodarse en su nueva cama grande, se acurrucó bajo las sábanas y se quedó tumbada con una sonrisa en la cara. En aquella habitación todo le parecía bonito, todo era tal como ella había deseado. Estaba en su nuevo mundo, en un pequeño rincón acogedor de la nueva vida que estaba construyéndose. Y aquello no era más que el principio. Pronto empezaría en su nuevo trabajo, tendría nuevos amigos, nuevos alumnos, y puede que algún día incluso un novio. Le costaba imaginarlo. Encontrar el apartamento había sido un primer paso: de pronto se había convertido en una neoyorquina.
Aquella noche, al dormirse, echó de menos a Gracie y pensó en llamarla, pero tenía demasiado sueño y ya había hablado con ella por la mañana, mientras estaba comprando en Ikea. Gracie se había alegrado muchísimo por ella, y Victoria le había prometido que le enviaría fotos del apartamento y de su habitación. Se fue quedando dormida mientras pensaba en su hermana y en cuándo podría ir a verla a Nueva York. En el sueño de Victoria iban de compras juntas y ella estaba mucho más delgada, casi como si tuviera un cuerpo nuevo a juego con su nueva vida. La dependienta le sacaba un vestido de la talla 44 y Victoria le decía que ahora llevaba una 38; en la tienda, todo el mundo se ponía a aplaudir.