7

El propio Eric Walker, el director de la Escuela Madison, llamó a Victoria la primera semana de marzo. Le explicó que les había costado mucho decidirse entre ella y varios profesores más, pero dijo que le alegraba mucho comunicarle que el trabajo era suyo. Victoria no cabía en sí de alegría. El director le comentó que ya le habían enviado el contrato por correo.

Iba a ser la profesora más joven del departamento de lengua y daría clases a cuatro grupos, de décimo, undécimo y duodécimo. Tendría que asistir a las reuniones de profesores a partir del 1 de septiembre, y el curso empezaría una semana después. Al cabo de seis meses exactamente estaría dando clases en la Escuela Madison de Nueva York. Victoria no se lo podía creer e, incapaz de guardarse la buena noticia, aquella noche llamó a sus padres.

—Ya me temía que fueras a hacer algo así —comentó su padre con reproche. En realidad sonaba incluso decepcionado con ella, como si la hubiesen detenido por desnudarse en un supermercado y estuviera llamándolo desde la cárcel. Como diciendo: «¿En qué estabas pensando para hacer semejante tontería?»—. Siendo profesora nunca vas a ganar ni un centavo, Victoria. Tienes que buscarte un trabajo de verdad, algo en publicidad o relaciones públicas, o en el campo de las comunicaciones. Hay montones de cosas que podrías hacer. Podrías entrar en el departamento de relaciones públicas de una gran empresa, o incluso trabajar en McDonald’s y ganar más dinero del que conseguirás jamás siendo maestra. Es una absoluta pérdida de tiempo. Además, ¿por qué en Nueva York? ¿Por qué no aquí? —Ni siquiera le preguntó qué clase de escuela era, y tampoco la felicitó por haber conseguido su primer empleo en un centro de primera categoría y con una competencia tan fuerte. Lo único que tenía que decirle era que se había equivocado de trabajo, que había elegido mal la ciudad y que siempre sería pobre.

Pero la enseñanza era la carrera que había escogido Victoria, y aquella escuela era uno de los mejores centros privados de todo el país.

—Lo siento, papá —dijo, disculpándose como si hubiese hecho algo malo—. Pero es una escuela buenísima.

—¿De verdad? ¿Y cuánto van a pagarte? —preguntó él sin rodeos. Victoria no quería mentirle, así que le dijo la verdad. Sabía perfectamente que le costaría vivir con aquel sueldo, pero para ella todos esos sacrificios merecían la pena y no pensaba ocultarle nada de aquello a su padre—. Es una ridiculez —opinó él, casi indignado, y le pasó el teléfono a su madre.

—¿Qué ha ocurrido, cariño? —preguntó Christine con un deje de preocupación en la voz nada más coger el auricular.

—Nada, que he conseguido un trabajo estupendo. Daré clase en una escuela maravillosa de Nueva York. Es que papá cree que no me pagan lo suficiente, nada más. Pero solo haber conseguido una plaza allí ya es todo un logro.

—Qué lástima que te conformes con ser una simple maestra —comentó su madre, haciéndose eco de la opinión general. Así le transmitió a Victoria, igual que toda la vida, hasta qué punto había fracasado y lo mucho que los había decepcionado. Lo único que hacían era anular la parte buena de todo lo que emprendía, como siempre, y borrar toda sensación de éxito de lo que había conseguido—. Podrías ganar mucho más dinero en cualquier otro campo.

—Me parece que ese trabajo va a gustarme de verdad, mamá. Me encanta esa escuela —insistió ella con la voz de una joven llena de esperanzas, intentando no perder la alegría, el entusiasmo y el orgullo que había sentido justo antes de llamar.

—Supongo que eso está muy bien, hija, pero no puedes ser profesora para siempre. En algún momento tendrás que buscar un trabajo de verdad. —¿Desde cuándo dar clases no era un trabajo «de verdad»? Solo les importaba el dinero y la riqueza que pudiera acumularse—. Tu hermana acaba de ganar cincuenta mil dólares por dos días de sesiones fotográficas para una campaña nacional —explicó su madre.

Eso era más de lo que Victoria ganaría en todo un año, y Grace lo hacía por diversión y para contribuir con algo al fondo que sus padres le habían abierto para ir a la universidad. Gracie opinaba que hacer de modelo era como un juego por el que le pagaban una fortuna y en el que participaba solo de vez en cuando. Victoria trabajaría duro todos los días para ganarse el sueldo. Ese contraste y esa gran desigualdad le resultaban abrumadores, pero no era ningún secreto que dando clases uno no se hacía rico, y ella lo había sabido perfectamente al escoger la enseñanza como carrera. De todas formas, tampoco habría tenido la oportunidad de trabajar de modelo como Gracie. Eso no era una opción para ella, y dar clases era su vocación, no solo un empleo. Esperaba que se le diera bien.

—¿De qué vas a vivir? —le preguntó su madre, a quien también eso parecía preocuparle—. ¿Podrás permitirte un apartamento con un sueldo de maestra? Nueva York es una ciudad cara.

—Buscaré algo compartido. Volveré allí en agosto para instalarme antes de empezar el curso.

—¿Cuándo vas a venir a casa?

—Justo después de la graduación. Quiero pasar este verano con vosotros.

Ese año no pensaba trabajar. Le apetecía organizar salidas con Gracie y disfrutar de algo de tiempo en familia antes de trasladarse oficialmente a Nueva York. Puede que nunca volviera a vivir en Los Ángeles o a disponer de tanto tiempo para compartir con ellos, aunque, si seguía en la enseñanza, siempre tendría los veranos libres. Pero quizá se vería obligada a buscar otro trabajo de temporada para complementar sus ingresos. Así que aquel era el último verano que podría estar en casa sin trabajar, y a sus padres les pareció muy buena idea.

Victoria no fue a verlos durante las vacaciones de primavera, sino que estuvo trabajando de camarera en una cafetería que quedaba justo al lado del campus, para conseguir un pequeño colchón económico. En Nueva York iba a necesitar hasta el último penique que pudiera ahorrar. Pero la comida gratis que le daban en la cafetería volvió a hacerle olvidar la dieta una vez más. Aquellas dos semanas se estuvo alimentando a base de pastel de carne y puré de patatas con salsa, merengue de limón y tarta de manzana. Era muy difícil resistirse, sobre todo a desayunar crepes de arándanos a las seis de la mañana, cuando empezaba el turno. Su sueño de perder peso antes de la graduación se estaba esfumando sin remedio; además, era deprimente estar siempre a régimen, depender de un programa de ejercicios y pasarse la vida esclavizada para expiar sus pecados.

Después de matarse en el gimnasio durante todo el mes de abril y controlar estrictamente lo que comía, por fin consiguió adelgazar cuatro kilos y medio. Victoria estaba orgullosa de sí misma. El 1 de mayo se fue a alquilar su birrete y su toga, y se encontró una cola interminable en el establecimiento. Cuando por fin le tocó a ella, el dependiente la miró de arriba abajo para asignarle la talla correcta.

—Eres grandullona, ¿eh? —comentó con una amplia sonrisa, y ella tuvo que contener las lágrimas.

No respondió, y tampoco abrió la boca cuando el hombre le tendió una talla extra grande que no necesitaba. Como era lo bastante alta para llevarla, prefirió no protestar. Le iba enorme. Para asistir a la graduación había pensado ponerse una minifalda roja, sandalias de tacón alto y una blusa blanca. La falta era corta, pero nadie la vería hasta que se quitara la toga. Le encantaba el color, y le hacía unas piernas impresionantes.

Empaquetó todas sus pertenencias y las envió a casa cuando faltaban dos días para la ceremonia, el día antes de que llegaran sus padres. Gracie también los acompañaba, por supuesto, y, al verla con una camiseta blanca de manga corta y unos pantalones muy, muy cortos, Victoria se dio cuenta de que estaba más guapa que nunca. Ya tenía quince años y, a pesar de lo bajita que era, aparentaba dieciocho. Aun así todavía podía posar para anuncios de ropa infantil, y a menudo lo hacía. Victoria se sentía como un elefante al lado de su madre y de su hermana, pero de todas formas quería muchísimo a Gracie. Las dos hermanas casi se dejaron sin aire en los pulmones de la fuerza con que se abrazaron al reencontrarse en la residencia.

Esa noche salieron todos juntos a cenar fuera, a un restaurante muy agradable donde encontraron a varios estudiantes de último curso cenando también. Victoria había preguntado a su padre si podían acompañarlos algunos amigos suyos, pero Jim dijo que prefería estar solo con la familia, y lo mismo pensaba sobre la comida de celebración del día siguiente. Le explicó que querían tenerla para ellos solos, pero lo que en realidad quería decir, como siempre, era que no le interesaba en absoluto conocer a los amigos de su hija. Para Victoria no era nada nuevo y, aun así, se alegraba de estar con su familia. Además, Gracie no hacía más que acurrucarse a su lado. Las dos hermanas siempre eran inseparables cuando estaban juntas. También Grace empezaba a pensar en sus estudios superiores. Quería ir a la Universidad del Sur de California, y sus padres estaban encantados porque así la tendrían cerca de casa. Jim comentó que era una auténtica chica del sur de California, lo cual hizo que Victoria se sintiera una traidora por haberse ido a estudiar al Medio Oeste, en lugar de felicitarse por haber preferido lanzarse a la aventura y haber escogido una universidad tan exigente como la suya.

La ceremonia de graduación de la Facultad Weinberg de Humanidades y Ciencias de la Universidad del Noroeste tuvo lugar al día siguiente y estuvo caracterizada por la pompa, el fausto y las emociones a flor de piel. Christine ya estaba llorando en cuanto empezó la procesión de alumnos, y Jim se mostró extrañamente orgulloso mientras su hija pasaba junto a ellos con el birrete y la toga, e incluso tenía los ojos húmedos. Gracie sacó una foto a Victoria, que sonreía a la vez que intentaba parecer solemne.

Poco más de mil estudiantes recibieron aquel día su diploma de Weinberg, por orden alfabético. Victoria estrechó la mano al decano cuando se lo entregó y, dos horas después, gritó tanto como el que más cuando lanzaron los birretes hacia el cielo y se abrazaron unos a otros. Aunque había sido una chica más bien solitaria durante gran parte del tiempo que había pasado en la universidad, de todas formas tenía algunos amigos con los que intercambió direcciones de correo electrónico y números de móvil. Todos prometieron mantenerse en contacto, pero no parecía muy probable que lo consiguieran. Y así, de repente, salieron al mundo: licenciados y dispuestos a hacerse un sitio en las profesiones que habían elegido.

Victoria cenó otra vez con su familia en Jilly’s Café, y esa noche la vivió como una verdadera celebración, sobre todo porque otros licenciados hacían lo propio en las demás mesas. A la mañana siguiente, su familia y ella cogieron un vuelo para regresar a Los Ángeles juntos. Victoria había pasado la noche en el hotel Orrington con ellos y había compartido habitación con Gracie, porque había tenido que dejar libre la de la residencia justo después de la graduación. Las dos estuvieron casi toda la noche charlando, hasta que se quedaron dormidas una junto a otra. Estaban impacientes por compartir los siguientes tres meses. Victoria no se lo había dicho a nadie, pero tenía pensado seguir un estricto programa de control de peso durante todo el verano para estar estupenda en septiembre, cuando empezara a trabajar en Madison. Su padre, al verla quitarse la toga para devolverla tras la ceremonia, había comentado que la veía más grandullona que nunca. Lo había dicho con una enorme sonrisa y luego lo había suavizado con un piropo sobre sus largas piernas, como de costumbre, pero el primer comentario fue mucho más impactante que el segundo. Victoria nunca oía el cumplido después de haber recibido la bofetada del insulto.

En el avión se sentó entre su padre y Grace. Su madre estaba al otro lado del pasillo, leyendo una revista. Las dos hermanas habían querido ir juntas. Ni siquiera parecían familia; a medida que crecía, Gracie era cada vez más la viva imagen de su madre. Victoria, en cambio, no había sido la imagen de nadie a ninguna edad.

Gracie y Victoria estaban charlando en voz baja y tenían pensado ver una película, pero su padre se inclinó para hablar con ella nada más despegar.

—Bueno, cuando estés otra vez en Los Ángeles tendrás tiempo para buscar un trabajo como Dios manda. Siempre puedes decirle a esa escuela de Nueva York que has cambiado de opinión. Piénsatelo —comentó en tono de complicidad.

—Es que me gusta el trabajo de Nueva York, papá —insistió Victoria—. Es una escuela fantástica y, si me echo atrás ahora, mi nombre quedará manchado para siempre dentro de la comunidad educativa. Quiero ese trabajo.

—Pero no querrás ser pobre el resto de tu vida, ¿verdad? —preguntó él con cara de desdén—. No puedes permitirte ser profesora, y yo no pienso mantenerte siempre —añadió con brusquedad.

—Tampoco espero que lo hagas, ni siquiera ahora, al principio, papá. Hay más gente que vive con un sueldo de profesor. También yo podré.

—Pero ¿por qué conformarte con eso? Yo podría conseguirte algunas entrevistas para la semana que viene. —Jim seguía despreciando su gran logro de haber conseguido ese puesto en Nueva York. Para él aquello ni siquiera era un trabajo. No hacía más que decirle a su hija que se buscara un empleo «de verdad» con un sueldo decente.

—Gracias por el ofrecimiento —repuso ella con educación—, pero de momento prefiero quedarme con lo que tengo. Siempre puedo cambiar de opinión más adelante, si veo que no me da para vivir. También podría buscar algo en verano y ahorrar lo que gane.

—Eso es una ridiculez. A lo mejor te parece buena idea a los veintidós años, pero, créeme, no será lo mismo cuando tengas treinta o cuarenta años. Si quieres, puedo concertarte una entrevista con la agencia de publicidad.

—No quiero trabajar en publicidad —repitió ella con firmeza—. Quiero ser profesora. —Era la enésima vez que se lo decía, pero su padre no hizo más que encogerse de hombros y mostrarse molesto.

Después de eso Gracie y ella enchufaron los auriculares y vieron la película. Victoria se sintió aliviada al no tener que seguir hablando de lo mismo. A sus padres solo les interesaban dos cosas de ella: su peso y cuánto dinero ganaría en su trabajo. Un tercer tema que sacaban de vez en cuando era la inexistencia de su vida amorosa, lo cual, en opinión de ambos, era consecuencia del primer punto: su peso y su talla. Su padre, cada vez que tenían esa conversación, decía que si perdiera unos kilos seguro que encontraría novio. Ella sabía que no era necesariamente así, ya que muchas chicas con una figura perfecta y mucho más bajas que ella tampoco tenían pareja. En cambio, había otras que, con sobrepeso, estaban felizmente casadas, prometidas, o tenían un compañero sentimental. Ella sabía que no existía una relación directa entre el amor y el peso, sino que había una multitud de factores más en juego. Su falta de autoestima y el hecho de que siempre estuvieran metiéndose con ella y criticándola tampoco la ayudaba a resolver el problema. Nunca se mostraban orgullosos ni satisfechos con lo que hacía, aunque tanto su padre como su madre le habían dicho que estaban entusiasmados al verla graduarse en la Universidad del Noroeste. Simplemente habrían preferido que fuese en UCLA o en la Universidad del Sur de California, y que hubiese encontrado otro trabajo en lugar del de Nueva York; a poder ser en Los Ángeles y en otro campo. Lo que hacía Victoria nunca estaba bien ni era suficiente para ellos, quienes por lo visto no se daban cuenta de lo mucho que le dolían sus constantes críticas, ni veían que precisamente por eso no quería volver a vivir en Los Ángeles. Victoria deseaba poner todo un país de distancia entre sus padres y ella. Así solo tendría que verlos por Acción de Gracias y en Navidad, y puede que llegara el día en que ni siquiera los visitara en esas fechas. De momento, sin embargo, le apetecía estar con Gracie. En cuanto su hermana se fuese de casa, Victoria no estaba segura de cuándo iría verlos, ni de si lo haría muy a menudo. Habían conseguido ahuyentarla, y sus padres ni siquiera eran conscientes de ello.

En el trayecto del aeropuerto a casa, Gracie y ella se sentaron en el asiento de atrás del coche mientras sus padres hablaban en la parte de delante sobre lo que iban a preparar para cenar. Jim se ofreció a hacer unos filetes en la barbacoa del jardín trasero, y se volvió para guiñarle un ojo a su hija mayor.

—A ti no tengo que preguntarte, ya sé que tendrás hambre. ¿Tú qué dices, Gracie? ¿Te apetece un filete para cenar? —le preguntó a su hija menor.

Victoria se puso a mirar por la ventanilla con cara de haber recibido un puñetazo en el estómago. Esa era su reputación allí, la imagen que tenían de ella: la chica que siempre estaba hambrienta.

—Un filete está bien, papá —contestó Gracie sin entusiasmo—. Aunque también podemos pedir comida china, si no te apetece encender la barbacoa. O Victoria y yo podríamos salir a cenar fuera, si mamá y tú estáis cansados. —Las dos habrían preferido esa opción, pero no querían ofender a sus padres.

Jim insistió en que estaría encantado de preparar la barbacoa, siempre que Victoria y él no fueran los únicos que comieran carne. Era el segundo bofetón que le propinaba en cinco minutos. El verano sería largo si ya empezaba así. Aquello solo le recordaba que nada había cambiado. Cuatro años de vida independiente en la universidad, más un diploma, y ellos seguían tratándola como a la tragona insaciable de casa.

Aquella noche cenaron al aire libre, en el jardín de atrás. Christine decidió saltarse el filete y limitarse a la ensalada. Dijo que había comido demasiado en el avión, y Grace y Victoria disfrutaron de la carne que había preparado su padre. Grace se sirvió una patata asada, pero Victoria solo cogió un poco de ensalada como guarnición.

—¿Te encuentras mal? —preguntó Jim con cara de extrañeza—. Nunca te había visto rechazar una patata.

—Estoy bien, papá —respondió Victoria en voz baja. No le habían gustado los comentarios que había hecho en el coche y había decidido empezar la dieta nada más llegar a casa.

Aunque le ofrecieron helado de postre, se mantuvo firme. Seguro que su padre también habría soltado otro de sus comentarios si lo hubiera aceptado. Después de cenar, las dos hermanas fueron a la habitación de Gracie a escuchar música. Aunque Gracie tenía alocados gustos de jovencita, las dos compartían muchas cosas. Victoria se alegraba de estar en casa con ella.

Aquel verano, en cuanto Grace acabó las clases, unas semanas después de la graduación de Victoria, estuvieron mucho tiempo juntas. Toda la familia se fue a Santa Bárbara a pasar el fin de semana largo del día de los Caídos y, al volver, Victoria llevó a Gracie en coche a todas partes. Se convirtió en su chófer y en su acompañante personal, así que las chicas no se separaron durante dos meses. Victoria vio a algunas de sus antiguas amigas del instituto que habían regresado a Los Ángeles después de licenciarse o que se habían quedado a estudiar allí. No tenía muchas amigas íntimas, pero le resultó agradable ver caras conocidas, sobre todo antes de volver a irse. Dos de ellas iban a seguir los estudios con un posgrado, y Victoria pensó que a ella también le gustaría hacerlo algún día, pero en la Universidad de Nueva York o en la de Columbia. También vio a algunos de los chicos a quienes había conocido en el instituto y que nunca le habían prestado demasiada atención. Uno de ellos la invitó a salir a cenar y al cine, pero resultó que no tenían mucho que decirse. Él se había metido en negocios inmobiliarios y estaba obsesionado con el dinero. No le impresionó nada la elección de ella de dedicarse a la enseñanza. La única que parecía admirarla por ello era su hermana pequeña, que pensaba que era una ocupación muy noble. Todos los demás creían que era tonta y no hacían más que recordarle que sería pobre toda la vida.

Para Victoria, estar en casa ese verano fue una oportunidad de crear recuerdos que atesoraría siempre. Gracie y ella compartieron sus sueños, su miedos y sus esperanzas, y también todo lo que les fastidiaba de sus padres. Gracie pensaba que la malcriaban demasiado, y detestaba la forma que tenían de alardear de ella. El mayor pesar de Victoria era que con ella no hacían nada de eso. Sus experiencias en la misma familia eran diametralmente opuestas. Costaba creer que tuvieran los mismos padres. Y aunque Gracie era la responsable de que Victoria hubiese acabado siendo invisible e inexistente para ellos, jamás se lo echó en cara a su hermana. Quería a Grace como la niña que era y que había sido, aquel bebé que había llegado como un ángel a sus brazos cuando tenía siete años.

Para Grace, el verano que compartieron tras la graduación de Victoria fue la última oportunidad de sentirse cerca de su hermana mayor. Desayunaban juntas todas las mañanas. Se reían muchísimo. Victoria llevaba a Gracie y a sus amigas al club de natación. Jugaba al tenis con ellas, que le ganaban siempre porque corrían más. Ayudaba a Gracie a comprarse ropa nueva para el curso siguiente, y entre las dos decidían lo que era guay y lo que no. Leían revistas de moda juntas y comentaban los estilos nuevos. Iban a Malibú y a otras playas, y a veces se limitaban a tumbarse en el jardín de atrás sin decir nada, solo estando juntas y disfrutando de su compañía mutua hasta el último minuto.

Para Christine fue un verano muy plácido, ya que Victoria se ocupaba de todo lo que necesitaba Gracie, lo cual le dejaba a ella el tiempo libre que quería: no para estar con sus hijas, sino para jugar al bridge con sus amigas, que seguía siendo su pasatiempo predilecto. Y a pesar de las protestas de Victoria, su padre le organizó varias entrevistas para que encontrara un trabajo «mejor» que el de Nueva York. Victoria le dio las gracias y las canceló todas discretamente. No quería hacer perder el tiempo a nadie, y tampoco a sí misma. Su padre se enfadó mucho y volvió a decirle que estaba tomando todas las decisiones equivocadas en cuanto a su futuro y que nunca llegaría a nada trabajando de profesora. Ella ya estaba acostumbrada a escuchar cosas así de su boca, y no le afectaba. Siempre había sido la hija de la que no se sentían orgullosos, a la que no habían hecho caso y de la que se habían reído.

Un día de aquel verano, Victoria le confesó a Gracie que, si tuviera suficiente dinero, le encantaría operarse la nariz, y que a lo mejor algún día se animaba a hacerlo. Le dijo que le gustaba su nariz y que quería una igual, una naricilla «mona». Gracie, que se sintió conmovida al oír eso, le dijo a Victoria que a ella le parecía muy guapa de todas formas, incluso con su nariz. No le hacía falta una nueva. Para Gracie, Victoria estaba perfecta tal como era. Ese era el amor incondicional que se habían profesado siempre la una a la otra y que a Victoria le sentaba de maravilla, igual que a Gracie. El amor de sus padres siempre estaba sujeto a condiciones, dependía de su aspecto, de si sus logros eran válidos según sus estándares particulares y de si con ellos mejoraba también su propio estatus. Gracie llevaba toda la vida recibiendo sus halagos porque era como un accesorio que realzaba su perfección. Victoria, en cambio, como era diferente y desentonaba, había sufrido falta de atención y amor por parte de sus padres, pero no de su hermana. Grace siempre la había cubierto de cariño y la había venerado de todas las formas posibles. Y Victoria también la adoraba a ella, deseaba proteger a su hermana y no quería que acabara siendo como Jim y Christine. ¡Cómo le habría gustado llevarse a Gracie consigo! A ninguna de las dos le apetecía que llegara el día en que Victoria se iría a Nueva York.

Grace ayudó a su hermana a escoger un nuevo vestuario para causar una impresión adecuada a sus alumnos cuando empezara a dar clases en el instituto. Esta vez Victoria se había mantenido firme y había seguido la dieta, así que a finales de verano consiguió meterse dentro de una talla 42. Le quedaba algo estrecha, pero entraba en ella. Había adelgazado bastantes kilos a lo largo de aquellos meses, aunque su padre le preguntaba cada pocos días si no se animaba a perder algo de peso antes de irse a Nueva York. No se había dado cuenta de todos esos kilos que había perdido con tanto esfuerzo, como tampoco su madre, siempre tan angustiada por la talla de su hija, fuera cual fuese. La etiqueta que le habían colgado de pequeña se le había quedado tatuada para siempre. Victoria era la «grandullona» de la casa, que era su forma de llamarla gorda. Ella sabía que, aunque pesara cuarenta kilos y estuviese a punto de desaparecer, sus padres seguirían viéndola enorme. Lo único que le recordaban siempre eran sus deficiencias y sus fallos, nunca sus victorias. Las únicas victorias que valoraban eran las de Grace. Así eran Jim y Christine.

Antes de que Victoria tuviera que marcharse, los cuatro fueron a disfrutar de una semana en el lago Tahoe. Lo pasaron estupendamente. La casa que había alquilado su padre era muy bonita y las dos hermanas practicaron esquí acuático en las heladas aguas del lago mientras su padre conducía la lancha. Lo mejor de que Victoria fuese a trabajar de maestra, comentaba Grace, era que así podrían seguir pasando las vacaciones de verano juntas, y su hermana le prometió que conseguiría llevarla a Nueva York para que le hiciera una visita. Incluso podría ver por dentro la escuela donde daría clases, y a lo mejor asistir a alguna, si se lo permitían. Las dos esperaban que sí.

Por fin llegó el día en que Victoria tenía que irse. Era una fecha que tanto ella como Grace habían temido, porque no querían decirse adiós. Las dos estuvieron extrañamente calladas en el trayecto hacia el aeropuerto. La noche anterior se habían quedado despiertas y tumbadas en la misma cama para poder hablar. Victoria le dijo a Gracie que podía quedarse con su habitación, porque sabía que le gustaba más, pero su hermana le respondió que no quería quitársela. Prefería que tuviera su espacio cada vez que regresara a casa. En el aeropuerto se dieron un larguísimo abrazo mientras las lágrimas les caían por las mejillas. A pesar de que durante el verano se habían asegurado un montón de veces que nada cambiaría, ambas sabían que nada volvería a ser igual. Victoria iba a comenzar una vida de adulta en otra ciudad, y las dos estuvieron de acuerdo en que eso era lo mejor para ella. Lo único que estaban seguras de que jamás cambiaría era lo mucho que se querían. Todo lo demás sería diferente a partir de entonces, y así debía ser. Desde el momento en que Victoria pusiera un pie en el avión, se convertiría en una adulta. Cuando regresara a casa, solo sería de visita. Allí ya no le quedaban más que recuerdos dolorosos y su hermana Grace. Sus padres la habían abandonado emocionalmente el día en que nació y resultó no ser tal como ellos habían planeado y, además, no se les parecía. Para ellos eso era inaceptable, un crimen por el que nunca la perdonarían y ni siquiera estaban dispuestos a intentarlo. En lugar de eso se burlaban de ella, la menospreciaban y la descalificaban. Siempre le habían hecho sentir que estaba de más, que no era lo bastante buena para ellos.