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La Escuela Madison estaba en la calle Setenta y seis Este, cerca del East River, y era uno de los centros privados más exclusivos de toda Nueva York. En ella se estudiaba desde noveno hasta duodécimo curso: toda la enseñanza secundaria. Era una escuela cara y con una reputación excelente, era mixta y sus alumnos procedían de la élite de Nueva York. También había unos cuantos que habían tenido la suerte de aprobar el examen de ingreso y recibir una beca. Una vez dentro, los alumnos disfrutaban de todas las oportunidades académicas y extracurriculares imaginables y, al terminar, entraban en las mejores universidades del país, por lo que la escuela estaba considerada como uno de los mejores institutos de enseñanza privada de la ciudad. Contaba con sobrados fondos, así que su laboratorio de ciencias y su sala de informática disponían de equipos de última tecnología que competían con los de cualquier universidad. El departamento de idiomas era excepcional: además de todas las lenguas europeas, impartía mandarín, ruso y japonés. También el departamento de lengua inglesa era extraordinario. Muchos de sus estudiantes habían llegado a ser escritores famosos con el tiempo. Y su cuerpo docente era de primera, todos eran licenciados de universidades importantes. Eso sí, como era típico en la mayoría de las escuelas privadas, los profesores tenían un sueldo más bien bajo, pero la sola oportunidad de trabajar allí se consideraba un gran honor. El simple hecho de haber conseguido aquella entrevista ya era todo un logro para Victoria; y conseguir el trabajo, aunque solo fuese temporal y por un año, superaba sus sueños más alocados. Si hubiese tenido que elegir una escuela por la que habría estado dispuesta a todo, habría sido esa.

El viernes cogió un avión después de su última clase y llegó a Nueva York aquella misma noche, aunque bastante tarde. Estaba nevando, todos los vuelos llevaban varias horas de retraso y el aeropuerto cerró justo después de que ella aterrizara. Victoria dio gracias de que no la hubieran redirigido a ninguna otra ciudad. Frente al aeropuerto la gente se peleaba por conseguir un taxi. Ella había reservado habitación en el mismo hotel de Gramercy Park donde ya se había alojado otras veces. Eran las dos de la madrugada cuando consiguió llegar, y le habían guardado una habitación pequeña y fea, pero al menos podía permitirse pagarla. Sin molestarse en deshacer siquiera la maleta, se puso el camisón y se lavó los dientes, se metió en la cama y durmió hasta el mediodía del sábado.

Al despertar, el sol brillaba radiante sobre medio metro de nieve, que había continuado cayendo durante toda la noche. La ciudad parecía una postal. Bajo su ventana había varios niños a quienes sus madres arrastraban en trineos, y otros que hacían guerras de bolas de nieve y se agachaban buscando refugio detrás de coches sepultados por una capa blanca que sus propietarios tardarían horas o quizá días en retirar. Los quitanieves intentaban limpiar las calles y esparcían sal por el suelo. A Victoria le parecía un perfecto día de invierno en Nueva York, y por suerte tenía consigo el par de botas de nieve que llevaba casi a diario en la Universidad del Noroeste, así que estaba preparada y, a la una en punto, echó a andar hacia la misma estación de metro y la misma línea que había cogido cada día para ir a trabajar las dos veces que había vivido allí. Bajó en la calle Setenta y siete Este y siguió en dirección al río. Quería echar un vistazo a la escuela antes que nada.

Era un edificio enorme, con varias entradas y muy bien conservado. Bien podría haber sido una embajada o alguna importante residencia. Hacía poco que lo habían remodelado y estaba impecable. En la discreta placa de bronce que había en la entrada decía solamente «Escuela Madison». Victoria sabía que no llegaban ni a cuatrocientos los alumnos matriculados. El jardín de la azotea les proporcionaba un espacio al aire libre para el recreo y la hora de comer, y no hacía mucho que habían construido un gimnasio de última generación para toda clase de actividades deportivas en lo que antes había sido el aparcamiento que quedaba al otro lado de la calle. La escuela ofrecía todos los servicios y las oportunidades imaginables. Aquella tarde soleada y nevada, se alzaba sólida y silenciosa mientras el solitario conserje abría un camino en la nieve desde la puerta de entrada. Victoria, que se había detenido a contemplar la escuela, le sonrió, y el hombre le correspondió con otra sonrisa. Ni siquiera era capaz de imaginarse teniendo la gran suerte de trabajar en su ciudad preferida, la que más le gustaba en todo el mundo. Allí de pie, mirando el edificio con el grueso chaquetón de plumas que le había comprado su madre, se sentía casi como un muñeco de nieve. El chaquetón no era demasiado favorecedor, pero abrigaba mucho. Cuando lo llevaba, Victoria se sentía como el muñeco de Michelin o la mascota de la repostería Pillsbury, pero le había resultado muy práctico para las gélidas temperaturas de su universidad, porque era la prenda de más abrigo que tenía. También llevaba un gorro de lana blanco, calado hasta los ojos y con un mechón de pelo rubio asomando justo sobre las cejas.

Victoria estuvo una eternidad contemplando la escuela y luego se volvió y se alejó caminando de vuelta al metro para ir a Midtown. Le apetecía comprarse algo de ropa para ponerse el lunes. No estaba satisfecha con los conjuntos que había llevado consigo, uno de los cuales le quedaba demasiado estrecho. Quería estar perfecta cuando la entrevistaran para el puesto, aunque era muy poco probable que contrataran a alguien recién salido de la universidad. Debían de tener muchos otros aspirantes, pero sus notas y sus cartas de recomendación eran buenas, y además poseía todo el ímpetu y el entusiasmo de la juventud para conseguir su primer puesto como profesora. No les había dicho a su padres que estaba allí porque su padre seguía empeñado en que buscara trabajo en otro campo, con un salario mejor y más posibilidades de ascenso en el futuro. Su sueño de labrarse una carrera en la enseñanza no satisfacía las aspiraciones de la familia, que deseaba algo de lo que pudieran alardear y que mejorase su imagen. «Mi hija es maestra» no significaba nada para ellos; pero trabajar en la Escuela Madison de Nueva York suponía el mundo entero para Victoria. Había sido su primera elección al enviar solicitudes a los mejores centros privados de Nueva York y, por muy bajo que fuera el sueldo, tenía todas las características del trabajo de sus sueños. Ya conseguiría llegar a fin de mes de alguna forma si le daban la oportunidad.

Victoria regresó al metro caminando sobre la nieve y fue hasta la calle Cincuenta y nueve Este, donde subió la escalera mecánica de Bloomingdale’s y empezó a buscar algo que ponerse el lunes. La ropa que le gustaba casi nunca estaba en su talla. En esos momentos llevaba una 44, aunque le quedaba algo estrecha. A veces, en invierno, se abandonaba más y engordaba sin pretenderlo, y entonces se veía obligada a ponerse la ropa que tenía de la 46. En verano, en cambio, la presión de llevar menos prendas y no poder ocultar nada bajo un abrigo, de mostrar más su cuerpo (con un bañador o unos pantalones cortos, por ejemplo), solía hacer que bajara de talla. Ese día deseó haber sido más disciplinada con su peso últimamente. Se había prometido a sí misma que antes de la graduación perdería algunos kilos, sobre todo si conseguía ese trabajo en Nueva York. No quería estar más rellenita de la cuenta cuando empezara su primer trabajo de profesora.

Después de probarse varias prendas y de una búsqueda interminable y desalentadora que la dejó más deprimida que al principio, encontró unos pantalones grises y un blazer azul oscuro, más bien largo, ideal para llevar sobre una camiseta de cuello alto azul cielo, a juego con sus ojos. También se compró un par de botas de tacón alto que daban un aire más juvenil al conjunto. Estaba digna, respetable, no demasiado formal pero sí lo bastante elegante para que vieran que se tomaba el trabajo en serio. Era el estilo que imaginaba que llevarían los demás profesores de la escuela. Al bajar otra vez al metro para regresar al hotel con sus bolsas, se sentía satisfecha con su nuevo conjunto. Las calles seguían atascadas por quitanieves, coches enterrados y enormes montones de nieve paleada por todas partes. La ciudad estaba hecha un desastre, pero Victoria se sentía muy animada gracias a sus compras. Había pensado ponerse unos pendientes de pequeñas perlas que le había regalado su madre. Además, la buena hechura del blazer azul marino ocultaría muchos de sus defectos. El conjunto le daba un aspecto joven, profesional y estilizado.

La mañana de la entrevista Victoria se despertó con un nudo en el estómago. Se duchó, se secó el pelo con secador y después se lo cepilló para hacerse una coleta tirante que se ató con una cinta de raso negro. Se vistió con detenimiento, se puso su gran chaquetón de plumas y salió al sol de febrero. El día era algo más cálido, y la nieve empezaba a derretirse en ríos helados que desembocaban en las alcantarillas. De camino al metro tuvo que ir con cuidado para que los coches no la salpicaran al pasar. Pensó en coger un taxi, pero sabía que el metro sería más rápido. Llegó a la escuela diez minutos antes de su cita de las nueve de la mañana, justo a tiempo para ver a cientos de jóvenes desfilando por las puertas. Casi todos llevaban vaqueros, y algunas chicas se habían puesto minifalda y botas a pesar del frío. Iban hablando y riendo con los libros en la mano, cada una con un peinado y un color de pelo diferente —había una increíble variedad—. Eran como los niños de cualquier otro instituto, no parecían los vástagos de la élite. Y los dos profesores que aguardaban en la puerta principal mientras ellos iban entrando vestían el mismo estilo de ropa que los chavales: vaqueros y chaquetas de plumas, zapatillas de deporte o botas. Todos ellos en conjunto desprendían una agradable sensación de informalidad que resultaba muy saludable. Los profesores eran un hombre y una mujer. Ella llevaba la larga melena recogida en una trenza; él, la cabeza rasurada. Victoria vio que tenía un pequeño pájaro tatuado en la nuca. Charlaban muy animados y entonces siguieron a los últimos rezagados hacia el interior del edificio. Victoria entró justo detrás de ellos con su conjunto nuevo y la esperanza de causar una buena primera impresión. Tenía cita con Eric Walker, el director, y le habían dicho que querrían que conociera también al jefe de estudios. Dio su nombre a la recepcionista y esperó en el vestíbulo, sentada en una silla. Cinco minutos después salió a saludarla un hombre de cuarenta y tantos, con vaqueros y un jersey negro, chaqueta de tweed y botas de montaña que le sonrió con calidez y la invitó a pasar a su despacho, donde hizo un vago gesto hacia un maltrecho sillón de cuero que había frente al escritorio.

—Gracias por venir desde la Universidad del Noroeste —dijo, mientras ella se quitaba el abultado chaquetón para enseñar su blazer nuevo. Esperaba no dar la impresión de ser demasiado envarada para la escuela, que había resultado bastante más informal de lo que había supuesto—. Temía que, con esta tormenta de nieve, no hubiera conseguido llegar —comentó el hombre con voz agradable—. Feliz día de San Valentín, por cierto. El sábado íbamos a dar un baile, pero tuvimos que cancelarlo. Los chicos de las afueras y de Connecticut no podrían haber asistido. Alrededor de una quinta parte de nuestros alumnos vienen cada día de fuera de la ciudad. Hemos tenido que reprogramarlo para el fin de semana que viene.

Victoria vio que el director tenía su currículo sobre la mesa y se sintió completamente preparada para la entrevista. Vio también que el hombre había consultado el expediente académico que les había enviado. Ella ya lo había buscado a él en Google y sabía que había estudiado en Yale y se había sacado el máster y el doctorado en Harvard. Era el «doctor» Walker, aunque no había utilizado ese título en la correspondencia que habían cruzado. Sus credenciales eran impresionantes y, por si fuera poco, también había publicado dos libros sobre enseñanza secundaria para el gran público y una guía para padres y alumnos sobre el proceso de solicitud de entrada a la universidad. Victoria se sentía insignificante en su presencia, pero el hombre tenía una expresión cálida y afable, y le dedicaba toda su atención.

—Bueno, Victoria —dijo reclinándose en el viejo sillón de cuero que también él tenía al otro lado del hermoso escritorio doble de estilo inglés que había sido de su padre, según le comentó. Todo lo que había en aquel despacho parecía caro aunque desgastado, hasta el punto de estar casi roto. También había estanterías abarrotadas de libros—. ¿Qué le hace pensar que quiere ser maestra? ¿Y por qué aquí? ¿No preferiría regresar a Los Ángeles, donde no tendría que apartar la nieve a paladas para llegar a su escuela?

El hombre sonreía al hablar, y Victoria también. El director le había caído bien y quería impresionarlo, aunque no sabía muy bien cómo conseguirlo. Lo único que había llevado consigo eran su entusiasmo y la verdad.

—Me encantan los chavales. Cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, yo siempre decía que maestra. Sé que es el trabajo perfecto para mí. No me interesan los negocios, ni ascender dentro de una empresa, aunque eso es lo que mis padres creen que debería intentar y lo único que respetan. Sin embargo a mí me parece que, si consigo influir en la vida de un joven, podría lograr algo más significativo que nada de todo eso.

En los ojos del hombre vio que era la respuesta correcta y se quedó contenta. Lo había dicho con total sinceridad.

—¿Aunque eso implique que tendrá un sueldo miserable y ganará menos que todos sus conocidos?

—Sí, aunque tenga un sueldo miserable. No me importa. No necesito demasiado para vivir.

El director no le preguntó si sus padres iban a ayudarla. No era problema suyo.

—Ganaría muchísimo más trabajando en el sistema de escuelas públicas —le informó con franqueza, aunque ella ya lo sabía.

—No es lo que quiero. Y tampoco regresar a Los Ángeles. Desde que iba al instituto he querido vivir en Nueva York. Habría venido a estudiar aquí si hubiese entrado en la Universidad de Nueva York o en Barnard. Sé que es lo que debo hacer. Y Madison siempre ha sido mi primera opción.

—¿Por qué? No es más fácil enseñar a un niño rico que a cualquier otro. Son listos, y están expuestos a muchísimos estímulos. No importa qué notas saquen; aunque también nosotros tenemos estudiantes a quienes les cuesta aprobar, en general son muy espabilados y no se les puede enredar fácilmente. Si un profesor no sabe enseñar, se dan cuenta y le llaman la atención. Son más seguros y atrevidos que los chicos con menos facilidades en la vida, y eso puede ser duro para los docentes. También el trato con los padres es complicado a veces. Son muy exigentes y quieren lo mejor que podamos ofrecer. Así que estamos firmemente comprometidos con dar lo mejor de nosotros mismos. ¿No le incomoda pensar que tendría solo cuatro o cinco años más que sus alumnos? La plaza que tenemos vacante es para dar clases a undécimo y a duodécimo, y puede que le pidamos también que cubra un grupo de décimo curso. Los adolescentes pueden ser de armas tomar, sobre todo en una escuela como esta, donde son bastante maduros para su edad. Estos chavales están acostumbrados a un estilo de vida muy refinado, con todo lo que ello supone. ¿Cree que estará usted a la altura? —preguntó el director sin rodeos.

Victoria asintió con la cabeza, mirándolo con sus serios y enormes ojos azules.

—Creo que sí, doctor Walker. Creo que sabré manejar la situación. Estoy convencida de ello, si me dan la oportunidad.

—La profesora a la que sustituirá solo estará fuera un año. No puedo prometerle nada después de ese tiempo, por muy bueno que haya sido su trabajo aquí. Así que no le estoy ofreciendo un contrato a largo plazo, será solo durante un año. Después ya veremos qué surge, si algún otro docente pide una excedencia, por ejemplo. Por eso, si lo que busca es algo más fijo, me temo que debería acudir a otro centro.

Victoria no podía decirle que todos los demás ya la habían rechazado.

—Estaré encantada de pasar un año aquí —dijo con franqueza.

Ella no lo sabía, pero en Madison ya habían comprobado las referencias que les había dado (de la agencia de modelos y el bufete de abogados) y habían quedado impresionados por lo buenas que eran en aspectos como formalidad, responsabilidad, profesionalidad y honradez. También había terminado todas sus prácticas de docencia, y los informes que tenían sobre ella eran igualmente excelentes. Lo único que a Eric Walker le faltaba por decidir era si Victoria sería la profesora adecuada para su escuela. Parecía una chica brillante y afectuosa, y le conmovió ver lo mucho que deseaba el trabajo.

Después de pasar cuarenta y cinco minutos con ella, el director la llevó a ver a su secretaria, que la acompañó a dar una vuelta por todo el centro. Era un edificio impresionante, con aulas muy bien cuidadas y llenas de alumnos atentos, y en todas ellas utilizaban un equipo muy caro y de última tecnología. Cualquier profesor habría dado lo que fuera por trabajar en un ambiente así, y todos los alumnos parecían inteligentes, despiertos, ponían interés y se les veía buenos chicos. Entonces conoció al jefe de estudios, que le explicó algunas cosas sobre su alumnado y el tipo de situaciones a las que se enfrentaban. Eran iguales a los chicos de cualquier otro instituto, solo que con más dinero y oportunidades, y en algunos casos tenían situaciones muy complicadas en casa. Los entornos familiares difíciles no eran exclusivos ni de los ricos ni de los pobres.

Una vez acabada la entrevista con el jefe de estudios, le agradecieron que hubiera ido hasta allí y le dijeron que todavía tenían que ver a algunos candidatos más y que ya la llamarían. Después de darles a ellos las gracias, Victoria se encontró de nuevo en la calle, alzó la vista hacia la escuela y rezó para conseguir el trabajo. No había forma de saber si lo conseguiría o no, y todo el mundo había sido tan amable que le resultaba difícil decidir si simplemente la habían tratado con educación o si de verdad les había gustado. No tenía ni idea. Echó a andar hacia el oeste hasta llegar a la Quinta Avenida, y luego cinco manzanas al norte, hasta el Museo Metropolitano, donde vio una nueva ala de la exposición egipcia. Comió sola en la cafetería y después se dio el lujo de volver al hotel en taxi.

Desde el asiento de atrás fue viendo pasar Nueva York por la ventanilla; las corrientes de personas que recorrían las calles parecían hormigas. Ella esperaba poder formar parte de aquel ajetreo algún día, pero supuso que tardaría varias semanas en recibir noticias de Madison. Entonces se dio cuenta de que, si no conseguía ese puesto, tendría que empezar a solicitar entrevistas de trabajo en escuelas de Chicago, y puede que incluso de Los Ángeles. Aunque lo último que deseaba era volver a casa de sus padres, si no le salía nada más puede que no tuviera más remedio. Detestaba la idea de vivir otra vez en Los Ángeles y, peor aún, la perspectiva de volver a su casa y enfrentarse a los mismos problemas que siempre la aguardaban allí. Vivir con sus padres sería demasiado deprimente.

Hizo la maleta y cogió un taxi para ir al aeropuerto. Aún tenía una hora libre antes de que saliera su vuelo, y estaba tan nerviosa después de la entrevista, preguntándose si habría causado una buena impresión o no, que se fue directa al restaurante que quedaba más cerca de su puerta de embarque, pidió una hamburguesa con queso y un helado con sirope de caramelo y los devoró. Al acabar se sintió estúpida. No los necesitaba, como tampoco las patatas fritas que le habían servido de guarnición, pero estaba ansiosa y hambrienta, y la comida que había engullido le ofrecía cierto consuelo y alivio ante el terror que sentía. ¿Y si no le daban el trabajo? Se dijo que, en tal caso, encontraría otra cosa. Pero la Escuela Madison era donde deseaba trabajar. Ojalá le dieran una oportunidad, aunque sabía que era más que improbable, recién salida de la universidad como estaba.

Cuando anunciaron por megafonía el embarque del vuelo, se levantó, cogió su equipaje de mano y se dirigió a la puerta. Bien mirado, por una vez no había sido un día de San Valentín tan desastroso. Y si al final le daban la plaza, acabaría siendo el mejor de su vida. Al subir al avión, a pesar de la hamburguesa y del helado, aún seguía nerviosa por la entrevista. La comida no la había ayudado a sentirse mejor. Mientras se abrochaba el cinturón se recordó que tendría que ponerse otra vez en serio con la dieta y empezar a correr. Solo faltaban tres meses para la graduación. Sin embargo, cuando le ofrecieron una bolsita de cacahuetes y otra de galletitas saladas, no fue capaz de rechazarlas. Se las comió distraída mientras repasaba mentalmente la entrevista con la esperanza de no haberla fastidiado de alguna forma. Una vez más, rezó porque le dieran el puesto.