Los últimos dos años de Victoria en la universidad pasaron volando. Entre segundo y tercero, de nuevo se buscó un trabajo de verano en Nueva York. Esta vez hizo de recepcionista en una agencia de modelos, y fue una experiencia tan alocada como sosegado había sido su primer empleo en el bufete de abogados. Lo pasó en grande. Se hizo amiga de algunas de las modelos que eran de su misma edad, y la gente que hacía los books también era muy divertida. Todos ellos pensaban que estaba loca cuando les decía que quería ser profesora en una escuela, y Victoria tenía que admitir que trabajar en una agencia de modelos era mucho más emocionante.
Dos de las chicas le propusieron que compartiera piso con ellas, así que al final dejó la horrorosa habitación del hotel. A pesar de las fiestas a las que iban, los horarios que hacían, la ropa que llevaban y los hombres con quienes salían, a Victoria le impresionó lo mucho que se esforzaban en su trabajo. Las modelos tenían que deslomarse trabajando si querían tener éxito, y siempre daban el máximo en todos los encargos que recibían. Aunque por la noche hubiesen hecho locuras, las que eran buenas siempre llegaban puntuales a las sesiones de fotos y trabajaban sin descanso hasta que se daba por terminada la jornada, a veces doce o catorce horas después. No era tan divertido como parecía.
Lo que no dejaba de sorprenderla era lo delgadas que estaban. Las dos chicas con quienes vivía en Tribeca no comían casi nunca. Eso hacía que ella se sintiera culpable cada vez que se llevaba algo a la boca, así que intentó seguir su ejemplo, pero se moría de hambre antes de llegar a la cena. Sus compañeras, por el contrario, o no comían nada o compraban productos agresivamente dietéticos, y en muy poca cantidad. Casi parecían subsistir con aire, y habían probado todas las purgas y lavativas habidas y por haber para conseguir perder peso. Victoria tenía una constitución diferente a la suya y no podía sobrevivir con lo poco que consumían ellas. Sin embargo, empezó a seguir lo mejor que pudo sus consejos dietéticos más razonables: evitaba los hidratos de carbono y se servía raciones mucho más pequeñas. Así que, cuando regresó a Los Ángeles un mes antes de volver a la universidad, estaba estupenda. Le costó una barbaridad dejar Nueva York, donde lo había pasado en grande, y el jefe de la agencia le dijo que, si alguna vez quería trabajar con ellos, volverían a contratarla sin dudarlo. Cuando regresó a casa a visitar a su familia, Gracie escuchó embelesada todas las historias que tenía para explicar. Su hermana pequeña iba a empezar octavo aquel año, y Victoria su tercer año de carrera. Ya había llegado a la mitad de sus estudios y seguía con la firme intención de encontrar un trabajo de profesora en Nueva York. Más que nunca, sabía que era allí donde quería vivir. Sus padres habían perdido toda esperanza de conseguir que regresara a casa, y también Gracie era consciente de ello.
Las dos hermanas pasaron un maravilloso mes juntas hasta que Victoria volvió a la universidad. Ese año Gracie estaba más guapa que nunca. No tenía ni una pizca de la torpeza de la mayoría de las chicas a su edad. Era esbelta y grácil, iba a clases de ballet y tenía una piel impecable. Sus padres todavía le permitían hacer algún trabajo de modelo de vez en cuando. Ella enseguida le explicó a Victoria que detestaba el instituto, aunque era evidente que tenía una vida social envidiable: una horda de amigas y media docena de chicos la llamaban a todas horas al móvil que sus padres por fin le habían comprado. Su día a día no tenía ni remotamente nada que ver con la vida monástica de Victoria en la universidad, aunque las cosas mejoraron un poco en tercero.
Victoria salió con dos chicos seguidos, aunque con ninguno de ellos fue muy en serio. Al menos, eso sí, consiguió tener planes casi todos los fines de semana, lo cual era un avance enorme con respecto a los primeros dos años. Por fin perdió la virginidad con uno de ellos, aunque no lo quería. Jamás había vuelto a encontrarse con Beau, y tampoco estaba segura de que siguiera en la universidad. De vez en cuando veía a algunos de sus amigos, desde lejos, pero nunca hablaba con ellos. Se había tratado de una experiencia extraña y todavía la incomodaba recordarla. Beau había sido como un sueño precioso; los chicos con los que salió después de él fueron mucho más reales. Uno era jugador de hockey, como el novio que se había inventado en primero, y Victoria le gustaba más a él que él a ella. Había crecido en Boston, a veces era un poco bruto y tenía tendencia a beber demasiado y a ponerse algo agresivo, así que rompió con él. Su siguiente ligue, con el que terminó acostándose, era un chico agradable pero algo aburrido. Estudiaba Bioquímica y Física Nuclear, y Victoria no tenía mucho de qué hablar con él. Lo único que les gustaba a los dos del otro era el sexo. Así que ella se concentró en sus estudios y, al final, al cabo de unos meses, terminó por dejar de salir también con él.
A finales de tercero Victoria decidió quedarse en la universidad para ir a la escuela de verano. Quería tener menos carga de asignaturas el último año para poder dedicarse a las prácticas de docencia. Costaba creer lo deprisa que había pasado el tiempo. Ya solo le quedaba un año para licenciarse, y quería concentrarse en conseguir un trabajo en Nueva York cuando terminara la universidad. Empezó a enviar cartas en otoño. Tenía una lista de escuelas privadas en las que esperaba poder dar clases en cuanto tuviera la licenciatura. Sabía que el sueldo no era tan bueno como en la enseñanza pública, pero le daba la sensación de que era lo más adecuado para ella. Llegada la Navidad, ya había escrito a nueve centros. Incluso estaba dispuesta a hacer sustituciones en varios de ellos a la vez, si tenía que esperar hasta que le saliera un puesto de jornada completa.
Las respuestas empezaron a llegar en enero, como bolas de chicle salidas de una máquina a monedas. Ocho escuelas la habían rechazado. Solo una no le había contestado aún y, al ver que no sabía nada de ellos en las vacaciones de primavera, Victoria perdió toda esperanza. Ya estaba pensando en llamar a la agencia de modelos para ver si querían contratarla durante un año, hasta que saliera una plaza en algún colegio. El sueldo, de todos modos, sería mejor que el de maestra, y quizá pudiera volver a compartir piso con algunas modelos.
Y entonces llegó la carta. Victoria se quedó sentada mirando el sobre igual que había hecho al recibir las respuestas a las solicitudes para entrar en la universidad antes de abrirlas una a una con alegría, intentando adivinar su contenido. Le parecía más que improbable que le ofrecieran un puesto en aquella escuela, porque era uno de los centros privados más exclusivos de toda Nueva York, y no conseguía imaginarlos contratando a una profesora recién salida de la universidad. Fue a buscar una chocolatina que había guardado en su escritorio y volvió a sentarse para abrir el sobre. Desdobló la única hoja que contenía y se preparó para recibir un nuevo rechazo. «Estimada señorita Dawson, gracias por su solicitud, pero lamentamos informarle de que en estos momentos…», formuló Victoria mentalmente, y luego empezó a leer la carta con muy poca fe. No le ofrecían ninguna plaza, pero sí la invitaban a ir a Nueva York para hacerle una entrevista. Explicaban que una de sus maestras de lengua inglesa iba a cogerse una baja por maternidad bastante larga el otoño siguiente, así que, aunque no podían ofrecerle un puesto fijo, era posible que la contrataran por un único curso si la entrevista salía bien. Victoria no daba crédito a lo que acababa de leer. Soltó un alarido de alegría y se puso a bailar por la habitación con la chocolatina todavía en la mano. Le pedían que los avisara en caso de poder viajar a Nueva York para reunirse con ellos algún día de las dos semanas siguientes.
Victoria corrió a su ordenador y redactó una carta en la que les decía que estaría encantada de ir a verlos. La imprimió, la firmó y la metió en un sobre. Después se puso el abrigo y salió corriendo en busca de un buzón. Les había dado su número de móvil y también su dirección de correo electrónico. Estaba impaciente por ir a Nueva York. Si conseguía ese trabajo, su sueño se habría hecho realidad. Era justo lo que había deseado siempre. Nueva York, no Los Ángeles. Se había pasado cuatro años en la Universidad del Noroeste soñando con ir a la Gran Manzana, así que dio las gracias interiormente a la profesora que iba a cogerse esa baja por maternidad y esperó que la contrataran para sustituirla. El solo hecho de haber recibido noticias suyas ya era motivo de celebración, por lo que, después de tirar la carta al buzón, fue a comprarse una pizza. Luego se preguntó si no debería haberlos llamado por teléfono, pero, ahora que ya tenían su número, ellos mismos podían concertar la reunión cuando quisieran, y ella enseguida cogería un vuelo a Nueva York. Se llevó la pizza a su habitación de la residencia y se sentó a comerla sonriéndole a su carta. La mera oportunidad de aspirar a una plaza de maestra en una escuela privada de Nueva York ya hacía que fuese el día más feliz de su vida.
Tres días después la llamaron al móvil y le dieron cita para el lunes siguiente. Ella prometió estar allí y decidió que iría algo antes para pasar todo el fin de semana en la ciudad. Entonces se dio cuenta de que la cita que acababa de concertar caía en el día de San Valentín, una fecha horrenda para ella desde cuarto de primaria. No obstante, si conseguía el trabajo, su opinión sobre el día de San Valentín cambiaría para siempre. Esperó que fuera una especie de buen presagio. Reservó el vuelo nada más colgar, y luego se tumbó en la cama de su habitación sin dejar de sonreír, intentando imaginarse qué ropa se pondría para la entrevista. Quizá una falda con jersey y tacón alto, o unos pantalones de sport con jersey y zapato plano. No sabía si debía presentarse muy elegante para trabajar en una escuela privada de Nueva York, y no tenía a quién preguntar. Tendría que arriesgarse y adivinarlo ella sola. Lo único que podía hacer por el momento era intentar no echar a correr pasillo arriba y pasillo abajo gritando de emoción. En lugar de eso, se quedó echada en la cama sonriendo igual que el gato de Cheshire.