Aquel verano en casa, a la espera de empezar la universidad, fue agridulce para Victoria en muchos sentidos. Sus padres se mostraron más cariñosos con ella de lo que lo habían hecho en años, aunque su padre volvió a presentarla a un socio de la empresa con la broma de la receta de prueba. Sin embargo, también dijo que estaba orgulloso de ella (y más de una vez), lo cual la sorprendió, porque jamás había imaginado que su padre sintiera eso. Su madre, aunque no llegó a decírselo abiertamente, también parecía triste ante la idea de su marcha. Victoria se sentía como si para todos ellos ya fuera demasiado tarde. Ella dejaba atrás sus años de infancia e instituto, y se preguntaba por qué habían desperdiciado sus padres tantísimo tiempo, fijándose solo en lo que no debían: su aspecto, sus amigas o su falta de ellas. Su peso siempre había sido su principal preocupación, junto con lo mucho que se parecía a su bisabuela —a quien nadie conocía ni le apetecía conocer—, solo porque tenían la misma nariz. ¿Por qué les importaban tanto cosas que eran insignificantes? ¿Por qué no habían estado más cerca de ella, por qué no habían sido más afectuosos y la habían apoyado más? Ya no tenían tiempo para tender ese puente que debería haber existido entre ellos pero que nunca los había unido. Eran extraños, y Victoria no lograba imaginar que eso pudiera cambiar algún día. Se marchaba de casa y tal vez nunca volvería a vivir con su familia.
Todavía quería mudarse a Nueva York cuando terminara la universidad, ese seguía siendo su sueño. Regresaría a casa por vacaciones, vería a su familia en Navidad y Acción de Gracias, y cuando ellos fueran a visitarla, si es que lo hacían. Sin embargo, ya no había tiempo para acumular a toda prisa el amor que deberían haberle dado desde un principio. Victoria creía que sus padres la querían, porque al fin y al cabo eran sus padres y había vivido con ellos durante dieciocho años. Pero Jim se había reído de ella toda la vida, y Christine siempre se había sentido decepcionada porque no era guapa, se quejaba de que era demasiado lista y le explicaba que a los hombres no les gustaban las mujeres inteligentes. Su infancia junto a ellos había sido como una terrible maldición. Y, ahora que se marchaba, le decían que iban a echarla de menos. Sin embargo, al oír aquellas palabras, Victoria no podía evitar preguntarse por qué no le habían prestado más atención mientras había vivido allí. Ya era demasiado tarde. ¿De verdad la querían? Nunca había estado segura. Sí que querían a Grace, pero ¿y a ella?
De quien más pena le daba separarse era de su hermana, ese pequeño ángel que le había caído del cielo cuando ella tenía siete años y que desde entonces la había querido incondicionalmente, igual que Victoria a ella. No soportaba la idea de alejarse de Gracie y no verla cada día, pero sabía que no había más remedio. Su hermana ya había cumplido once años y había comprendido lo diferente que era Victoria del resto de ellos, y también lo cruel que podía ser a veces el padre de ambas. Detestaba que le dijera a Victoria cosas que le hacían tanto daño, o que se riera de ella, o que siempre estuviera insistiendo en lo poco que se parecían. A ojos de Gracie, Victoria era guapísima, y no le importaba si estaba gorda o delgada. Gracie pensaba que era la chica más bonita del mundo y la quería más que a nadie.
Victoria no soportaba la idea de vivir lejos de ella e intentó disfrutar al máximo de sus últimos días juntas. La sacaba a comer por ahí, se la llevaba a la playa y organizaba picnics. Incluso fue con ella a Disneyland. Pasaba con su hermana todo el tiempo que podía. Una tarde, estando las dos tumbadas en la playa de Malibú la una junto a la otra, tomando el sol, Gracie se volvió hacia ella y le hizo una pregunta que Victoria también se había planteado muchas veces siendo niña.
—¿Crees que a lo mejor eres adoptada y que nunca te lo han dicho? —Lo dijo con una mirada inocente mientras su hermana mayor sonreía.
Llevaba una camiseta holgada por encima del bañador, como siempre, para ocultar lo que había debajo.
—Cuando era pequeña pensaba que sí —reconoció Victoria—, porque no me parezco en nada a ellos. Pero no, no creo que sea adoptada. Supongo que no soy más que una extraña combinación de genes que ha retrocedido hasta la abuela de papá, o hasta quien sea. Creo que soy hija suya, aunque no tengamos casi nada en común. —Tampoco se parecía a Gracie, pero ellas eran almas gemelas. Lo habían sido durante toda la corta vida de Grace, y ambas lo sabían.
Victoria únicamente había esperado que Grace, al crecer, no se convirtiera en una de ellos, aunque no sabía muy bien cómo iba a evitarlo, porque tenían muchísima influencia sobre ella y, en cuanto Victoria se hubiese marchado, se aferrarían a su hija pequeña con más fuerza todavía para moldearla a su imagen y semejanza.
—Me alegro de que seas mi hermana —dijo Gracie con voz triste—. Ojalá no te marcharas a la universidad, preferiría que te quedaras aquí.
—Yo también, cuando pienso en que tenemos que separarnos. Pero vendré a casa por Acción de Gracias, y en Navidad, y tú también puedes venir a visitarme.
—No será lo mismo —repuso Gracie mientras una única lágrima resbalaba por su mejilla. Las dos sabían que tenía razón.
Cuando Victoria hizo al fin las maletas para irse a la universidad, parecía que la familia estuviera de luto. La noche antes de marchar, su padre se las llevó a las tres a cenar al hotel Beverly Hills y lo pasaron muy bien juntos. Esa vez no hubo bromas a costa de nadie. Al día siguiente los tres la acompañaron al aeropuerto y, en cuanto bajaron del coche, Gracie se echó a llorar y se abrazó con fuerza a la cintura de Victoria.
Su padre facturó el equipaje mientras las dos niñas seguían llorando abrazadas en la acera y Christine miraba a su hija mayor con ojos tristes.
—Ojalá no te fueras —le dijo su madre en voz baja, quizá porque le habría gustado intentarlo otra vez, haber tenido otra oportunidad. Sentía que Victoria se le escapaba entre los dedos para siempre. Todavía no se había parado a pensar lo que representaría ese día para ella, así que el dolor la había pillado por sorpresa.
—Pronto volveré a estar en casa —dijo Victoria, y la abrazó, llorando aún. Después volvió a abrazar a su hermana pequeña—. Te llamaré esta noche —le prometió—, en cuanto esté en mi habitación.
Gracie asintió, pero no podía dejar de llorar. Incluso los ojos de su padre estaban húmedos cuando se despidió de ella con la voz entrecortada.
—Cuídate mucho. Llama si necesitas algo. Y si no te gusta aquello, siempre puedes pedir el traslado de expediente a una universidad de aquí. —Eso esperaba él que hiciera. Era como si el hecho de que su hija prefiriera una universidad que no estaba en California fuese en realidad un rechazo hacia él. Todos habían deseado que Victoria se quedara en Los Ángeles, pero no era eso lo que ella quería ni necesitaba.
Después de darles otro beso a cada uno de ellos, Victoria pasó por el control de seguridad y les dijo adiós con la mano hasta que dejó de verlos. Ellos no se movieron de allí. Lo último que Victoria vio fue a Gracie, de pie entre sus padres. Eran los tres iguales, con su cabello oscuro y sus cuerpos esbeltos. Su madre entonces le dio la mano, y Victoria vio que su hermana seguía llorando.
Embarcó en el vuelo hacia Chicago pensando en todos ellos y cuando el avión despegó, contempló por la ventanilla la ciudad de la que huía en busca de las herramientas que necesitaría para empezar una vida nueva en otro lugar. Todavía no sabía dónde sería, pero de lo que sí estaba segura era de que no podría ser allí, ni con ellos.
Los años de Victoria en la universidad fueron exactamente como había esperado. La facultad resultó aún mejor de lo que había soñado y deseado. Era un campus grande y espacioso, y las clases a las que iba y en las que sobresalía eran como un billete hacia la libertad. Quería adquirir los conocimientos que necesitaría para encontrar un trabajo y una vida en cualquier hogar que no fuera Los Ángeles. Echaba de menos a Gracie, claro, y a veces incluso a sus padres, pero cuando pensaba en vivir con ellos, hasta el último centímetro de su ser le decía que jamás podría volver a compartir su hogar. También le encantaba acercarse a Chicago bastante a menudo y descubrir todo lo que podía sobre esa ciudad. Era elegante, con mucha vida, y Victoria la disfrutaba intensamente a pesar del frío glacial que hacía allí.
El primer año volvió a casa por Acción de Gracias y al instante vio que Grace estaba más alta y más guapa, si eso era posible. Su madre por fin había cedido y le había dado permiso para salir en un anuncio de moda de Gap Kids. La fotografía de Grace de pronto estuvo por todas partes. De hecho, podría haber empezado una carrera como modelo, pero su padre quería para ella una vida mejor. Jim juró que jamás volvería a permitir que una hija suya fuese a la universidad tan lejos de casa y le dijo a Grace que tendría que escoger entre UCLA, Pepperdine, Pomona, Scripps, Pitzer o la Universidad del Sur de California, porque él no pensaba dejarla salir de Los Ángeles. A su manera, añoraba mucho a Victoria. Nunca tenía gran cosa que decirle cuando llamaba, solo que esperaba que volviera pronto a casa, y enseguida le pasaba el teléfono a su madre, que le preguntaba qué hacía y si había adelgazado algo. Era la pregunta que Victoria más detestaba, porque no había perdido ni un gramo. Dos semanas antes de volver a casa se puso a hacer dieta desesperadamente.
Cuando regresó a Los Ángeles por las vacaciones de Navidad, su madre notó que había adelgazado un poco. Victoria había estado haciendo ejercicio en el gimnasio del campus, pero confesó que no había tenido ni una sola cita. Se estaba aplicando tanto en los estudios que ni siquiera le importaba. Les dijo que había decidido licenciarse en Pedagogía, y su padre enseguida comentó que no le parecía bien. Eso les dio un nuevo tema para discutir, así que por lo menos la dejaron tranquila en cuanto a su peso y la falta de novios.
—Nunca ganarás dinero de verdad siendo profesora. Tendrías que especializarte en Ciencias de la Comunicación y trabajar en publicidad o relaciones públicas. Yo podría con seguirte un buen empleo.
Victoria entendía el punto de vista de su padre, pero no era lo que ella deseaba estudiar. Cambió de tema y siguieron hablando sobre el frío que hacía en el Medio Oeste: ni siquiera había podido imaginarlo hasta que fue a vivir allí. Habían estado varios grados bajo cero durante toda la semana anterior a su visita, y Victoria había descubierto que le gustaban los partidos de hockey. No era que le encantase su compañera de habitación, pero estaba decidida a aprovechar la experiencia al máximo y había conocido a varias personas en su residencia. Pero, sobre todo, estaba intentando acostumbrarse a la facultad y a estar tan lejos de casa. Les explicó que echaba de menos la comida de verdad, y en esa ocasión nadie hizo ningún comentario cuando se sirvió tres cucharones de estofado. También le alegró poder saltarse alguna sesión de gimnasio mientras estuvo en casa. De pronto apreciaba como nunca el clima de Los Ángeles.
Su padre le regaló un ordenador por Navidad, y su madre un chaquetón de plumas. Gracie le había hecho un montaje con fotografías de todos ellos, empezando desde su propio nacimiento, en un tablero de corcho para que lo colgara en su habitación de la residencia. Después de Navidad, cuando se marchó otra vez a la universidad, Victoria no estaba muy segura de si volvería a casa durante las vacaciones de primavera.
A ellos les dijo que a lo mejor hacía un viaje con unos amigos. De hecho, lo que quería era ir a Nueva York e intentar conseguir un trabajo para el verano, pero prefirió no decirlo. Su padre decidió que, si ella no iba a casa en marzo, irían ellos a verla y pasarían un fin de semana juntos en Chicago. A Victoria le resultó aún más difícil despedirse de Gracie esa vez. Las dos hermanas se habían echado muchísimo de menos, también sus padres decían que la añoraban.
El segundo semestre del primer año siguió siendo duro para ella. El invierno del Medio Oeste era frío y deprimente, se sentía sola, no había conocido a mucha gente, todavía no tenía amigos de verdad, y en enero pilló una gripe bastante fuerte. Al caer enferma perdió otra vez la costumbre de ir al gimnasio y empezó a alimentarse con comida rápida. Al final del semestre había engordado los temidos siete kilos típicos de la estudiante de primero, y ninguna de las prendas que se había llevado de casa le valía ya. Tenía la sensación de estar enorme, y de hecho le sobraban unos doce kilos. No tenía más remedio que empezar a entrenar otra vez, así que decidió ir a nadar todos los días. Consiguió adelgazar casi cinco kilos bastante deprisa gracias a una dieta purgante y a unas pastillas que le había dado una compañera de la residencia y que le provocaron una terrible descomposición, pero al menos consiguió volver a entrar en su ropa. Después empezó a pensar en apuntarse a un programa de adelgazamiento de Weight Watchers para perder los otros siete kilos que le faltaban, pero siempre encontraba una excusa para no hacerlo. Estaba ocupada, hacía frío, o tenía que entregar un trabajo. Libraba una batalla constante contra su peso. Incluso sin su madre achuchándola y sin su padre burlándose de ella, seguía descontenta con su talla y no tuvo ni una sola cita en todo el año.
Durante las vacaciones de primavera, tal como había planeado, se fue a Nueva York y consiguió un trabajo de recepcionista en un bufete de abogados para todo el verano. El sueldo no estaba mal, y se moría de ganas de empezar. No dijo nada a su familia hasta mayo, y entonces Gracie la llamó sollozando. Acababa de cumplir los doce; Victoria tenía diecinueve.
—¡Quiero que vengas a casa! No quiero que vayas a Nueva York.
—Iré a veros en agosto, antes de que empiece otra vez la universidad —prometió, pero Gracie estaba triste porque no vería a su hermana hasta el final del verano.
Grace acababa de posar para otro anuncio, esta vez para una campaña nacional. Sus padres estaban guardando el dinero en un fondo para cuando fuera mayor, y a ella le gusta trabajar de modelo porque le parecía divertido. De todos modos, echaba de menos a su hermana. La vida en su casa no era ni muchísimo menos igual de divertida sin ella.
Jim, Christine y Grace fueron a visitar a Victoria a Chicago, tal como habían prometido, y pasaron con ella un fin de semana. Aunque estaban en abril, había nevado; por lo visto el invierno no acababa de irse.
A finales de mayo, después de finalizar los exámenes, Victoria estaba emocionadísima porque el fin de semana del día de los Caídos cogería un vuelo de Chicago a Nueva York. Empezaba a trabajar el lunes siguiente. Se había comprado varias faldas, blusas y algún vestido de verano, ropa adecuada para su puesto de recepcionista en el bufete. También había vuelto a controlar su peso a base de no tomar postre, ni pan, ni pasta. Era una dieta baja en carbohidratos y parecía que estaba funcionando. Por lo menos iba en la dirección adecuada, y hacía ya un mes que no comía helado. Su madre habría estado orgullosa de ella. Entonces se le ocurrió pensar que su madre a pesar de quejarse de todo lo que comía, siempre tenía generosas existencias de helado en el congelador y le preparaba todas aquellas comidas que tanto engordaban y que a ella le gustaban. Siempre le había puesto la tentación delante. Sin ella, se dijo Victoria, por lo menos no podría culpar a nadie más que a sí misma de lo que comía. Además, estaba intentando ser cuidadosa y sensata, y no hacer ningún régimen descabellado ni aceptar pastillas de nadie. Todavía no había tenido tiempo de ir a Weight Watchers, pero se prometió que en Nueva York iría todos los días a trabajar a pie. El bufete estaba en Park Avenue con la Cincuenta y tres Este, y ella se hospedaría en un pequeño hotel-residencia que quedaba en Gramercy Park, lo cual suponía un trayecto de treinta manzanas para ir al trabajo. Dos kilómetros y medio. Cinco, contando la ida y la vuelta.
Le gustaba su empleo de verano, y la gente del bufete se mostraba muy amable con ella. Victoria era competente, responsable y eficiente. Su cometido consistía sobre todo en contestar al teléfono, entregar sobres a mensajeros o recogerlos en nombre de los abogados. También indicaba a los clientes cuándo podían pasar a un despacho, cogía recados y saludaba a la gente desde el mostrador de recepción. Era un trabajo fácil pero que la mantenía ocupada, y casi todos los días acababa quedándose hasta más tarde de su hora. Sin embargo, con aquel calor estival tan abrasador, cuando volvía al hotel estaba demasiado cansada para caminar, así que casi siempre cogía el metro hasta Gramercy Park. Lo que sí consiguió fue ir andando a trabajar los días que no se le hacía tarde, o por lo menos algunos. Cuando se entretenía más de la cuenta en vestirse o en arreglarse el pelo, tenía que coger el metro para llegar a su hora.
Victoria era bastante más joven que la mayoría de las secretarias del bufete, así que no hizo muchas amigas. Allí todo el mundo estaba muy ocupado y no tenía tiempo de hacer vida social ni de charlar. A mediodía hablaba con algunos compañeros en el comedor de empleados, pero todos iban siempre con prisa y tenían cosas que hacer. Victoria no conocía absolutamente a nadie en Nueva York, pero no le importaba. Los fines de semana daba largos paseos por Central Park, o se tumbaba con una manta sobre la hierba a escuchar los conciertos que organizaban allí. Visitó todos los museos, se recorrió los Claustros, exploró el SoHo, Chelsea y el Village, y paseó por el campus de la Universidad de Nueva York. Aún le habría gustado trasladarse a estudiar allí, pero pensó que perdería créditos y no sabía si tendría suficiente nota. Había pensado aguantar en la Universidad del Noroeste durante tres años más, o terminar antes apuntándose a las clases de verano, si podía, y luego irse a vivir a Nueva York y buscar un empleo. Después de pasar un mes en aquella ciudad, ya sabía que era allí donde quería trabajar, sin lugar a dudas. A veces, durante la hora de la comida estudiaba listas de los colegios de Nueva York. Estaba decidida a dar clases en alguna de las escuelas privadas y, nada conseguiría desviarla de su plan.
Cuando terminó su trabajo en el bufete de abogados, cogió un vuelo a los Ángeles para pasar allí las últimas tres semanas de sus vacaciones de verano, y Gracie se lanzó a sus brazos nada más verla entrar por la puerta. Victoria se sorprendió, porque de repente la casa le parecía más pequeña, sus padres mayores y Gracie más adulta que apenas cuatro meses antes. Su hermana no era ni mucho menos como había sido Victoria a su edad, con ese cuerpo que se había dado tanta prisa en madurar, su figura rellenita y sus grandes pechos. Gracie era menuda como su madre, con su misma constitución ágil y una cara estrecha y en forma de corazón. Sin embargo, a pesar de lo delgada que estaba, era cierto que se la veía más mayor.
La primera noche que Victoria pasó allí, Grace le confesó que estaba enamorada de un chico. Tenía catorce años y lo había conocido en el club de tenis y natación al que su madre la llevaba todos los días. A Victoria le dio demasiada vergüenza reconocer delante de su hermana pequeña y de sus padres que ella no había tenido ni una sola cita desde hacía más de un año. Ellos, pensando que solo estaba siendo tímida, empezaron a presionarla con el tema y al final tuvo que inventarse a un chico imaginario con quien supuestamente había salido en la universidad. Les explicó que jugaba al hockey y que estudiaba para ser ingeniero. Su padre le informó de inmediato que todos los ingenieros eran unos aburridos, pero al menos creyeron que había estado con alguien. Victoria dijo que el chico había pasado el verano con su familia, en Maine. Todos parecieron aliviados al oír que había tenido algo parecido a un novio, y ella reconoció que en Nueva York no había salido con nadie más. Sin embargo, tener un novio en la universidad la hacía parecer más normal que pasarse las noches estudiando sola en la residencia, como había hecho en realidad.
Su madre se la llevó un momento aparte y le susurró que creía que había engordado un poco en Nueva York, así que cuando iban al club para que Gracie pudiera ver a su «novio», Victoria se dejaba puesta la camiseta y los pantalones cortos en lugar de quedarse en bañador, como hacía siempre que había ganado algo de peso. Grace y ella se tomaban un helado casi todos los días de camino a casa, pero Victoria ni siquiera tocó las existencias de Häagen-Dazs que su madre guardaba en el congelador. No quería que la vieran hartándose de helado.
Las semanas en California pasaron volando, y todos se entristecieron de nuevo cuando llegó la hora de despedirse de Victoria. Gracie estuvo más serena esta vez, pero se les hacía duro saber que no la verían hasta al cabo de otros tres meses, por Acción de Gracias. Ella, no obstante, estaría muy ocupada con el montón de trabajo que tendría en la universidad. Gracie ya iba a empezar séptimo, y a Victoria le costaba creer que a su hermanita le faltasen solo dos años para ir al instituto.
Su compañera de habitación de segundo era una neoyorquina de aspecto nervioso. Estaba espantosamente delgada y era evidente que padecía un trastorno alimentario. Tras algunos días de convivencia, le confesó que había pasado todo el verano en un hospital, y Victoria la veía adelgazar más cada día que pasaba. Sus padres la llamaban a todas horas para saber cómo estaba. La chica le explicó que tenía un novio en Nueva York. Parecía muy desdichada en la universidad, y Victoria intentó no dejarse llevar por la atmósfera de estrés que generaba. Era una crisis ambulante a punto de estallar. Solo con mirarla, a Victoria le entraban ganas de comer más.
Cuando se fue a los Ángeles por Acción de Gracias, su compañera ya había decidido dejar los estudios y regresar a Nueva York. Era un alivio saber que no estaría allí cuando Victoria volviera a la residencia. Resultaba difícil vivir en aquella habitación con la tensión que transmitía. Fue entre Acción de Gracias y Navidad cuando Victoria conoció al primer chico que le interesó desde que iba a la universidad. Estaba en el primer curso de los estudios preparatorios de Derecho y también iba a clase de literatura inglesa con ella. Era alto, guapo, pelirrojo y con pecas, un chico de Louisville, Kentucky, y a Victoria le encantaba oírlo hablar en ese peculiar acento que arrastraba las palabras. Estaban en el mismo grupo de estudio, y un día él la invitó a un café al salir. Su padre tenía muchos caballos de carreras y su madre vivía en París. Él había pensado ir a visitarla y pasar la Navidad con ella. Hablaba francés con soltura y había vivido en Londres y en Hong Kong. Todo él le resultaba muy exótico a Victoria, y además era amable y buena persona.
Los dos hablaron de sus familias, y él le explicó que había tenido una vida algo desordenada desde el divorcio. Su madre no hacía más que trasladarse de una ciudad a otra por todo el mundo. Se había casado con otro hombre después de su padre, pero ya se había vuelto a divorciar. A él le parecía que la vida de Victoria era mucho más estable que la suya, y era cierto, pero ella creía que, aun así, no había tenido una infancia feliz. Siempre se había sentido como una marginada en su propio hogar, él por su parte, siempre había sido el recién llegado. Había ido a cinco institutos diferentes después de octavo. Su padre ababa de casarse con una chica de veintitrés años. Él tenía veintiuno y le confesó a Victoria que su madrastra se le había insinuado, y que casi se había acostado con ella. Había sido un día que los dos estaban muy borrachos, pero algún milagro había hecho que actuara con sensatez y logró no caer en la tentación. Aun así, le ponía nervioso tener que verla de nuevo. Por eso había decidido pasar la Navidad en París con su madre, aunque ella tenía un nuevo novio francés que tampoco le hacía demasiada gracia.
Siempre lo explicaba todo de una forma muy divertida, pero sus historias que lo convertían en un chico perdido y atrapado entre unos padres locos e irresponsables desprendían algo casi trágico. Le dijo a Victoria que él era la prueba viviente de que la gente con demasiado dinero fastidiaba la vida de sus hijos. Iba al psicólogo desde los doce años. Se llamaba Beau, y a pesar de que habían compartido algún momento romántico y un poco de magreo la noche antes de que Victoria se marchara, todavía no se habían acostado cuando ella se fue a Los Ángeles por Navidad. Él le prometió que la llamaría desde París. A Victoria le parecía maravillosamente romántico y exótico. Estaba fascinada con él. Y esta vez, cuando sus padres le preguntaron con quién salía, pudo contestarles que con un estudiante de primero de especialización en Derecho. Su respuesta les pareció bastante respetable, aunque ella estaba segura de que ni a su padre ni a su madre les caería bien Era demasiado poco convencional para su gusto.
Beau la llamó durante las vacaciones. Había ido a Gstaad con su madre y su novio, y parecía aburrido y un poco perdido. Gracie quería saber si era guapo, aunque dijo que a ella no le gustaban los pelirrojos. Esta vez Victoria sí que cuido su alimentación y se abstuvo de tomar postres, aunque su padre expresara sorpresa al ver que su «grandullona» decía que no a un dulce. Era imposible hacerle olvidar la imagen de su hija como alguien que comía siempre lo que no debía y a quien siempre le sobraba peso.
Victoria adelgazó algo más de dos kilos durante los diez días que estuvo en Los Ángeles, y ella y Beau regresaron a la universidad el mismo día, con solo unas horas de diferencia. No había hecho más que pensar en él durante todas las vacaciones, y se preguntaba cuánto tardarían en acostarse. Estaba contenta de haberse reservado para él. Beau sería su primer amante, y ya lo imaginaba tratándola con cariño y sensualidad. En cuanto Beau se presentó ante la puerta de su habitación, empozaron a besarse, a reír y a acariciarse, pero él estaba hecho polvo por el jet lag y aquella noche no ocurrió nada. Tampoco durante varias semanas después. Pasaban todo el día juntos, luego iban a estudiar a la biblioteca y, como ella ya no tenía compañera de habitación, a veces se quedaba a dormir en la otra cama. No hacían más que besarse y acariciarse, y a él le encantaban sus pechos, pero nunca pasaban de ese punto. Beau le decía que debería ponerse minifaldas, porque tenía las piernas más increíbles que había visto nunca. Parecía estar totalmente cautivado por ella, y por primera vez en su vida Victoria estaba adelgazando de verdad. Quería estar guapísima para él, lo cual también la hacía sentirse muy bien consigo misma.
Hacían guerras de bolas de nieve y salían a patinar sobre hielo, veían partidos de hockey, iban a restaurantes y a bares. Él le presentó a sus amigos. Iban a todas partes juntos y lo pasaban en grande. Sin embargo, por muy unidos que estuvieran, nunca llegaban a hacer el amor. Ella no sabía muy bien por qué, pero le daba miedo preguntarlo. Temía que él creyera que estaba demasiado gorda, o tal vez que la respetara demasiado, o a lo mejor que tuviera miedo, o que la experiencia frustrada con su madrastra lo hubiese traumatizado, o quizá el divorcio de sus padres. Había algo que lo detenía, y Victoria no tenía ni idea de qué podía ser. Estaba claro que el chico la deseaba. Cada vez eran más apasionados cuando se enrollaban, pero el hambre que sentían el uno por la otra nunca acababa de saciarse, y eso a Victoria la estaba volviendo loca. Una noche, en su habitación, se habían quedado en ropa interior, pero entonces él la abrazó y permaneció quieto y en silencio un buen rato. Después se levantó de la cama.
—¿Qué pasa? —preguntó Victoria en voz baja, convencida de que era por ella, que ella tenía la culpa. Seguramente era por su peso. Todos sus sentimientos de inseguridad, de no ser lo bastante buena, volvieron a abrumarla de pronto, allí, sentada en el borde de su cama.
—Que me estoy enamorando de ti —dijo él con tristeza, mientras dejaba caer la cabeza en las manos.
—Y yo de ti. ¿Qué tiene eso de malo? —Victoria le sonrió.
—No puedo hacerte esto —contestó él en voz baja, y ella le tocó el mechón pelirrojo que le caía sobre los ojos. Se parecía a Huckelberry Finn o a Tom Sawyer. Solo era un niño.
—Claro que puedes. No pasa nada. —Quería tranquilizarlo, sentados allí como estaban, en ropa interior.
—No, sí que pasa. No puedo… No lo entiendes. Es la primera vez que me pasa esto… con una mujer… Soy gay, y no importa lo muy convencido que esté de que te quiero, tarde o temprano acabaré otra vez con un hombre. No quiero hacerte eso. Por mucho que ahora te desee, lo nuestro no va a durar.
Durante un buen rato Victoria no supo qué decir. Aquello superaba con mucho toda su experiencia vital y era más complicado que cualquier relación que hubiera imaginado con Beau. Él estaba siendo justo. Sabía que tarde o temprano volvería a desear a un hombre, como le había ocurrido siempre.
—Nunca debería haber permitido que esto empezara, pero me enamoré de ti el día en que nos conocimos.
—Entonces ¿por qué no va a funcionar? —preguntó Victoria con un hilo de voz, agradecida por su sinceridad, pero herida de todas formas.
—Porque no funcionará. Yo soy así. Esto es una especie de fantasía descabellada y deliciosa, pero para mí no es real. Jamás podría serlo. Me equivoqué al pensar que sí. Te haré daño, y eso lo último que quiero. Tenemos que dejarlo —dijo, mirándola con sus grandes ojos verdes—. Por lo menos seamos amigos.
Pero ella no quería ser su amiga. Estaba enamorada de él, y todo su cuerpo gritaba de deseo. Ya hacía un mes que era así. Él parecía sentirse dolorosamente confundido y culpable por lo que había estado a punto de hacer, por esa farsa que había mantenido durante un mes entero.
—Pensé que podría funcionar, pero no. En cuanto vea a un chico que me atraiga, desapareceré. Esa no es forma de tratarte, Victoria. Tú mereces mucho más.
—¿Por qué tiene que ser tan complicado? Si dices que te estás enamorando de mí, ¿por qué no podría funcionar? —Estaba a punto de echarse a llorar con lágrimas de frustración y rabia.
—Porque no eres un hombre. Supongo que para mí eres algo así como la fantasía femenina suprema, con tu cuerpo voluptuoso y tus grandes pechos. Eres lo que creo que debería desear, pero que en realidad no deseo. Me atraen los hombres.
Estaba siendo todo lo sincero que podía con ella, y «voluptuoso» era lo más bonito que nadie le había dicho nunca. Sin embargo, por muy voluptuoso que fuera su cuerpo y muy grandes que fueran sus pechos, él no los deseaba. Era un rechazo empaquetado con exquisitez, pero un rechazo al fin y cabo.
—Será mejor que me marche —dijo Beau mientras se vestía ante la mirada perdida de Victoria, que seguía tumbada en la cama. Enseguida terminó y se quedó de pie, mirándola. Ella no se había movido, no había dicho ni una palabra más—. Te llamaré mañana —aseguró, y ella se preguntó si de verdad lo haría y, en ese caso, qué le diría.
Ya no había nada más que decir. Victoria no quería ser solo su amiga. Juntos, para ella, eran más que eso. Durante un tiempo él le había parecido perdidamente enamorado.
—Supongo que debería habértelo dicho desde un principio, pero deseaba que funcionara y no quería espantarte.
Victoria asintió con la cabeza, incapaz de encontrar palabras. Tampoco quería llorar. Habría sido muy humillante, allí tendida en la cama, en bragas y sujetador. Beau la miró un momento desde la puerta y luego desapareció. Victoria se tapó con el edredón y se echó a llorar. Era una experiencia humillante y deprimente a la vez, pero también sabía que era lo correcto. Habría sido aún peor si se hubiera acostado con él y hubiese querido algo que él no podía darle. Era mejor así, aunque de todas formas se sentía abatida y rechazada.
Estuvo horas despierta, pensando en el tiempo que habían pasado juntos y en las confidencias que habían compartido, en los interminables ratos que habían estado enrollándose, una actividad que no había ido a ninguna parte pero que a ambos, mientras se encontraban enredados el uno en brazos de la otra, encendidos, los había excitado. Qué inútil le parecían de pronto esos momentos. Apagó la luz y por fin si quedó dormida. Por la mañana no fue Beau sino Gracie quien la llamó. A Victoria le pesaba el corazón como un ladrillo dentro del pecho al recordar la noche anterior.
—¿Qué tal está Beau? —preguntó su hermana con su alegre voz de doce años.
—Hemos roto —explicó Victoria, transmitiendo con su tono lo destrozada que estaba.
—Ay… Qué pena… Parecía majo.
—Lo era. Lo es.
—¿Os habéis peleado? A lo mejor vuelve. —Quería dar esperanzas a su hermana mayor. No soportaba la idea de que Victoria estuviera triste.
—No, no volverá, pero no pasa nada. Y a ti ¿qué tal te va todo? —preguntó Victoria, cambiando de tema.
Gracie le hizo un informe completo de todos los chicos de séptimo y, cuando por fin colgaron, Victoria pudo llorar su pérdida en paz.
Beau no la llamó aquel día, ni tampoco los siguientes, y entonces ella comprendió que tendría que verlo en clase. Le dada pánico el encuentro, pero por fin logró armarse de valor para ir a literatura inglesa, donde el profesor mencionó como de pasada que Beau había dejado la asignatura. Victoria sintió que se le encogía el corazón otra vez. Apenas lo conocía, pero para ella era una gran pérdida. Más tarde, cuando salió del aula, se preguntó si volvería a verlo algún día. Quizá no. Entonces levantó la mirada y se lo encontró al final del pasillo, observándola. Beau se acercó lentamente a ella, que estaba inmóvil, esperando. Le tocó la cara con dulzura y casi pareció que quisiera besarla, pero no lo hizo.
—Lo siento —dijo. Sus palabras parecían sinceras—. Siento haber sido tan imbécil y egoísta. He pensado que sería mejor para ambos que dejara la asignatura. Si te sirve de consuelo, tampoco a mí me está resultando fácil, pero es que no quería provocar un desastre aún mayor más adelante.
—No pasa nada —repuso ella en voz baja, y le sonrió—. No pasa nada. Te quiero, aunque no sé si eso significará algo para ti.
—Mucho —aseguró él, y le acarició la mejilla con los labios. Después se marchó.
Victoria regresó sola a su residencia. Estaba nevando, hacía un frío glacial y ella recorrió las calles heladas pensando en Beau, con la esperanza de que sus caminos volvieran a cruzarse algún día. El frío era tal que ni siquiera sentía las lágrimas que le caían por las mejillas. Lo único que podía hacer por el momento era quitárselo de la cabeza e intentar superar esa sensación de fracaso. Fueran cuales fuesen sus motivos, Beau no la deseaba, y esa sensación de no ser deseada ni amada le resultaba demasiado conocida. Lo de Beau no era más que la confirmación de algo que había temido durante toda la vida.