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Su madre enseñó a Victoria todo sobre los cuidados de la niña. Cuando Grace cumplió tres meses, su hermana ya sabía cambiarle el pañal, bañarla, vestirla, jugar con ella durante horas y hasta darle de comer. Las dos eran inseparables, lo cual proporcionaba a Christine un respiro muy necesario los días que estaba atareada. Como Victoria la ayudaba tanto con la niña, ella tenía tiempo de jugar al bridge con sus amigas, ir a clases de golf y ver a su entrenador personal cuatro veces por semana. Ya se había olvidado del gran trabajo que suponía cuidar de un bebé, y a Victoria le encantaba ayudar. En cuanto llegaba a casa del colegio, cogía a su hermana en brazos y se ocupaba de cualquier cosa que necesitase. Fue ella quien recibió la primera sonrisa de Grace, y era evidente que la pequeña la adoraba y Victoria estaba loca por ella.

Grace siguió siendo una niña de anuncio. Cuando tenía un año, cada vez que Christine se las llevaba a las dos al supermercado, siempre había alguien que las paraba. Como vivían en Los Ángeles, era frecuente que encontraran a cazatalentos del mundo del cine en cualquier lugar. Querían contratar a Grace para películas, programas de televisión, anuncios de televisión o de prensa, carteles y todo lo relacionado con el mundo de la publicidad; también a Jim le habían presentado ofertas, y no pocas, cuando enseñaba una fotografía de su niña. Victoria contemplaba fascinada cómo se les acercaba la gente para intentar convencer a su madre para que les dejara trabajar con Grace en toda clase de anuncios, programas o películas, pero Christine siempre decía que no con mucha gentileza. Jim y ella no tenían ningún deseo de explotar a su pequeña, aunque siempre les halagaba recibir esas ofertas y después se lo explicaban a sus amigos. Mientras observaba esos encuentros y oía a sus padres relatarlos más tarde, Victoria se sentía invisible. Cuando los cazatalentos se acercaban a su madre, era como si ella no existiera. La única niña a quien veían era a Grace. A ella no le importaba demasiado, aunque a veces se preguntaba cómo sería salir por la tele o en una película. Le hacía gracia que Grace fuese tan guapa, y a ella le encantaba vestirla como si se tratara de una muñeca y ponerle cintas en sus rizos oscuros. Era un bebé precioso y se convirtió en una niña igualmente encantadora. Victoria estuvo a punto de derretirse la primera vez que su hermanita la llamó por su nombre. Grace estaba tan unida a su hermana mayor que soltaba risitas de felicidad nada más verla.

Cuando la niña tenía dos años y Victoria nueve, la abuela Dawson murió tras un breve período de enfermedad, lo cual dejó a Christine sin más ayuda con la pequeña que la que podía proporcionarle Victoria. La única persona que les había hecho de canguro era la madre de Jim, así que, tras el fallecimiento de su suegra, Christine tuvo que buscar a alguien en quien pudieran confiar cuando salían por la noche. A partir de ese momento las hermanas presenciaron un desfile de adolescentes que se presentaban en su casa para hablar por teléfono, ver la tele y dejar que fuese Victoria quien se encargara de la niña, lo cual de todas formas era lo que ellas preferían. Victoria era cada vez más responsable a medida que crecía, y Grace, más guapa cada año que pasaba. Tenía un carácter muy alegre, sonreía y reía constantemente, sobre todo gracias a su hermana que era la única de la familia que sabía arrancarle una sonrisa cuando aún le caían lágrimas, o poner fin a una de sus pataletas. Christine era mucho menos hábil con ella que su hija mayor, así que estaba encantada de dejar que Victoria se ocupase de Grace. Por aquel entonces su padre todavía la un incordiaba de vez en cuando con su bromita de la receta de prueba, y Victoria era muy consciente de lo que quería decir con ello: que Grace era guapa y ella no, y que a la segunda por fin lo habían conseguido. Una vez se lo había explicado a una amiguita, que se había horrorizado muchísimo más que la propia Victoria, porque a esas alturas ella ya estaba acostumbrada. Su padre no dudaba en repetírselo a menudo. Christine había protestado un par de veces, pero Jim le aseguraba que Victoria sabía que solo lo decía para incordiarla. Sin embargo, lo cierto era que Victoria lo creía. Estaba convencida de que ella había sido el error de sus padres, y Grace, su éxito más esplendoroso. Y esa impresión se veía reforzada por todas las personas que admiraban a la pequeña Grace. Victoria acabó por sentirse completamente invisible. En cuanto la gente hacía un comentario sobre lo adorable y lo guapa que era Grace, no sabían qué decir sobre Victoria, así que callaban y no le hacían caso.

Victoria no era fea, pero sí del montón. Tenía unos rasgos naturales, dulces, claros, una melena rubia y lisa que su madre siempre le recogía en trenzas y que contrastaba con la aureola de tirabuzones oscuros de Grace. El cabello de Victoria bahía ido perdiendo las ondas con el paso de los años. Tenía unos ojos grandes e inocentes, del mismo azul que el cielo en verano; pero los de Grace y sus padres, oscuros, siempre le habían parecido más exóticos y llamativos. Ellos tres compartían el mismo color de iris y también de cabello. Ella era la única diferente. Sus padres y Grace tenían un cuerpo esbelto: su padre era alto; su madre y la niña, delicadas, menudas y de huesos finos. Grace y sus padres eran como un reflejo unos de otros. Victoria era distinta. Toda ella resultaba más bien fornida, tenía un cuerpo grandote y los hombros demasiado anchos para una niña. Su aspecto era el de alguien saludable, con mejillas sonrosadas y pómulos prominentes. La única característica extraordinaria que poseía eran sus piernas, largas como las patas de un potro joven. A ella sus piernas siempre le habían parecido demasiado largas y delgadas para un cuerpo tan achaparrado, como le había dicho su abuela una vez. Su torso corto hacía que se vieran todavía más largas. Sin embargo, pese a su cuerpo robusto, Victoria era ágil y tenía mucho garbo. Ya de niña siempre había sido muy grande para su edad, aunque no lo bastante para que la consideraran gorda, pero nunca había tenido ningún rasgo que resultara grácil. Su padre no dejaba de repetir que pesaba demasiado para cogerla en brazos, mientras que a Grace la lanzaba al aire como una pluma. Christine, incluso después de haber tenido a las niñas, solía estar por debajo de su peso ideal y se mantenía en buena forma gracias a su entrenador y a sus clases de gimnasia. Jim era alto y esbelto, y Grace nunca fue una niña demasiado rellenita.

De todos modos, lo más llamativo de Victoria era lo distinta que era a todos ellos. Tanto como para que todo el mundo se diera cuenta. Más de una vez, la gente había preguntado a sus padres si era adoptada, y ella estaba lo bastante cerca para oírlo. Se sentía como una de esas fichas ilustradas que se utilizaban en el colegio y en las que se veía una manzana, una naranja, un plátano y un par de botas de plástico, y la profesora preguntaba cuál era el elemento que sobraba. En su familia Victoria siempre había sido las botas de plástico. Toda la vida había tenido esa extraña sensación: la de ser diferente, la de no encajar. Si al menos uno de sus padres se hubiese parecido a ella, entonces habría sentido que formaba parte de la familia, pero las cosas no eran así. La única que no encajaba allí era ella. Nunca nadie le había dicho que era guapa, al contrario de Grace, a quien le recordaban constantemente que poseía una belleza de película. Victoria era la hermana mayor poco agraciada, la que desentonaba con el resto de la familia.

Además, por si eso fuera poco, también tenía un apetito muy saludable, lo cual hacía que su cuerpo fuese más ancho aún de lo que podría haber sido. Se servía grandes raciones en todas las comidas y siempre rebañaba el plato. Le gustaban los pasteles y los dulces, el helado y el pan, sobre todo recién salido del horno. A mediodía, en el colegio, tomaba un buen almuerzo. Nunca se resistía a un plato de patatas fritas, ni a un perrito caliente, ni tampoco a un helado cubierto de chocolate caliente. A Jim también le gustaba comer bien, pero era un hombre grande y nunca engordaba. Christine subsistía sobre todo a base de pescado hervido, verdura al vapor y ensalada: todas las cosas que Victoria detestaba. Ella prefería las hamburguesas, los espaguetis y las albóndigas y, aun siendo muy pequeña, a menudo repetía a pesar de que su padre la miraba frunciendo el ceño, o incluso se reía y se burlaba de ella. En su familia parecía que nadie más que ella engordaba. Y nunca se saltaba una comida. La saciedad le servía de consuelo.

—Un día vas a arrepentirte de ese apetito tuyo, jovencita —le advertía siempre su padre—. No te gustará tener sobrepeso cuando vayas a la universidad.

Pero todavía faltaba una vida entera para la universidad, el puré de patatas estaba justo delante de ella, al ladito de la bandeja de pollo frito. Christine, sin embargo, siempre cuidaba mucho qué le daba de comer a su hija pequeña. Explicaba que Grace tenía una constitución diferente y que estaba hecha más como ella, aunque Victoria le pasaba piruletas y caramelos a escondidas, y a Grace le encantaban. Gritaba con deleite cada vez que veía un chupa-chups saliendo de uno de los bolsillos de su hermana. Aunque tuviera solo uno, Victoria siempre se lo daba a su hermana pequeña.

Victoria nunca había sido popular en el colegio, y sus padres rara vez dejaban que invitara a sus amigas a casa, así que su vida social era bastante limitada. Su madre decía que con dos niñas revolviéndolo todo ya tenía suficiente. Además, nunca le gustaban las amigas de Victoria cuando se las presentaba. Por una u otra razón, siempre les encontraba alguna pega, así que su hija dejó de pedirle permiso para que fueran a jugar. La consecuencia fue que sus amigas dejaron de invitarla a ella después del colegio, puesto que Victoria nunca les devolvía la invitación. De todas formas ella prefería llegar pronto a casa para ayudar con el bebé. Sí que tenía amigas en el colegio, pero su amistad no se prolongaba fuera de las horas lectivas.

La primera gran tragedia de sus primeros años de escuela consistió en ser la única chica de cuarto a la que nadie le había regalado una tarjeta de San Valentín. Llegó a casa llorando, pero su madre le dijo que no fuera tonta, que Gracie le haría una tarjeta de San Valentín. Al año siguiente Victoria se dijo que no le importaba y se preparó mentalmente para la decepción, pero resultó que esa vez sí recibió una tarjeta, de una niña que era alta, como ella. Todos los niños eran más bajitos que ambas. La otra niña era larguirucha y aún más alta que Victoria, y esta más grandota que ella.

La siguiente tragedia que hubo de superar fue que a los once años ya le crecieron los pechos. Hacía lo que podía por ocultarlos, se ponía sudaderas holgadas encima de la ropa, y al final incluso camisas de leñador, todo siempre dos tallas más grande. Sin embargo, para gran dolor de Victoria, sus pechos continuaron creciendo. Cuando iba a séptimo ya tenía cuerpo de mujer. A menudo pensaba en la abuela de su padre, en sus anchas caderas y su gruesa cintura, su enorme busto y su oronda constitución. Victoria rezaba por no llegar nunca a ser tan corpulenta como lo había sido su bisabuela. Lo único que las diferenciaba eran sus piernas largas y delgadas, que parecían no dejar de crecer. Victoria no lo sabía aún, pero eran su mejor característica. Los amigos de sus padres siempre comentaban que estaba hecha una «grandullona», y ella nunca estuvo muy segura de a qué parte de ella se referían con eso, si a sus largas piernas, a sus grandes pechos o al conjunto de su cuerpo que no dejaba de ensancharse. Pero aun antes de que pudiera averiguar qué querían decir, ellos ya volvían la mirada hacia Gracie, que era como un duendecillo. A su lado Victoria se sentía igual que un monstruo o que un gigante. Con su altura y un cuerpo tan desarrollado, parecía mucho mayor de lo que era. Su profesor de arte de octavo le comentó un día que era «rubensiana», y ella no se atrevió a preguntarle qué quería decir eso, y tampoco le apetecía saberlo. Estaba convencida de que solo sería una forma más artística de llamarla «grandullona», un adjetivo que había llegado a odiar. Ella no quería ser grande. Quería ser pequeña, como su madre y su hermana. Victoria medía un metro setenta cuando dejó de crecer, en octavo, lo cual no era una barbaridad, pero sí más que la mayoría de sus compañeras de clase y que todos los niños de su edad. Se sentía como una atracción de feria.

Ella iba a séptimo cuando Gracie entró en parvulario, y el primer día la llevó a su clase. Su madre las había dejado a las dos en el colegio y Victoria tuvo el honor de acompañar Grace para que conociera a su profesora. Se quedó allí, mirando a su hermanita, que entró en el aula con cautela y se volvió para enviarle un beso por el aire a su hermana mayor. Pasó todo el año ocupándose de ella durante el recreo, y cada tarde se la llevaba a casa después de las horas de acogida. Lo mismo sucedió durante octavo, cuando Gracie iba a primero. No obstante, al otoño siguiente Victoria empezaría en el instituto, iría a un centro diferente, en un edificio distinto, y ya no estaría cerca para ayudar a Gracie ni asomarse a verla cuando pasaba por delante de su clase durante el día. Iba a echarla de menos. Y Gracie a ella también, porque dependía mucho de su hermana mayor y le encantaba verla aparecer por la puerta del aula entre clases. Las dos niñas lloraron el último día que Victoria pasó en octavo curso, y Gracie dijo que en otoño no quería volver al colegio sin ella, pero su hermana la convenció de que no tendría más remedio. Octavo marcaba el final de una era para Victoria, una etapa en la que había disfrutado mucho. Siempre le hacía feliz saber que Gracie andaba por allí cerca.

El verano antes de empezar en el instituto Victoria se puso a dieta por primera vez. Había visto un anuncio de unas infusiones de hierbas en la contraportada de una revista y se había decidido a comprarlas con su paga. El anuncio decía que garantizaban una pérdida de cinco kilos, y ella quería entrar en el instituto más delgada y más esbelta de lo que había estado en el colegio. Con la pubertad en marcha y una figura más bien curvilínea, había engordado y pesaba unos cinco kilos de más de lo que debería, según le había dicho el médico. El efecto de las infusiones fue mayor de lo previsto y Victoria estuvo gravemente indispuesta durante varias semanas. Grace le decía que estaba verde y que se la veía muy, muy enferma, y le preguntaba por qué se tomaba un té que olía tan mal. Sus padres no tenían ni idea de qué le ocurría porque no les había explicado que estaba haciendo dieta. Aquel brebaje maligno le había provocado una grave disentería, así que tuvo que quedarse en casa durante semanas, diciendo que debía de ser un virus. Christine aseguró a Jim que eran los típicos nervios de una adolescente a punto de empezar en el instituto. Al final, a base de tenerla tan enferma, la infusión de hierbas logró que adelgazara cuatro kilos, y Victoria estuvo encantada al ver el cuerpo que se le había quedado.

Los Dawson vivían en los límites de Beverly Hills, en un bonito barrio residencial. La casa era la misma que poseían desde que había nacido Victoria. Jim había llegado a ser el jefe de la agencia de publicidad y tenía una carrera profesional muy satisfactoria, mientras que Christine se ocupaba de las niñas. A ellos les parecía que eran la familia perfecta, no querían más hijos. Tenían cuarenta y dos años, llevaban veinte casados y disfrutaban de una vida muy cómoda. Estaban contentos de no haber tenido más descendencia y eran felices con sus dos hijas. A Jim le gustaba decir que Grace era la belleza de la casa y que Victoria había heredado el cerebro. En el mundo había lugar para ambas. Quería que Victoria fuese a una buena universidad y estudiase una carrera importante.

—Dependerás de tu inteligencia —le aseguró, como si no tuviera nada más que ofrecer a la vida.

—Necesitarás más que eso —añadió Christine, a quien a veces le preocupaba que Victoria fuese demasiado inteligente—. A los hombres no siempre les gustan las chicas listas —dijo, con cara de preocupación—. También tienes que ser atractiva.

Llevaba todo ese año insistiendo a su hija que vigilara su peso y estaba muy contenta de que hubiera perdido cuatro quilos, aunque no tenía ni idea de lo que había pasado Victoria durante ese último mes para conseguirlo. Christine no quería que su hija fuese solo inteligente, sino también delgada.

Ambos estaban mucho menos preocupados por Gracie, quien, con su encanto y su belleza, incluso a los siete años parecía capaz de conquistar el mundo. Jim era como un esclavo rendido a sus pies.

La familia se fue dos semanas a Santa Bárbara al final del verano, antes de que Victoria empezara en el instituto, y todos lo pasaron muy bien. Jim había alquilado una casa en Montecito, que era lo que solía hacer antes de tener a las niñas. Como iban a la playa todos los días y su padre siempre hacía algún que otro comentario a Victoria sobre su figura, ella acabó poniéndose una camiseta encima del bañador y se negó a volver a quitársela. Jim le decía que le había crecido mucho el busto, y luego lo suavizaba añadiendo que tenía unas piernas de infarto. Hablaba mucho más sobre el cuerpo de su hija que sobre las excelentes notas que sacaba. Eso ya lo daba por hecho; en cambio, siempre se esforzaba por dejar claro cuánto le decepcionaba su físico, como si de alguna forma le hubiese fallado y ese fracaso lo perjudicara también a él. Victoria ya lo había oído antes, muchas veces.

Todos los días sus padres daban largos paseos por la playa mientras ella ayudaba a Gracie a construir castillos de arena decorados con flores y rocas y palitos de helado. A su hermana le encantaba jugar con ella en la arena, lo cual hacía muy feliz a Victoria. Sin embargo, los comentarios de su padre acerca de su cuerpo siempre la entristecían y, además, su madre fingía no oírlos y nunca salía en su defensa, jamás intentaba transmitirle seguridad. Victoria sabía instintivamente que también a ella le disgustaba su aspecto.

Ese verano Victoria conoció en Montecito a un chico que vivía en una casa al otro lado de la calle. Jake le gustaba, tenía su misma edad y en otoño iba a entrar en el internado Cate School, en el sur de California. Jake le preguntó si podría escribirle desde la escuela, y ella le dijo que sí y le dio su dirección de Los Ángeles. Todas las noches hablaban hasta muy tarde sobre lo nerviosos que estaban por empezar en el instituto. Victoria, charlando con él en la oscuridad, admitió que nunca había sido demasiado popular. Él no entendía por qué. Pensaba que era muy lista, una chica muy divertida. Le gustaba hablar con ella y opinaba que era muy simpática. Victoria no había bebido cerveza ni había fumado, así que vomitó nada más llegar a casa la noche que lo probó. Pero nadie se dio cuenta. Sus padres ya estaban acostados, y Gracie profundamente dormida en la habitación de al lado. Jake se marchó al día siguiente. Su familia quería ir a visitar a sus abuelos al lago Tahoe antes de que empezara el curso. Victoria ya no tenía abuelos, cosa que a veces le parecía una suerte, puesto que de esta forma solo sus padres podían criticar su aspecto. Su madre opinaba que le hacía falta un corte de pelo y que debería empezar un programa de ejercicios en otoño. Quería apuntarla a gimnasia o a ballet, y no se daba cuenta de lo mucho que incomodaba a Victoria la idea de verse en mallas delante de otras chicas. Habría preferido morirse. Creía que era mejor quedarse con la figura que tenía que verse obligada a perderla de esa forma. Había sido mucho más sencillo provocarse una descomposición con aquella horrible infusión de hierbas.

Montecito se convirtió en un sitio aburrido tras la marcha de Jake, Victoria se preguntaba si tendría noticias de él cuando empezaran las clases. El resto del tiempo que estuvieron allí lo pasó jugando con Grace. No le importaba que su hermana fuese siete años menor, siempre se divertía con ella. Sus padres solían decir a sus amigos que la diferencia de siete años entre las dos funcionaba muy bien. Victoria no había tenido celos de su hermana pequeña ni por un segundo y, con los catorce cumplidos, era la canguro perfecta. Dejaban a Gracie con su hermana mayor cada vez que salían, lo cual hacían más a menudo a medida que las niñas iban creciendo.

Durante aquellas vacaciones sufrieron un gran susto una tarde que Grace, con la marea baja, se alejó mucho de la orilla. Victoria estaba con ella, pero regresó un momento a su toalla para buscar más crema solar y ponérsela a su hermana. Entonces la marea empezó a subir y la corriente aumentó. Una gran ola volcó a Gracie y, un instante después, había desaparecido bajo la superficie. El océano se la había tragado. Victoria vio cómo sucedía y gritó mientras echaba a correr hacia el agua; se zambulló rápidamente bajo la espuma y emergió resoplando con Grace cogida de un brazo justo cuando otra ola gigantesca las alcanzaba. En ese momento sus padres también las vieron y Jim corrió hacia el agua, con Christine unos pasos por detrás. Su padre se lanzó contra las olas, agarró a las dos niñas con sus poderosos brazos y las sacó de allí mientras su madre los contemplaba horrorizada desde la orilla, petrificada en la arena sin poder decir nada. Jim se volvió primero hacia Gracie.

—¡No vuelvas a hacer eso! ¡Ni se te ocurra jugar en el agua tú sola! —Y luego se dirigió a Victoria con una expresión feroz en los ojos—: ¿Cómo has podido abandonarla así?

Victoria, impresionada por lo que acababa de ocurrir, lloraba con la camiseta mojada y pegada a su cuerpo por encima del bañador.

—Había ido a buscar crema para ella, para que no se quemara —se defendió entre sollozos.

Christine guardó silencio y tapó con una toalla a Grace, que tenía los labios azules. Había estado en el agua demasiado tiempo, incluso antes de que la marea empezara a cambiar.

—¡Casi se ahoga! —gritó su padre, temblando de miedo y rabia. Muy pocas veces se enfadaba con sus hijas, pero estaba muy afectado, igual que todos, por lo cerca que había estado Grace de morir. No dijo ni una palabra sobre cómo había salido corriendo Victoria a salvar a su hermana y cómo la había sacado de debajo de la ola antes de que llegara él. Se sentía demasiado alterado por lo que había estado a punto de ocurrir, y Victoria también.

Grace se había refugiado en los brazos de su madre, que la estrechaba con fuerza mientras la tapaba con la toalla. Tenía los oscuros tirabuzones mojados y pegados completamente a la cabeza.

—Lo siento, papá —dijo Victoria en voz baja, pero Jim le dio la espalda y se alejó mientras su madre consolaba a su hermana pequeña. Victoria se enjugó las lágrimas de los ojos con el dorso de la mano—. Lo siento, mamá —dijo con un hilo de voz.

Christine asintió con la cabeza y le pasó una toalla para que se secara ella sola.

El mensaje de ese gesto era muy claro.

El instituto fue más fácil de lo que Victoria había esperado en algunos sentidos. Las clases estaban bien organizadas, le gustaban casi todos sus profesores, y las asignaturas eran mucho más interesantes que las del colegio. En la vertiente académica, su nuevo centro le encantaba y estaba entusiasmada con el trabajo que hacía allí. En la vertiente social, se sentía como un pez fuera del agua. El primer día de clase se sorprendió muchísimo al ver a las otras chicas. Parecían mucho más desvergonzadas que ninguna de las compañeras con quienes había ido al colegio hasta entonces. Algunas llevaban ropa provocativa y parecían mayores de lo que eran. Todas llevaban maquillaje, y muchas parecían estar demasiado delgadas. La anorexia y la bulimia habían entrado en sus vidas, estaba claro. Ese primer día Victoria se sintió tan fuera de lugar que solo podía desear ser «guay», como todos los demás. Observó con atención la ropa que más éxito tenía entre las chicas: a ella la mayoría de esas prendas le quedarían fatal, solo las minifaldas le sentarían de fábula. Victoria se había decidido por unos vaqueros y una camisa holgada que tapaba su figura. Llevaba la melena rubia suelta sobre los hombros, la cara bien lavada, y unas zapatillas de baloncesto que su madre y ella habían comprado el día anterior. Una vez más, desentonaba. Se había equivocado al elegir su vestuario y se la veía diferente a las demás. Al llegar se encontró con algunas alumnas reunidas en grupitos a la entrada del instituto, pero parecía que estuvieran a punto de presentarse a una especie de concurso de moda. Aparentaban dieciocho años, y era evidente que algunas los tenían, pero incluso las de su edad parecían mucho mayores. Lo único que Victoria lograba ver era una manada de niñas delgadas y sexys. Sintió ganas de llorar.

—Buena suerte —le dijo su madre con una sonrisa al dejarla allí—. Que tengas un primer día fantástico.

Victoria quería quedarse escondida en el coche. Su mano temblorosa apretaba el horario de clases junto con un plano del instituto. Esperaba poder encontrarlo todo sin tener que preguntar. Sentía un terror despiadado que le encogía el corazón y tuvo miedo de echarse a llorar de repente.

—Todo irá bien —le aseguró Christine mientras ella bajaba del coche a regañadientes.

Intentó no parecer impresionada al subir corriendo la escalera y al pasar junto a las otras chicas sin mirarlas a los ojos ni detenerse a saludar. Parecían un ejército de gente «guay», y «guay» era lo último que se sentía ella.

Ese mismo día vio a más de aquellas chicas en la cafetería a la hora de comer, y dio un gran rodeo para evitarlas. Se sirvió una bolsa de patatas fritas, un bocadillo y un yogur, cogió un paquete de galletas con pepitas de chocolate para más tarde y buscó una mesa donde pudiera estar sola. Pero otra chica se sentó con ella. Era más alta que Victoria, aunque estaba muy flaca, y parecía capaz de enfrentarse a cualquier chico jugando al baloncesto.

—¿Te importa si me siento aquí? —preguntó, pidiéndole permiso para ocupar su sitio.

—No, tranquila —respondió Victoria mientras abría sus patatas fritas.

La otra chica llevaba en su bandeja dos bocadillos, pero daba la sensación de que nada de lo que comiera se notaría en su cuerpo. De no ser por su larga melena castaña, casi habría parecido un chico. Tampoco llevaba nada de maquillaje, y se había puesto vaqueros y unas Converse, igual que Victoria.

—¿Eres nueva, de noveno? —preguntó la chica mientras desenvolvía el primero de sus bocadillos. Victoria asintió con la cabeza, casi paralizada por la timidez—. Yo me llamo Connie. Soy la capitana del equipo de baloncesto femenino, como habrás imaginado. Mido un metro ochenta y ocho. Voy a undécimo. Bienvenida al instituto. ¿Qué tal te ha ido de momento?

—Bien —respondió Victoria, intentando que no se le notara la impresión. No quería decirle que estaba muerta de miedo y que se sentía como una atracción de feria. Se preguntó si Connie también habría pasado por eso a los catorce años. Se la veía muy relajada y cómoda con quien era en ese momento; aunque también se había sentado con una novata, lo cual hizo que Victoria se preguntara si tenía amigas. Y, en ese caso, ¿dónde estaban? Parecía más alta que casi todos los chicos de la cafetería.

—Llegué a mi tope de altura a los doce —explicó Connie, tratando de entablar conversación—. Mi hermano mide un metro noventa y ocho y está en UCLA, con una beca para jugadores de baloncesto. ¿Tú juegas a algún deporte?

—Al voleibol, a veces, pero no mucho. —Siempre había sido más académica que atlética.

—Aquí hay muy buenos equipos. A lo mejor te apetece probar el de baloncesto. Tenemos a muchas chicas de tu altura —comentó.

«Pero no de mi peso», estuvo a punto de añadir Victoria. No hacía más que fijarse en el físico de todo el mundo. Al entrar en la cafetería se había sentido el doble de grande que ellos. Con aquella chica, que por lo menos no parecía anoréxica ni vestía como si quisiera ligar, se encontraba menos fuera de lugar. Le pareció simpática y agradable.

—Se tarda un poco en pillarle el truco al instituto —dijo Connie para tranquilizarla—. Yo, el primer día, me sentí bastante rara. Todos los chicos que veía eran la mitad de altos que yo. Y las chicas, mucho más guapas. Pero aquí hay sitio para todo el mundo: musculitos, fashion victims, reinas de la belleza… Hay incluso un club de gays y lesbianas. Al final acabarás adaptándote y harás amigos.

De pronto Victoria se alegró mucho de que aquella chica se hubiera sentado con ella. Era casi como si hubiera hecho una nueva amiga. Connie ya se había acabado sus dos bocadillos, y a ella le dio vergüenza ver que estaba tan nerviosa que solo se había comido las patatas fritas y las galletas. Decidió seguir con el yogur y guardarse el resto.

—¿Dónde vives? —preguntó Connie con interés.

—En Los Ángeles.

—Yo vengo en coche desde Orange County todos los días. Vivo allí con mi padre. Mi madre murió el año pasado.

—Lo siento —dijo Victoria, que enseguida se compadeció de ella.

Connie se levantó, y Victoria, al ver lo alta que era, se sintió como una enanita a su lado. Entonces le ofreció un papel con su número de teléfono, y ella le dio las gracias y se lo guardó en el bolsillo.

—Llámame si necesitas cualquier tipo de ayuda. Los primeros días siempre son duros, pero después la cosa mejora. Y no te olvides de probar suerte con el equipo.

Victoria no se veía jugando al baloncesto, pero estaba agradecida por la amable bienvenida de aquella chica, que se había molestado en hacer que se sintiera cómoda. Ya no creía que se hubiera sentado a su mesa por casualidad. Mientras charlaban un chico muy guapo se había acercado sonriendo a Connie.

—¿Qué hay, Connie? —dijo al pasar a toda velocidad con los libros en la mano—. ¿Buscando ya reclutas para el equipo?

—Y que lo digas. —Ella le devolvió la sonrisa—. Es el capitán del equipo de natación —explicó cuando el chico ya se había ido—. A lo mejor también te apetece. Pruébalo.

—Seguro que me ahogaría —dijo Victoria, roja de vergüenza—. No sé nadar muy bien.

—Al principio no tienes por qué, pero se aprende. Para eso están los entrenadores. Yo estuve con el equipo de natación primer año, pero no me gusta madrugar. Entrenan a las seis de la mañana, y a veces a las cinco, si tienen competición.

—Creo que paso —dijo Victoria con una gran sonrisa, aunque le gustaba saber que tenía opciones. Aquel era un mundo completamente nuevo.

Todos parecían sentirse a gusto y haber encontrado su propio hueco. Solo esperaba hallar ella también el suyo, fuera cual fuese. Connie le dijo que encontraría papeletas de inscripción para todos los clubes en el tablón de anuncios principal, justo a la entrada de la cafetería. Se lo señaló al salir, y Victoria se detuvo a echar un vistazo. Un club de ajedrez, un club de póquer, un club de cine, clubes de idiomas extranjeros, un club gótico, un club de películas de terror, un club literario, un club de latín, un club de novelas románticas, un club de arqueología, un club de esquí, un club de tenis, un club de viajes… La lista contenía decenas de clubes diferentes. Los dos que más le interesaron fueron el de cine y el de latín, pero era demasiado tímida para apuntar su nombre en la lista de ninguno de ellos. El año anterior, en el colegio, había tenido clases de latín y le había gustado. Y le dio la sensación de que el club de cine tenía que ser divertido. Para ninguno de ellos había que quitarse la ropa ni llevar un uniforme que la hiciera parecer gordísima, motivos por los que jamás se habría apuntado al club de natación, aunque en realidad se le daba bastante bien nadar, más de lo que había reconocido delante de Connie. Tampoco le apetecía demasiado la idea de ponerse los pantalones cortos del equipo de baloncesto. Pensó que el club de esquí podría resultar entretenido. Todos los años iba a esquiar con sus padres. Su padre había sido campeón de esquí en su juventud, y su madre también era bastante buena. Gracie había ido a clases desde los tres años, igual que Victoria antes que ella.

—Ya nos veremos —se despidió Connie, que se alejó dando tranquilas zancadas con sus piernas de jirafa.

—¡Gracias! —exclamó Victoria, y se fue corriendo a su siguiente clase.

Estaba muy animada cuando su madre pasó a recogerla a las tres.

—¿Qué tal te ha ido? —le preguntó con dulzura, aliviada al comprobar que se la veía contenta. Era evidente que no había sido una experiencia tan terrible como había temido.

—Bastante bien —contestó Victoria con cara de satisfacción—. Me han gustado las clases. Esto es muchísimo mejor que el cole. He tenido biología y química por la mañana, luego literatura inglesa y español después de comer. Él profe de español es un poco especial, no te deja hablar en inglés en su clase, pero los demás son bastante simpáticos. He echado un vistazo a los clubes y a lo mejor me apunto a esquí y a cine, y puede que también a latín.

—Pues yo diría que ha sido un primer día bastante aceptable —comentó Christine mientras iban con el coche hacia su viejo colegio, a recoger a Grace después de las horas de acogida.

Al aparcar delante de su antiguo centro, de pronto Victoria tuvo la sensación de que había madurado mil años desde junio. Se sentía muy mayor por ir ya al instituto, y eso no estaba nada mal. Cuando entró corriendo a buscar a Gracie, se la encontró llorando.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó a su hermana mientras se agachaba para cogerla en brazos. Era tan pequeñita que Victoria podía cargar con ella sin dificultad.

—Ha sido un día horrible. David me ha tirado una lagartija, Lizzie me ha robado el sándwich de mantequilla de cacahuete, ¡y Janie me ha pegado! —explicó con cara de indignación—. Me he pasado todo el día llorando —añadió, por si no había quedado claro.

—Yo habría hecho lo mismo si me hubiese pasado todo eso le aseguró su hermana mientras la acompañaba al coche.

—Quiero que vuelvas —dijo Gracie, haciéndole pucheros—. Aquí no me lo paso bien sin ti.

—Ojalá pudiera —le aseguró Victoria, aunque de pronto no estaba tan convencida. El instituto le había gustado, ese primer día había resultado mejor de lo esperado. Era evidente que tenía posibilidades, y ella quería explorarlas. Tal vez sí había esperanza de encontrar por fin dónde encajar—. Yo también te he echado de menos. —Era triste darse cuenta de que nunca volverían a ir a la misma escuela. La diferencia de edad entre ambas era demasiado grande.

Victoria le abrió la puerta de atrás y Grace empezó a relatar los problemas que había tenido a su madre, que enseguida se compadeció de ella. Victoria no pudo evitar fijarse en que, como siempre, su madre nunca era tan dulce con ella como con Grace. Ellas tenían una relación diferente, y más sencilla para Christine. El hecho de que Gracie se pareciera a sus padres hacía que a ambos les resultara más fácil tratar con ella. Gracie era una de «ellos», mientras que Victoria siempre había sido como una extraña en la familia. Se preguntó si tal vez sería porque Christine aún no sabía ser madre cuando nació ella, mientras que con Gracie ya había aprendido, o si sencillamente sentía que tenía más en común con su hija pequeña. Era imposible saberlo pero, fuera cual fuese la respuesta, su madre siempre había sido más seca con Victoria, más crítica y distante, y le había exigido más, igual que su padre. A ojos de él, además, Gracie nunca hacía nada mal. Puede que solo se hubieran ablandado con la edad, pero el hecho de que Grace fuese clavadita a ambos sin duda había tenido también algo que ver. Cuando Victoria nació, sus padres tenían veintitantos años; en ese momento ya pasaban de los cuarenta. Quizá en eso residiera la diferencia, o quizá, simplemente, ella no les gustaba tanto como su hermana. Al fin y al cabo, a Grace no le habían puesto el nombre de una reina espantosa, ni siquiera en broma.

Aquella noche su padre le preguntó cómo le había ido el instituto y ella le informó sobre sus clases y volvió a mencionar los clubes. A él le pareció que todas sus opciones estaban bien, sobre todo el club de latín, aunque creía que el de esquí podía ser divertido y una buena forma de conocer a chicos. Su madre comentó que lo del latín le parecía demasiado intelectual y que haría mejor apuntándose a una actividad más sociable para hacer amigos. Los dos eran muy conscientes de que Victoria había tenido muy pocas amigas en el colegio, pero en el instituto podría conocer a gente. Además, cuando fuera a undécimo ya conduciría su propio coche y no los necesitaría a ellos para que la llevaran y la trajeran. Estaban impacientes porque llegara ese momento, y también a Victoria le gustaba la idea. No quería que su padre soltase más comentarios sarcásticos sobre ella delante de sus amigas, cosa que hacía cada vez que las acompañaba a alguna parte. Aunque él creyera que sus bromas eran graciosas, a ella nunca se lo parecían.

Al día siguiente se apuntó a los tres clubes que le interesaban, pero a ningún equipo de deporte. Decidió que su dosis de ejercicio quedaría cubierta yendo únicamente a clase de educación física. También podría haberse apuntado a ballet, pero eso habría sido como una pesadilla hecha realidad: saltar de un lado para otro del gimnasio en mallas y tutú. Se estremeció solo con pensarlo cuando la profesora de refuerzo de educación física se lo propuso.

Le costó un poco, pero al final Victoria hizo amigos. Terminó por dejar el club de cine, porque no le gustaban las películas que escogían. Se apuntó a una de las salidas que organizó el club de esquí a Bear Valley, pero los demás chicos eran muy engreídos y ni siquiera le dirigieron la palabra, así que decidió cambiarlo por el club de viaje. El club de latín le encantaba, pero todas eran chicas y ella ya tenía clase de latín durante todo noveno. Aunque conoció a gente, tampoco en el instituto era fácil hacer amigos. Muchas chicas parecían pertenecer a grupitos herméticos de reinas de la belleza, y ese no era su estilo. Las más estudiosas eran tan tímidas como ella, así que resultaba difícil llegar a entablar amistad con alguien. Connie acabó siendo una buena amiga durante dos años, hasta que consiguió una beca para ir a la Universidad de Duke, donde se marchó después de graduarse. Para entonces, sin embargo, Victoria ya se sentía cómoda en el centro. También recibió noticias de Jake desde Cate de vez en cuando, aunque nunca volvieron a verse. Siempre decían que lo harían, pero ni lo consiguieron.

Victoria tuvo su primera cita en décimo, cuando un chico de su clase de español la invitó a ir al baile del instituto, que era todo un acontecimiento. Connie le dijo que era un tipo genial, y lo fue hasta que se emborrachó en el baño con unos amigos y los expulsaron a todos del baile, tras lo cual Victoria tuvo que llamar a su padre para que la llevara a casa.

Le compraron su primer coche el verano antes de empezar el undécimo y, como ya había ido a la autoescuela el año anterior, tenía el permiso de conductora en prácticas y estaba más que preparada. A partir de ese momento iría ella sola al instituto en su propio coche. Era un viejo Honda que le había regalado su padre, y Victoria estaba emocionadísima.

En undécimo, se volvió aún más corpulenta de lo que ya era. Jamás se le habría ocurrido hablarlo con nadie, pero durante el verano había ganado cinco kilos. Había conseguido un trabajo de temporada en una heladería, así que comía helado en todas las pausas. Su madre estaba muy disgustada y decía que ese trabajo no le convenía. Para Victoria era una tentación demasiado grande, tal como demostraba lo mucho que había engordado.

—Cada día te pareces más a tu bisabuela —fue lo único que le dijo su padre, pero transmitió el mensaje con claridad.

Victoria llevaba a casa tartas heladas con forma de payaso todos los días para Gracie. A ella le encantaban y, por mucho que comiese, jamás engordaba ni un gramo. Para entonces ya tenía nueve años, y Victoria dieciséis.

Con todo, la mayor ventaja de su trabajo de verano fue que ganó suficiente dinero para irse a Nueva York con el club de viaje durante las vacaciones de Navidad, y eso le cambió la vida. Jamás había estado en una ciudad tan emocionante, y le gustó muchísimo más que Los Ángeles. Se alojaron en el hotel Marriott, cerca de Times Square, y caminaron kilómetros y kilómetros. Fueron al teatro, a la ópera, al ballet, viajaron en metro, subieron a lo alto del Empire State, visitaron el Museo Metropolitano, el Museo de Arte Moderno y las Naciones Unidas. Victoria nunca se lo había pasado tan bien. Incluso vivieron la experiencia de presenciar una tormenta de nieve cuando se encontraban allí. Al regresar a Los Ángeles, estaba deslumbrada: Nueva York era el mejor sitio en el que había estado nunca, y quería vivir allí algún día. Incluso dijo que le gustaría estudiar allí una carrera, si conseguía entrar en la Universidad de Nueva York o en Barnard, lo cual, a pesar de sus buenas notas, podía resultar algo complicado. Aun así, Victoria estuvo como en una nube durante meses tras la experiencia.

A mi primer novio de verdad del instituto lo conoció justo después de Fin de Año. Mike también era miembro del club de viaje y, aunque se había perdido la visita a Nueva York, tenía pensado ir a Londres, Atenas y Roma con el club durante el verano. A ella sus padres no querían dejarla ir: decían que era demasiado joven, y eso que estaba a punto de cumplir los diecisiete. Mike ya iba a duodécimo, el último curso, era hijo de padres divorciados y su padre le había firmado la autorización. A Victoria le parecía muy maduro, un chico con mucho mundo, y se enamoró perdidamente de él. Mike decía que le encantaba su físico, con lo cual, por primera vez en su vida, alguien la hacía sentirse guapa. En otoño se iría a la Universidad Metodista del Sur, así que intentaban pasar juntos todo el tiempo posible aunque los padres de ella no aprobaban la relación. Creían que Mike no era lo bastante listo para su bija. A Victoria no le importaba. Ella le gustaba a él, y él la hacía feliz a ella. Casi siempre estaban montándoselo en el coche de Mike, pero Victoria no quiso llegar hasta el final. Le daba mucho miedo dar ese último paso, y le dijo que no estaba preparada. En abril él la dejó por una chica que sí estaba dispuesta y llevó a su nueva conquista al baile de último curso. Victoria se quedó en casa, curando las heridas de su corazón roto. Había sido el único chico que le había pedido para salir en todo el año.

Nunca había tenido demasiadas citas ni muchos amigos, y ese verano lo pasó haciendo la dieta South Beach. Fue muy disciplinada y logró perder más de tres kilos, pero en cuanto dejó el régimen volvió a engordarlos, más otro de propina. Quería estar delgada para su último año en el instituto, y su profesora de educación física le había dicho que tenía un sobrepeso de casi siete kilos. Después de perder dos a principios de curso comiendo raciones más pequeñas y con menos calorías, se prometió que adelgazaría más aún antes de la graduación. Y lo habría conseguido si en noviembre no hubiese pillado una mononucleosis que la obligó a quedarse en casa tres semanas enteras, comiendo helado porque le aliviaba el dolor de garganta. Los hados habían conspirado en su contra. Fue la única chica de su clase que engordó casi cuatro kilos con la mononucleosis. Por lo visto, era incapaz de ganar la batalla a su peso. Aun así, estaba decidida a vencer de una vez por todas y decidió ir a nadar todos los días durante las vacaciones de Navidad y un mes entero después. También salía a correr por la pista todas las mañanas antes de clase, y su madre se sintió orgullosa de ella porque consiguió adelgazar cuatro kilos.

Victoria tenía el firme propósito de perder los tres kilos que le faltaban, pero una mañana su padre la miró y le preguntó cuándo iba a empezar a hacer ejercicio para adelgazar un poco. Ni siquiera se había dado cuenta de esos cuatro kilos de menos que pesaba ya. Después de eso dejó de nadar y de correr, y volvió a comer helado y patatas fritas en la comida, y raciones más abundantes, que la satisfacían más. ¿De qué servía? Nadie notaba el cambio, ningún chico la había invitado a salir. Su padre se ofreció a llevarla a su gimnasio, pero ella le dijo que tenía mucho trabajo que hacer para el instituto, lo cual era cierto.

Se estaba esforzando todo lo posible por seguir sacando buenas notas. Había enviado solicitudes a siete universidades: la de Nueva York, Barnard, la Universidad de Boston, la del Noroeste, la George Washington —en Washington, D. C.—, la Universidad de New Hampshire, y Trinity. Todas ellas estaban en el Medio Oeste o en la costa Este. No había enviado ni una sola solicitud a universidades de California, y eso había disgustado a sus padres. Victoria no sabía muy bien por qué, pero estaba convencida de que tenía que alejarse de allí. Llevaba demasiado tiempo sintiéndose diferente y, aunque sabía que los echaría de menos, sobre todo a Gracie, deseaba empezar una nueva vida. Aquella era su oportunidad y pensaba aprovecharla al máximo. Ya se había cansado de competir y de ir a clase con chicas que parecían estrellas de cine y modelos, y que precisamente eso esperaban llegar a ser algún día. Su padre habría preferido que solicitara plaza en la Universidad del Sur de California y en UCLA, pero ella se había negado. Sabía que sería más de lo mismo. Quería ir a una facultad con gente de verdad, gente que no estuviera obsesionada con su físico. Quería ir a una facultad con personas a quienes les importaran las ideas, como ella.

No consiguió entrar en ninguna de sus primeras opciones de Nueva York y tampoco en la Universidad de Boston, que le habría gustado mucho, ni en la George Washington. Al final tuvo que elegir entre la del Noroeste, New Hampshire o Trinity. Trinity tenía muy buena pinta, pero ella prefería una universidad más grande, y en New Hampshire había buenas pistas de esquí, pero al final la del Noroeste le pareció la más adecuada. Lo mejor de decidirse por esa era que, aparte de ser una universidad muy buena, quedaba lejos de su casa. Sus padres le dijeron que estaban orgullosos de ella, aunque les preocupaba que se marchase de California. No podían entender que quisiera irse. Ni siquiera sospechaban lo fuera de lugar y extraña que la habían hecho sentirse durante todos aquellos años. Era como si Gracie fuese su única hija, y ella se sentía como un perro al que la familia había recogido. Ni siquiera se les parecía en los rasgos, y ya no lo soportaba más. Puede que regresara a Los Ángeles cuando acabara la universidad, pero de momento sabía que tenía que alejarse de allí.

Como Victoria fue una de las tres mejores alumnas de su clase, le pidieron que diera un discurso después de las palabras de despedida del mejor de la promoción, y dejó al público asombrado con la profundidad y el gran valor que demostró con lo que dijo. Habló de lo diferente y lo fuera de lugar que se había sentido toda la vida, de lo mucho que se había esforzado por encajar. Explicó que nunca había sido deportista, ni había querido serlo. No era una chica «guay», ni tampoco muy popular. Al llegar al instituto, en noveno, no vestía igual que todas las demás. No se maquilló hasta décimo, y ni siquiera llegado el último curso lo hacía todos los días. Le encantaba la clase de latín, a pesar de que por eso todos pensaran que era una empollona… Victoria fue repasando la lista de todo aquello que la había hecho diferente sin decir que en su casa era donde más sentía que sobraba.

Entonces dio las gracias al instituto por ayudarla a ser quien era, a encontrar su camino. Dijo que, a partir de ese día, saldrían a un mundo en el que todos ellos sin excepción serían diferentes, en el que nadie encajaría del todo, en el que tendrían que ser ellos mismos para triunfar, en el que cada cual debería seguir su propia senda. Deseó suerte a sus compañeros en el viaje de encontrarse a sí mismos, de descubrir quiénes eran y de convertirse en quienes deseaban ser, y esperó que volvieran a verse algún día.

—Hasta entonces, amigos —dijo, mientras las lágrimas caían por las mejillas de alumnos y padres—, que Dios os acompañe.

Ese discurso hizo que muchos de sus compañeros desearan haberla conocido mejor. La elocuencia de sus palabras también impresionó mucho a sus padres, pero además les hizo darse cuenta de que pronto se marcharía de casa, así que ambos estuvieron muy cariñosos al felicitarla por el discurso. Christine acababa de comprender que iba a perderla y que a lo mejor nunca volvería a vivir con ellos. Su padre, en contra de su costumbre, se mantuvo muy callado cuando se reunieron con ella acabada la ceremonia, después de que los chicos lanzaran los birretes al aire y guardaran las borlas para conservarlas junto a sus diplomas. Jim le dio unas afectuosas palmadas a Victoria en la espalda.

—Un gran discurso —la felicitó—. Has hecho que todos los memos de tu clase se sientan mejor —añadió con brutalidad mientras ella lo miraba con los ojos muy abiertos.

A veces se preguntaba si su padre era tonto, o quizá mala persona. Nunca dejaba pasar la oportunidad de herirla. Por fin lo veía claro.

—Sí, memos como yo, papá —dijo con calma—. Porque yo soy una de ellos. Una mema y una pringada. Lo que he querido decir es que no pasa nada por ser diferente, y que a partir de ahora más nos vale serlo si queremos llegar a algo en la vida. Eso es lo que he aprendido en el instituto: que ser diferente es bueno.

—Pero no demasiado diferente, espero —comentó él, algo nervioso. Jim Dawson llevaba toda la vida amoldándose a las convenciones, siempre le había importado mucho lo que los demás pensaran de él y nunca había tenido ni una sola idea original.

Era un hombre de empresa de la cabeza a los pies. No estaba de acuerdo con la filosofía de su hija, aunque admiraba el discurso que había dado y cómo lo había pronunciado. Podía ver que Victoria había heredado algo de él por lo bien que le había quedado. Jim también era conocido por sus grandes dotes de orador, pero a él nunca le había gustado destacar por ser diferente. Le hacía sentirse incómodo. Victoria era muy consciente de ello porque era precisamente eso lo que había hecho que jamás se sintiera a gusto con su familia, y en esos momentos menos que nunca. Se sentía diferente de sus padres en muchísimos aspectos, y por eso quería comenzar la mayor aventura de su vida y marcharse de casa para emprenderla. Estaba deseando salir del terreno conocido, si así, por fin, lograba encontrarse a sí misma, y también un lugar donde sentirse aceptada. Por el momento solo sabía que ese lugar no era allí, con su familia. Por mucho que se esforzase, nunca sería igual que ellos.

Victoria también se daba cuenta de que Gracie, al crecer, estaba convirtiéndose en una auténtica Dawson. Ella sí que encajaba, y a la perfección. Sus padres y ella parecían clones. Aun así, esperaba que un día su hermana pequeña desplegara las alas y echara a volar. Ella, de todos modos, tenía que hacerlo ya. Estaba muy impaciente y, aunque a ratos también tenía un miedo mortal a marcharse de casa, su entusiasmo era aún mayor. La chica que toda la vida había oído decir que se parecía a la reina Victoria estaba a punto de abandonar el nido. Sonrió al salir del instituto por última vez.

—¡Prepárate, mundo, que allá voy! —susurró para sí.