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Cinco días después, el martes que en principio Victoria tenía que salir a cenar con Collin White, se enfrentó a una de esas dolorosas obligaciones con las que a veces se encontraba en su trabajo. El padre de un alumno suyo había fallecido repentinamente de un ataque al corazón mientras bajaba por una pista de esquí en New Hampshire, y Victoria tuvo que asistir al funeral junto con el director y varios profesores más. La familia estaba destrozada. El hijo más pequeño era uno de los alumnos de duodécimo de Victoria. Eran cuatro hermanos, todos ellos habían ido a Madison y eran muy queridos. Victoria asistió al funeral con un grupo de profesores y con Eric Walker. Fue muy triste, y los panegíricos emocionaron a los asistentes cuando los hijos, uno a uno, subieron a hablar. Todos lloraron. Victoria lo sentía muchísimo por su alumno. Al terminar la ceremonia, cuando todos regresaron al piso de la familia en la Quinta Avenida, lo abrazó y lo estrechó con fuerza. En los siete años que llevaba en la escuela, también había dado clase a su hermano mayor y a una de sus hermanas, y todos le habían parecido unos chicos estupendos. La hermana mayor había ido a Madison antes de que Victoria llegara, y ya estaba casada y tenía dos hijos. Su padre había sido un hombre relativamente joven que estaba en buena forma, y su muerte repentina había sido un golpe terrible para todos, pero en especial para sus hijos.

Fue una de esas experiencias que hacían pensar. Victoria pasó el resto del día procurando calmase, e intentó no pensar en ello cuando Collin fue a buscarla a las siete. Pero al final se lo contó de todas formas, y él le explicó que tenía un tío que había muerto también de forma inesperada. Para la familia había sido terrible, aunque en el fondo era una forma buena de despedirse: con salud y sin dolor. Simplemente desaparecer tras una gran vida. Fue una buena reflexión.

Victoria había bajado al portal, donde él estaba esperándola, y juntos cogieron un taxi para ir a un restaurante del Village que había propuesto Collin: el Waverly Inn. Ella había oído hablar del local y sabía que era difícil conseguir mesa. Era un restaurante animado y con buena comida, casi toda estadounidense. Había una atmósfera sana y alegre. Los dos pidieron filete, y Victoria tuvo que controlarse para no escoger una guarnición de macarrones con queso cuando Collin comentó que estaban deliciosos.

—He estado a régimen desde que nací —confesó ella tras pedir, en cambio, unas espinacas al vapor—. Mis padres y mi hermana son delgados y pueden comer todo lo que quieran. Yo, por lo visto, he heredado los genes de mi bisabuela. Era una mujer «grandullona», como suele decirse. Llevo toda la vida luchando esa batalla.

Le resultaba sorprendentemente fácil ser sincera con él porque lo veía solo como un amigo. Además, su ropa ahora le quedaba algo holgada, así que podía hablar de ello sin su habitual culpabilidad y vergüenza por lo que había comido. Llevaba meses portándose bien, y se notaba. Estaba decidida a bajar hasta una talla 42 antes de la boda, y ya se encontraba cerca. Después de eso, tendría que mantenerse, lo cual era como trazar círculos en el espacio aéreo con un 747.

—La gente se obsesiona demasiado con eso hoy en día. Mientras estés sana, ¿qué importan unos kilos de más o de menos? Las dietas son una locura. Niñas de trece años en las portadas de las revistas que acaban en el hospital porque están anoréxicas. Las mujeres de verdad no son así. Además, ¿quién quiere eso? Nadie quiere una mujer con aspecto enfermo, con un cuerpo como si acabaran de liberarla de un campo de refugiados. A lo largo de la historia, las mujeres siempre han aspirado a ser como tú. —Collin lo dijo con mucha sencillez, y parecía que hablaba en serio, no que intentara congraciarse con ella.

Victoria lo miró sin dar crédito. Tal vez estuviera loco. O quizá le gustaban las mujeres rellenitas. No le encontraba ningún sentido.

Mantuvieron una interesante conversación sobre arte, política, historia, arquitectura y los últimos libros que habían leído, la música que les gustaba y la comida que no soportaban. Coles de Bruselas, los dos; y el repollo. Victoria explicó que una vez había probado una dieta a base de sopa de repollo con unos resultados espectaculares que enseguida se revirtieron. Entonces hablaron de sus familias, y Victoria le contó más de lo que tenía intención de desvelar. Le explicó que le habían puesto su nombre por la reina Victoria, porque su padre pensaba que era fea y le hizo gracia, y le habló también del comentario de que con ella habían probado la receta, y que Gracie había sido su pastelito perfecto. Collin la miró horrorizado al oírlo.

—Es sorprendente que no la odies —dijo, comprensivo.

—No es culpa suya. Son ellos. Como mi hermana se les parece tanto, creen que es perfecta. Y es una belleza, tengo que reconocerlo. Se parece un poco a tu hermana, en una versión más menuda. —Era un estándar de belleza que Victoria nunca había alcanzado y nunca alcanzaría.

—Sí, y mi hermana no ha tenido una sola cita desde hace un año, así que eso tampoco es ninguna garantía de felicidad —le recordó él. A Victoria le seguía costando creerlo—. La gente que le dice cosas así a sus hijos no debería tenerlos —añadió Collin con gravedad.

—Cierto. Pero de todas formas los tienen. Cualquiera puede tener hijos, estén o no preparados para ello, y hay mucha gente que no lo está. A mi padre le parece divertido hacer bromas a mi costa. Fui a terapia durante un par de años, hace algún tiempo, y luego lo dejé una temporada. El verano pasado volví a retomarla. Me hace mucho bien. Si razonas, al menos, comprendes que son ellos los que tienen un problema, no tú. Por dentro, en cambio, recuerdas todas esas cosas que te decían cuando tenías cinco, seis, trece años, y creo que las oyes dentro de la cabeza toda la vida. Yo he intentado ahogar esas voces comiendo helado —confesó—. No funciona. —Jamás había sido tan sincera con nadie, y él parecía escucharla sin juzgarla lo más mínimo.

A Victoria le gustaba mucho y esperaba que estuviera siendo franco con ella aunque, tras las experiencias que había tenido con hombres deshonestos, como Jack Bailey y algunos otros, desconfiaba de todo el mundo. Su vida amorosa no había sido muy feliz hasta la fecha.

—Yo también tengo una relación extraña con mis padres —reconoció él—. Tenía un hermano mayor que era el hijo perfecto. El atleta perfecto. El estudiante perfecto. El todo perfecto. Entró en Flarvard, donde fue el capitán del equipo de fútbol americano, y luego en la escuela de Derecho de Yale. El mejor de su clase. Fue un niño fantástico y un tipo extraordinario, un hermano maravilloso. Pero un conductor borracho lo atropelló en Long Island el fin de semana del Cuatro de Julio, justo después de saber que había aprobado el examen del Colegio de Abogados, a la primera, claro, y sin dificultad. A mí me costó tres intentos. Y siempre estuve entre los del montón de la clase. Duke y la Universidad de Nueva York no impresionaron en absoluto a mis padres en comparación con Harvard y Yale. No soy deportista, nunca lo he sido. Me mantengo en forma y juego un poco al tenis y al squash, pero ya está. Blake era el chico de oro. Todos lo adoraban, y el mundo se detuvo para mis padres cuando murió. Nunca se han recuperado, ninguno de los dos. Mi padre se jubiló y mi madre empezó a marchitarse. Para ellos nadie ha vuelto a dar nunca la talla en nada. Yo desde luego que no. Mi hermana consiguió librarse más o menos porque es una chica, pero yo les parezco un mal sustituto de Blake. Él quería meterse en política algún día, y seguramente le habría ido muy bien. Era un estilo Kennedy, con mucho carisma y un montón de encanto. Yo soy un tipo normal. Hace unos años viví con una persona pero no salió bien, así que ahora se preguntan qué me pasa que no estoy casado. Por lo que a ellos respecta, he sido un mediocre y un segundón toda la vida, o no estoy a la altura y punto, comparado con mi hermano. Se hace duro estar con ellos y sentir que nunca darás la talla. Él tenía cinco años más que yo, y murió hace catorce. Yo acababa de licenciarme, y desde entonces he sido una gran decepción para mis padres. —No había tenido la misma infancia dura que ella, pero llevaba catorce años avanzando por una carretera tortuosa y Victoria vio en su mirada esa terrible sensación de no ser lo bastante bueno para recibir el amor de la gente a quien tú más quieres y, en última instancia, de nadie. Ella la conocía bien—. Yo no tengo tanto valor como tú. Nunca he ido a terapia y quizá debería. Simplemente acepté la responsabilidad que mi hermano dejó tras de sí. Durante una temporada intenté ser él, pero no pude. No soy él. Soy yo. Y eso nunca es bastante para ellos. Son unas personas tristes.

Pero él no lo era, lo cual era una buena noticia. Sin embargo, había vivido con los mismos mensajes tóxicos que ella, aunque por razones diferentes. Según había leído en algunos libros de autoayuda, Victoria pensaba que podía sufrir una especie de síndrome del superviviente.

—Yo a veces pienso que mis padres deberían llevar siempre un cartel colgado que pusiera: «No te queremos». Sería más sincero. —Le sonrió, y él se echó a reír.

La imagen era perfecta, y encajaba exactamente con lo que sentía él por sus padres. Era sorprendente lo mucho que se parecían sus experiencias vitales, encajaban muy bien. Tenían mucho en común, dada la complicada relación que mantenían con su familia y que ambos habían intentado superar sin dejar de ser personas cuerdas. Los dos sentían que habían realizado importantes descubrimientos sobre el otro cuando terminó la velada. Él la rodeó con un brazo durante el trayecto de vuelta en taxi, pero no intentó besarla, lo cual le hizo ganar puntos. Victoria detestaba verse manoseada por desconocidos que creían que se lo debía solo porque le habían pagado la cena. Collin no lo hizo, y ella lo respetó por ello. Antes de llegar a su casa le preguntó si le gustaría volver a cenar con él otro día y le dijo que esperaba que sí, aunque se disculpó por haber sacado temas tan serios en una primera cita. Pero era la vida real de ambos, y resultaba muy gratificante compartirlo con alguien que lo entendía.

—Me encantará volver a cenar contigo otro día —respondió ella sinceramente, y él le propuso el sábado por la noche, lo cual en teoría disipaba la sospecha de si tenía una novia para los fines de semana, a menos que la viera los viernes, se recordó Victoria. Jack había hecho eso. Pero Collin no era Jack. Era estupendo.

Le dio un beso en la mejilla y la acompañó hasta el ascensor, donde le dijo que la llamaría al día siguiente. Ella estaba radiante al entrar en el piso, y Harlan sonrió de oreja a oreja al verla. John se había acostado ya.

—Te debo diez pavos —le dijo Victoria, adelantándose a él.

—¿Cómo lo sabes? —Harlan estaba intrigado.

—Una conversación fantástica, una velada encantadora, un tipo estupendo. Me ha rodeado con el brazo en el taxi de camino a casa. Me ha tocado dos veces la mano en la cena. No le importa si estoy gorda o no, le gustan las mujeres «de verdad», y me ha invitado a cenar el sábado por la noche. —Resplandecía de alegría, y él se acercó y la abrazó.

Harlan siempre estaba abrazándola y dándole besos. John era algo más reservado con ella; era su carácter, no se sentía tan cómodo con las mujeres. Había tenido una madre horrible que siempre le pegaba y consiguió que no quisiera saber nada de las mujeres. Todo el mundo tenía sus cicatrices.

—Mierda —dijo Harlan después de abrazarla—, me debes cincuenta. Puede que cien. Eso ha sido mejor que una cita. Es un hombre de verdad. Suena maravilloso. ¿Cuándo puedo conocerlo? Antes de la boda. La tuya, quiero decir. A la de Gracie que le den.

Los dos se echaron a reír, y Victoria sacó un billete de diez dólares de la cartera y se lo entregó a su compañero. ¡Había tenido una cita! ¡Con un hombre fantástico! Merecía la pena haber esperado durante casi treinta años, aunque era demasiado pronto para saber qué sucedería. Puede que aquello no fuera a ninguna parte, y aunque lo hiciera, quizá al final se separaran. Así era la vida real.

Collin la llamó aquella misma noche, justo antes de que Victoria se acostara, y le dijo que lo había pasado muy bien y que estaba impaciente por volver a verla. Ella sentía exactamente lo mismo por él.

—Dulces sueños —le dijo Collin antes de colgar.

Y ella sonrió, tumbada en la cama con el teléfono aún en la mano. Dulces sueños. Sí, señor.