22

La doctora Schwartz le quitó los vendajes ocho días después y, al ver el resultado, dijo que estaba muy satisfecha. Las heridas cicatrizaban bien. Por entonces Victoria ya había encontrado el valor para mirarse en el espejo y ver la máscara de vendas que llevaba en la cara. Era bastante macabra, pero por una buena razón. No se arrepintió de la operación ni por un segundo y, cuando vio su nariz sin vendas, le encantó a pesar de los hematomas y la ligera inflamación. La doctora le señaló dónde estaba más hinchada y dónde podía esperar una mejora, pero en general tenía muy buen aspecto. Victoria soltó un gritito de alegría. La cirujana había hecho un trabajo magnífico y la paciente estaba pletórica. Dijo que casi se sentía como una persona nueva.

Lo único sorprendente, aunque a Victoria no le extrañó porque ya la habían avisado, era la cantidad de hematomas que tenía, que eran muchísimos. Tenía los dos ojos completamente morados, y una coloración azulada que le cubría casi toda la cara. Pero la doctora le dijo que pronto desaparecería, que era normal y que podría empezar a taparlo con maquillaje al cabo de unos días. Le aseguró que el día que tenía que volver a la escuela, una semana después, estaría bastante presentable. A partir de ahí seguiría mejorando a medida que la hinchazón bajara y las magulladuras desaparecieran. Y mejoraría más aún con el paso de unos meses. Le puso una tirita en el puente de la nariz y la envió a casa con la advertencia de que podía volver a hacer vida normal, dentro de unos límites razonables. Nada de practicar puenting, waterpolo ni rugby, añadió medio en broma. Ningún deporte de contacto. Le dijo que tuviera sentido común y no hiciera nada con lo que pudiera golpearse la nariz y, cuando Victoria le preguntó, contestó que sí podía ir al gimnasio, pero, de nuevo, que fuera sensata y no se extralimitara. Nada de footing ni de actividades extenuantes, nada de piscina ni programas de ejercicios intensos, cosas que Victoria de todas formas no pensaba hacer, porque aquella semana había hecho un frío de muerte. «Y nada de sexo», terminó la doctora, lo cual, por desgracia, en ese momento no iba a ser ningún problema.

Victoria estaba tan contenta con el resultado que se compró una ensalada cesar de camino a casa y la abrió en la cocina. Había perdido algo más de un kilo a base de no comer nada mientras pasaba los días del postoperatorio durmiendo. Los analgésicos le habían quitado el apetito. Ni siquiera había comido helado, aunque solo para asegurarse Harlan había tirado todo el que guardaba en el congelador. Harlan lo llamaba su «alijo». En el juego de mesa del adelgazamiento, el helado la enviaba directa a la casilla de salida cada vez que lo probaba.

Cuando se terminó la ensalada, se puso la ropa del gimnasio y caminó las manzanas que tenía de trayecto en leggings, pantalón corto, una vieja sudadera de la Universidad del Noroeste, una parca y un par de zapatillas de correr muy desgastadas. Harlan y John seguían esquiando en Vermont, y en Nueva York el día era luminoso y despejado a pesar de las predicciones de nieve.

Victoria entró en el gimnasio y decidió subirse a la bicicleta estática y ponerla en el nivel más sencillo, ya que hacía una semana que no se ejercitaba y quería empezar poco a poco. Encendió el iPod y se puso a escuchar música con los ojos cerrados mientras pedaleaba siguiendo el ritmo. No los abrió hasta que llevaba diez minutos en la bicicleta, y se sorprendió al ver al mismo hombre atractivo de la última vez, antes de Navidad, sentado a su lado. En esta ocasión estaba solo, sin la mujer guapa a la que había visto con él, y estaba mirando a Victoria cuando esta abrió los ojos. A ella se le había olvidado que tenía la cara llena de moratones a causa de la operación y se preguntó por qué la miraría tan fijamente. Entonces cayó en la cuenta y le dio vergüenza. La miraba con compasión, como sintiéndolo por ella, y de repente le dijo algo. Victoria se quitó los auriculares de los oídos. Él tenía el rostro algo bronceado, como si hubiese estado esquiando, y Victoria volvió a sentirse abrumada por lo guapo que era.

—¿Cómo has dejado al otro? —le preguntó, medio en broma.

Al sonreír, Victoria fue dolorosamente consciente de los hematomas que tenía en la cara y de sus dos ojos medio morados. Se preguntó si él habría adivinado de qué eran. Parecía más serio ahora que estaba hablando con ella.

—Lo siento, no pretendía burlarme. Tiene que doler. Debe de haber sido un accidente bastante grave. ¿De coche o esquiando? —preguntó con gravedad.

Victoria puso cara de confusión y dudó. No sabía qué decirle. A ella, «Me he operado la nariz» le sonaba mucho peor, y se habría sentido ridícula confesándoselo a un desconocido.

—De coche —dijo, sucinta, mientras ambos seguían pedaleando.

—Lo suponía. ¿Llevabas puesto el cinturón, o fue con el airbag? La gente no se da cuenta de lo fácil que es romperse la nariz con un airbag. Conozco a varias personas a quienes les ha pasado. —Ella asintió para darle la razón y se sintió algo tonta—. Espero que hayas puesto una buena denuncia al que te golpeara —dijo él, todavía con voz comprensiva y dando por hecho que la culpa había sido del otro, no de Victoria—. Lo siento, es que soy abogado y a la mínima me sale la vena pleiteadora. Durante las vacaciones hay tanta gente que conduce borracha, y mucho, que es un milagro que no haya más muertes. Has tenido suerte.

—Sí, es verdad. —«Mucha suerte; tengo una nariz nueva», pensó Victoria, pero no lo dijo.

—Yo acabo de volver de esquiar en Vermont con mi hermana, la chica que estaba conmigo la última vez que nos vimos. La pobre iba pensando en sus cosas cuando un tipo que hacía snowboard perdió el control y se la llevó por delante. Se ha roto el hombro. Había venido desde el Medio Oeste a pasar las vacaciones conmigo, y ahora se vuelve con el hombro roto. Le duele mucho, pero se lo ha tomado bastante bien.

Victoria no hacía más que mirarlo sin dejar de pensar en que la belleza que lo había acompañado la otra vez era su hermana. Entonces ¿dónde estaba su mujer? Lo comprobó y vio que no llevaba alianza, pero muchos hombres no se la ponían, así que eso tampoco quería decir nada. Además, aunque no estuviera casado o no tuviera novia, no podía imaginarlo deseándola a ella, ni siquiera con su nueva nariz. Seguía siendo una «grandullona», por mucho que tuviera una nariz más pequeña y mejorada.

Entonces él señaló su sudadera.

—¿De la Universidad del Noroeste? Mi hermana estudió allí.

—Yo también —dijo Victoria con un graznido ronco que no tenía nada que ver con la operación. Estaba demasiado intimidada por él para hablar.

—Una universidad estupenda. Aunque el clima es un asco. Yo, después de crecer allí, lo único que quería era escapar del Medio Oeste, así que me fui a estudiar a Duke. —Estaba en Carolina del Norte y era una de las mejores universidades del país, como Victoria sabía. Ella cada año intentaba ayudar a sus alumnos a entrar allí—. Mi hermano fue a Harvard. Mis padres todavía alardean de ello, pero yo no conseguí entrar —dijo con una sonrisa modesta—. Luego vine a la Universidad de Nueva York a especializarme en Derecho, y así es como acabé aquí. ¿Y tú? ¿Neoyorquina de nacimiento o venida de otra parte? —No dejaba de charlar mientras ambos seguían pedaleando.

A Victoria le parecía una situación muy surrealista, verse haciendo ejercicio junto a aquel hombre estupendo, que le hablaba de su familia, de sus estudios, de dónde era, y que además se interesaba por ella. Actuaba como si su cara fuese normal y no estuviese negra y azul, como si no tuviera los ojos morados. La miraba como si fuera guapa, y Victoria se preguntó si estaría ciego.

—Soy de Los Ángeles —dijo, respondiendo a su pregunta—. Me trasladé aquí al acabar la universidad. Doy clases en una escuela privada.

—Debe de ser interesante —repuso él, agradable—. ¿A niños pequeños o a más mayores?

—De instituto, duodécimo curso. Lengua inglesa. Están hechos unas buenas piezas, pero los quiero. —Sonrió con la esperanza de no tener cara de demonio, pero por lo visto él no lo creía, no parecía importarle en absoluto.

—Es una edad muy difícil, a juzgar por mí experiencia, por lo menos. Yo se lo puse bastante complicado a mis padres en el instituto. Cogí el coche de mi padre sin permiso y lo dejé en siniestro total dos veces. Es fácil conseguirlo con las carreteras heladas de Illinois. Tuve suerte de no matarme.

Después de eso le explicó que había crecido en un barrio residencial de Chicago, y ella dedujo que debía de ser de familia acomodada. A pesar de la ropa de hacer ejercicio, parecía tener dinero. Llevaba un buen corte de pelo, hablaba bien, era refinado, educado, y tenía un reloj de oro muy caro. Victoria estaba hecha un asco, como siempre que iba al gimnasio, y llevaba más de una semana sin hacerse la manicura. Era el único lujo que se permitía, pero no había ido desde la operación. No quería asustar a nadie ni tener que dar explicaciones por sus vendajes; además, de todas formas no pensaba salir a ninguna parte. Y de pronto, allí estaba, junto al hombre más estupendo que había visto jamás, y ni se había peinado ni se había pintado un poco las uñas.

Sus bicicletas se detuvieron casi a la vez y ambos bajaron. Él dijo que se iba un rato al baño de vapor y, con una cálida sonrisa, le ofreció la mano.

—Soy Collin White, por cierto.

—Victoria Dawson.

Se dieron las manos y, tras unas cuantas frases algo tontas, ella recogió sus cosas y se marchó. Él se fue hacia el baño de vapor y de camino se detuvo a hablar con un conocido. Victoria seguía pensando en él mientras volvía a casa a pie. Se sentía bien después de haber hecho algo de ejercicio en el gimnasio, y había sido agradable charlar con Collin. Esperaba volver a verlo.

La cirujana tenía razón. Cuando regresó a la escuela, ya podía tapar casi todos los hematomas que le quedaban con maquillaje. Aún se le veía una tenue sombra alrededor de los ojos, pero estaba bastante presentable, y la hinchazón de la nariz había bajado mucho. No del todo, pero casi. A Victoria le encantaba su nueva nariz. Se sentía como si tuviera una cara completamente distinta. Estaba impaciente por ver a sus padres en junio y observar su reacción, si se daban cuenta. A ella, la diferencia le parecía enorme.

Acababa de dar la última clase del día y de ayudar a media docena de alumnos que no habían terminado sus solicitudes para la universidad y estaban en estado de pánico, cuando vio que tres chicas se habían quedado a charlar un poco en el aula. Una de ellas era la alumna que se había hecho la reducción de pecho durante las Navidades, y entonces se dio cuenta de que eran el mismo trío con el que había hablado de operaciones antes de las vacaciones. Eran muy buenas amigas y siempre iban juntas a todas partes.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó Victoria con precaución. No quería parecerles una entrometida—. Espero que no te doliera mucho.

—¡Ha ido genial! —dijo la chica. Como no había chicos en clase en ese momento, se levantó la camiseta y les enseñó el sujetador—. ¡Me encantan mis nuevas tetas! ¡Ojalá lo hubiera hecho antes! —Y entonces miró a Victoria muy fijamente, como si la viera por primera vez. En cierta forma eso estaba haciendo, al menos una parte de ella—. ¡Ay, madre mía! ¡Tú también te lo has hecho! —La miraba justo al centro de la cara, y entonces las otras dos chicas también se fijaron—. ¡Me encanta tu nueva nariz! —Lo dijo con mucho sentimiento, y Victoria se puso colorada de la cabeza a los pies.

—¿Se nota mucho?

—Sí… No… No sé, no es que antes parecieras Rudolf, el reno de la nariz roja. Pero sí que se ve una sutil diferencia. Así es como debe ser. La gente no tiene que soltar un grito al darse cuenta de que te lo has hecho. Se supone que tienes que estar más guapa sin que nadie sepa muy bien por qué. ¡Tu nariz está genial! Pero ten cuidado, que esto es adictivo. Mi madre siempre se está haciéndose algún arreglo. Implantes de mentón, bótox, tetas nuevas, una lipo… Ahora le ha dado por reducirse los muslos y los gemelos. Yo estoy contenta con mis tetas —dijo la chica, muy satisfecha.

—Y a mí me encanta mi nariz. —A Victoria no le importó reconocerlo, ya que sus alumnas eran mucho más refinadas que ella y estaban más familiarizadas con esos procedimientos—. La verdad es que me decidí a hacerlo después de hablar con vosotras. Me infundisteis valor. Antes nunca me habría atrevido.

—Pues te ha quedado genial —la felicitó la chica, y levantó una mano para chocar los cinco con Victoria.

Las cuatro salieron juntas del aula y pasaron junto a Amy Green y Justin, que estaban en el pasillo. Ella le sonrió mucho a Victoria. Todavía no había hablado abiertamente de su embarazo en la escuela y aún no se le notaba, aunque pronto lo haría. Era joven, tenía los músculos firmes y además se vestía con cuidado para ocultarlo. Justin estaba siempre a su lado, protegiéndola como si fuera un guardia de seguridad custodiando el diamante Hope. Inspiraban mucha ternura.

—La sigue a todas partes como un perrito… —comentó una de las chicas, poniendo los ojos en blanco mientras pasaban por delante.

Victoria volvió a darles las gracias por sus buenos consejos y fue a su despacho a recoger algunos informes que quería llevarse a casa. Estaba emocionada por los elogios que había recibido su nueva nariz. A ella también le encantaba. Por un momento se preguntó si no debería hacerse también una reducción de pecho, y entonces recordó lo que había dicho una de las chicas, que la cirugía plástica era adictiva y había mujeres que no sabían cuándo parar. Ella pensaba plantarse ahí, en su nariz. El resto tendría que trabajárselo con esfuerzo. Ya estaba en el buen camino y aún faltaban cinco meses para la boda.

Volvió a encontrarse con Collin White aquella noche en el gimnasio, y de nuevo estuvieron charlando agradablemente mientras montaban en las bicicletas. Él le explicó en qué bufete de Wall Street trabajaba y le dijo que era abogado litigante. Era un bufete importante, y a Victoria le pareció un trabajo de gran responsabilidad. Ella le dijo dónde daba clases. Él había oído hablar de la escuela. Estuvieron conversando sobre esto y aquello y, cuando bajaron de las bicis, él la sorprendió preguntándole si le apetecía ir a tomar algo a un bar que había frente al gimnasio. Victoria iba hecha unos zorros, como siempre, así que no podía creerse que la hubiera invitado a salir a ningún sitio donde pudieran verlo con ella. Collin se lo preguntó de nuevo, como si lo dijera muy en serio, y ella asintió, se puso el abrigo y cruzó la calle con él sin entender por qué querría tomar algo con ella.

Los dos pidieron vino, y Victoria le preguntó cómo tenía su hermana el hombro después del accidente de snowboard.

—Le duele, creo. Esas cosas requieren su tiempo; con un hombro no se puede hacer mucho más que dejar pasar los días. Tuvo suerte de no necesitar ninguna operación cuando sucedió.

Él le preguntó algo más sobre la escuela donde trabajaba y por qué se había dedicado a la enseñanza. También se interesó por su familia. Victoria le explicó que tenía una hermana siete años más joven que ella que acababa de graduarse en la Universidad del Sur de California el junio anterior y que iba a casarse al cabo de cinco meses.

—Pues es bastante joven —comentó Collin, sorprendido—. Sobre todo por lo que se lleva hoy en día.

Él le había dicho que tenía treinta y seis años, y Victoria repuso que ella veintinueve.

—Yo también lo creo. Nuestros padres se casaron a esa edad, justo al terminar la carrera, pero en aquella época era más habitual. En la actualidad nadie se casa a los veintitrés, que es la edad que tendrá en junio. Yo tenía la esperanza de que se lo tomara con más calma, pero no quiere. Ahora todo tiene que ver con la boda. La familia entera sufre una especie de locura transitoria —dijo con una sonrisa compungida—. Por lo menos espero que solo sea transitoria. Si no me volverán loca a mí también.

—¿Te gusta el chico con quien se casa? —preguntó él, mirándola detenidamente.

Victoria dudó un buen rato, pero al final decidió ser sincera.

—Sí. Puede. Bastante. Pero no para mi hermana. Es muy dominante y muy dogmático para ser tan joven. No le deja abrir la boca y siempre piensa por ella. Detesto verla renunciar a su personalidad y a su independencia solo por ser su mujer.

No dijo que el chico tenía un montón de dinero, no le pareció adecuado. Esa no era la cuestión. Harry no le habría gustado más para Gracie si hubiera sido pobre. No era el dinero lo que lo hacía presuntuoso. Su personalidad lo convertía en un hombre controlador, y era eso lo que no le gustaba a Victoria. Ella quería algo mejor para Gracie.

—Mi hermana estuvo a punto de casarse con un tipo así. Salió con él tres años y a todos nos caía bien, pero no nos gustaba para ella. Se prometieron el año pasado, cuando ella tenía treinta y cuatro. Estaba como loca por casarse y tener hijos, porque le daba un miedo espantoso perder el tren. Al final se dio cuenta de dónde se estaba metiendo y cortó con él dos semanas antes de la boda. Fue un desastre. Quedó muy afectada, pero mis padres se portaron muy bien con ella. Yo creo que hizo lo correcto. Para las mujeres es duro —dijo con comprensión—, a cierta edad el reloj biológico se pone en marcha, como si fuera una bomba. Estoy convencido de que muchas mujeres toman malas decisiones por eso. Me sentí muy orgulloso de mi hermana por escapar de ello. Ya la viste. Tiene treinta y cinco años y encontrará al hombre adecuado. Con suerte, a tiempo de tener hijos. Pero está mucho mejor sola que con el tipo equivocado. No es fácil conocer a buenas personas —reflexionó. A Victoria le costaba mucho creer que una mujer con el físico de su hermana no tuviera a diez hombres corriendo detrás de ella con anillos de boda, o que quisieran invitarla a salir, por lo menos—. No ha conocido a nadie desde que rompieron —añadió Collin—, pero ya lo ha superado, y dice que no piensa volver con él. Gracias a Dios que abrió los ojos.

—Ojalá mi hermana lo hiciera —dijo Victoria con un suspiro—. Pero es una niña. Tiene veintidós años y está emocionadísima con el vestido, la boda y el anillo. Ha perdido de vista lo que es importante, y yo creo que es muy joven para comprenderlo. Para cuando lo haga, ya será demasiado tarde, estará casada con él y lo lamentará más que nada en el mundo.

—¿Le has dicho todo esto? —La miró esperando la respuesta con interés.

—Sí. No quiere ni oírlo y se disgusta mucho. Cree que estoy celosa. Y no es eso, de verdad. —Collin la creyó—. Mis padres tampoco resultan de mucha ayuda. Son grandes fans del novio y están impresionados por quién es él. —Entonces puso una expresión pensativa—. Se parece muchísimo a mi padre. Es difícil luchar contra eso.

—O sea que nadas contra corriente —comentó él con sensatez—. Lo único que puedes hacer es decir lo que piensas y punto. Quizá en algún momento con eso le baste a tu hermana. Nunca se sabe —añadió filosóficamente—. La gente quiere cosas diferentes, y no siempre lo que nosotros creemos que deberían tener o lo que queremos para ellos.

—Espero que baste, pero lo dudo —comentó Victoria, triste por Gracie.

—¿Sois las dos muy distintas? Aparte de la diferencia de edad. —Le daba la sensación de que así era. Victoria parecía ser una mujer inteligente y sensata, con los pies en la tierra y la cabeza bien puesta sobre los hombros. Collin se daba cuenta con solo escucharla. Su hermana menor le había parecido una joven frívola y malcriada, y puede que también testaruda e impulsiva. No se equivocaba.

—Ella se parece más a mis padres —respondió Victoria con franqueza—. Yo siempre he sido la rara de la familia. No me parezco físicamente a ellos, no pienso como ellos ni actúo como ellos. No quiero las mismas cosas. A veces parece que mi hermana y yo ni siquiera tengamos los mismos padres. En realidad no los tuvimos, porque a las dos siempre nos han tratado de forma muy diferente, y sus experiencias vitales y su infancia fueron completamente distintas de las mías.

Collin asintió como si la comprendiera, y ella tuvo la sensación de que lo que estaba diciendo no le resultaba ajeno.

Entonces él miró el reloj y pidió la cuenta.

—Me ha gustado mucho hablar contigo —le dijo a Victoria mientras pagaba—. ¿Te apetece que salgamos a cenar algún día? —preguntó con ojos esperanzados mientras ella lo miraba sin salir de su asombro. ¿Se había vuelto loco? ¿Por qué querría salir con ella? Le parecía demasiado bueno para ser cierto—. ¿Qué tal la semana que viene? —concretó Collin—. Aunque sea algo informal, si lo prefieres. —No quería apabullarla con un restaurante de lujo.

Victoria era una persona agradable y con quien era fácil conversar, y Collin quería pasar con ella una velada de verdad, conocerla mejor. No pensaba alardear de su cartera para intentar impresionarla. Quería saber más cosas sobre quién era ella en realidad. Hasta el momento le había gustado lo que había oído. Y también le gustaba físicamente, incluso con la cara magullada.

—Sí, desde luego, me encantaría —soltó ella al ver que Collin esperaba una respuesta.

No añadió «¿Por qué?». Lo único que podía suponer era que buscaba una amiga, y también a ella le gustaba tener a alguien con quien hablar. Estaba claro que aquello no era una cita.

—¿Qué te parece el martes? El lunes por la noche tenemos reunión de socios.

—Desde luego… sí… claro. —Se sentía como una idiota, balbuceando en lugar de contestar.

—¿Podrías darme tu número de teléfono o tu dirección de correo electrónico? —pidió él con educación, y ella los garabateó en un papel y se los pasó. Collin los introdujo directamente en su móvil y volvió a guardarlo en su bolsillo junto con el papelito antes de darle las gracias—. Me ha gustado mucho conocerte, Victoria —dijo con una voz muy agradable mientras ella intentaba no fijarse demasiado en lo guapo que era. La ponía nerviosa.

—A mí también a ti —dijo con un hilo de voz.

Aquello era muy raro. A Victoria le gustaba, pero creía que un hombre como él ni siquiera debería estar hablando con ella. Tendría que quedar con un bellezón despampanante, como la hermana de él, que en cambio no salía con nadie. Quién lo habría dicho. El mundo era muy extraño.

Se despidieron delante del gimnasio y Victoria volvió andando a casa, pensando en Collin e intentando averiguar por qué la habría invitado a cenar. Al llegar se lo contó todo a Harlan y le explicó que en realidad no era una cita, que solo le interesaba como amiga.

—¿Y cómo sabes tú eso? —se extrañó Harlan—. ¿Te lo ha dicho él?

—Claro que no, es demasiado educado. Pero es evidente. Tendrías que verlo. Parece una estrella de cine, o un tiburón empresarial, o un anuncio de la revista GQ. Y mírame a mí. —Señaló su ropa de gimnasio—. Dime, ¿saldría él con una mujer como yo?

—¿Acaso llevaba él pajarita en el gimnasio?

—Muy gracioso. No. Pero los tíos como él no salen con mujeres como yo. Esto es un plan de amigos, no una cita. Créeme. Lo sé. Yo estaba ahí.

—A veces las historias de amor empiezan así. No lo descartes. Además, no me fío de tu interpretación. De estas cosas no entiendes ni papa. Lo único que sabes es que tus padres te decían que no merecías nada, que no eras digna de amor y que nunca te querría nadie. Créeme, esa clase de mensajes suenan a tal volumen que no te dejan oír nada más. Aunque esté claro que no son verdad. Tú hazme caso: si ese tipo tiene algo de cerebro y ojos en la cara, sabe que eres lista, divertida, buena persona, brillante hasta hartar, guapa, ha visto que tienes unas piernas increíbles y ha comprendido que sería el hombre más afortunado del mundo si te consiguiera. Así que a lo mejor no tiene un pelo de tonto.

—Que no es una cita —insistió ella.

—Te apuesto cinco pavos a que sí —dijo Harlan con seguridad.

—¿Cómo sabré si lo es? —Victoria parecía confundida mientras su amigo consideraba la cuestión.

—Buen punto, porque tu radar está fuera de juego y no tienes ni idea de descodificar señales. Si te besa, está claro que es una cita, pero no te besará en una primera cita, si tiene modales. A mí me parece más listo. Lo sabrás y punto. Si vuelve a invitarte a salir. Si parece interesado. Si hace pequeños gestos agradables, como tocarte la mano, si parece que lo pasa bien contigo. Joder, Victoria, llévame contigo y ya está, y yo te diré si es una cita o no.

—Ya lo descubriré yo sólita —dijo ella, remilgada—. Pero no lo es.

—Tú recuerda que, si lo es según alguno de los criterios anteriores, me debes cinco pavos. Y no vale hacer trampas. Necesito el dinero.

—Pues empieza a ahorrar, porque vas a deberme cinco pavos tu a mí. No es una cita. —Estaba convencida.

—No te olvides de tu nueva nariz —dijo él para incordiarla—. Eso podría decantar el voto.

—No lo había pensado —repuso ella, riendo—. La segunda vez que me vio tenía toda la cara magullada, los dos ojos morados y no llevaba maquillaje.

—Ay, Dios mío —dijo Harlan, poniendo los ojos en blanco—. Tienes razón. No es una cita. Es amor verdadero. Doblo la apuesta. Que sean diez dólares.

—Lo veo. Empieza a ahorrar.

Harlan le dio un pequeño empujón fraternal mientras ambos salían de la cocina para volver a sus habitaciones. Victoria tenía una pila de trabajos por corregir, y el misterio de si Collin White le había pedido una cita o no pronto se resolvería. Cenarían al cabo de cinco días. No la había invitado a salir durante el fin de semana, lo que le hizo preguntarse si tendría novia. Ya había pasado por eso con Jack Bailey y esperaba no encontrarse en otra situación similar. Pero aquello no era una cita. Estaba segura. Solo una cena de amigos. De todas formas, así le daba menos miedo.