Victoria pasó unas Navidades muy tranquilas con Harlan y John en el apartamento y, aunque echó de menos a Gracie, se alegró de no tener que viajar durante las vacaciones ni vérselas con la histeria familiar que habría a causa de la boda. Todavía faltaban seis meses, pero ya estaban todos como locos, sobre todo sus padres. Era la primera vez que no iba a casa en aquellas fechas, y se sentía extraña pero serena.
Harlan, John y ella se dieron sus regalos en Nochebuena, igual que Victoria solía hacer con su familia, y después fueron a misa del gallo. Las tradiciones no habían cambiado, solo las personas y los lugares. La misa del gallo en la catedral de San Patricio fue preciosa y, aunque ninguno de ellos era especialmente religioso, les pareció conmovedora. Al regresar a casa, tomaron un té en la cocina antes de acostarse. Al día siguiente Victoria habló varias veces con Gracie. Su hermana no hacía más que ir de una casa a otra, de la de sus padres a la de los Wilkes. Y Harry le había regalado unos pendientes de diamantes que, según le dijo a Victoria, eran fabulosos.
La noche del día de Navidad, Victoria estaba nerviosísima por lo que iba a ocurrir al día siguiente. Le habían dado las instrucciones del preoperatorio, y no podía comer ni beber nada después de medianoche, ni tomar aspirina. Como nunca se había operado de nada, no sabía qué esperar, aparte de una nariz que le encantaría al final de todo el proceso. O, al menos, una que no detestaría tanto como la que había soportado toda la vida. Estaba impaciente por ver el cambio. Sabía que la operación no la transformaría para convertirla de repente en una mujer hermosa, pero sí le daría un aire diferente, y una parte de su cuerpo que llevaba años avergonzándola habría desaparecido. No hacía más que mirarse en el espejo; estaba impaciente por realizar el cambio. Ya se sentía distinta. Estaba desprendiéndose de cosas que la hacían infeliz, o eso intentaba, y se sentía orgullosa de sí misma por no haber vuelto a casa en Navidad, como hacía todos los años. En Acción de Gracias lo había pasado fatal, pero por lo menos las Navidades que vivió en Nueva York con sus compañeros de piso fueron agradables y acogedoras.
Era triste, pero no podía soportar a sus padres. Tanto los mensajes abiertos como los ocultos y subliminales que le transmitían decían siempre lo mismo: «No te queremos». Victoria llevaba años intentando darle la vuelta a eso, y no había podido. De pronto ya no le apetecía seguir intentándolo. Era su primer paso hacia la recuperación. Y la rinoplastia era otro. Para ella tenía un profundo significado psicológico. No estaba condenada a ser fea y a verse ridiculizada por ellos para siempre. Empezaba a hacerse con el control de su vida.
Victoria se levantó temprano y recorrió nerviosa todo el apartamento antes de salir. El árbol estaba en un rincón, y se preguntó cómo se sentiría al regresar. Esperaba que no demasiado mal. No le apetecía sufrir muchos dolores ni estar muy mareada. Cuando cogió el taxi para ir al hospital a las seis de la mañana, estaba muerta de miedo. De haberse tratado de cualquier otra cosa, quizá habría dado media vuelta y lo habría cancelado todo. Entró aterrorizada por la puerta doble de la unidad de cirugía ambulatoria, y a partir de ahí fue como sentirse absorbida por una máquina bien engrasada. La saludaron, le pidieron que firmara los papeles y le pusieron una pulsera identificativa de plástico en la muñeca. Le sacaron sangre, le tomaron la tensión y le auscultaron el corazón. El anestesista fue a hablar con ella y le aseguró que no sentiría nada, que estaría completamente dormida. Querían saber si tenía alguna alergia importante, pero no tenía ninguna. La pesaron, le dieron una bata de quirófano y le pidieron que se pusiera unas medias elásticas para evitar trombos, lo cual le pareció extraño, ya que iban a operarle la nariz, no las rodillas ni los pies. Se sentía rara con esas medias que le cubrían desde la punta de los pies hasta la parte superior de los muslos. Le dio rabia que la pesaran, porque en aquella báscula pesaba más de un kilo de diferencia con la suya, aunque había insistido en quitarse los zapatos. La guerra contra su peso todavía no estaba ganada.
Enfermeras y auxiliares iban y venían, alguien le puso una vía en el brazo y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, se encontró en la mesa de operaciones mientras su cirujana le sonreía y le daba unos golpecitos en la mano. El anestesista le dijo algo, pero unos segundos después ya se había quedado dormida. Después de eso no fue consciente de nada más hasta que despertó completamente embotada mientras alguien, muy, muy lejos, no dejaba de repetir su nombre una y otra vez.
—Victoria… Victoria… ¿Victoria?… Victoria…
Ella quería que se callaran y la dejaran dormir.
—Hmmm… ¿Qué…?
Seguían intentando despertarla y ella continuaba tratando de dormir.
—La operación ha terminado, Victoria —dijo la voz.
Pero volvió a quedarse dormida. Más adelante le pusieron una pajita en los labios y le ofrecieron algo de beber. Ella aspiró y, despacio, empezó a despertar. Notaba el esparadrapo en la cara. Era una sensación extraña, pero no le dolía. Cuando por fin despertó del todo, le dieron unos analgésicos orales. Pasó todo el día despertando y volviendo a dormirse mientras allí se aseguraban de que no pasara frío. Al final le dijeron que tenía que despejarse si quería volver a casa. Incorporaron la cama e hicieron que Victoria se sentara mientras ella volvía a quedarse traspuesta. Entonces le dieron una gelatina, y ella levantó la mirada y vio a Harlan junto a su cama. John estaba resfriado, así que no había podido ir.
—Hola… ¿Qué haces aquí? —Lo miró sorprendida, se sentía borracha—. Ah, sí… Vale. Me voy a casa… Estoy un poco grogui —dijo a modo de disculpa, y Harlan sonrió.
—Yo diría que bastante. No sé qué es lo que te han dado, pero quiero un poco.
Victoria se rio y sintió una intensa punzada en la cara. Harlan no le dijo que los vendajes que llevaba parecían una máscara de hockey. Llevaban todo el día poniéndole hielo encima, y una enfermera fue a ayudarla a vestirse mientras su amigo esperaba fuera. Cuando volvió a verla, la encontró sentada en una silla de ruedas, todavía medio adormilada.
—¿Qué tal estoy? ¿Tengo una nariz bonita? —le preguntó, un poco atontada.
—Estás guapísima —dijo Harlan, intercambiando una sonrisa con la enfermera, que estaba acostumbrada a los pacientes medio inconscientes.
Victoria llevaba un chándal con una sudadera que se abría por delante, como le habían pedido, para no tener que vestirse por la cabeza. La enfermera le había puesto los calcetines y las zapatillas después de quitarle las medias. Llevaba el pelo alborotado pero recogido con una goma elástica. También le habían dado unas pastillas para que se llevara a casa, por si le dolía una vez allí. Harlan la dejó en el vestíbulo con la enfermera mientras él iba a buscar un taxi y regresó menos de un minuto después. Victoria se extrañó al ver lo oscuro que estaba fuera. Eran las seis de la tarde, así que había pasado allí dentro doce horas. La enfermera empujó la silla de ruedas hasta el taxi, y Harlan ayudó a Victoria a subir, la colocó en su asiento y le dio las gracias a la enfermera. Esperaba que Victoria no la hubiera oído advertirle que, como era algo grandullona, mejor no intentara cogerla en brazos. Harlan sabía lo mucho que detestaba ella esa expresión. Era uno de los dolorosos mantras de su infancia. No quería ser una «grandullona», sino solo una niña, entonces, y una mujer, ahora.
—¿Qué te ha dicho? —Victoria arrugó la frente y lo miró.
—Que parece que lleves encima una borrachera de quince días, y que ojalá tuviera tus piernas.
—Sí. —Victoria asintió con gravedad—. Eso dice todo el mundo… que quieren mis piernas… unas piernas estupendas… pero un culo muy gordo.
El taxista sonrió por el espejo retrovisor al oírla, y Harlan le dio su dirección. El trayecto era corto, aunque Victoria se quedó dormida con la barbilla sobre su pecho, e incluso soltó un ronquido. No era una visión muy romántica, pero Harlan la quería. Se había convertido en su mejor amiga. Al llegar a casa la despertó.
—Vamos, bella durmiente. Volvemos a estar en el castillo. Saca ese culo estupendo del taxi.
Por un momento deseó tener también una silla de ruedas en casa, pero Victoria no la necesitó. Estaba un poco desorientada y atontada, pero Harlan la metió en el ascensor y consiguió hacerla entrar en el apartamento en pocos minutos. La llevó al sofá para que pudiera sentarse mientras él se quitaba el abrigo y le quitaba a ella también el suyo. John salió de su habitación en bata y sonrió al verla. Parecía un extraterrestre, con todo ese vendaje que le cubría gran parte de la cara y que tenía dos agujeros para los ojos y una tablilla para proteger la nariz. Era todo un espectáculo, pero John no le hizo ningún comentario, solo esperó que no se mirara en el espejo. Había llevado algodones en la nariz todo el día pero, como casi no había sangrado, la enfermera se los quitó antes de salir.
—¿Dónde prefieres estar? —le preguntó Harlan con delicadeza—. ¿En el sofá o en la cama?
Victoria lo pensó un buen rato.
—La cama… Sueño…
—¿Tienes hambre?
—No, sed… —masculló, y se pasó la lengua por los labios. La enfermera le había dado vaselina para que se la pusiera—. Y frío —añadió. En el hospital la habían tenido todo el día con mantas muy calientes, y deseó poder taparse con una.
Harlan le llevó un vaso de zumo de manzana con una pajita, tal como le habían indicado. Victoria tenía varias páginas de instrucciones para los días del postoperatorio. Algo después Harlan la acompañó a su habitación, la ayudó a desvestirse y a ponerse el pijama, y cinco minutos más tarde ya estaba profundamente dormida y tumbada en la cama sobre unos almohadones que le levantaban la cabeza. Harlan volvió a la sala con John.
—Caray, parece que la haya atropellado un tren —le susurró este.
—Le han dicho que le saldrán muchos hematomas y se le hinchará. Mañana tendrá los dos ojos morados. Pero es feliz, o lo será. Quería una nariz nueva y ya la tiene. Puede que a nosotros no nos parezca nada tan importante, pero yo creo que para ella significa mucho psicológicamente, así que ¿por qué no?
John estaba de acuerdo con él. Pasaron una tarde tranquila en el sofá, viendo dos películas. Harlan se asomaba de vez en cuando a ver cómo se encontraba Victoria, que dormía como un tronco y hasta roncaba un poquito. En algún lugar, debajo de todas esas vendas, estaba la nariz que tanto deseaba. Era un regalo que Victoria llevaba toda la vida deseando, y Santa Claus se la había entregado el día después de Navidad.
Al día siguiente se levantó como si hubiese pasado un año entero en un rodeo. Le dolía todo, estaba cansada y tenía la sensación de que la habían drogado. En la nariz sentía un dolor sordo. Decidió no desayunar y tomarse un analgésico, pero quería comer algo antes para que no le produjera arcadas. Abrió el congelador por pura costumbre y estaba mirando fijamente el helado cuando Harlan entró en la cocina.
—Ni hablar —dijo la voz de su conciencia, justo detrás de ella, cuando vio lo que tenía delante—. Tienes una nueva nariz fabulosa. No nos volvamos locos con el helado, ¿de acuerdo? —Cerró la puerta del congelador, abrió la nevera y le pasó el zumo de manzana—. ¿Cómo te encuentras?
—Así, así. Pero no demasiado mal. Un poco atontada. Y me duele bastante. Voy a pasar el día durmiendo y me tomaré las pastillas para el dolor. —Quería estar pendiente para que no se le agudizara demasiado. La hinchazón había empeorado, lo cual ya le habían advertido que sucedería durante los primeros días.
—Buena idea —dijo Harlan, que preparó una tostada integral, la cubrió con sucedáneo de queso para untar bajo en grasa y se la pasó a Victoria—. ¿Quieres huevos?
Ella negó con la cabeza. No quería saltarse la dieta durante los próximos días, sobre todo porque no podía hacer ejercicio.
—Gracias por cuidarme ayer —dijo, intentando sonreír aunque tenía esparadrapo en la cara y se sentía rara.
Era como el hombre de la máscara de hierro, y estaba impaciente por quitarse los vendajes, pero aún faltaba una semana. Eran muy molestos. También le daba miedo mirarse al espejo. Había evitado hacerlo en su habitación, o cuando había ido al baño. No quería asustarse y sabía que podía ocurrir. Además, de todas formas no se vería la nariz. La llevaba completamente cubierta por las vendas y la tablilla.
Victoria se pasó los siguientes dos días durmiendo y rondando por la casa. Fueron unos días muy tranquilos, sin planes; había decidido operarse en vacaciones precisamente para poder tomarse la recuperación con calma. Harlan le llevaba películas y ella veía mucho la tele, aunque al principio le daba dolor de cabeza. Habló varias veces con Helen, pero no quiso ver a nadie que no fuesen Harlan y John. No se sentía preparada, le daba miedo estar horrible. En Nochevieja ya se encontraba bastante mejor y no necesitó los analgésicos. Harían y John se habían ido a esquiar a Vermont, así que pasó la noche sola, viendo la tele y encantada con la idea de tener una nueva nariz, aunque todavía no la hubiese visto. Gracie la llamó aquella noche desde México. Estaba en el hotel Palmilla, en Los Cabos, con Harry y algunos amigos de él, y le dijo que aquello era fabuloso. Como prometida y futura esposa de Harry, disfrutaba de una vida de ensueño. Pero Victoria no la envidiaba, no habría querido estar allí con él. Gracie, en cambio, parecía extasiada.
—Bueno, ¿qué tal tu nueva nariz? —le preguntó su hermana pequeña.
La había llamado varias veces aquella semana y le había enviado flores, un gesto muy tierno que había conmovido a Victoria. Sus padres no sabían nada de la operación, y ella no quería que se enterasen. Estaba convencida de que no les parecería bien y harían comentarios groseros al respecto. Gracie había accedido a guardarle el secreto.
—Todavía no la he visto —reconoció Victoria—. No me quitan las vendas hasta la semana que viene. Se supone que, salvo por los moratones y un poco de hinchazón, tendría que estar ya bastante bien. Me dijeron que volvería a la normalidad, relativamente, al cabo de una o dos semanas, aunque seguiría algo cansada. Pero que podría tapar los hematomas con maquillaje. —También le habían dicho que después de eso ya solo llevaría una tirita en la nariz, pero que los vendajes y los puntos se los retirarían después de esa primera semana o diez días—. ¿Te lo estás pasando bien? —De pronto echaba muchísimo de menos a su hermana pequeña.
—Esto es fantástico. Tenemos una suite increíble —dijo Gracie, que parecía feliz.
—Con eso de ser la señora Wilkes vas a convertirte en una niña consentida. —Victoria lo decía solo para incordiarla, no se lo estaba echando en cara.
A ella le gustaba más su vida en muchos aspectos, y su trabajo. Por lo menos no tenía a nadie que le dijera qué pensar, hacer y decir. No lo habría soportado. A Gracie no parecía importarle, siempre que tuviera a Harry con ella. Era el mismo pacto con el diablo que había hecho su madre, y Victoria lo lamentaba por ambas.
—Ya lo sé —contestó Gracie con una risita al oír el comentario de que era una niña mimada—. Me encanta; Bueno, avísame cuando sepas qué tal te ha quedado la nariz.
—Te llamaré en cuanto la vea.
—La de antes estaba bien —volvió a decirle. No era espantosa, solo redonda.
—¡La nueva será mejor! —exclamó Victoria, contenta otra vez solo con pensarlo—. Pásatelo bien en Los Cabos. Te quiero… ¡Y feliz Año Nuevo!
—Igualmente. Espero que también para ti sea un buen año, Victoria.
Sabía que su hermana lo decía de corazón, y le deseó lo mismo a ella. Colgaron, y Victoria se sentó otra vez en el sofá para ver otra película. A medianoche estaba profundamente dormida. Había pasado una Nochevieja muy tranquila y no le importaba en absoluto.