Un año después de que Victoria viera la fotografía de la reina Victoria y cambiara para siempre la imagen que tenía de sí misma, sus padres le informaron de que había un hermanito o una hermanita de camino. La niña estaba encantada. A esas alturas, muchas de sus amigas del colegio ya tenían hermanos. Ella era una de las pocas hijas únicas, y le encantaba la idea de tener un bebé con quien jugar como con un muñeco de verdad. Iba a segundo cuando le dieron la noticia. Una noche en que sus padres, creyendo que ella dormía, estaban hablando del embarazo, Victoria los oyó pronunciar las terribles palabras de que el bebé había sido «un accidente» y no supo qué significaban. Temía que su hermanito pudiera estar herido, temía incluso que naciera sin brazos, o sin piernas, o que nunca aprendiera a caminar cuando fuera mayor. No sabía cómo había ocurrido ese accidente y no quería preguntar. Había visto a su madre llorar mientras su padre le hablaba con voz preocupada, y los oyó a ambos decir que las cosas estaban bien tal como estaban, solo con Victoria. Era una niña dócil que nunca los molestaba y siempre obedecía. A sus siete años, no les daba ningún problema.
Su padre se pasó todo el embarazo diciendo que esperaba que esa vez fuese niño. Su madre parecía desear lo mismo, pero decoró la habitación en neutros tonos crudos en lugar de en azul. Ya había aprendido la lección cuando Victoria les había dado la sorpresa de no ser un varón. Mamá Dawson predijo que volvería a ser una niña, y así lo esperaba también Victoria. Sus padres habían decidido que esta vez tampoco querían conocer el sexo del bebé. A Christine le asustaba recibir una sorpresa desagradable y prefería aferrarse todo lo posible a la esperanza de que fuera niño.
Victoria no sabía muy bien por qué, pero sus padres no parecían tan emocionados como ella con la llegada del bebé. Su madre se quejaba mucho de lo enorme que estaba, y su padre incordiaba a Victoria diciéndole que esperaba que no se pareciera a ella. Nunca dejaba de recordarle lo igualita que era a la abuela de él. Tenían pocas fotos de la mujer, pero las que Victoria por fin había logrado encontrar eran de una señora grandullona con delantal, cintura inexistente, caderas gigantescas y nariz protuberante. No sabía muy bien qué era peor, si parecerse a su bisabuela paterna o a esa espantosa reina con un perrito que había visto retratada en aquel libro. Después de descubrir las fotografías de su bisabuela, Victoria empezó a obsesionarse con el tamaño de su nariz. Era pequeña y redonda, pero a ella le recordaba a una cebolla plantada en mitad de su cara. Esperaba, por su bien, que el nuevo bebé no heredase la misma nariz que ella. Aunque, como el bebé había sido un «accidente», seguramente habría cosas más graves de las que preocuparse que una nariz. Sus padres no le habían explicado nada de ese suceso, pero ella no había olvidado la conversación que oyó sin querer. Eso hizo que se sintiera aún más decidida a dedicarse en cuerpo y alma a su nuevo hermanito o hermanita, y a hacer lo que fuera necesario para ayudarle. Esperaba que las heridas del accidente que había sufrido no fueran muy graves. A lo mejor solo era un brazo roto, o un chichón en la cabeza.
Esta vez la cesárea de Christine fue programada, y los padres de Victoria le explicaron que su mamá pasaría una semana en el hospital y que no podría ir a verla, ni a ella ni al bebé, hasta que les dieran el alta. Le dijeron que esas eran las normas, y ella se preguntó si sería para que los médicos tuvieran tiempo de arreglar cualquier daño que hubiera sufrido el bebé en ese misterioso accidente que nadie parecía querer relatar o explicar.
El día en que nació el bebé, su padre llegó a casa a las seis de la tarde, cuando la abuela de Victoria le estaba preparando la cena. Las dos se lo quedaron mirando con ojos expectantes, y su decepción al comunicarles que había sido niña fue más que evidente. Pero después de eso sonrió y dijo que era una criaturita muy guapa y que esta vez había salido igualita a Christine y a él. Se lo veía enormemente aliviado, aunque no hubiera sido varón. Les comunicó que la llamarían Grace —«gracia»—, porque era una preciosidad. La abuela Dawson sonrió entonces también, orgullosa de su habilidad para adivinar el sexo del bebé. Había estado convencida de que sería niña. Jim les explicó que tenía el cabello oscuro, unos enormes ojos castaños como los de ellos dos, la misma piel blanca que su madre y unos labios rosados y de forma perfecta. Era tan guapa que podría salir en cualquier anuncio, así que su belleza compensaba que no hubiese sido chico. No mencionó que tuviera ninguna herida de ese accidente que tanto había preocupado a Victoria durante los últimos ocho meses, así que también ella se sintió muy aliviada. Solo había deseado que la niña estuviera bien, y parecía que además era una monada.
Al día siguiente llamaron a su madre por teléfono al hospital y ella contestó muy cansada. Eso hizo que Victoria estuviera todavía más decidida a hacer todo lo posible por ayudar cuando llegaran a casa.
Al ver a Grace por primera vez, su hermanita le pareció aún más guapa de lo que le habían dicho. Era de una exquisitez absoluta y estaba perfectamente formada. Parecía un bebé salido de un libro ilustrado o de un anuncio, como había dicho su padre. La abuela Dawson enseguida se puso a hacerle ruiditos y la cogió de los brazos de Christine mientras Jim la ayudaba a sentarse. Victoria intentó entonces verla mejor. Se moría de ganas de abrazarla, de darle besos en las mejillas, de arrullarla y de tocarle los diminutos dedos de los pies. No tuvo celos de ella ni por un segundo, solo estaba feliz y orgullosa.
—Es una preciosidad, ¿a que sí? —le dijo Jim con satisfacción a su madre, que enseguida le dio la razón.
Esta vez nadie mencionó a su abuela paterna; no había ninguna necesidad. La pequeña Grace parecía una muñequita de porcelana y todos coincidieron en que era el bebé más hermoso que habían visto jamás. No se parecía en nada a su hermana mayor, que tenía unos grandes ojos azules y el cabello de color trigo. Incluso costaba imaginar que las dos fuesen hermanas, o que Victoria perteneciera siquiera a esa familia en la que todos eran tan morenos, mientras que ella era tan rubia. Tampoco su cuerpo regordete se parecía en nada a los Dawson. Nadie comparó a la recién nacida con la reina Victoria ni dijo que tuviera la nariz redonda, porque tenía una naricilla de duende, una nariz de camafeo, igualita a la de Christine. Desde que nació, estuvo claro que Grace era una de ellos, mientras que a Victoria parecía que alguien la había abandonado en la puerta de su casa.
Grace era perfecta, y lo único que sintió Victoria por ella mientras la miraba con adoración en brazos de su abuela fue amor. Estaba impaciente porque la dejaran acunarla. Esa hermanita tan esperada era para ella, que había empezado a quererla antes incluso de que naciera. Y ahí la tenía, al fin.
Jim, de todos modos, no pudo resistirse a incordiar a su hija mayor, como siempre. Así era él, le encantaba gastar bromas a expensas de los demás. Sus amigos lo consideraban muy divertido, y él no tenía reparos al elegir al blanco de sus chistes. Se volvió hacia Victoria con una sonrisa irónica mientras ella seguía embobada, mirando a su hermanita con cariño.
—Supongo que contigo probamos la receta —dijo, alborotándole el pelo con afecto—, y esta vez hemos hecho un pastelito perfecto —comentó con alegría mientras la abuela Dawson le explicaba a Victoria que eso de probar la receta era lo que se hacía cuando se creaba un nuevo pastel, para comprobar la mezcla de ingredientes y la temperatura y el tiempo de horneado. Como, según la mujer, nunca salía bien a la primera, el primer pastel se desechaba y se intentaba otra vez.
De pronto Victoria sintió un miedo terrible a que, puesto que Grace había salido tan perfecta, a ella quisieran tirarla a la basura. Sin embargo, mientras su madre, su abuela y su nueva hermanita subían al piso de arriba, nadie dijo nada al respecto. Victoria las siguió, mirándolas con temor. Se quedó a una distancia prudencial, pero no perdió detalle de todo lo que hacían. Quería aprender a hacerlo ella sola, porque estaba segura de que su madre le dejaría cuidar a su hermanita en cuanto la abuela regresara a su casa. Se lo había preguntado antes de que naciera, y su madre le había dicho que sí.
Las mujeres cambiaron a la pequeña, le pusieron un pijama rosa y la envolvieron en una mantita, y luego Christine le dio el biberón de leche infantil que le habían recomendado en el hospital. Después la ayudó a echar el eructito y la acostó en el moisés, donde Victoria pudo contemplar por primera vez un buen rato a la recién nacida. Era la niña más bonita que había visto nunca pero, aunque no lo hubiera sido, aunque hubiera heredado la nariz de su bisabuela o se hubiera parecido también a la reina Victoria, ella de todas formas la habría querido. La quería muchísimo. A Victoria no le importaba si era guapa o no, eso solo le preocupaba a su familia.
Mientras su madre y su abuela hablaban, Victoria metió un dedo con cuidado en el moisés, cerca de la mano de la niña, que levantó la mirada y cerró los deditos alrededor de su dedo índice, fue el momento más emocionante de toda la vida de Victoria; al instante sintió el vínculo que las unía y supo que con el tiempo se haría más fuerte y duraría para siempre jamás. En silencio prometió que cuidaría de ella, que nunca dejaría que nadie le hiciera daño ni la hiciera llorar. Quería que Grace tuviese una vida perfecta y estaba dispuesta a todo para asegurarse de que así fuera. Entonces Grace cerró los ojos y se quedó dormida mientras Victoria la miraba. Estaba contentísima de que el accidente no le hubiera dejado secuelas y de tener por fin a su hermanita con ella.
Recordó entonces eso que había dicho su padre de que con ella habían probado la receta y se preguntó si sería cierto. A lo mejor solo la habían tenido para asegurarse de que Grace les saliera bien. En tal caso, estaba claro que lo habían conseguido. Era el ser más perfecto que Victoria había visto nunca. También sus padres y su abuela lo decían. Por una brevísima fracción de segundo, Victoria deseó que hubieran probado con otra persona la receta para hacerla a ella, y que todos sintieran por ella lo que era evidente que sentían por Grace. Deseó ser una victoria, y no una receta fallida o un pastel quemado en el horno. Pero, sobre todo, fueran cuales fuesen las intenciones de sus padres al tenerla a ella primero, solo esperaba que nunca decidieran tirarla a la basura. Lo único que quería era compartir el resto de su vida con Grace y ser la mejor hermana mayor del mundo. Y también se alegraba de que no hubiese heredado la nariz de su bisabuela.
Más tarde, mientras la niña dormía tranquilamente en el piso de arriba cuando ya le habían dado el biberón y la habían cambiado, Victoria bajó a la cocina para comer con sus padres y su abuela. Su madre le había dicho que el bebé dormiría mucho esas primeras semanas. Durante la comida Christine comentó que quería recuperar la figura lo antes posible. Jim sirvió champán para los adultos y sonrió a su hija. Siempre había algo ligeramente irónico en la forma que tenía de mirarla, como si compartieran un chiste, o como si ella fuera un chiste. Victoria nunca estaba muy segura de cuál de las dos opciones era la correcta, pero de todas formas le gustaba que su padre le sonriera. Y ahora, además, estaba contenta de tener a Grace. Era la hermanita que había soñado toda la vida, alguien en quien volcar su amor y que la querría a ella tanto como ella la quería ya.