17

Dos días después de la graduación de Grace, cuando Victoria ya estaba en Nueva York, llamó a la doctora Watson. La consulta de su psiquiatra seguía en el mismo lugar de siempre y con el mismo número de teléfono, y la terapeuta le devolvió la llamada a su móvil por la noche. Le preguntó qué tal estaba, y ella contestó que bien, pero que necesitaba una sesión, así que la doctora Watson logró hacerle un hueco para el día siguiente. En cuanto Victoria entró por la puerta, se dio cuenta de que, aunque parecía algo más madura, básicamente estaba igual. No había cambiado. Llevaba puestos unos vaqueros negros, camiseta blanca y sandalias. Era verano y hacía mucho calor en Nueva York. En cuanto a su peso, Victoria estaba más o menos igual que la última vez que se habían visto. Ni mejor ni peor.

—¿Va todo bien? —preguntó la doctora Watson con preocupación en la voz—. Ayer me pareció que era urgente.

—Creo que lo es. Me temo que estoy sufriendo una especie de llamada de atención, o una crisis de identidad o algo así. —Llevaba inquieta desde el día de la graduación. Ya le había resultado bastante difícil ver a Gracie graduándose, para tener que sumarle a eso que se hubiese prometido con Harry el mismo día—. Mi hermana acaba de prometerse con su novio. Tiene veintidós años. Fue el mismo día en que se graduó en la universidad, igual que mis padres. A ellos les parece perfecto porque el chico con quien se casa, o quiere casarse, está forrado. Y yo creo que están todos locos. Solo tiene veintidós años. No buscará trabajo, él no quiere. A mi hermana le habría gustado ser periodista, pero ahora ya no le importa. Terminará igual que mi madre, siendo solo el atrezo de su marido y secundando todas sus opiniones, de las cuales su prometido tiene para todo, igual que mi padre. Va a perderse a sí misma si se casa con ese tipo, y solo con pensarlo me pongo furiosa. Ahora lo único que quiere es casarse, pero yo creo que es demasiado joven. Aunque a lo mejor solo estoy celosa porque yo no tengo vida. Todo lo que tengo es un trabajo que me encanta y ya está. Así que, si se me ocurre comentarles, a ella o a mis padres, que creo que no debería casarse aún, creerán que es por pura envidia. —La explicación brotó de su interior de forma espontánea, ante de que tuviera tiempo de pensarla.

—¿Y es por envidia? —preguntó la psiquiatra sin rodeos.

—No lo sé. —Victoria siempre había sido sincera con ella.

—¿Qué quieres tú, Victoria? —la presionó la doctora. Sabía que había llegado el momento de hacerlo. Victoria estaba preparada—. No para ella. Para ti.

—No lo sé —repitió, pero la doctora sospechaba que no era cierto.

—Sí que lo sabes. Deja de preocuparte por tu hermana. Piensa en ti. ¿Por qué has vuelto aquí? ¿Qué es lo que quieres tú?

Los ojos de Victoria se llenaron de lágrimas al oír esa pregunta. Sí que lo sabía, solo que le daba miedo decirlo en voz alta, e incluso reconocerlo ante sí misma.

—Quiero una vida —dijo en voz baja—. Quiero a un hombre en mi vida. Quiero lo que tiene mi hermana. La diferencia es que yo sí soy lo bastante mayor para tenerlo, pero nunca lo conseguiré. —Su voz sonó más fuerte de pronto, y ella se sintió más valiente al seguir hablando—: Quiero una vida, un hombre, y quiero perder doce kilos antes del próximo junio, o por lo menos diez. —Eso lo tenía muy claro.

—¿Qué sucede en junio? —se extrañó la psiquiatra.

—La boda. Seré la dama de honor principal. No quiero que todo el mundo me tenga lástima porque soy un desastre de persona. La hermana solterona y gorda. No es ese el papel que quiero hacer en su boda.

—De acuerdo. Me parece justo. Tenemos un año para trabajar en ello. Yo creo que es un plazo muy razonable —comentó la doctora Watson, sonriéndole—. Nos enfrentamos a tres proyectos. «Una vida», has dicho, y tienes que definir qué significa eso para ti. Un hombre. Y tu peso. Hay que ponerse manos a la obra.

—De acuerdo —dijo Victoria con un temblor en la voz. Para ella era un momento muy emotivo. Había visto la luz: estaba harta de no tener lo que deseaba, de no reconocerlo siquiera ante sí misma porque pensaba que no lo merecía, porque eso era lo que le habían dicho siempre sus padres—. Estoy preparada.

—Yo también lo creo —dijo la psiquiatra con cara de satisfacción, mientras miraba el reloj que colgaba de la pared por encima del hombro de Victoria—. ¿Nos vemos la semana que viene?

Victoria asintió, de pronto consciente de la gran labor que tenía por delante. Aquello era más grande que una boda. Tenía que empezar un programa serio de pérdida de peso y, esta vez, hacer lo que hiciera falta para seguirlo a rajatabla. Tenía que dar el gigantesco paso de salir al mundo a conocer a hombres, y vestirse para ello. También abrir su vida a otras oportunidades, gente, lugares, actividades, todo lo que siempre había anhelado pero nunca había tenido el valor de realizar. Todo aquello le daba más miedo que cuando se había trasladado a Nueva York, y era más difícil de organizar que cualquier boda, pero sabía que tenía que hacerlo. Cuando Gracie se casara Victoria tendría treinta años. Para entonces quería que también su sueño, y no solo el de su hermana, se hubiese hecho realidad.

Se alejó de la consulta de la psiquiatra sintiéndose llena de energía. Llegó a su apartamento y se fue directa a hacer limpieza en la nevera. Empezó por el congelador y tiró a la basura todas las pizzas congeladas y las ocho tarrinas grandes de helado. Mientras estaba en ello, Harlan y John entraron en la cocina. Ese verano John estaba trabajando con Harlan en el museo durante las vacaciones escolares.

—¡Mierda, parece que esto va en serio! —exclamó Harlan, mirándola sin dar crédito. Los bombones de chocolate que Victoria se había llevado a casa de una fiesta de la escuela fue lo siguiente en desaparecer, y también un pastel de queso que había dejado en la nevera a medio terminar—. ¿Tenemos que interpretar esto como un mensaje, o simplemente estás haciendo limpieza general?

—Voy a perder doce kilos de aquí a junio, y esta vez no pienso volver a engordarlos.

—¿Alguna razón especial para semejante decisión? —preguntó su amigo con cautela, mientras John alargaba una mano para sacar dos cervezas del frigorífico. Las abrió, le pasó una a Harlan y dio un buen trago de la suya. Estaba buena, pero Victoria no tenía debilidad por la cerveza. Prefería el vino, que también engordaba—. ¿Un nuevo ligue, tal vez? —preguntó Harlan con los ojos llenos de esperanza.

—Eso también. Solo que aún no lo he conocido. —Se volvió hacia ellos mientras cerraba la puerta del congelador—. Gracie va a casarse en junio, y yo no pienso ser una dama de honor con doce kilos de sobrepeso y una vida de solterona. He vuelto a la psiquiatra.

—Casi oigo llegar al Séptimo de Caballería —dijo Harlan, que se alegraba por ella. Era exactamente lo que Victoria necesitaba desde hacía años. Él había perdido toda esperanza desde hacía un tiempo, porque sus hábitos alimentarios eran tan malos como siempre y, al final, su peso nunca cambiaba—. ¡Ánimo, chica! Si hay algo que podamos hacer, tú dínoslo.

—Nada de helado en casa. Ni pizzas. Correré en la cinta. Iré al gimnasio. Puede que también acuda a Weight Watchers. Y a la nutricionista. Y a terapia de hipnosis. A lo que haga falta. Lo conseguiré.

—¿Con quién se casa Gracie, por cierto? ¿No es un poco joven? Si se graduó la semana pasada…

—Es una niña, y la idea es una auténtica estupidez. Mi padre está encantado con el novio porque es rico. Es el mismo tipo con el que lleva saliendo desde hace cuatro años.

—Qué lástima, pero nunca se sabe. A lo mejor les funciona.

—Eso espero, por ella. Va a renunciar a toda su identidad para casarse con él. Pero es lo que quiere, o eso cree al menos.

—Aún queda mucho para junio. Podrían pasar muchas cosas de aquí a entonces.

—Exacto —dijo Victoria, y en sus ojos se encendió un brillo feroz que Harlan no había visto desde hacía años, o puede que nunca. Victoria tenía una misión importante—. Cuento con ello. Y tengo un año para poner mi cuerpo y mi vida en forma.

—Tú puedes —dijo Harlan con convicción.

—Sí, lo sé —repuso ella.

Por fin lo creía de verdad, y se preguntó qué la había frenado todo ese tiempo. Durante veintinueve años había creído a sus padres cuando le decían que era fea, gorda y que estaba abocada al fracaso porque nadie podría amarla nunca. De pronto se daba cuenta de que el mero hecho de que ellos lo dijeran, o lo creyeran, no implicaba que esa fuese la realidad. Por fin estaba decidida y resuelta a librarse de las cadenas que la habían retenido. Lo único que deseaba era ser libre.

Al día siguiente se apuntó a Weight Watchers y volvió a casa con instrucciones y una balanza para pesar alimentos. Un día después también se inscribió en un nuevo gimnasio. Tenían unas máquinas espectaculares, sala de pesas, estudio de baile, sauna y piscina. Victoria empezó a ir a diario. Todas las mañanas salía a correr por el Reservoir de Central Park. Seguía la dieta estrictamente e iba a pesarse una vez a la semana. Con Gracie hablaba casi cada día sobre la boda, y con su madre más de lo que le habría gustado. No pensaban en otra cosa. Victoria lo llamaba la «fiebre nupcial». Cuando llegó el primer día de clases ya había conseguido adelgazar cuatro kilos y se sentía muy bien. Estaba en forma, aunque todavía le quedaba mucho camino por recorrer. Se había estancado en esos cuatro kilos, pero estaba decidida a no perder el ánimo. Ya lo había experimentado antes. Muchas veces. En esta ocasión, sin embargo, no pensaba rendirse, y seguía viendo a la psiquiatra con regularidad. Hablaban de sus padres, de lo que esperaba para su hermana, y por fin empezaron a hablar también de lo que Victoria quería para sí misma. Algo que, hasta entonces, nunca había hecho.

Sus alumnos también notaron la diferencia. Se la veía más fuerte y más segura de sí misma. Helen y Carla le dijeron que se sentían orgullosas de ella.

A Victoria le inquietaba que su hermana no se hubiese puesto a trabajar desde la graduación. Ni siquiera había empezado a buscar empleo porque estaba prometida, y eso a Victoria no le parecía bueno ni para ella ni para su autoestima. Gracie decía que no tenía tiempo, pero Victoria sabía que en la vida había más cosas aparte de organizar una boda y casarse con un hombre rico. Su psiquiatra le repetía que no era problema suyo y que se concentrara en sí misma, y eso hacía, pero de todas formas seguía preocupada por su hermana.

En septiembre apenas adelgazó un kilo, pero ya llevaba cinco en total, así que estaba casi a medio camino de su objetivo y, además, se la veía muy en forma cuando, en octubre, Gracie anunció que iría a verla un fin de semana para buscar vestidos de novia y escoger los de las damas de honor. Quería la ayuda de Victoria. Ella no estaba segura de sentirse preparada para eso, pero Gracie era su adorada hermana pequeña y no podía negarle nada, así que accedió a pesar de la pila de trabajos que tenía por corregir aquel fin de semana. La doctora Watson le preguntó por qué no había pedido a Gracie que fuera en algún otro momento, si la boda no se celebraría hasta junio.

—No puedo hacer eso —repuso Victoria con sinceridad.

—¿Por qué no?

—No se me da bien decirle que no a Gracie. Nunca lo he hecho.

—¿Por qué no quieres que venga este fin de semana?

Estaban hablando con total franqueza.

—Porque tengo que trabajar —dijo Victoria sin demasiado entusiasmo, y la doctora la miró fijamente y le llamó la atención.

—¿De verdad es por eso?

—No. Es que todavía no he adelgazado bastante, y me da miedo que escoja un vestido de dama de honor que me quede horroroso. Todas sus amigas tienen la misma talla que ella. Todas llevan la 34 o la 36. Nunca han oído hablar de la 46.

—Tú eres tú. Y no llevarás una 46 en junio —dijo la doctora Watson para tranquilizarla. La determinación de Victoria no había flaqueado.

—Pero ¿y si la llevo? —dijo con una mirada de pánico. Su sueño era llegar a una 40, pero incluso una 42 sería todo un logro si lograba mantenerse en ese peso.

—¿Qué te hace pensar que no vas a conseguirlo?

—Es que tengo miedo de que mi padre esté en lo cierto y yo sea una desgracia humana. Gracie ha vuelto a darle la razón. Tiene veintidós años y va a casarse con el hombre perfecto. Yo tendré treinta en su boda. Y sigo soltera. Ni siquiera tengo novio, ni ninguna cita. Y, además, soy maestra de escuela.

—Y muy buena —le recordó la psiquiatra—. Eres la jefa del departamento de lengua inglesa en la mejor escuela privada de Nueva York. Eso no es moco de pavo. —Victoria sonrió al oír esa expresión—. Además, eres la dama de honor principal. Si tu hermana elige algo que no te queda bien, puedes llevar una variación del vestido, o incluso algo completamente diferente a las demás. Te está dando la ocasión de elegir.

—No —la corrigió Victoria. Conocía a su hermana pequeña. Puede que estuviese dispuesta a que Harry llevara la voz cantante, pero ella tenía sus propias ideas sobre algunas cosas—. Me está dando la ocasión de ver cómo elige ella.

—Pues es la oportunidad para cambiar algunas cosas en la relación con tu hermana —propuso la terapeuta.

—Lo intentaré. —Pero no sonó muy convencida.

Gracie llegó el viernes por la mañana, mientras Victoria estaba todavía en la escuela, así que al salir corrió a su apartamento para reunirse con ella lo antes posible. Había dejado la llave debajo del felpudo de la puerta y Gracie ya estaba esperándola allí, caminando a paso enérgico en la cinta de correr.

—Este aparato está muy bien —comentó, sonriéndole a su hermana. En aquella máquina tan grande parecía un elfo, o una niña pequeña.

—Más vale —repuso Victoria—, porque nos costó un dineral.

—Tendrías que probarlo de vez en cuando —dijo Gracie mientras bajaba.

—Ya lo hago —le aseguró Victoria, orgullosa del peso que había perdido, aunque algo decepcionada al ver que Gracie no lo había notado.

Su hermana no pensaba en nada que no fuera la boda, ni siquiera mientras daba un abrazo a Victoria. Gracie quería salir hacia el centro en ese mismo instante y empezar a mirar escaparates. Tenía una lista de tiendas a las que deseaba ir. Victoria, que llevaba todo el día en la escuela, se sentía hecha un desastre. Había empezado temprano para asistir a una reunión del departamento, pero se arregló en cinco minutos para acompañar a su hermana al centro. Era difícil no distraerse con el gigantesco pedrusco que Gracie llevaba en el dedo.

—¿No te da miedo que te den un golpe en la cabeza llevando esa cosa? —Seguía preocupada por ella. Siempre sería su hermana pequeña, igual que cuando la había llevado a su clase de parvulario.

—Nadie se cree que sea auténtico —dijo Gracie quitándole importancia mientras bajaban del taxi delante de Bergdorf.

Subieron la escalera hasta el departamento de novias y se pusieron a mirar vestidos. Había una docena colgados de percheros y expuestos por toda la tienda, y Gracie iba mirando aquí y allá y sacudía la cabeza. Ninguno le parecía el adecuado, aunque Victoria los veía todos espectaculares. Entonces Gracie cambió de idea y decidió buscar vestidos para las damas de honor. Tenía una lista de diseñadores y colores a los que quería echar un vistazo, y le sacaron todo lo que había en la tienda. Iba a ser una boda formal de tarde. Harry llevaría corbata blanca, y el séquito del novio corbata negra. De momento Gracie estaba barajando el melocotón, el azul celeste o el champán para sus damas de honor; colores, todos ellos, que favorecían a Victoria. Era tan rubia y tenía una piel tan clara que había algunos colores que sencillamente no le quedaban bien, como el rojo, por ejemplo, pero Gracie le aseguró que jamás elegiría un vestido rojo para sus damas de honor. Parecía un pequeño general organizando a sus tropas mientras la dependienta iba sacando género. Controlaba la situación por completo, como si estuviera planificando un acontecimiento de interés nacional, un concierto de rock, una exposición internacional o una campaña presidencial. Aquel era su momento de gloria, y Gracie pensaba ser la estrella de la función. Victoria no podía evitar preguntarse cómo estaría llevándolo su madre. Al presenciarlo de cerca resultaba un poco abrumador. Y su padre no pensaba reparar en gastos, quería impresionar a los Wilkes y que su hija preferida se sintiera orgullosa.

Absorta y concentrada en lo que tenía entre manos, Gracie todavía no se había dado cuenta de lo mucho que había adelgazado Victoria, lo cual había herido sus sentimientos, pero no quería ser infantil, así que prestó atención a los vestidos que iba seleccionando su hermana. Cuando se fueron de allí tenía tres posibles candidatos en mente. En total serían diez damas de honor. Cuando Gracie se lo dijo, a Victoria se le ocurrió pensar que, si fuese ella la que se casaba, ni siquiera tendría diez amigas a quienes llamar. Habría escogido a Gracie como única dama, y punto. Su hermana, sin embargo, que siempre había sido la niña mimada de todos, era de pronto la protagonista absoluta; estaba disfrutándolo al máximo. Al crecer había acabado pareciéndose a sus padres más de lo que Victoria quería reconocer. Grace pertenecía a una familia de estrellas, y ella se sentía como un meteorito que, al caer en la Tierra, se había convertido en un montón de cenizas.

Después de Bergdorf fueron a Barneys y al final acabaron en Saks. Al día siguiente Gracie había pedido cita con Vera Wang en persona. También quería ver a Oscar de la Renta, pero no había tenido tiempo de prepararlo. Victoria empezaba a darse cuenta de lo grandioso que sería el acontecimiento. Y los Wilkes habían organizado una cena de etiqueta a modo de ensayo que iba a ser más espléndida y más ostentosa que la mayoría de las bodas. De manera que habría partido de ida y de vuelta, con la consiguiente duplicación de vestuario. Gracie le dijo que su madre había decidido ir de beige a la boda y llevar un verde esmeralda a la cena de ensayo la noche anterior. Ya lo tenía todo listo. Había ido a Neiman Marcus, y el personal shopper le había encontrado dos vestidos perfectos para ambas ocasiones. Así Gracie podría concentrarse en sí misma.

Tampoco en Saks le gustó ninguno de los vestidos de novia, y dejó claro que estaba buscando algo fuera de lo común. Gracie, su hermanita, se había convertido en una mujer de armas tomar. De repente nada era lo bastante especial para su boda. Victoria estaba algo asombrada ante la seguridad que exhibía. Tampoco los vestidos para las damas de honor la habían entusiasmado demasiado, pero entonces, al ver uno más, soltó un grito ahogado.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó con expresión de asombro, como si acabara de encontrar el santo grial—. ¡Es este! ¡Jamás se me habría ocurrido pensar en ese color!

No cabía duda de que era un vestido espectacular, aunque Victoria no se lo imaginaba en una boda, y mucho menos multiplicado por diez. El marrón era el color de aquella temporada, que avanzaba hacia el otoño. Era más suave que un negro, según les explicó la dependienta, y muy «cálido». El vestido que había llamado la atención de Gracie era una creación en satén grueso, sin tirantes y con unos pequeños pliegues que lo ceñían al cuerpo justo hasta por debajo de la línea de las caderas, desde donde se ensanchaba para crear un vuelo de falda de fiesta con forma acampanada que llegaba hasta el suelo. El trabajo de sastrería era exquisito, y el tono marrón chocolate resultaba muy intenso. El único problema que tenía, desde la perspectiva de Victoria, era que solo una mujer minúscula, espectral y sin pecho podría llevarlo. Esa forma que tenía de ensancharse por debajo de las caderas conseguiría que el trasero de Victoria pareciera un transatlántico. Era un vestido que solo una chica de las proporciones de Gracie podría llevar con elegancia, y la mayoría de sus amigas eran iguales a ella. La muestra que estaba examinando su hermana le habría quedado demasiado grande, y eso que era una talla 36. Victoria no quería ni imaginarse cómo le sentaría a ella, aunque perdiera muchísimo peso.

—¡A todas les va a encantar! —exclamó Gracie con expresión de deleite—. Después se lo podrán poner para ir a cualquier ceremonia de gala.

El vestido era caro, pero eso no era un problema para la mayoría de sus damas de honor. Además, su padre había prometido poner el dinero que faltase si encontraban un vestido que alguna de ellas no pudiera permitirse. Para Victoria, lo problemático no era el precio, ya que se lo compraría su padre; eran sus pechos y sus caderas, demasiado grandes para esa hechura. Y, por si fuera poco, era del mismo color que el chocolate amargo, un tono que quedaba fatal con la pálida piel de Victoria, sus ojos azules y su cabello rubio.

—Yo no puedo ponerme este vestido —le dijo con mucha sensatez a su hermana—. Pareceré una montaña de mousse de chocolate. Aunque adelgace veinticinco kilos. O incluso cien. Tengo demasiado pecho, y ese color no es para mí.

Su hermana la miraba con ojos implorantes.

—Pero es justo lo que yo quería, solo que no lo sabía. Es un vestido divino.

—Sí que lo es —coincidió con ella Victoria—, pero para alguien de tu talla. Si tú te pusieras eso y yo llevara el vestido de novia, sería perfecto. Puesto en mí, dará miedo. Seguro que ni siquiera lo hacen de mi talla.

—Puede pedirse en todas las tallas —informó oportunamente la dependienta. Era un vestido caro, y la comisión no sería nada desdeñable.

—¿Podríamos tener diez preparados para junio? —preguntó Gracie con pánico en la mirada, sin hacer el menor caso de las súplicas de compasión de su hermana.

—Seguro que sí. Es probable que los tengamos listos en diciembre, si me dicen todas las tallas.

Gracie parecía aliviada, pero Victoria estaba a punto de echarse a llorar.

—Gracie, no puedes hacerme esto. Voy a estar espantosa con ese vestido.

—Que no, ya verás. Decías que de todas formas querías adelgazar un poco.

—Aun así no podría ponérmelo. Llevo una doble D de copa de sujetador. Hay que tener unas proporciones como las tuyas para ponerse algo así.

Gracie levantó la mirada con lágrimas en los ojos y la misma expresión que había derretido el corazón de su hermana mayor desde que tenía cinco años.

—Solo voy a casarme una vez —dijo, suplicándole—. Quiero que todo esté perfecto para Harry. Quiero que sea la boda que siempre he soñado. Todo el mundo elige rosa y azul y colores pastel para las damas de honor. A nadie se le ocurriría pensar en un marrón. Será la boda más elegante que se haya visto nunca en Los Ángeles.

—Con una dama de honor que parecerá un elefante.

—De aquí a entonces ya habrás adelgazado, lo sé. Siempre lo consigues cuando lo intentas en serio.

—No se trata de eso. Tendría que operarme para meterme ahí dentro. —Y los diminutos pliegues de tela que constituían el esbelto corpiño no harían más que empeorarlo todo.

Gracie ya estaba pensando en hacer que las damas de honor llevaran orquídeas marrones a juego con el vestido. Nada iba a conseguir que cambiara de opinión. Realizó el pedido mientras Victoria seguía callada a su lado, con ganas de llorar. Su querida hermana acababa de asegurarse de que fuera el monstruo de la boda al lado de sus minúsculas amigas anoréxicas, que estarían elegantísimas con sus vestidos marrones palabra de honor. No podía negarse que era un vestido precioso, pero no para Victoria. Aun así, dejó de intentar disuadir a su hermana y se sentó en silencio mientras Gracie daba a la dependienta la talla de los diferentes vestidos. Casi todos serían de la 36, salvo dos 34 y alguna otra que quedó pendiente de confirmar para más adelante. La futura novia salió de la tienda con una expresión de pura felicidad. Casi bailaba de lo emocionada que estaba. Victoria, en cambio, estuvo callada todo el trayecto en taxi hasta su casa. Antes de subir al apartamento pararon en una tienda de alimentación y, sin pensarlo, puso tres tarrinas de Häagen-Dazs en el mostrador. Gracie ni se dio cuenta. Estaba acostumbrada a que Victoria comprara helado y no sospechaba siquiera que hacía cuatro meses que no lo probaba. Era como una alcohólica en rehabilitación que, en plena recaída, se arrastraba hasta un bar y pedía un vodka con hielo.

Volvieron al apartamento y Gracie llamó a su madre mientras Victoria guardaba la comida, y justo entonces llegó Harlan. Solo tuvo que ver el helado para señalarlo como si estuviera ardiendo en llamas y fulminar a Victoria con una mirada de incredulidad.

—¿Y eso qué es?

—Ha escogido para las damas de honor un vestido marrón sin tirantes que me quedará fatal.

—Pues dile que no vas a ponértelo y que escoja otro para ti —repuso él, quitándole a Victoria el helado de las manos y tirándolo a la basura—. A lo mejor el vestido no es tan horrible como crees.

—Es precioso, pero no para mí. No puedo llevar ese color, y mucho menos ese corte.

—Díselo —insistió él con firmeza, en un tono igual al de la doctora Watson.

—Ya lo he hecho. No me hace caso. Es la boda que siempre ha soñado. Solo piensa casarse una vez y tiene que ser perfecto, para todo el mundo menos para mí.

—Es una buena niña, intenta explicárselo.

—Es una novia y tiene una misión. Debe de haber visto un centenar de vestidos hoy. Va a ser el acontecimiento del siglo.

—Pues mandar la dieta al infierno tampoco te servirá de nada —dijo Harlan, intentando infundirle valor. Se había disgustado al verla con el helado en la mano. Hasta ese momento había sido muy disciplinada, y Harlan no quería que lo estropease todo de pronto, solo por un estúpido vestido.

Gracie, mientras tanto, había empezado a llamar a sus amigas para explicarles lo fabuloso que era el vestido que había encargado para todas ellas mientras Victoria, derrotada, decidía retirarse a la cocina. Volvía a sentirse invisible. Gracie no le hacía caso, en esos momentos todo giraba en torno a ella. Era difícil convivir con eso, y además estaba deprimida por lo del vestido. No sabía qué hacer. Era evidente que su hermana no pensaba escucharla de ninguna manera.

Aquella noche cenaron con John y Harlan en la cocina, y Gracie les explicó todos los detalles de la boda. Al llegar a los postres, Victoria tenía ganas de vomitar.

—A lo mejor es que estoy celosa —le dijo a Harlan en un susurro cuando Gracie se fue a la habitación para llamar a Harry antes de acostarse.

—No lo creo. Esto es una exageración, está como una niña descontrolada. Tu padre ha creado un monstruo con eso de dejarle hacer todo lo que quiera para la boda.

—Cree que le hace parecer importante a él —dijo Victoria, todavía con cara de deprimida. Era la primera vez en la vida que no había disfrutado de la compañía de Gracie. De momento el fin de semana estaba siendo un desastre.

El día siguiente no fue mucho mejor. Victoria la acompañó a su cita con Vera Wang, donde estuvieron contemplando una docena de posibles vestidos de novia. Al final la diseñadora se ofreció a enviar a Gracie unos bocetos basados en lo que pedía. Gracie estaba entusiasmada.

Ya era mediodía, así que fueron al Serendipity a comer algo. Gracie pidió una ensalada y Victoria unos raviolis de queso y un granizado de mocaccino con nata montada. Se lo acabó todo. Su hermana no vio nada extraño en lo que había pedido porque estaba acostumbrada a que comiera esa clase de cosas. Sin embargo, saltarse la dieta deprimió aún más a Victoria. Cuando regresaron al apartamento estaba agotada, abatida, y se sentía a punto de explotar. Hacía meses que no comía así, y Harlan le vio la culpabilidad en la cara.

—¿Qué has hecho hoy?

—He conocido a Vera Wang —repuso ella con vaguedad.

—No me refiero a eso, y lo sabes. ¿Qué has comido?

—No quieras saberlo. Ele mandado el régimen al cuerno —confesó con remordimientos.

—No merece la pena, Victoria —le recordó él—. Te has esforzado demasiado estos últimos cuatro meses. No lo fastidies ahora.

—Es que la boda me pone muy nerviosa, el vestido que tengo que llevar me ha destrozado el ánimo, y mi hermana se está convirtiendo en una persona que no reconozco. Ni siquiera debería casarse con ese tipo. Ni con nadie, a su edad. Va a dirigirle la vida, igual que hace mi padre. Está casándose con nuestro padre —dijo, deshecha.

—Déjala, si es lo que quiere. Ya es mayor para tomar sus propias decisiones, aunque cometa un error, pero tú no puedes mandar tu vida al garete, encima. Así no vas a conseguir más que hacerte desgraciada. Olvídate de la boda. Ponte lo que tengas que ponerte, emborráchate y vuelve a casa.

Victoria rio al oír su consejo.

—Puede que tengas razón. Además, todavía faltan ocho meses. Aunque ese vestido me quede como un tiro, de todas formas puedo adelgazar de aquí a entonces y estar guapa.

—No si te saltas la dieta.

—No lo haré. Esta noche nos quedamos en casa, así que me portaré bien. Y mañana Gracie se vuelve a Los Ángeles. En cuanto se haya ido me pondré otra vez en marcha.

—No, ahora mismo —le recordó Harlan antes de irse a su habitación.

Así que Victoria se subió a la cinta de correr para contrarrestar sus excesos. Gracie encontró la tarjeta de un restaurante colgada en la nevera y pidió una pizza. Llegó media hora después, y Victoria no fue capaz de resistirse. Su hermana solo se comió un trozo, y ella se acabó el resto. Quería comerse incluso la caja para que nadie la viera, pero Harlan la pilló y la miró como si hubiese matado a alguien. Y eso había hecho. A sí misma. Victoria se consumía de culpabilidad.

Al día siguiente salieron a comer fuera antes de que Gracie se marchara. Para agradecerle su ayuda, su hermana pequeña la llevó al Carlyle a tomar un brunch. Victoria pidió unos huevos Benedict y, al ver que Gracie se decidía por un chocolate deshecho con galletitas, ella también se apuntó.

Antes de irse al aeropuerto Gracie le dio las gracias a su hermana mil veces y la abrazó con fuerza. Le dijo que lo había pasado en grande y que la mantendría informada sobre los diseños de Vera Wang y todo lo demás. Victoria se quedó en la acera, despidiéndose de ella con la mano mientras el taxi se alejaba, y en cuanto lo perdió de vista se echó a llorar. Desde su perspectiva, el fin de semana había sido un completo desastre, sentía que había fracasado absolutamente en todo. Y, para colmo, iba a estar espantosa en la boda. Entró en su edificio, subió al apartamento y se metió en la cama deseando estar muerta.