15

La graduación de Gracie supuso una celebración por todo lo alto. Mientras que la de Victoria, incluso cuando se licenció en la universidad, había consistido en una tranquila velada familiar, sus padres dejaron que Gracie invitara a un centenar de amigos a una barbacoa que organizaron en el jardín de atrás. Su padre ocupó el lugar de jefe de parrilla y estuvo todo el tiempo asando pollo, filetes, hamburguesas y perritos calientes. Incluso contrataron a varios camareros vestidos con camiseta y tejanos. Los chicos organizaron un baile.

Victoria había cogido un avión para asistir a la fiesta y, al día siguiente, a la graduación en sí. Gracie estaba adorable con su toga y su birrete, y su padre se puso a llorar cuando la vio recibiendo el diploma. Victoria no recordaba que hubiese llorado nunca de emoción por ella; probablemente porque nunca lo había hecho. Su madre estaba hecha un mar de lágrimas porque para ella había sido un acto muy emotivo. También las dos hermanas se abrazaron después y se echaron a llorar.

—¡No lo soporto! —exclamó Victoria, riendo a la vez que lloraba y estrechaba a Gracie—. ¡Mi hermanita ya se ha hecho mayor! ¡Cómo te atreves a ir a la universidad! ¡Te odio!

A ella le habría gustado que Gracie se hubiese esforzado un poco más para entrar en alguna facultad de Nueva York en lugar de quedarse en Los Ángeles. Le habría encantado tenerla más cerca porque así habría tenido familia en Nueva York, pero también se habría alegrado de ver que su hermana pequeña se alejaba de la sofocante influencia de sus padres. Estaban siempre pendientes de ella. Su padre era una fuerza muy poderosa en su vida e intentaba controlar todas sus opiniones. Victoria había logrado mantenerlo a raya, pero Gracie había acabado asimilando en gran parte su estilo de vida, su forma de ver el mundo, sus inclinaciones políticas y su filosofía. Había mucho con lo que estaba de acuerdo e incluso que admiraba de ellos. Pero, claro, Gracie había crecido con unos padres muy diferentes a los de Victoria. Los padres de Gracie la adoraban y la veneraban, apoyaban todos sus pasos y sus decisiones. Eso era muy alentador. No tenía ningún motivo para rebelarse contra ellos o alejarse de su hogar. Hacía todo lo que su padre creía que debía hacer. Él era su ídolo. Victoria, en cambio, había tenido unos padres que no le hacían caso, que la ridiculizaban y que nunca la apoyaban en ninguno de sus propósitos. Victoria sí había tenido muy buenas razones para irse de allí. Gracie tenía todos los motivos del mundo para quedarse cerca de ellos. Era increíble lo diferentes que llegaban a ser sus experiencias y sus vidas, aun compartiendo a los mismos padres. Era como la noche y el día, una imagen en positivo y en negativo. A veces Victoria se obligaba a recordarse que Gracie había tenido una vida mucho más fácil, y que ellos habían sido mucho más cariñosos con su hermana que con ella, para explicarse por qué Gracie no quería salir corriendo. Su hermana pequeña creía que había tomado una gran decisión al irse a vivir a la residencia en lugar de quedarse en casa. Aunque a Victoria le pareciera una nadería, para ella había sido un paso gigantesco. Pero con eso no bastaba. Victoria seguía creyendo que sus padres eran unas personas tóxicas, y su padre un narcisista, y le habría encantado ver que su hermana ponía algo más de distancia entre ellos para respirar. Gracie, sin embargo, no lo deseaba. De hecho, habría peleado por seguir cerca de casa.

Victoria decidió hacerle a su hermana un gran regalo por su graduación. Era muy cuidadosa con el dinero y ahorraba todo lo que podía. Aunque vivía en Nueva York, nunca derrochaba, así que se ofreció a llevar a Gracie a Europa para celebrar su ingreso en la universidad. Ya habían estado allí con sus padres cuando las dos eran más pequeñas, pero a ellos hacía años que no les interesaba viajar. Victoria se llevaría a Grace a conocer París, Londres y Venecia en junio, y también Roma, si tenían tiempo. Su hermana no cabía en sí de la emoción, al igual que Victoria. Pensaban estar fuera tres semanas en total y pasar cuatro o cinco días en cada ciudad. Con su nuevo contrato en Madison, Victoria había recibido un aumento de sueldo que le permitiría no tener que trabajar aquel verano. Después de ir a Europa con Grace en junio, pensaba hacer un viaje por Maine con Harlan y John en agosto.

Gracie tenía un millón de planes propios antes de empezar la universidad a finales de agosto, y Victoria se daba cuenta, igual que su hermana, de que las cosas iban a cambiar mucho para todos. Gracie había crecido y Victoria vivía lejos. Sus padres tenían la oportunidad de vivir de forma más independiente y de realizar actividades ellos solos. La familia se reuniría en vacaciones, pero a lo largo del año cada cual tendría su propia vida. Salvo Victoria, que tenía un trabajo pero no una vida, aunque seguía intentando labrarse una. Con veinticinco años, todavía sentía que tenía un largo camino por recorrer. A veces se preguntaba si algún día llegaría a alguna parte y empezaba a hablar de sí misma, en broma, como de la «hermana solterona» de Gracie. Algunos días tenía la sensación de que eso era lo que le deparaba el futuro.

Gracie, por otro lado, tenía a una decena de chicos que le iban detrás continuamente; algunos le gustaban, otros no tanto, y siempre había un par por los que estaba coladita y no era capaz de decidirse por uno ellos. Conocer a chicos nunca había sido un problema para su hermana. Victoria, en cambio, no hacía más que confirmar que sus padres tenían razón acerca de ella: no era lo bastante guapa para encontrar novio y estaba demasiado gorda para atraer a los hombres, según su padre; según su madre, era demasiado inteligente para conservarlos. De una forma o de otra, el caso era que no tenía a nadie.

Salieron hacia París el día después de que la escuela de Victoria cerrara sus puertas. Gracie ya había volado hasta Nueva York con dos maletas llenas de ropa de verano, y las chicas se presentaron en el aeropuerto a primera hora del día siguiente. Victoria solo llevaba una maleta, pero fue ella la que facturó el equipaje de ambas mientras Gracie hablaba con sus amigos por el móvil. Se sintió un poco como la monitora de un viaje escolar, aunque en realidad estaba impaciente por compartir aquella aventura con su hermana. Subieron al avión muy animadas, y Gracie seguía enviando mensajes de texto como loca cuando la azafata le pidió que apagara el teléfono. Era Victoria quien llevaba los pasaportes. A veces se sentía más como la madre que como la hermana de Grace.

Durante las seis horas que duró el vuelo hasta París charlaron, comieron, durmieron y vieron dos películas. Se les hizo muy corto, y de pronto ya eran las diez de la noche y estaban aterrizando en el aeropuerto Charles de Gaulle. Para ellas, sin embargo, eran las cuatro de la tarde y, como además habían dormido en el avión, no estaban nada cansadas. Mientras iban en el taxi de camino a la ciudad, lo único que les apetecía era dar una vuelta por ahí. Victoria había invertido buena parte de sus ahorros para pagar el viaje, y su padre les había enviado un generoso cheque para contribuir también, lo cual ella le había agradecido mucho.

A petición de Victoria en su torpe francés, el taxista las llevó por la plaza Vendôme, pasó por delante del hotel Ritz, recorrió el esplendor y el bullicio de la plaza de la Concordia, con todas las fuentes encendidas, y luego subió por los Campos Elíseos en dirección al Arco de Triunfo. Allí giraron para enfilar la gran avenida justo cuando la Torre Eiffel estallaba en una explosión de luces destellantes, cosa que hacía cada hora durante diez minutos. Gracie miraba sobrecogida a su alrededor; las dos hermanas estaban sobrecogidas ante tanta belleza. Bajo el Arco de Triunfo, una enorme bandera francesa ondeaba en la suave brisa nocturna.

—¡Ay, mi madre! —exclamó Gracie mirando a su hermana—. No pienso volver nunca a casa.

Victoria sonrió y las dos se dieron la mano mientras el taxista daba la vuelta al Arco de Triunfo entre aquel tráfico caótico y volvía a bajar por los Campos Elíseos en dirección al Sena. Disfrutaron de las vistas de los Inválidos, donde se encontraba la tumba de Napoleón, y cruzaron a toda velocidad el puente Alejandro III hacia la orilla izquierda. Se hospedaban en un minúsculo hotel de la rue Jacob que habían recomendado a Victoria. Tenían pensado viajar de la forma más barata posible, dormir en hoteles pequeños, comer en cafeterías y visitar galerías y museos. Su presupuesto era bastante ajustado para un viaje que ambas sabían que recordarían durante toda la vida. Victoria había hecho un regalo increíble a su hermana.

Aquella noche cenaron sopa de cebolla en una cafetería que quedaba muy cerca del hotel, a la vuelta de la esquina. Después de cenar pasearon por la orilla izquierda del Sena y luego regresaron a su habitación y estuvieron hablando hasta quedarse dormidas. Gracie no había parado de recibir mensajes de texto de sus amigos desde que había encendido el móvil en el aeropuerto, y siguieron llegándole durante toda la noche.

A la mañana siguiente las dos hermanas desayunaron cruasanes y café au lait en el vestíbulo del hotel, y después salieron a pie para ir al museo Rodin, en la rue de Varenne, y desde allí al boulevard Saint-Germain, que bullía de actividad. Se tomaron un café en el antiguo y célebre restaurante de artistas, el Les Deux Magots, y después fueron al Louvre y pasaron la tarde viendo tesoros famosos.

Gracie quería ir también al museo Picasso, pero lo dejaron para el día siguiente. Cenaron en la plaza de los Vosgos, que era uno de los rincones más antiguos de la ciudad, en el barrio de Marais, y luego se montaron en un bateau mouche con todas las luces encendidas para recorrer el Sena.

Visitaron una exposición en el Grand Palais, pasearon por el Bois de Boulogne, entraron en el vestíbulo del hotel Ritz y caminaron por la rue de la Paix. Ambas tenían la sensación de haber recorrido París entero en los cinco días que estuvieron allí. Habían visto todo lo que querían cuando partieron hacia Londres, donde no bajaron el ritmo. Los dos primeros días estuvieron en la Tate Gallery, en el Victoria and Albert Museum y en el museo de cera de Madame Tussaud. Vieron las joyas de la corona en la Torre de Londres, el cambio de la guardia en el palacio de Buckingham (donde visitaron también los establos), fueron a la abadía de Westminster y tuvieron incluso tiempo de recorrer la exclusiva New Bond Street, fijándose en los escaparates de todas aquellas tiendas tan caras donde no podían permitirse comprar nada. Victoria se había dado el lujo de regalarse un bolso bastante caro de Printemps, en París, y Gracie perdió la cabeza por las alocadas camisetas y los divertidos pantalones vaqueros de King’s Road, en Londres, pero las dos se habían portado muy bien y habían gastado el dinero con mucha sensatez. Por las noches cenaban en pequeños restaurantes, y durante el día paraban a comer algo en puestos ambulantes. Consiguieron ver y hacer todo lo que querían. Sus padres iban siguiendo sus peripecias día a día, sobre todo, y Victoria lo sabía, porque Gracie estaba con ella y la echaban muchísimo de menos.

Llevaban casi dos semanas de viaje cuando volaron de Londres a Venecia y, una vez allí, aminoraron el paso radicalmente. Su llegada al Gran Canal fue sobrecogedora, y Victoria contrató una góndola para que las llevara al hotel mientras Gracie se tumbaba la mar de feliz en la barca, con pose de princesa. Desde que habían llegado a Italia, todos los hombres de la calle la miraban, y Victoria se fijó más de una vez, mientras paseaban por Venecia, en que las seguían para poder contemplar a su hermana pequeña.

Fueron a la plaza de San Marcos y se compraron un helado, entraron en la basílica y luego estuvieron horas paseando sin rumbo por las estrechas y sinuosas callejuelas, entrando y saliendo de iglesias. Cuando por fin se detuvieron para comer, Victoria pidió un enorme plato de pasta y se lo terminó entero. Gracie picó algo del suyo y dijo que, aunque estaba delicioso, ella se sentía demasiado emocionada para comer nada, y además hacía demasiado calor. No habían parado ni un minuto, y las dos coincidieron después en que Venecia era su ciudad preferida.

Continuaron pues caminando, comiendo y relajándose. Avanzaban a un ritmo más tranquilo y pasaban horas enteras en las terrazas de los cafés observando a la gente. Gracie insistió en comprar un pequeño broche de camafeo para su madre, algo que a Victoria no se le habría ocurrido, pero tenía que admitir que era muy bonito, y un gesto muy dulce. A su padre le compraron una corbata en Prada, y para ellas escogieron alguna tontería como recuerdo. Victoria se enamoró de una pulsera de oro en una tienda cerca de la plaza de San Marcos, pero decidió que no podía permitírsela, y Gracie se compró una cajita de música con forma de góndola que tocaba una canción italiana que ninguna de las dos conocía.

Sus días y sus noches en Venecia fueron absolutamente perfectos. Visitaron el Palacio Ducal y todas las iglesias importantes que aparecían en la guía. Cogieron una góndola para pasar por debajo del Puente de los Suspiros y se abrazaron mientras lo cruzaban deslizándose sobre el agua, lo cual, según decían, significaba que estarían juntas para siempre. Aunque en realidad era una promesa pensada para amantes, Gracie insistió en que para ellas dos también valía. La noche que decidieron vestirse de forma elegante fueron al Harry’s Bar, donde disfrutaron de una cena opípara. La comida en Venecia era fantástica. Victoria probaba risottos y platos de pasta con salsas deliciosas cada vez que paraban a comer, y siempre pedía tiramisú de postre. No lo hacía en busca de consuelo, sino únicamente porque la cocina italiana era exquisita, pero el efecto en su cuerpo fue el mismo.

A las dos les dio muchísima pena tener que volar hacia Roma para disfrutar de la última etapa de su aventura. Allí caminaron más, compraron más regalos y visitaron iglesias y monumentos. Vieron la Capilla Sixtina, hicieron el tour de las catacumbas y se pasearon por el Coliseo. Las dos estaban exhaustas y felices cuando terminaron el viaje. Había sido tan inolvidable como Victoria había esperado; un recuerdo y un momento de sus vidas que ambas sabían que atesorarían para siempre.

Acababan de buscar sitio en la terraza de un café de via Veneto después de lanzar una moneda a la Fontana di Trevi cuando su padre las llamó. Estaba impaciente porque regresaran a casa, y Gracie también parecía tener muchas ganas de verlo. De vuelta habían planeado volar de Roma a Nueva York, donde Gracie pasaría dos días con su hermana antes de regresar a Los Ángeles ella sola. Victoria había prometido que iría a ayudarla a instalarse en la residencia en agosto, pero aquel año no tenía pensado quedarse ningún día en Los Ángeles. Su vida estaba en Nueva York, y sabía que Gracie querría pasar tiempo con sus amigos antes de que todos separaran sus caminos para ir a facultades diferentes. Era un alivio no tener que quedarse dos o tres semanas en casa de sus padres. Prefería tener tiempo para relajarse en su propia casa.

Durante el vuelo de Roma a Nueva York, las dos hermanas comentaron todo lo que habían hecho y visto, y Victoria se alegró al comprobar que no habían sufrido ni un solo percance en todo el viaje. Gracie había sido una compañera encantadora y, aunque sus opiniones sobre sus padres eran muy distintas, Victoria siempre se cuidaba de no hablar mucho de ellos. Tenían otros temas de conversación. Gracie no dejaba de darle las gracias por la increíble experiencia y, cuando ya estaban a medio camino de Estados Unidos, le entregó un paquetito envuelto en papel de regalo italiano y atado con una cinta verde. Se mostró muy misteriosa y emocionada al dárselo a Victoria, y volvió a agradecerle una vez más aquel fabuloso viaje. Le dijo que había sido el mejor regalo de graduación del mundo.

Victoria abrió el paquetito con cuidado y notó que dentro había algo que pesaba. Era una bolsita de terciopelo negro y, al abrirla, vio la preciosa pulsera de oro de la que se había enamorado en Venecia y que había decidido no comprarse.

—¡Ay, Dios mío! ¡Gracie, esto es una locura! —La generosidad del regalo la dejó sin habla.

Gracie se la puso en la muñeca.

—La he comprado con mi paga y el dinero que me dio papá para el viaje —anunció con orgullo su hermana pequeña.

—No me la pienso quitar nunca —le aseguró Victoria mientras se inclinaba para darle un beso.

—Nunca me lo había pasado tan bien —dijo Gracie, feliz—, y seguramente nunca volveré a vivir algo así. Me entristece que se haya terminado.

—A mí también —reconoció Victoria—. A lo mejor podemos repetirlo algún día, cuando te gradúes en la universidad. —Sonrió con expresión soñadora.

Parecía que faltaba una vida para aquel momento, pero Victoria sabía que los años pasarían muy deprisa a partir de entonces. Aún le daba la sensación de que hacía apenas unos días que ella misma se había graduado en el instituto, y de pronto había cumplido los veinticinco y ya hacía tres años que se había licenciado en la universidad. Sabía que a su hermana pequeña le sucedería lo mismo.

Estuvieron hablando muchísimo durante aquel vuelo, pero al final se quedaron dormidas. Las dos despertaron justo cuando aterrizaban en Nueva York. Les daba lástima pensar que el viaje había terminado. El tiempo que habían pasado juntas había sido mágico, y ambas se miraron a los ojos y sonrieron con nostalgia mientras el avión tomaba tierra. Cómo les habría gustado empezar otra vez…

Tardaron una hora en recuperar las maletas y pasar por la aduana, y otra en llegar a la ciudad en taxi. Cuando el coche se detuvo frente al edificio de Victoria, Roma, Venecia, Londres y París parecían quedar a una vida de distancia.

—¡No quiero volver! —se lamentó Gracie mientras su hermana abría la puerta del apartamento. Era fin de semana y todo el mundo estaba fuera, así que tenían el piso para ellas solas.

—Yo tampoco —dijo Victoria, que estaba leyendo ya una nota en la que Harlan le daba la bienvenida a casa.

También le había dejado algo de comida en la nevera, para que así pudiera prepararle algo de desayuno a Gracie. Victoria dejó las maletas en su habitación. Se sentía extraña en el piso.

Aquella noche, después de llamar a sus padres para decirles que habían llegado bien, se acostaron temprano. A Gracie siempre le parecía bien avisarlos, no quería que se preocuparan. Nunca había atravesado ninguna fase rebelde, cosa que a Victoria le habría gustado, porque habría sido más sano que estar tan unida a sus padres. Esperaba que, en la universidad, su hermana encontrara por fin cierta independencia, pero le daba la sensación de que sus padres querrían que fuera a casa a visitarlos constantemente. Aunque sus padres y ella nunca habían tenido una relación tan estrecha, Victoria se alegraba de haber estudiado en la Universidad del Noroeste. Gracie, en cambio, era su niña mimada.

A la mañana siguiente Victoria preparó un desayuno europeo a base de torrijas, luego cogieron el metro para ir al SoHo y pasearon entre los vendedores ambulantes, las tiendas y los turistas. Las calles estaban muy concurridas, y las dos hermanas comieron en una pequeña cafetería con terraza. Pero no era comparable a Europa, y las dos coincidieron en que ojalá estuvieran aún en Venecia. Había sido el punto culminante del viaje, y Victoria seguía llevando con orgullo la preciosa pulsera de oro que le había regalado Gracie.

El domingo fueron a ver un concierto en Central Park, y cenaron después de que Gracie hiciera las maletas. Victoria ya había recogido todas sus cosas, y las dos se quedaron charlando en la cocina hasta altas horas de la noche. Los demás volverían el lunes. El fin de semana siguiente era el del Cuatro de Julio y Gracie tenía un millón de planes en Los Ángeles; Victoria, ni uno solo en Nueva York. Harlan y John pensaban ir a Fire Island, y Bunny se marcharía a Cape Cod.

Victoria acompañó a su hermana al aeropuerto a la mañana siguiente, y las dos lloraron al despedirse. Era el final de un viaje precioso, de unos momentos maravillosos que habían compartido, y Victoria, al ver marchar a Grace, se sentía como si le hubieran arrancado el corazón. Cuando estaba en el autobús a punto de regresar a la ciudad, vio que Gracie le había enviado un mensaje de texto aun antes de que el avión despegara. «Las mejores vacaciones de mi vida, y tú la mejor hermana del mundo. Siempre te querré. G.» Se le saltaron las lágrimas al leerlo y, nada más regresar al piso, llamó a la doctora Watson. Le alegró saber que la psiquiatra tenía un hueco aquella misma tarde.

Victoria estaba contenta de verla y le explicó muchas cosas del viaje. Le comentó lo fácil que había sido todo con Gracie, lo mucho que se habían divertido, le enseñó la pulsera que llevaba en la muñeca y se rio cuando le habló de los hombres que habían seguido a su hermana por las calles de Italia.

—¿Y qué me dices de ti? —preguntó la psiquiatra con calma—. ¿A ti no te siguió nadie?

—¿Me tomas el pelo? Pudiendo elegir entre Gracie y yo, ¿a quién crees que seguían?

—Tú también eres una mujer guapa —afirmó la doctora Watson. Se daba cuenta de lo mucho que Victoria había ayudado a su hermana pequeña y esperaba que, a cambio, ella también hubiese hecho acopio de sustento emocional.

—Gracie es estupenda, pero me preocupa lo unida que está a nuestros padres —le confesó Victoria a la terapeuta—. No creo que sea sano. Con ella son más agradables de lo que fueron nunca conmigo, pero la asfixian, la tratan como si fuera de su propiedad. Mi padre le llena la cabeza con todas sus ideas. Necesita formarse las suyas propias.

—Es joven. Ya llegará a eso —dijo la psiquiatra con aire filosófico—. O tal vez no. Puede que se parezca más a ellos de lo que tú crees. Quizá le resulta cómodo.

—Espero que no —dijo Victoria.

La doctora Watson estaba de acuerdo con ella, pero también sabía que no siempre era así y que no todo el mundo era tan valiente como Victoria, que había roto sus ataduras y se había ido a vivir a Nueva York.

—Háblame de ti. ¿Adónde te diriges tú ahora, Victoria? ¿Cuáles son tus objetivos?

Ella se rio al oír la pregunta. A menudo se reía cuando en realidad tenía ganas de llorar. Así la situación daba menos miedo.

—Quedarme hecha un palillo y conseguir una vida. Conocer a un hombre que me quiera y a quien yo quiera también. —En el viaje había engordado y su plan era perder peso durante el resto del verano.

—¿Y qué estás haciendo para conseguirlo? —preguntó la psiquiatra, refiriéndose a ese hombre al que Victoria quería conocer.

—De momento, nada. Acabo de llegar este fin de semana. No es tan fácil conocer a gente. Todos mis amigos están casados, tienen pareja o son gays.

—Quizá necesites diversificar un poco tus actividades y probar algo nuevo. ¿En qué punto te encuentras ahora mismo con tu peso? —Normalmente, o estaba a dieta o en la más absoluta desesperación.

—Comí mucha pasta en Italia, y cruasanes en París. Supongo que ahora tengo que cumplir penitencia. —Se había comprado el libro de la última dieta famosa antes de salir de viaje, pero todavía no lo había abierto—. Es una lucha constante.

Algo le impedía perder ese peso del que quería deshacerse y, aun así, siempre estaba segura de que al final del arco iris de su peso ideal encontraría al hombre de sus sueños.

—Verás, puede que uno de estos días conozcas a alguien que te ame tal como eres. No tienes por qué seguir un régimen milagroso para encontrar a tu media naranja. Mantenerse en forma es bueno para la salud, pero tu vida amorosa no tiene por qué depender de ello.

—Nadie va a quererme si estoy gorda —dijo ella con el ánimo sombrío. Era el mensaje que su padre le había transmitido durante todos aquellos años, casi en forma de maldición.

—Eso no es cierto —repuso la psiquiatra con serenidad—. El hombre que te quiera, te querrá estando gorda, delgada o de cualquier otra forma.

Victoria no dijo nada, pero era evidente que no creía en la opinión de la doctora Watson. Sabía lo que se decía: no había hombres haciendo cola a su puerta, nadie la paraba por la calle para suplicarle su número de teléfono ni pedirle una cita.

—Siempre puedes volver a la nutricionista. La otra vez te dio bastante buen resultado.

También habían comentado muchas veces los programas de Weight Watchers, pero Victoria nunca había llegado a ir. Siempre decía que estaba demasiado ocupada.

—Sí, supongo que la llamaré dentro de unas semanas.

Primero quería terminar de instalarse, aunque también pretendía perder peso antes de que el curso volviera a empezar. Tras el viaje, otra vez llevaba su ropa de la talla 46.

Entonces Victoria siguió hablando del viaje y la hora terminó.

Al salir a la calle, una vez más tenía la sensación de haberse quedado estancada. Su vida no iba a ninguna parte. De camino a casa se compró un cucurucho de helado. ¿Qué más daba? Ya empezaría a hacer dieta en serio al día siguiente.

Harlan y John estaban en el piso cuando llegó, y Bunny también. Se alegraron mucho de verla y aquella noche, cuando Bunny volvió del gimnasio, cenaron todos juntos. John había preparado un bol enorme de pasta y ensalada de langosta, ambas irresistibles. Harlan se dio cuenta de que Victoria había vuelto a engordar, pero no dijo nada. Estaban muy contentos de tenerla otra vez allí, y Bunny les contó que se había prometido con su novio y les enseñó el anillo. Iban a casarse en primavera. La noticia no pilló a nadie por sorpresa, y Victoria se alegró mucho por su compañera de piso.

Algo antes, por la tarde, Gracie le había enviado un mensaje de texto para decirle que ya había llegado a casa, y por la noche llamó a Victoria antes de acostarse. Le contó que sus padres la habían sacado a cenar y que al día siguiente pensaba ir a Malibú con unos amigos. Tenía un verano lleno de planes por delante. Victoria se fue a dormir soñando con Venecia: estaba sentada en una góndola junto a Gracie, bajo el Puente de los Suspiros. Después soñó con el risotto a la milanesa que había comido en el Harry’s Bar.

El resto del verano transcurrió volando. Victoria pasó el fin de semana del Cuatro de Julio en los Hamptons, hospedada en un bed and breakfast con Helen y un grupo de profesoras de Madison. En agosto fue a Maine con Harlan y John. En Nueva York tuvo que soportar varios días sofocantes durante los que no hizo nada más que estar tumbada por casa. Hacía demasiado calor para salir a correr, así que alguna vez fue al gimnasio. Más que nada era un esfuerzo para acallar su conciencia, pero en realidad no le apetecía hacer deporte. Lo había pasado tan bien con su hermana que se había quedado muy triste viendo marchar a Gracie después de su viaje juntas. Victoria la echaba mucho de menos y se sentía muy sola sin ella. Fue a una reunión de Comedores Compulsivos Anónimos, pero no volvió más.

Tal como había prometido, voló a California un fin de semana para ayudar a su hermana a instalarse en su residencia de la Universidad del Sur de California. Fue un día lleno de caos, recuerdos agridulces y lágrimas de saludo y despedida. Victoria la ayudó a deshacer las maletas mientras su padre le instalaba el equipo de música y el ordenador, y su madre le doblaba bien toda la ropa interior antes de guardarla en los cajones.

Gracie compartía la diminuta habitación con otras dos compañeras, así que fue toda una hazaña conseguir meter todas las cosas de cada una en sus taquillas, un único armario y tres cajoneras. Entre eso y los tres escritorios con tres ordenadores que acaparaban el espacio de la habitación, además de los tres pares de padres que intentaban ayudar a sus hijas y Victoria, apenas se cabía. A media tarde ya habían hecho todo lo que podía hacerse, y Gracie los acompañó afuera. Parecía a punto de sufrir un ataque de pánico. Su padre estaba al borde de las lágrimas, y Victoria tenía el corazón en un puño. Gracie ya era adulta: tenían que abrir la puertecilla de la jaula para dejarla volar. A sus padres les costaba mucho más que a ella, aunque tampoco para Victoria era fácil.

Estaban frente a la puerta de la residencia, hablando, cuando un chico alto y guapo pasó junto a ellos con una raqueta de tenis en la mano. En cuanto vio a Grace se detuvo como si lo hubiera alcanzado un rayo y no pudiera dar un paso más. Victoria sonrió al verle la cara; ya había visto a otros reaccionar así ante su hermana.

—¿De primero? —preguntó el chico, aunque podía deducirlo por el pabellón en el que se encontraban.

Gracie dijo que sí con la cabeza. Sus ojos tenían la misma expresión que los de él, y Victoria estuvo a punto de echarse a reír. Sería demasiado fácil que Gracie conociera al hombre de su vida nada más llegar a la residencia. ¿De verdad era tan sencillo?

—¿Y tú, de tercero? ¿Cuarto? —le preguntó ella con una mirada llena de esperanza.

El chico sonrió.

—Máster en Administración de Empresas —contestó con una sonrisa de oreja a oreja, lo cual quería decir que tenía por lo menos cuatro años más que ella, aunque seguramente más bien cinco o seis—. Hola —dijo entonces, mirando a los demás—. Me llamo Harry Wilkes.

Todos habían oído hablar del Pabellón Wilkes y se preguntaron si el chico sería de la misma familia que había donado los fondos para construirlo. Estrechó la mano a sus padres y a Victoria, y luego le sonrió embobado a Gracie y le preguntó si le gustaría jugar un partido de tenis a las seis. A ella se le iluminó la cara y aceptó. Harry prometió volver más tarde a buscarla y entonces se fue corriendo.

—Caray, qué facilidad —comentó Victoria cuando el chico se fue—. ¿A alguien le apetece un poco de tenis? De verdad que no sabes la suerte que tienes.

—Sí que lo sé —repuso Grace con una mirada soñadora—. Es monísimo. —Y entonces, como si un alienígena del espacio exterior se hubiese apoderado de su cuerpo, le dijo a Victoria por lo bajo—: Algún día me casaré con él.

—¿Por qué no esperas antes a ver qué tal se le da el tenis?

Victoria sabía muy bien la cantidad de chicos que habían entrado y salido de la vida de su hermana durante los años de instituto. Aquello no era más que el principio de cuatro años de universidad. Solo esperaba que Gracie no siguiera los pasos de su madre y se pasara esos cuatro años buscando marido en lugar de divertirse. A su edad no había motivos para pensar siquiera en el matrimonio.

—No. Lo digo en serio. Me casaré con él. Lo he sentido en cuanto me ha dicho hola —insistió Gracie.

La seriedad de su mirada hizo que Victoria quisiera echarle un vaso de agua por la cabeza para despertarla.

—A ver. Esto es la universidad. Cuatro años de diversión, de cosas por aprender y de tíos fantásticos. No hay que casarse el primer día.

—Tú deja que tu hermana pille al chico más rico del campus —anunció su padre con orgullo, dando ya por hecho que Harry era uno de los Wilkes del Pabellón Wilkes—. Parece que se ha quedado prendado de ella.

—Igual que la mitad de Italia, en junio. No perdamos la cabeza —insistió Victoria, que intentaba ser la voz de la razón, aunque nadie estaba escuchándola.

A su padre le había gustado el nombre del muchacho. A Gracie, su físico. Y su madre había dado su visto bueno en cuanto había oído hablar de matrimonio. El pobre Harry Wilkes estaba perdido, se dijo Victoria, si aquellos tres le echaban el guante.

—Oye, escúchame bien —dijo a su hermana pequeña—, intenta no prometerte antes de que yo vuelva por Acción de Gracias. —Entonces le dio un fuerte abrazo y, mientras se estrechaban, las dos desearon poder congelar aquel momento para siempre—. Te quiero —le susurró Victoria, hablando a su oscura melena rizada.

En brazos de su hermana, Gracie parecía una niña. Entonces levantó la cabeza y la miró con lágrimas en las pestañas.

—Yo también te quiero. Y lo de antes lo he dicho muy en serio. He tenido un extraño presentimiento con él.

—Ay, cállate ya —dijo Victoria, riendo, y le dio un empujón en broma—. Pásatelo bien jugando al tenis. Y llámame luego para explicarme qué tal. —Victoria se iba a Nueva York a la mañana siguiente. Sin Gracie en casa no había nada que la retuviera allí. Hacía años que era así.

Sus padres y ella regresaron al enorme aparcamiento y buscaron el coche. Victoria se sentó en la parte de atrás, y nadie dijo nada durante el trayecto hasta su casa. Cada uno estaba absorto en sus cosas, pensando en lo deprisa que transcurría el tiempo. Victoria recordaba a Gracie de pequeña, un bebé que daba sus primeros pasos a toda velocidad por el salón. Se acordaba de haberla llevado a la clase de párvulos y haberse despedido de ella con un beso. De repente se había convertido en una adolescente y, poco después, ya estaba yendo a la universidad. Todos tenían la triste certidumbre de que los siguientes cuatro años pasarían volando, tan deprisa como los anteriores.