Victoria todavía seguía destrozada por el desengaño que había sufrido con Jack Bailey cuando voló a Los Ángeles por Acción de Gracias. Le alegró ver a Grace y compartir la festividad con su familia, pero se sentía fatal consigo misma. Gracie se dio cuenta y eso la entristeció. Veía lo disgustada que estaba su hermana por lo mucho que comía. Sus padres, en cambio, lo único que notaron fue que, una vez más, había engordado, así que Victoria regresó a Nueva York el sábado. No aguantó más.
Al lunes siguiente llamó a la doctora Watson y fue a verla. Habían hablado mucho de Jack las semanas anteriores. No importaba las vueltas que le diera, Victoria todavía sentía que, de algún modo, ella había tenido la culpa. Creía que si de verdad fuese merecedora del amor de alguien, Jack la habría tratado de otra forma.
—Esto no tiene que ver con quién eres tú —le repitió su psiquiatra con serenidad—, tiene que ver con quién es él. Con su falta de integridad, con su deslealtad. No ha sido culpa tuya, ha sido culpa de él.
Victoria pensaba que era razonable, pero emocionalmente era incapaz de asimilarlo. Para ella todo se reducía a si era digna de ser amada o no. Y si sus padres no la habían querido, ¿quién iba a hacerlo? Lo mismo sucedía con sus sentimientos por Jim y Christine: su incapacidad de quererla tal como era no decía nada bueno de los dos, pero Victoria seguía sintiendo que la responsable era ella. Cuando regresó a Los Ángeles por Navidad intentó llenar su vacío con litros y litros de helado. Seguía deprimida y no lograba sobreponerse.
Sus padres no sabían nada de su relación con Jack. Victoria no había compartido nada con ellos y suponía que, de haberlo hecho, sin duda habrían encontrado la forma de echarle la culpa del fracaso. ¿Cómo iba a amarla Jack si estaba gorda? Seguro que la otra mujer estaba delgada. Victoria no había tenido el valor de preguntar a John cómo era la otra profesora. Creía a ciencia cierta en los mensajes que le habían transmitido sus padres por activa y por pasiva: que a los hombres solo les gustaban las chicas que eran como Gracie, ninguno quería a una mujer inteligente. Ella no se parecía en nada a su hermana y, además, era una chica brillante. Así que ¿quién iba a amarla? Todavía seguía con una grave depresión cuando regresó a Nueva York por Fin de Año. Pasó la Nochevieja en el avión y, cuando el capitán deseó a los pasajeros un feliz Año Nuevo, Victoria se tapó la cabeza con su manta y se echó a llorar.
Ver a Jack en la escuela entre Acción de Gracias y Navidad había sido una auténtica tortura. Victoria ya nunca comía en la sala de profesores; se quedaba en su aula o salía afuera a pasear por el East River. Eso le serviría para recordar por qué no era buena idea liarse con alguien del trabajo. Recoger los pedazos después era complicadísimo. Además, tanto entre los profesores como entre los alumnos corrió el rumor de que habían salido juntos y que él había roto con ella. Era más humillante de lo que nadie podía imaginar. Victoria hacía todo lo posible por desaparecer, aunque era Jack quien tenía de qué avergonzarse. Justo antes de Navidad oyó comentar que salía con la profesora de francés que lo había estado persiguiendo desde el primer día de curso. Victoria lo sintió por ella, ya que suponía que él seguía viéndose con la profesora del colegio de John y que no sería más sincero con su nueva conquista de lo que había sido con ella. O a lo mejor la francesa era más lista y sabía qué preguntas hacer, como: «¿Podemos salir con más gente?». Aunque era probable que de todas formas él le hubiera mentido. En cualquier caso, ya no era asunto de Victoria. Jack Bailey no formaba parte de su vida. Era un sueño que había estado a punto de cumplirse, pero que al final se había hecho añicos. La consecuencia para Victoria fue, sobre todo, que perdió la esperanza. Helen y Carla intentaron consolarla cuanto pudieron, pero también a ellas las evitaba. No quería hablar con nadie, ni en la escuela ni fuera. Ni siquiera con John y Harlan, de momento. Quería dejarlo atrás. Ellos, sin embargo, veían lo mucho que seguía afectándola.
En enero, Victoria se alegró de tener por fin una distracción porque pasó un fin de semana largo acompañando a Gracie a visitar las diferentes facultades que le interesaban. Fueron a ver tres universidades de la costa Este, pero su hermana estaba decidida a quedarse en la costa Oeste. Era una chica de California. Aun así las dos disfrutaron mucho del viaje. Era una oportunidad fantástica para estar juntas. Gracie, además, no decía nada si Victoria se comía un bistec enorme y una patata asada con salsa de nata, seguidos de un helado con chocolate caliente de postre cuando salían a cenar. Sabía lo triste que estaba por lo de Jack. La propia Victoria era muy consciente de que hasta sus pantalones más holgados habían acabado quedándole justos desde Acción de Gracias. Sabía que tenía que hacer algo al respecto, pero todavía no era el momento. No se sentía preparada para dejar lo que su psiquiatra llamaba «la botella de debajo de la cama», que en su caso era todo aquello que engordase. A la larga, la consecuencia de comer todos aquellos alimentos solo sería que se sentiría peor aún, como un alcohólico, pero de momento le ofrecían un consuelo inmediato.
Uno de los puntos álgidos de la visita de Gracie a Nueva York fue pasar un día con Victoria en su escuela. Estuvo incluso en una de sus clases, y se divirtió muchísimo hablando con los demás alumnos. Ellos, al conocer a su hermana pequeña, pudieron comprender mejor a su profesora. Gracie representó todo un éxito en las aulas. Hablaba sin tapujos y enseguida fue el blanco de las miradas de todos los chicos, que le pidieron su correo electrónico y quisieron saber si estaba en Facebook. Sí que estaba. Repartió su dirección como si fueran caramelos, y los chicos no los dejaron escapar. Victoria se alegró de que Gracie se marchara antes de que le revolucionara todos los grupos. A sus casi dieciocho años estaba más guapa que nunca, y Victoria de pronto se sintió mayor, además de enorme. Se deprimía solo con pensar que cumpliría veinticinco al cabo de unos meses. Un cuarto de siglo. ¿Y qué tenía para dar fe de aquellos años? Lo único en lo que se fijaba era en que no había ningún hombre en su vida y que seguía batallando con su peso. Tenía un trabajo que le encantaba y una hermana a la que quería, y nada más. No tenía novio, nunca había tenido ninguno en serio, y su vida social se reducía a Harlan y a John. No parecía suficiente, a su edad.
En su siguiente sesión con la doctora Watson, la psiquiatra decidió pasar al ataque cuando Victoria le habló de la ruta por diferentes universidades que había hecho con Gracie y lo mucho que se habían divertido.
—Quisiera plantearte una pregunta para que la medites —dijo su terapeuta con calma. Ese último año y medio, Victoria había llegado a apoyarse mucho en ella y a valorar todo lo que decía—. ¿Crees posible que te niegues a perder peso para no tener que competir con tu preciosa hermana pequeña? Te expulsas tú sola de la carrera escondiéndote detrás de tu cuerpo. A lo mejor tienes miedo de perder peso y, aun así, no poder competir con ella, o no querer hacerlo.
Victoria desechó esa idea y enseguida le quitó importancia.
—No tengo por qué competir con una chica de diecisiete años, ni debería hacerlo. Es una niña. Yo soy adulta.
—Ambas sois mujeres, en una familia en la que vuestros padres os enfrentaban la una a la otra y a ti te decían que no eras lo bastante buena, pero que ella sí, desde el día en que nació. Es una carga muy pesada para ambas, y más aún para ti. Así que te retiras de la competición.
Era un punto de vista interesante, pero a Victoria no le apetecía oírlo.
—Yo ya era grandullona antes de que ella naciera —insistió.
—Grande comparada con tu hermana. Pero no nos desviemos del tema, el sobrepeso es otra cuestión.
La psiquiatra insinuaba que Victoria se había puesto encima una capa protectora, un traje de camuflaje que impedía a los demás verla como mujer. Ella era una chica muy guapa, pero no tanto como Gracie, así que evitaba competir con ella y desaparecía dentro de un cuerpo que la hacía invisible para la mayoría de los hombres, salvo para el que sería el adecuado para ella. Su terapeuta, sin embargo, esperaba que se deshiciera de esa carga antes, simplemente porque la hacía desgraciada.
—¿Estás diciendo que no quiero a mi hermana? —preguntó Victoria, enfadada por un momento.
—No —repuso la doctora con serenidad—, estoy diciendo que no te quieres a ti misma.
Victoria se quedó callada un buen rato sin poder contener las lágrimas que le caían por las mejillas. Ya hacía tiempo que había aprendido para qué era la caja de pañuelos de papel y por qué la utilizaba la gente tan a menudo.
En la primavera del segundo año de Victoria en Madison, el director le ofreció un puesto fijo en el departamento de lengua. A ella le alegró saber que el contrato de Jack Bailey no iba a renovarse. Se rumoreaba que le habían dicho que no era «lo que estaban buscando». Su tórrida aventura con la profesora de francés había acabado mal, y todos habían presenciado peleas por los pasillos. La apasionada francesa incluso le había dado un bofetón estando en la escuela. Después de eso Jack se había liado con la madre de un alumno, lo cual todos sabían que en Madison estaba terminantemente prohibido. Victoria se sintió aliviada al saber que se marcharía. Le resultaba muy doloroso cruzárselo por el pasillo, le recordaba que de algún modo había fracasado, que no había sido lo bastante buena para que la amara, y que Jack había resultado ser deshonesto y, en definitiva, un cerdo.
Ella estaba entusiasmada con la seguridad que le daba ese puesto fijo y saber que no tendría que preocuparse de su futuro cada año. Madison ya era su hogar y podía establecerse allí con la certeza de tener el trabajo asegurado. Helen y Carla se habían emocionado al enterarse y la habían invitado a comer. Por la noche Victoria también celebró la noticia con Harlan y John. Por aquel entonces Bill ya se había ido del piso y estaba viviendo con Julie, así que John había ocupado su antiguo cuarto para instalar su despacho, porque compartía habitación con Harlan. John había resultado ser una buena incorporación al grupo, y a Bunny también le caía muy bien. Ella pasaba cada vez más tiempo en Boston con su novio, y Victoria sospechaba que pronto se mudaría allí, donde seguramente se casarían. Como eran solteros, su vida en común estaba sujeta a cambios constantes; pero ella, John y Harlan no tenían intención de irse a ningún lado. Victoria ni siquiera se molestó en llamar a sus padres para contarles lo del trabajo, aunque sí se lo dijo a Gracie, que estaba a dos meses de su graduación y no cabía en sí de alegría porque la habían aceptado en la Universidad del Sur de California. Había pensado trasladarse a una residencia, así que sus padres por fin tendrían el nido vacío. No era que estuvieran muy contentos, pero Gracie se había mostrado inflexible y, como siempre, ellos habían accedido a sus deseos. A Victoria le sorprendió que el hecho de que Gracie se fuera a vivir a una residencia los inquietara más que su propio traslado a casi cinco mil kilómetros de distancia. Sucediera lo que sucediese, Gracie siempre sería la niña de los ojos de su padre, su preferida, y Victoria, nada más que la primera prueba de la receta. No la habían tirado a la basura, pero era casi lo mismo: su falta de afecto y apoyo le habían hecho prácticamente el mismo daño. Para Victoria, esa era la realidad de la relación con sus padres.