Aquel curso, al ser el segundo año de Victoria en la Escuela Madison, le concedieron un respetable aumento de sueldo. Seguía sin ser una cantidad que impresionara a su padre, pero a ella le daba algo más de margen para vivir. Además, solo tendría grupos de duodécimo, que era su curso preferido. Los chavales de undécimo estaban mucho más revolucionados y también estresados, y los de décimo eran muy inmaduros y bastante complicados de llevar. Seguían siendo niños en muchos sentidos: siempre estaban poniendo a prueba los límites y se comportaban con muy mala educación. Los de duodécimo, en cambio, ya estaban en la recta final y habían empezado a posicionarse ante la vida y a desarrollar el sentido del humor. También disfrutaban del último año en que serían los niños de su casa. Eso hacía que fuese mucho más divertido trabajar con ellos. La nostalgia empezaba a invadirlos durante sus últimos meses en el instituto, y a Victoria le gustaba ser partícipe de ello y compartir aquel último curso con sus alumnos. Ya casi estaban listos para abandonar el nido.
Carla Bernini se reincorporó a la escuela después de un año de baja por maternidad y quedó impresionada por todo lo que Victoria había conseguido con sus alumnos. Sintió un gran respeto por ella, a pesar de su juventud, y se hicieron buenas amigas. De vez en cuando llevaba a su hijo a la escuela para que lo vieran, y a Victoria le parecía una monada. Era un niño feliz y alegre que le recordaba a Gracie a su edad.
Ella siguió acudiendo a la consulta de la doctora Watson una vez a la semana. Creía que estaba consiguiendo cambios sutiles en su forma de ver la vida, de mirarse a sí misma y de considerar la relación que había tenido durante todos aquellos años con sus padres. Jim y Christine habían sido dos personas tóxicas y perjudiciales para ella, y por fin empezaba a enfrentarse a ese hecho. Victoria había dado muchos pasos positivos desde el inicio de su terapia. Volvía a cuidar su dieta y se había apuntado a un gimnasio. A veces, en las sesiones en que recordaba todo lo que le habían hecho y dicho sus padres, sus emociones quedaban tan a flor de piel que no podía evitar volver a casa y atiborrarse de comida en busca de consuelo. El helado siempre era su droga preferida y, a veces, su mejor amigo. Sin embargo, al día siguiente comía poquísimo y alargaba la hora de gimnasio para compensar sus excesos. La doctora Watson le había recomendado a una nutricionista que le había aconsejado muy bien sobre cómo planificar sus comidas. Victoria había probado incluso con terapia de hipnosis, pero no le había gustado y, además, no había tenido ningún efecto en ella.
Con lo que más disfrutaba era con su trabajo, con los chicos a quienes daba clases. Victoria estaba aprendiendo muchísimo sobre docencia y sobre la vida. Desde que había empezado a ver a su psiquiatra cada vez tenía más confianza en sí misma y, aunque todavía no había vencido las dificultades que le proporcionaba la comida, esperaba conseguirlo algún día. De todas formas, era muy consciente de que jamás tendría un físico como el de Gracie o su madre, pero, desde que trabajaba con la psiquiatra, estaba más satisfecha consigo misma.
Al empezar el curso se encontraba en un buen momento. Aquel año llegó un profesor de química nuevo para sustituir al anterior, que se había jubilado. Parecía buena persona, y físicamente no estaba nada mal. No era que pareciera un actor de cine, pero tenía un aire agradable y afectuoso, y era muy simpático, tanto con los demás profesores como con los niños. Desde el principio se esforzó mucho por conocerlos a todos, y a todo el mundo le cayó bien.
Un día Victoria estaba en la sala de profesores comiendo una ensalada que había comprado en una tienda del barrio mientras intentaba corregir la última redacción que le quedaba, porque quería devolver a sus alumnos una tarea que les había mandado. Aún tenía algo de tiempo libre antes de su siguiente clase, y entonces vio cómo él se sentaba a su mesa, frente a ella, y desenvolvía su bocadillo. Victoria no pudo evitar fijarse en que olía de maravilla y, mientras se comía su ensalada, se sintió como un conejo. Había aliñado las hojas de lechuga con un poco de limón en lugar de echarle la generosa dosis de salsa preparada que habría preferido. Intentaba portarse bien y tenía una cita con su psiquiatra al día siguiente.
—Hola, me parece que no habíamos coincidido todavía. Soy Jack Bailey —se presentó él entre mordisco y mordisco de bocadillo.
Tenía el cabello entrecano aunque no debía de pasar de los treinta años, y llevaba barba, lo cual le daba un aspecto muy maduro ante los chicos. Era fácil tomárselo en serio, y Victoria le sonrió y se presentó mientras masticaba su lechuga.
—Ya sé quién eres —le dijo él con una sonrisa—. Todos los alumnos de duodécimo te adoran. Es bastante duro intentar estar a tu altura cuando vienen a mi clase después de haberte tenido a ti. No sé cómo se te ocurren esas ideas. Aquí eres una verdadera estrella.
Fue muy amable por su parte decirle eso, Victoria estaba encantada.
—No siempre están tan locos por mí —le aseguró—. Y menos cuando les pongo exámenes sorpresa.
—De adolescente no sabía si quería ser físico o poeta. Me parece que tú elegiste mejor.
—Tampoco soy poetisa —repuso ella con sencillez—, solo profesora. ¿Qué te parece la escuela?
—Me encanta. El año pasado di clases en una pequeña escuela rural de Oklahoma. Los niños de aquí son mucho más refinados. —Victoria sabía que también él lo era: había oído decir que se había licenciado en el MIT—. Y lo estoy pasando en grande descubriendo Nueva York. Yo soy de Texas. Viví un par de años en Boston después de licenciarme, y luego emigré a Oklahoma. Me encanta esta ciudad —comentó con voz cálida, y se terminó el bocadillo.
—A mí también. Yo soy de Los Ángeles. Llevo aquí un año y todavía hay un montón de cosas que me gustaría hacer y ver.
—Quizá podríamos ir juntos a verlas —propuso él, mirándola con expectación.
Por un instante Victoria sintió palpitar su corazón. No sabía muy bien si lo había insinuado en serio o si solo lo decía por ser amable. A ella le habría encantado salir con alguien como él. Había tenido alguna que otra cita los meses anteriores, entre ellas una con aquel antiguo compañero de instituto de Los Ángeles, y todas habían resultado ser un desastre. Su vida amorosa seguía siendo inexistente, y Jack era el único buen partido de la escuela. Desde su llegada las profesoras no hacían más que hablar de él, e incluso lo habían bautizado como «el tío bueno». Victoria era muy consciente de todo ello mientras charlaban en la sala de profesores.
—Estaría bien —repuso sin darle importancia por si no se lo había propuesto en serio.
—¿Te gusta el teatro? —le preguntó Jack cuando ya se levantaban. Era bastante más alto que ella, pasaba del metro ochenta.
—Mucho, pero no puedo permitírmelo —confesó Victoria con sinceridad—. Aun así voy alguna que otra vez, solo por darme un lujo.
—Hacen una obra en un teatro independiente que tenía intención de ir a ver. Es algo oscura, pero me han dicho que está genial. Conozco al autor. Quizá podríamos ir juntos este fin de semana, si estás libre.
Victoria no quería decirle que estaría libre el resto de su vida, sobre todo para él. Se sintió halagada por su interés.
—Me parece un plan fantástico —dijo, y sonrió con simpatía, convencida de que él no seguiría adelante con la invitación. Estaba acostumbrada a que los hombres fuesen amables con ella y luego no volvieran a llamarla.
Victoria tenía muy pocas oportunidades de conocer a hombres solteros. Vivía y trabajaba entre mujeres, niños y hombres casados o gays. Un buen partido soltero era una rareza en su universo. Su psiquiatra la había animado a salir y a conocer a más gente, no solo a hombres, porque su mundo se limitaba a la escuela y estaba definido por ella.
—Te enviaré un correo electrónico —le prometió Jack mientras los dos salían ya de la sala de profesores para volver al trabajo.
Tenían clase en el mismo horario, así que se él despidió con la mano y desapareció por el pasillo en dirección contraria, hacia donde estaban los laboratorios de ciencias, y ella pasó por delante del aula de Helen de camino a la suya. Helen estaba hablando con Carla Bernini, y ambas levantaron la mirada y sonrieron al verla pasar. Victoria se detuvo un momento en la puerta.
—Hola, chicas. —Le encantaba la camaradería que compartían. Las dos eran mayores que ella, pero trabajar en una escuela muchas veces era como formar parte de una familia, con muchos hermanos mayores, que eran sus compañeros, y muchos hermanos pequeños, que eran los alumnos. Todos estaban juntos en el mismo barco.
—Corre el rumor de que has comido con el tío bueno en la sala de profesores —dijo Carla con una sonrisa de oreja a oreja.
Victoria sonrió también, algo avergonzada.
—¿Te burlas de mí? Estábamos sentados a la misma mesa. Deja al pobre chico en paz, media escuela va detrás de él. Solo ha sido amable. ¿Vosotras dos tenéis un radar, o es que habéis puesto micrófonos en la sala de profesores?
Las tres se echaron a reír. Sabían perfectamente que todas las escuelas eran nidos de cotilleo donde los profesores chismorreaban acerca de sus compañeros, de los alumnos y de cualquier cosa que sucediera en sus vidas. Todo el mundo estaba al tanto de todo.
—Es muy mono —dejó caer Carla, y Helen le dio la razón mientras Victoria ponía los ojos en blanco.
—No va detrás de mí, creedme. Estoy segura de que hay mejores peces en el mar. —Además, de todos era sabido que la nueva profesora de francés, una parisina guapísima, le había echado el ojo. ¿Qué posibilidades tenía ella?
—Pues tendría suerte de acabar contigo —dijo Carla con dulzura. Había cogido cariño a su joven compañera y sentía un gran respeto por Victoria como profesora. Aunque todavía le quedaba mucho por aprender, sin duda había hecho un estupendo trabajo el primer año.
—Gracias por el voto de confianza —repuso Victoria, y siguió camino hacia su aula.
Siempre le sorprendía lo deprisa que corrían los rumores en el instituto. Casi superaban la velocidad del sonido. Se preguntó si Jack de verdad le enviaría ese correo electrónico. Lo dudaba; aunque había sido bonito charlar con él durante la comida, no esperaba que saliera nada de ello, y así se lo dijo a su psiquiatra al día siguiente.
—¿Y por qué no? —le preguntó la doctora—. ¿Por qué crees que no va a cumplir lo que te ha dicho?
—Porque no fue nada en firme, solo un comentario sin importancia durante la comida. Seguramente no lo decía en serio.
—¿Y si te equivocas? ¿Qué significaría eso?
—Pues… que le gusto, o que se siente solo.
—O sea, que crees que únicamente vales como premio de consolación para tipos solitarios. ¿Y si de verdad le gustas?
—Yo creo que solo quería ser amable —dijo Victoria con firmeza. Los hombres ya la habían decepcionado otras veces. Ella había creído que les interesaba, pero no la habían vuelto a llamar.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó la psicóloga con tranquilo interés—. ¿No crees que mereces salir con un hombre agradable?
Se produjo un largo silencio mientras Victoria meditaba la respuesta.
—No lo sé. Tengo sobrepeso. No soy tan guapa como mi hermana. Odio mi nariz, y mi madre dice que a los hombres no les gustan las mujeres inteligentes.
La psiquiatra sonrió al oír su respuesta, y Victoria soltó una risita nerviosa por lo que ella misma acababa de decir.
—Bueno, estamos de acuerdo en que eres inteligente. Eso es un buen comienzo. Pero yo no coincido con tu madre. A los hombres inteligentes les gustan las mujeres inteligentes. Puede que a los superficiales no, porque se sienten amenazados por ellas, pero tú tampoco querrías unirte a un tipo así. A mí tu nariz me parece normal, y el peso no es un fallo de tu carácter, es algo que puedes cambiar. Al hombre a quien le gustes y le importes de verdad no le preocupará tu peso, ni por exceso ni por defecto. Eres una mujer muy atractiva, Victoria, y cualquier hombre tendría mucha suerte de estar contigo.
Era agradable oír eso, pero Victoria no acababa de creer sus palabras. Había tenido pruebas de que era todo lo contrario de una forma demasiado contundente y durante demasiado tiempo: los insultos de su padre, el constante desdén de sus dos progenitores y su propia sensación de fracaso.
—Vamos a esperar, a ver si te llama —propuso la psiquiatra—. Aunque si no lo hace, eso solo querrá decir que tiene otros intereses, y no que ningún hombre vaya a quererte jamás.
Victoria tenía veintitrés años y, de momento, ningún chico que hubiera conocido se había enamorado de verdad de ella. Todos habían pasado de largo sin hacerle caso durante años, excepto algún amigo. Se sentía como un objeto sin forma, sin sexualidad y que no era deseable. Así que haría falta mucho empeño y trabajo duro para darle la vuelta a la situación. Por eso estaba allí, para cambiar la imagen que sus padres habían hecho que se formara de sí misma. Ella decía que estaba dispuesta a lo que hiciera falta aunque el proceso resultara doloroso. Vivir con aquella sensación de derrota era aún peor. Ese era el legado que le habían dejado Jim y Christine: conseguir que se sintiera incapaz de ser amada porque ellos no la habían querido. Todo había empezado el día en que nació. Después de sufrir veintitrés años de comentarios negativos sobre su persona, había llegado el momento de borrarlos, uno a uno. Por fin estaba dispuesta a enfrentarse a ello.
Victoria se sintió un poco desanimada después de la sesión. Era muy duro escarbar en el pasado, sacar a la luz todos esos feos recuerdos y contemplarlos largo rato y con ojo crítico. Todavía se sentía algo abatida cuando llegó a casa. Detestaba recordar todas aquellas cosas, todas las ocasiones en que su padre había herido sus sentimientos mientras su madre hacía oídos sordos y cerraba los ojos sin salir en su defensa. Su propia madre. La única que la había querido siempre era Gracie.
¿Qué decía eso de Victoria, que su propia madre no la quisiera? Y su padre tampoco. Para ella la única fuente de amor había sido una niña que no sabía nada de la vida. Eso le había transmitido la idea de que ningún adulto inteligente podía quererla, ni siquiera sus padres. Tendría que aprender a recordarse que era un fallo de la personalidad de ellos, no de la suya.
Al llegar a casa encendió el ordenador y abrió el correo electrónico. Tenía un mensaje de Gracie, que le explicaba cómo le iba en el instituto y le hablaba de un drama con un nuevo chico del que se había enamorado. Con dieciséis años, tenía más chicos pululando a su alrededor de los que Victoria había tenido en toda su vida, aunque no fueran más que unos críos. Cuando acabó de leer el mensaje de Grace con una sonrisa, la voz de su ordenador le informó de que tenía un correo nuevo, así que cambió de ventana para ver de quién era. Al principio no reconoció la dirección, pero al releerla enseguida supo quién era: Jack Bailey. El nuevo profesor de química con quien había comido en la sala de profesores. Abrió a toda prisa el mensaje, intentando no ponerse nerviosa. Podía tratarse de algo de la escuela, o de alguno de los estudiantes que compartían. Después de leerlo se quedó allí sentada mirando la pantalla.
Hola. Fue muy agradable comer contigo ayer y tener tiempo de charlar. He conseguido dos entradas para esa obra de la que te hablé. ¿Hay alguna posibilidad de que te animes a venir conmigo el sábado? ¿Cenamos antes o después? Algo rápido en una cafetería que hay cerca, por cortesía de un hambriento profesor de química. Ya me dirás si estás libre y si te interesa. Nos vemos por la escuela.
JACK
Victoria estuvo una eternidad mirando el mensaje y preguntándose qué implicaba. ¿Amistad? ¿Una cita? ¿Alguien que no tenía amigos en Nueva York y que simplemente se sentía solo? ¿De verdad le gustaba ella? Se sentía como Gracie con sus romances de instituto, intentando leer entre líneas. Se había puesto muy nerviosa, pero quizá el plan no era más que lo que parecía: una cena y una obra de teatro el sábado por la noche, propuesta por un tipo simpático. El resto podrían ir decidiéndolo más adelante, si les apetecía volver a salir juntos. Esperaría para contárselo a Harlan cuando llegara a casa.
—Eso es lo que la gente llama una cita, Victoria. Un tipo te invita a salir. Te ofrece comida y probablemente también algo de entretenimiento, en este caso una obra de teatro. Y si los dos os divertís, pues lo repetís otro día. ¿Qué le has contestado? —preguntó con interés. Se alegraba por ella, que parecía emocionada.
—Nada. Es que no sé muy bien qué decirle. ¿Cómo sabes que es una cita?
—Por la hora. El ofrecimiento de comida. El entretenimiento propuesto. Un sábado por la noche. Vuestro respectivo sexo, vuestra edad, la profesión en común. Los dos estáis solteros. Yo diría que es bastante seguro suponer que es una cita. —Estaba riéndose de ella, que cada vez estaba más nerviosa.
—A lo mejor solo quiere que seamos amigos.
—A lo mejor, pero muchas historias de amor empiezan con una amistad. Ya que los dos trabajáis en una escuela de categoría, no creo que sea un asesino en serie. No parece tener ninguna adicción grave, ni problemas con el abuso de sustancias tóxicas. Seguramente tampoco lo ha detenido la policía en los últimos tiempos. No creo que me equivoque si te digo que puedes salir a cenar y al teatro sin correr ningún peligro. Y, en caso de duda, siempre puedes llevarte a tu amigo el spray de pimienta.
Victoria sonrió al oír su propuesta.
—Además, aquí no solo importa lo que piense él, ¿sabes? Puede que seas tú quien opine que no te gusta. —Quería que supiera que también ella tenía poder de decisión.
—¿Por qué iba a hacer algo así? Es listo, es guapo. Estudió en el MIT. Tiene muchos más puntos positivos que yo. Podría salir con quien quisiera.
—Sí, igual que tú. Además, es él quien te lo ha pedido. Vamos a dejar claras las reglas del juego. Tú tienes tanta libertad de elección como él. No es como si fuera un señor feudal con derecho de pernada.
Era un buen consejo y Victoria lo sabía. Le sirvió para ver las cosas claras. Era muy consciente de que casi siempre se sentía tan fuera de lugar y tan poco digna de ser amada que se le olvidaba que también ella tenía voz en ese asunto. La decisión no le concernía solo a él.
—Y no te olvides del factor «chuleta de cordero» —añadió Harlan con gravedad, mientras preparaba dos tazas de té.
—¿Y eso qué es? —preguntó Victoria, completamente desconcertada.
—Conoces a un tipo tan estupendo que te caes de culo al suelo y te cuesta respirar solo con verlo. Es brillante, encantador y divertido, además del hombre más guapo que has visto en la vida. Puede que incluso conduzca un Ferrari. Pero entonces lo ves devorando una chuleta de cordero igual que si hubiera nacido en un establo y comiera como un cerdo en la piara, y ya no te apetece volver a verlo. Nunca más.
Victoria se echó a reír a carcajadas con la explicación.
—¿No se le pueden enseñar modales? —preguntó en tono inocente.
Harlan sacudió la cabeza con decisión.
—Jamás. Es demasiado bochornoso. Imagina que presentas a un tipo así a tus amigos y tienen que verlo en la mesa, babeando encima de su chuleta de cordero, sorbiendo la sopa y chupeteándose los dedos. Olvídate de cualquier tío que coma como en una porqueriza. En esa cafetería podrás ver qué tal se defiende —dijo Harlan, muy serio, mientras Victoria sonreía.
—Vale. Pediré costillas de cordero y le ofreceré una.
—Confía en mí. Es la prueba definitiva. Con prácticamente todo lo demás se puede convivir. —A esas alturas ya estaban riéndose los dos.
Harían siguió incordiándola un poco, aunque lo que decía no dejaba de tener su parte de verdad. Al conocer a alguien era difícil predecir qué te derretiría el corazón y qué te repelería de esa persona. A Victoria, los hombres que dejaban poca o ninguna propina y eran maleducados o toscos con los camareros siempre le habían parecido malas personas, pero hasta entonces nunca había pensado en las costillas de cordero.
—Bueno, ¿y qué vas a hacer ahora? —le preguntó Harlan—. Te sugiero que aceptes la invitación. No recuerdo la última vez que tuviste una cita, y seguramente tú tampoco.
—Sí que lo recuerdo —dijo Victoria a la defensiva—. Tuve una cita en Los Ángeles el verano pasado. Era un antiguo compañero de clase de octavo con el que me encontré por casualidad en el club de natación.
—¿Y qué? Hasta ahora no me habías hablado de él.
—Es que fue aburridísimo. Trabaja para su madre vendiendo propiedades inmobiliarias y se pasó toda la cena hablando de lo mucho que le dolían las lumbares, de sus migrañas y de sus juanetes heredados. Fue una cita bastante sosa.
—¡Madre de Dios, a saber cómo conseguirá un tipo así echar un polvo de vez en cuando! Dudo que tenga muchas segundas citas. —Los dos reían de nuevo después de la descripción que acababa de hacer Victoria—. Espero que no te acostaras con él.
—No —dijo, remilgada—. Le dolía la cabeza. Y a mí también, llegados a los postres. Me terminé la cena y me fui. Me llamó un par de veces, pero mentí y le dije que ya había vuelto a Nueva York. Por suerte no volví a encontrármelo en ninguna parte.
—Después de esa experiencia, me parece que deberías salir con el profesor de química. Si no tiene programada ninguna operación de juanetes y no sufre de migraña durante la cena, habrás progresado una barbaridad.
—Me parece que tienes razón —repuso Victoria, y se fue a responder al mensaje de Jack Bailey.
Le dijo que estaba encantada de aceptar y que le parecía un plan muy entretenido. Se ofreció a pagar su parte de la cena, ya que ambos eran humildes profesores castigados por la pobreza, pero él contestó que no era necesario, siempre que no le importara cenar en aquella cafetería, y le dijo que el sábado pasaría a buscarla. Ya estaba hecho. Lo único que quedaba por decidir, como comprendió Victoria mientras se lo explicaba a Harlan, era qué se pondría.
—Una falda muy, muy, pero que muy corta —propuso él sin dudarlo—. Con esas piernas que tienes no deberías llevar nada que no fuesen minifaldas. Ojalá tuviera yo unas piernas así —dijo medio en broma, aunque no faltaba a la verdad.
Victoria tenía unas piernas largas, bonitas y esbeltas que llamaban la atención y restaban protagonismo a su torso, más grueso. Harlan también creía que tenía una cara preciosa, de un estilo saludable y rubio, típicamente estadounidense. Era una mujer bastante atractiva, muy agradable, con un intelecto brillante, divertido y agudo, y muchísimo sentido del humor. ¿Qué más podía querer cualquier hombre? Harlan esperaba que la cita le fuese bien. Sobre todo porque él llevaba ocho meses de felicidad con John Kelly gracias a ella. Juntos formaban una combinación perfecta, y su relación se había convertido en algo serio. Empezaban a hablar de irse a vivir juntos y les encantaba llevar a Victoria a cenar con ellos. Harlan se había convertido en su mejor amigo en Nueva York y en su único confidente de verdad, aparte de su hermana. Siempre le daba magníficos consejos.
Cuando Jack, puntual, se presentó en el apartamento a las siete, Victoria estaba sola. Todos los demás habían salido aquella tarde, así que él pudo recorrer el piso y admirar lo agradable y espacioso que era.
—Caramba, comparado contigo, vivo en una caja de zapatos —dijo con algo de envidia.
—Es un alquiler de renta antigua. Tuve suerte, y vivo aquí con tres personas más. Lo encontré nada más llegar a Nueva York.
—Tuviste una suerte increíble.
Victoria le ofreció una copa de vino y, unos minutos después, salieron a cenar. Cogieron el metro para ir a aquella cafetería del Village. Jack dijo que la obra empezaba a las nueve, así que tenían el tiempo justo para cenar antes de entrar.
Victoria había seguido el consejo de Harlan, que le había pasado revista antes de salir a encontrarse con John. Se había puesto una minifalda negra, una camiseta blanca y una cazadora vaquera, además de unas sandalias de tacón alto que le realzaban las piernas. Estaba muy guapa. Se maquilló un poco y se soltó la melena rubia. Harlan dijo que era el atuendo perfecto para una primera cita. Sexy, juvenil, sencillo, sin que pareciera que se había esforzado demasiado. También le había anunciado con solemnidad que los escotes estaban prohibidos en las primeras citas, por mucho que ella tuviera uno estupendo. Le aconsejó que lo reservara para más adelante, pero de todas formas Victoria tampoco había tenido ninguna intención de presumir de escote aquel día. Estaba contenta con su camiseta holgada. Jack y ella no dejaron de hablar animadamente de camino al centro. Era un tipo muy entretenido y con un gran sentido del humor. La hizo reír describiéndole las escuelas en las que había estado, y era más que evidente que trabajar con niños le gustaba de verdad. Como también lo era que le gustaba Victoria.
Ya en la cafetería, ella consultó el menú arrugando la frente. Siempre había sentido debilidad por el pastel de carne con puré de patatas, que le recordaba a la cocina de su abuela (el mejor recuerdo que tenía de ella), pero no quería pasarse y comer demasiado. El pollo frito también parecía apetecible. Al final se decidió por la pechuga de pavo, y pidió unas judías verdes como guarnición. La comida estaba muy rica. Casi se echó a reír al oír que Jack pedía costillas de cordero y una patata asada. Se las comió con cuchillo y tenedor. Ni rastro de la porqueriza. Podría decirle a Harlan que había pasado la prueba. Ella también esperaba haberla superado. De postre, compartieron un trozo de tarta de manzana casera:
—Me gustan las mujeres que tienen un buen apetito —comentó él cuando terminaron de cenar, y le explicó que la última chica con quien había salido era anoréxica, y que a él eso le sacaba de quicio. Nunca comía nada, y por lo visto también era muy neurótica en muchos otros aspectos. Jack no parecía encontrar nada negativo al hecho de que Victoria disfrutara con la comida.
A ambos les agradó la obra y estuvieron hablando de ella durante todo el trayecto de vuelta a casa de Victoria en metro.
Tenía un argumento algo deprimente, pero estaba muy bien escrita y los actores habían hecho un gran trabajo.
Victoria había pasado una velada genial con él y, cuando se detuvieron en el cálido aire nocturno ante la puerta de su edificio, le dio las gracias. No lo invitó a subir al apartamento; era demasiado pronto, pero sin duda aquello había sido una cita. Jack, que también parecía muy contento, le dijo que le gustaría volver a verla. Victoria le dio las gracias, él la abrazó y ella entró en el apartamento vacío dando pequeños saltitos y con una enorme sonrisa. Por un momento lamentó no haberlo invitado a subir a tomar una copa, pero decidió que era mejor así.
Para gran sorpresa suya, Jack la llamó al día siguiente.
Le dijo que había una exposición de arte a la que pensaba ir, y quería saber si a ella le apetecería acompañarlo. Victoria enseguida dijo que sí. Se encontraron en el centro de la ciudad, donde acabaron cenando juntos otra vez. Cuando volvió a la escuela el lunes por la mañana, Victoria había disfrutado de dos citas y estaba impaciente por contárselo a su psiquiatra. Lo sentía como una auténtica victoria, un halago gigantesco hacia su persona. Por lo visto Jack y ella eran compatibles en muchos sentidos. A la hora de comer se encontraron en la sala de profesores y ella agradeció que fuese discreto y no mencionara que se habían visto durante el fin de semana. No le apetecía que toda la escuela supiese que habían salido y habían hecho algo juntos fuera del ámbito escolar, sobre todo porque habían sido dos citas en toda regla. Él estuvo relajado y simpático, pero nada más, y aquella misma noche la llamó para invitarla a cenar el viernes siguiente y a ver luego una película. Victoria estaba entusiasmada cuando se lo contó a sus compañeros de piso mientras cenaban en la cocina.
—Parece que tenemos a un tipo con muchos puntos —dijo Harlan, sonriéndole—. Y además ha pasado la prueba de la costilla de cordero. ¡Caray, Victoria, te has puesto en marcha!
Ella se echó a reír y se sintió algo tonta. A punto estuvo de servirse otra rebanada de pan de ajo para celebrarlo. John cocinaba de maravilla, pero Victoria logró controlarse. Quería perder peso de verdad, y por fin tenía una buena razón para hacerlo. ¡Una cita!
El viernes por la noche lo pasaron muchísimo mejor que las anteriores dos ocasiones, y repitieron el domingo para ir a dar un paseo por el parque. Jack le cogió de la mano mientras caminaban. Compraron unos helados en un puesto ambulante, pero ella se obligó a tirarlo a la basura antes de acabárselo. Aquella semana había perdido casi un kilo y había estado haciendo abdominales todas las noches delante del televisor. Incluso su psiquiatra estaba entusiasmada con ese romance en ciernes, aunque Victoria todavía no se había acostado con él. Jack no lo había intentado, y ella no quería hacerlo tan pronto. Quería estar segura de cuáles eran sus sentimientos por él antes de lanzarse, necesitaba saber que había algo auténtico entre ambos. No quería solo sexo. Deseaba una relación, y Jack, después de cuatro citas, empezaba a parecer el candidato perfecto. Aquel domingo por la tarde regresaron a su apartamento y Victoria le presentó a Bunny y a Harlan. Jack fue encantador con ambos y les cayó muy bien.
Octubre fue el mes más emocionante y prometedor que había vivido en años porque Jack y ella siguieron saliendo todos los fines de semana y, al tercero, él la besó. Lo hablaron, y ambos estuvieron de acuerdo en que preferían esperar un poco antes de llevar la relación a otro nivel. Querían ser cautelosos y maduros, llegar a conocerse mejor antes de dar el gran paso. Victoria se sentía segura y cómoda con él, nada la presionaba. Jack era respetuoso, y cada vez que se veían lo pasaban estupendamente y se sentían más unidos. La doctora Watson veía la relación con buenos ojos.
Victoria había hablado a Jack sobre sus padres, pero sin entrar en demasiados detalles. No le había explicado lo de que con ella solo habían probado la receta, ni que le habían puesto el nombre por la reina Victoria, pero sí le contó que nunca la habían elogiado y que siempre habían criticado su elección de carrera.
—Eso es algo que tenemos en común —repuso Jack—. Mi madre siempre quiso que fuera médico, porque su padre lo fue, y mi padre todavía quiere que me haga abogado como él. A mí me encanta la enseñanza, pero no dejan de advertirme constantemente que jamás tendré un sueldo decente ni seré capaz de mantener a una mujer y a hijos. Sin embargo, hay más gente que lo hace, y es a lo que yo quiero dedicarme. Cuando fui al MIT, mi padre creyó que como mínimo sería ingeniero.
—Mi padre me dice lo mismo a mí, salvo por lo de mantener a mujer y a hijos. Supongo que nadie cree que un profesor merezca ser felicitado. A mí, en cambio, me parece un trabajo importante. Tenemos mucha influencia en los niños.
—Lo sé. Se pagan cinco millones de dólares por batear una pelota de béisbol y sacarla del campo, pero educar a los jóvenes no merece el menor respeto a nadie, salvo a nosotros. Algo va muy mal. —Los dos estaban de acuerdo en eso.
Estaban de acuerdo en casi todo. A principios de noviembre la temperatura de la relación empezó a subir. Llevaban poco más de un mes saliendo, se veían una o dos veces cada fin de semana, y Victoria presentía que pronto se acostarían juntos. El momento se estaba acercando. Ella se sentía muy a gusto con él, se estaba enamorando. Era un tipo estupendo, claro, sincero, inteligente, cariñoso y divertido. Era todo lo que había soñado encontrar en un hombre y, como habría dicho Gracie, también le parecía muy mono. A su hermana pequeña se lo había explicado todo, y ella estaba emocionada, aunque Victoria no había contado nada a sus padres y había pedido a Gracie que tampoco ella lo hiciera. No quería enfrentarse a sus comentarios negativos ni a sus malos augurios. Para ellos seguía siendo inconcebible que un hombre pudiera enamorarse de su hija. Sin embargo, ella notaba que Jack la encontraba guapa, y la calidez de su relación la hizo florecer como un jardín en primavera. Se la veía relajada, más segura de sí misma y siempre alegre.
La doctora Watson estaba preocupada: no le gustaba que su autoestima procediera de un hombre, quería conseguir que irradiara de su interior. Pero lo cierto era que Jack estaba ayudándola a sentirse bien consigo misma. Victoria había perdido casi cinco kilos solo con controlar las raciones y los alimentos que elegía. Recordaba la advertencia de su nutricionista de que no se saltara comidas y eligiera siempre platos saludables. Esta vez no hubo dietas milagrosas, infusiones de hierbas ni purgas. Simplemente estaba feliz, y todo lo demás llegó solo. Victoria y Jack comentaron sus planes de visitar a sus familias por Acción de Gracias y se plantearon regresar a Nueva York durante el fin de semana para poder pasar juntos parte de la festividad.
Ella estaba pensando justamente en eso una noche cuando entró en la cocina y vio a John y a Harlan muy pensativos, teniendo una conversación muy seria. Los dos parecían tristes, y ella enseguida encontró una excusa para dejarlos solos. No quería interrumpirlos, debían de tener algún problema, pero Harlan la detuvo justo antes de que volviera a su habitación con una taza de té.
—¿Tienes un minuto? —le preguntó, y la vio dudar.
Victoria se daba cuenta de que John estaba disgustado. Se preguntó si estarían en plena discusión y esperó que no fuera nada grave. Su relación había ido muy bien hasta entonces y ya llevaban casi un año juntos. A ella le habría dado mucha pena que rompieran, y seguro que a Harlan lo destrozaría.
—Claro —dijo. Aunque no sabía qué podía hacer por ellos, estaba dispuesta a intentar ayudarlos. Harlan le indicó con la mano que se sentara con ellos a la mesa de la cocina, y John soltó un suspiro—. Parece que tenéis algún problema, chicos —añadió Victoria en tono comprensivo mientras su corazón se abría para echar una mano a sus amigos.
—Sí, más o menos —admitió John—. Es más bien un dilema moral.
—¿Entre vosotros dos? —Parecía sorprendida. No era capaz de imaginar que ninguno de los dos estuviera engañando al otro. Estaba segura de que Harlan era fiel, y suponía lo mismo de John. Ambos eran esa clase de personas, con valores, moralidad y una gran integridad; además, se querían.
—No, es sobre una amiga —explicó Harlan—. Nunca me ha gustado entrometerme en los asuntos de los demás. Sin embargo, siempre me he preguntado qué haría en el caso de que descubriese algo que pudiera hacer daño a un ser querido pero, al mismo tiempo, creyera que esa persona debía saberlo. Es una situación en la que nunca he querido encontrarme.
—¿Y ahora estás ahí? —preguntó Victoria con ingenuidad.
Ambos asintieron a la vez. John volvió a suspirar, y esta vez fue él quien habló. Sabía que a Harlan le resultaba demasiado difícil y, además, era él quien disponía de la información de primera mano. Llevaban dos semanas debatiéndolo con la esperanza de que todo se solucionara por sí solo. Pero no había sido así. Había ido a peor, y a ninguno de ellos le apetecía ver a Victoria estrellándose contra una pared. La querían demasiado, casi como a una hermana.
—No conozco todos los detalles, pero es sobre Jack. Tu Jack. La vida es algo extraña a veces, pero el otro día estuve hablando con una profesora que trabaja en mi centro. Nunca me ha caído bien porque es una arpía. Está pagada de sí misma y siempre anda detrás de algún tipo. Últimamente no hace más que hablar de un profesor con el que tiene una aventura. Trabaja en otra escuela. Se ven todos los fines de semana, pero por lo visto solo una noche, y ella empieza a estar mosqueada. Siempre quedan una noche y una tarde, y ella cree que está engañándola con otra, aunque él lo niega. Aparte de eso, le parece un tipo estupendo y asegura que está loco por ella. Han pensado pasar Acción de Gracias juntos en lugar de ir a ver cada uno a su familia, pero él le ha dicho que el sábado siguiente volvería a casa para ver a sus padres el fin de semana. Y entonces, no sé, se me encendió una bombillita. Le pregunté cómo se apellidaba ese tipo y en qué escuela daba clases. No me había preocupado de preguntarle nada antes porque en realidad me traía sin cuidado. Me dijo que se llama Jack Bailey y que enseña química en Madison. —John se volvió con ojos tristes hacia Victoria, que parecía a punto de desmayarse o de echarse a llorar—. Según parece, tu chico está jugando a dos bandas, o lo intenta. Yo quería decirte algo antes de que llegarais más lejos. Por lo visto ha estado repartiéndose los fines de semana entre vosotras dos, y ahora también Acción de Gracias. Eso es portarse como un cerdo, a menos que te lo haya contado y tú hayas accedido a ello. Además, sinceramente, ella es una auténtica arpía. No es una persona decente. No sé qué está haciendo con ella cuando te tiene a ti. —Tanto John como Harlan estaban asqueados por ella.
También Victoria pareció sentirse así de pronto. Se puso a llorar, sentada con ellos en la cocina, y Harlan le pasó un pañuelo de papel. Se sentían fatal por habérselo contado, pero creían que tenía que saber a qué y a quién se enfrentaba.
—¿Qué voy a hacer? —preguntó entre lágrimas.
—Yo creo que debes hablar con él —opinó John—. Tienes derecho a saber qué está haciendo. Sale mucho contigo, pero parece que con ella también. Todos los fines de semana. Ella dice que se acuestan desde hace dos meses. —Para no echar sal en las heridas, prefirió no decirle a Victoria que la otra afirmaba que era un fiera en la cama. No necesitaba oírlo, sobre todo porque ella todavía no se había acostado con él, aunque todos sabían que pronto iba a hacerlo.
Victoria había dado por hecho que acabaría sucediendo el fin de semana de después de Acción de Gracias, cuando ambos regresaran de ver a sus familias, con todos sus compañeros de piso fuera de escena. Aunque ahora sabía que la intención de él había sido pasar esos días con la otra mujer, y mentirle a ella también sobre dónde iba a pasar el fin de semana. Jack tenía suerte de que Nueva York fuese una ciudad tan grande y no se hubiera encontrado con ninguna de ellas estando con la otra, pero el mundo era pequeño, a fin de cuentas, y por pura casualidad estaba saliendo con una profesora que trabajaba con uno de los mejores amigos de Victoria. La probabilidad de que sucediera algo así era escasa, pero había sucedido. La providencia lo había querido así.
—¿Qué voy a decirle? ¿Crees que cuenta la verdad? —Victoria esperaba que no, pero John fue sincero con ella de nuevo, aunque resultara doloroso.
—Sí, lo creo. Es una bruja, pero no hay motivo para creer que mienta o se lo haya inventado. Creo que es él quien no está siendo franco. Y es asqueroso que te haga algo así, aunque no os hayáis acostado todavía. Llevas saliendo con él casi tanto como ella. A mí me parece que está jugando con las dos.
Victoria empezó a encontrarse mal mientras lo escuchaba. Seguía sentada en la silla, inmóvil, y de pronto sintió muchísimo frío. Los chicos la vieron temblar.
—¿Creéis que querrá decirme la verdad? —preguntó con voz lastimera.
—Seguro que sí. Lo hemos pillado prácticamente con las manos en la masa. Me gustaría oír qué tiene que decir y cómo lo explica. Le resultará complicado justificarse o intentar lavar su reputación.
—Nunca le he preguntado si estaba saliendo con alguien más —dijo Victoria con franqueza—. No pensé que hiciera falta. Di por hecho que no.
—Es una buena pregunta —añadió Harlan, abatido—. Hay gente que no dice nada a menos que le pregunten. Pero a estas alturas, si estáis viéndoos todos los fines de semana y construyendo una relación, tendría que habértelo explicado aunque no se lo hubieras preguntado directamente.
Ella asintió y dio las gracias a John por la información, aunque detestaba saber lo que sabía, y él parecía deshecho por ser quien se lo había explicado.
Sin embargo, todos comprendían que era lo correcto. Victoria debía saberlo. Se quedó en la cocina con ellos un buen rato más, dándole vueltas, repasando los detalles. Estaba desconcertada, herida y también enfadada. Al día siguiente, en la escuela, consiguió evitar a Jack. Aún no se sentía preparada para enfrentarse a él.
Aquella noche Jack la llamó por teléfono.
—¿Dónde te has metido todo el día? Te he buscado por todas partes y no te he encontrado —dijo, cariñoso como siempre.
Ya era jueves, y se suponía que iban a cenar juntos al día siguiente. Ella intentó que no se le notara nada al hablar, pero era difícil. No quería que sospechara lo que sabía de él hasta que pudieran verse cara a cara. No era una conversación que quisiera mantener por teléfono. Llevaba todo el día encontrándose mal, y la noche anterior no había dormido. Costaba creer que alguien que le importaba tanto y con quien había sido tan abierta, alguien en quien confiaba tanto, hubiese actuado con tan poca honestidad. Esa revelación le había partido el corazón. Todos sus miedos a no ser lo bastante buena para merecer amor habían regresado. Esperaba que Jack tuviera alguna explicación razonable, pero no lograba imaginar ninguna. Estaba dispuesta a oír lo que tuviera que decirle, quería escucharlo, pero las pruebas que le había presentado John eran bastante condenatorias.
Le dijo a Jack que había estado muy ocupada todo el día reuniéndose con alumnos y con sus padres para hablar del proceso de solicitudes para la universidad, y lo invitó a que, la noche siguiente, subiera a tomar algo a su apartamento antes de salir a cenar. Él, tan encantador como siempre, respondió que le parecía una idea estupenda. Victoria nunca lo había presionado para que pasaran juntos las dos noches del fin de semana para no resultar avasalladora, pero esta vez decidió intentarlo y ver cuál era su reacción.
—Podríamos hacer algo también el sábado por la noche. Dan unas películas muy buenas en el cine —dijo en tono inocente.
—Quizá mejor dejarlo para la tarde del domingo —repuso él como si lo lamentara—. El sábado tengo que pasarme el día corrigiendo exámenes, incluso por la noche. Voy muy retrasado.
Ahí tenía su respuesta. Victoria podía tenerlo la noche del viernes y la tarde del domingo, pero no el sábado, ni el sábado por la noche.
Así pues, con el corazón destrozado y un nudo gigantesco en el estómago, supo que lo que John le había contado era cierto. No era que dudara de su palabra, pero tenía la esperanza de que, de alguna forma, estuviera equivocado. Por lo visto no era así.
El viernes pasó todo el día distraída y nerviosa en la escuela. Vio a Jack un momento en la sala de profesores a la hora de comer, pero prefirió salir corriendo por la puerta y decirle que llegaba tarde a una reunión con un alumno. Por la noche él se presentó puntual en el piso. Parecía tan agradable y relajado como siempre. Irradiaba algo que lo hacía parecer honrado y sincero. Transmitía integridad y tenía el aspecto de ser alguien en quien se podía confiar. Y Victoria lo había hecho de todo corazón. Pero, por lo visto, Jack no era exactamente lo que aparentaba ser, y eso había supuesto un trago amargo para ella. Estaban solos en el apartamento. Los demás habían salido porque era viernes por la noche. Harlan y John, además, sabían lo que Victoria tenía pensado hacer, así que se habían ido a casa de John para dejarle el terreno libre, pero le habían dicho que estarían disponibles si los necesitaba.
Victoria, que estaba sirviendo dos copas de vino, no tenía ni idea de cómo empezar la conversación. Se había puesto unos pantalones de sport y un jersey viejo. De pronto no se sentía tan guapa como solía cuando estaba con él. Se sentía fea, no querida. Y traicionada también. Era una sensación espantosa. No se había molestado en lavarse el pelo ni en ponerse maquillaje. La idea de competir con aquella otra mujer le resultaba ajena. Su ánimo y la seguridad en sí misma se habían venido abajo como un castillo de naipes. Jack estaba demostrándole que su padre tenía razón, que no era merecedora de su amor, mientras que otra mujer sí.
Jack la miró atentamente con su copa de vino en la mano. Se daba cuenta de que estaba molesta, pero no tenía ni idea de por qué.
—¿Pasa algo? —preguntó en tono inocente.
A Victoria le temblaban las manos y dejó su copa. Sintió que se le encogía el estómago.
—Puede —dijo en voz baja, y levantó la mirada hacia él—. Dímelo tú. No te lo había comentado, pero resulta que el novio de Harlan trabaja en la escuela Aguillera del Bronx. Por lo visto, una amiga tuya también. Supongo que tú sabrás quién es mejor que yo. Dice que hace dos meses que tiene una aventura contigo y que os veis todos los fines de semana. Imagino que eso me deja a mí como una idiota y a ti como un cabrón, o algo así. Así que, dime, Jack, ¿qué está pasando? —Lo miró fijamente a los ojos.
Él se quedó de piedra un buen rato, luego dejó la copa y cruzó la sala para acercarse a la ventana. Después se volvió de nuevo hacia ella. Victoria se dio cuenta de que estaba furioso. Lo había pillado.
—No tienes ningún derecho a fisgonear en mi vida —empezó a decir a la defensiva, aunque eso no lo llevara a ninguna parte.
Victoria no mordió el anzuelo.
—No lo he hecho. La información me ha caído en las manos, y supongo que tengo suerte de que John me lo contara. Esa mujer va presumiendo de ti y el mundo es muy pequeño, Jack, incluso en una ciudad del tamaño de Nueva York. ¿Durante cuánto tiempo más pensabas seguir jugando a dos bandas? ¿Por qué no me lo explicaste?
—No me lo preguntaste. Nunca te he mentido —contestó él, enfadado—. Nunca dijimos que no pudiéramos salir con nadie más. Si querías saberlo, tendrías que habérmelo preguntado.
—¿No crees que, a estas alturas, podrías habérmelo contado tú solo? Hace dos meses que nos vemos todos los fines de semana. El mismo tiempo, parece ser, que llevas liado con ella. ¿Qué cree ella que tenéis?
—A ella tampoco le he dicho que no hubiera nadie más —soltó Jack con ira—. Y, de todas formas, no es asunto tuyo. No me he acostado contigo, Victoria. No te debo nada, solo disfrutamos de una agradable compañía cuando salimos y de una bonita velada.
—¿Así es como funciona? Porque esas no son las reglas con las que yo juego. Si yo hubiese estado saliendo con otra persona, con sexo o sin sexo, te lo habría contado. Habría creído que te lo debía solo para que no te sintieras desconcertado o herido. Yo tenía derecho a saberlo, Jack. Como ser humano, como persona que supuestamente te importaba. Me lo merecía. No se trataba solo de salir a cenar. Estábamos intentando construir una relación, pero supongo que haces lo mismo con ella. ¿Y quién más hay? ¿Tienes huecos libres también entre semana? Me parece que has estado muy ocupado y que no has sido muy sincero. Te has portado como un cerdo, Jack, y lo sabes. —Tenía lágrimas en los ojos.
—Sí, lo que tú digas —repuso él. Por primera vez estaba siendo desagradable con ella y le hablaba con frialdad. No le gustaba que le echaran la bronca ni tener que rendir cuentas a nadie de su conducta. Quería hacer lo que le viniera en gana sin preocuparse de si alguien salía herido, siempre que ese alguien no fuera él. Las costillas de cordero no habían sido un problema, pero sí su integridad. Carecía de ella. El hecho de que Victoria no le hubiera preguntado no era excusa para que él le tomara el pelo—. No te debo ninguna explicación —dijo, erguido, mirándola con crueldad desde su altura—. Salir con gente conlleva esto, ni más ni menos. Si no te gusta quemarte, no juegues con fuego. Me voy. Gracias por el vino —terminó.
Caminó hasta la puerta y cerró de un portazo. Ya estaba. Dos meses con un hombre que le gustaba y en quien había creído… Y él la había engañado y le había mentido, y no tenía ninguna clase de remordimientos. Victoria no le importaba en absoluto, eso estaba claro. Después de que Jack se marchara, ella se sentó en una silla, temblando pero orgullosa de sí misma por haberse enfrentado a él. Había sido desagradable y doloroso y, aunque se repitió que había sido mejor enterarse cuanto antes, sentía una pena como si un ser querido hubiese muerto. Se encerró en su habitación, se tumbó en la cama y sollozó sobre la almohada. Odiaba que Jack le hubiera hecho aquello, pero aún peor era lo mal que se sentía consigo misma. Lo único en lo que podía pensar al recordar la mirada de sus ojos justo antes de marcharse era que, si ella hubiese merecido la pena, Jack la habría amado. Y no la amaba.