En marzo, durante las vacaciones de primavera de su hermana pequeña, sus padres y Gracie fueron a verla a Nueva York. Se quedaron una semana, y las dos hermanas lo pasaron de fábula juntas mientras sus padres hacían visitas a amigos o andaban de un lado a otro ellos solos por la ciudad. Salieron varias veces a cenar. Victoria eligió restaurantes de una guía que le había dejado alguien, y a todos les gustaron mucho. A Gracie le encantaba estar en Nueva York con ella y se quedó a dormir en su apartamento, mientras que sus padres se hospedaron en el Carlyle, un hotel que quedaba justo enfrente del trabajo de Victoria. La Escuela Madison también estaba cerrada por vacaciones de primavera, así que disponía de muchísimo tiempo libre para estar con su familia. Sus padres fueron varias veces a su apartamento y conocieron a sus compañeros de piso. A su padre le cayó bien Bill, y Bunny le pareció muy guapa, pero ni Jim ni Christine se mostraron muy entusiasmados con Harlan. Más tarde, durante la cena, su padre hizo varios comentarios homófobos y Victoria salió en defensa de su compañero.
Antes de regresar a Los Ángeles, Gracie ya estaba convencida de que ella también quería vivir en Nueva York, e incluso ir allí a la universidad, si lograba entrar en alguna. Sus notas no eran tan buenas como las de su hermana mayor, y Victoria dudaba de que consiguiera plaza en la Universidad de Nueva York o en Barnard. Aun así, había otras buenas facultades en la ciudad. Victoria se entristeció al verla marchar al final de unos días en los que ambas habían disfrutado muchísimo.
Dos semanas después de la visita de su familia, Eric Walker la llamó a su despacho y Victoria se sintió como una niña que había hecho algo malo. Se preguntó si alguien se habría quejado de ella, algún padre, quizá. Sabía que muchos de los padres pensaban que ponía demasiados deberes a sus hijos, e incluso habían llamado para negociar con ella. Pero sus deberes eran innegociables. Los alumnos tenían que hacer todas las tareas que les mandaba. Helen le había enseñado bien la lección, y Victoria había hecho suyo el lema de «Sé dura». No lo era tanto como Helen, pero en aquellos últimos seis meses había conseguido que sus alumnos acataran la disciplina y la respetaran. Ya no tenía problemas con ninguno de ellos en clase, y todo gracias al buen consejo de su compañera.
—¿Cómo crees que van tus clases, Victoria? —le preguntó el director con expresión afable.
No parecía enfadado ni molesto, y ella seguía sin imaginar qué podía haber motivado su presencia allí. A lo mejor solo quería sondearla. El curso estaba llegando a su fin, y su estancia en Madison terminaría en junio.
—Me parece que van bien —respondió ella. Sinceramente creía que así era, y esperaba no estar equivocada. No le habría gustado terminar su paso por la escuela con una mala noticia. Sabía que, si no la contrataban para el año siguiente, pronto tendría que empezar a buscar otro centro, pero le entristecería mucho dejar su trabajo allí. Madison era una escuela perfecta para ella, le encantaba lo brillantes que eran sus alumnos y los echaría de menos a todos.
—Como ya sabes, Carla Bernini se reincorpora a la escuela en otoño —siguió diciendo el director—. Nos alegraremos mucho de tenerla de nuevo entre nosotros, pero tú has hecho un trabajo estupendo, Victoria. Todos los alumnos te adoran, no hacen más que hablar de tus clases. —También los padres le habían hecho llegar comentarios positivos sobre ella, a pesar de sus miedos por el exceso de deberes—. Lo cierto es que te he hecho venir hoy porque ha habido un cambio de planes. Fred Forsatch va a cogerse un año sabático el curso que viene. Quiere asistir a unas clases en Oxford y pasar algunos meses en Europa. Normalmente tendríamos que buscarle un sustituto. —Era el profesor de español—. Pero Meg Phillips tiene doble especialidad, en inglés y español, y está dispuesta a ocuparse de sus clases durante el próximo curso, lo cual nos deja con otra vacante que llenar en el departamento de lengua inglesa. Como sabes, ella solo daba clases a los chicos de duodécimo, y he oído decir por ahí que tú tienes un don especial con ellos. Me preguntaba si querrías ocupar su lugar el próximo curso, hasta que regrese Fred. Eso significa que podrías quedarte un año más con nosotros, y después ya veríamos. ¿Qué te parece la idea?
Victoria había puesto unos ojos como platos mientras lo escuchaba: era la mejor noticia que le habían dado desde que le ofrecieron ese puesto el año anterior. Estaba emocionada.
—Madre mía, ¿me toma el pelo? ¡Me encantaría! ¿De verdad? —Parecía una de sus propios alumnos, y el director se echó a reír.
—No, no te tomo el pelo. Sí, de verdad. Y sí, te estoy ofreciendo un trabajo para el año que viene. —Estaba encantado de verla tan entusiasmada. Era justamente lo que había esperado oír.
Estuvieron charlando un rato más, y después Victoria regresó a la sala de profesores para decírselo a todo el mundo.
Más tarde, en cuanto vio al profesor de español, le dio las gracias profusamente y el hombre se echó a reír al ver lo contenta que estaba, porque también él estaba encantado con la perspectiva de pasar un año en Europa. Era algo que llevaba mucho tiempo queriendo hacer.
Victoria regresó a casa sintiéndose como en una nube y comunicó la noticia a sus compañeros de piso cuando llegaron. Todos lo celebraron. Cuando llamó a sus padres aquella noche para compartirlo también con ellos, su reacción fue más o menos la que había esperado, pero de todas formas quería que lo supieran. A pesar de su predecible decepción, aún se sentía obligada a tenerlos informados sobre su vida, y esa vez no fue diferente.
—Solo estás postergando el momento de buscar un trabajo de verdad, Victoria. No puedes vivir con ese sueldo para siempre —dijo su padre, aunque en realidad ya se mantenía ella sola.
No le había pedido ayuda ni una vez desde que se había marchado de casa. Tenía cuidado con lo que gastaba e incluso había conseguido conservar algo de sus ahorros. Lo poco que pagaba de alquiler le había permitido mantener su presupuesto en buena forma casi todos los meses.
—Esto ya es un trabajo de verdad, papá —insistió ella, a pesar de saber que de nada servía intentar convencerlo—. Me encanta lo que hago, los niños y la escuela.
—Podrías estar ganando tres o cuatro veces más de lo que te pagan en cualquier agencia de por aquí, y seguro que muchas empresas estarían dispuestas a contratarte. —Su tono era de reproche. No le había impresionado en absoluto que en la mejor escuela privada de Nueva York le hubiesen ofrecido contratarla por segundo año consecutivo y estuviesen tan contentos con su trabajo.
—Es que no se trata de dinero —dijo Victoria con decepción en la voz—. Soy buena en lo mío.
—Todo el mundo puede dar clases, hija. Lo único que haces es sentarte a vigilar a esos niños ricos. —En una sola frase había tirado por los suelos toda su capacidad y su carrera profesional.
Además, lo que decía no era cierto y Victoria lo sabía. No todo el mundo podía dar clases. Era una habilidad muy específica, y ella tenía talento. Lo que hacía ella no sabía hacerlo cualquiera, pero eso no significaba nada para sus padres. No pudo hablar con su madre porque había salido a jugar al bridge, pero Victoria sabía que tampoco a ella la habría impresionado. Nunca lo conseguía. Su madre siempre repetía las opiniones de su marido y se hacía eco de todo lo que él decía sobre cualquier tema.
—Me gustaría que lo pensaras un poco más y con seriedad antes de firmar el contrato —le pidió su padre.
Victoria suspiró.
—Ya he firmado. Esto es lo que quiero, aquí es donde quiero estar.
—Tu hermana se disgustará mucho si no vuelves a casa —dijo él, jugando la baza del chantaje emocional.
Pero durante las vacaciones de primavera Victoria ya había advertido a Grace de que a lo mejor se quedaba otro año, si le daban la oportunidad, y Gracie lo había entendido. Además, sabía de primera mano por qué Victoria no era feliz en su casa. Sus padres no perdían ocasión de despreciarla, y su hermana siempre se sentía culpable de que fueran tan agradables con ella y, en cambio, nunca lo hubieran sido con su hija mayor. Lo había visto durante toda su vida. No era de extrañar que, de niña, hubiera pensado incluso que Victoria era adoptada. Costaba creer que fuesen tan críticos y poco benévolos con su propia hija, pero así era. Nada de lo que hacía los impresionaba ni era nunca lo bastante bueno, y esta vez no era diferente. Su padre estaba disgustado, en lugar de orgulloso de ella. Y, como de costumbre, solo Gracie se alegró por su hermana y le dio la enhorabuena cuando la llamó para contarle lo del trabajo.
Harlan y John también se emocionaron con la noticia y le dieron un abrazo enorme para felicitarla. Desde hacía dos meses ya, John era un visitante habitual del apartamento. La relación entre ambos empezaba a ser sólida, y a Bill y a Bunny también les caía bien.
Victoria cenó con John y con Harlan aquella noche y les explicó la reacción de su padre. Les dijo que no era nada nuevo, que era muy típico de él.
—Deberías ir a un psicólogo para sacar lo que tienes dentro —opinó John con calma, pero Victoria se sorprendió.
No tenía problemas mentales, no sufría de depresión y siempre había gestionado sus penas ella sola.
—No creo que lo necesite —dijo. Se la veía horrorizada y algo herida—. Estoy perfectamente.
—Claro que sí —repuso John sin especial énfasis, y la creía—, pero esa clase de gente es muy tóxica en la vida de cualquiera, sobre todo si son tus padres. Llevan diciéndote cosas así toda la vida, y tú mereces poder deshacerte de esos mensajes que te han dejado en el cerebro y en el corazón. A largo plazos podrían coartarte y hacerte mucho daño.
Harlan, a quien Victoria había explicado que le habían puesto su nombre por la reina Victoria y por qué, estuvo de acuerdo con John.
—Podría hacerte mucho bien. —Los dos estaban convencidos de que su problema con el peso estaba causado por los constantes desprecios de su padre, sumados a la actitud de su madre, que no parecía mucho mejor, por lo que Victoria les había contado de ella. A ellos les parecía evidente. Harían detestaba lo que Victoria explicaba de sus padres y de su infancia, todo el maltrato emocional que había soportado durante años. No la habían agredido con las manos, sino con palabras.
—Lo pensaré —dijo ella en voz baja, y se lo quitó de la cabeza en cuanto pudo.
La sola idea de ir a un terapeuta la inquietaba, y a ninguno de sus amigos le sorprendió que, sin darse cuenta, se sirviera un cuenco de helado después de cenar, aunque nadie más tomara postre. Aquella noche no insistieron con lo del psicólogo, y Harlan prefirió no mencionarlo más.
Antes de que llegara el verano Victoria buscó un trabajo para junio y julio, porque así no tendría que ir a Los Ángeles. Aceptó un empleo muy mal pagado supervisando a niños desfavorecidos en un centro de menores, donde vivían a la espera de encontrar un hogar de acogida. A Harlan le pareció una ocupación muy deprimente, pero ella estaba entusiasmada. Empezaría un día después de que Madison cerrara hasta el curso siguiente.
Gracie también había encontrado un trabajo de verano aquel año. Tenía dieciséis años y era su primer empleo: en la recepción del club de tenis y natación al que iban todos. Ella estaba emocionada, y sus padres parecían satisfechos. En cambio, pensaban que el trabajo de Victoria era desagradable. Su madre le dijo que se lavara a menudo las manos para que esos niños que cuidaba no le contagiaran nada. Ella le dio las gracias por el consejo, pero no le había sentado nada bien que no les impresionara en absoluto el trabajo que iba a hacer, como tampoco les impresionaba su labor como docente; que Gracie trabajara en la recepción de un club de tenis, por el contrario, era motivo de celebración y de interminables elogios. No estaba enfada con Gracie, sino con sus padres.
Antes de empezar en la recepción, Gracie iría a Nueva York a visitar a Victoria.
Esta vez fue sola, sin sus padres, y juntas se lo pasaron mejor aún que el marzo anterior. Durante el día Grace se entretenía visitando galerías y museos, o yendo de compras, y luego Victoria se la llevaba al cine o a cenar a algún restaurante. Incluso fueron a ver una obra de Broadway.
Como de costumbre, Victoria tenía pensado volver a Los Ángeles en agosto, que ya se había convertido en la visita más larga que hacía a su familia en todo el año. Esta vez, sin embargo, solo estaría con ellos dos semanas, que ya le parecían mucho más que suficiente. Una vez allí, como siempre, su padre no dejó de criticar su trabajo, y su madre la incordió constantemente con la cuestión del peso porque, tras un pequeño paréntesis de adelgazamiento en primavera, Victoria había vuelto a engordar otra vez. Antes de marcharse de Nueva York había empezado una dieta a base de col que la ayudó a perder algún kilo, pero, aunque funcionaba, era un régimen espantoso, y poco después volvió a engordar todo lo que había perdido. Era una batalla que, por lo visto, no ganaría nunca. Resultaba desalentador.
Cuando regresó a Nueva York estaba muy baja de ánimo por todo lo que le habían dicho sus padres y por los kilos que había ganado, así que recordó aquella sugerencia de Harlan de que fuese a ver a un terapeuta. Un día antes de que empezarán las clases, y de bastante mal humor, llamó a un teléfono que le había dado su compañero de piso. Era una doctora a la que él conocía porque un amigo suyo se había tratado con ella y le había gustado mucho. Antes de poder cambiar de opinión, Victoria llamó y concertó una cita para la semana siguiente. Nada más hacerlo empezó a dar vueltas a la cabeza y a arrepentirse. Le parecía una locura y estuvo pensando en cancelarlo, pero ni siquiera tenía fuerzas para eso. Estaba atascada. La noche antes de la visita se comió medio pastel de queso ella sola en la cocina. ¿Y si esa mujer descubría que estaba loca, o que sus padres tenían razón y era un completo desastre como ser humano? Lo único que evitó que cancelara la cita era la esperanza de que estuvieran equivocados.
Cuando Victoria acudió a la consulta de la psiquiatra, estaba temblando literalmente. Llevaba todo el día con dolor de estómago, no lograba recordar por qué había pedido cita y deseaba no haberlo hecho. Allí sentada, tenía la boca tan seca que le daba la sensación de que la lengua se le había pegado al paladar.
La doctora Watson parecía una persona sensata y afable. Tenía cuarenta y tantos años e iba vestida con un traje de chaqueta azul marino que parecía hecho a medida. Llevaba un buen corte de pelo, maquillaje y, en general, era más elegante de lo que había esperado Victoria. Además, tenía una sonrisa muy agradable que nacía de su mirada. Le preguntó unos cuantos detalles sobre dónde había crecido, a qué colegio y a qué universidad había ido, cuántos hermanos tenía y si sus padres seguían casados o se habían divorciado. Todas ellas eran preguntas sencillas de responder, sobre todo la de Gracie. A Victoria se le iluminó la cara al decir que tenía una hermana, describió su carácter y habló de lo guapa que era. Entonces le explicó a la psiquiatra que ella era muy diferente a toda su familia; tanto, que de niña incluso había creído que era adoptada. También su hermana lo había sospechado.
—¿Qué te hizo pensar algo así? —preguntó la doctora sin otorgarle demasiada importancia. Estaba frente a Victoria, sentadas ambas en unos sillones muy cómodos. No había diván en su consulta, solo una caja de pañuelos de papel, lo cual a Victoria le pareció terrible y le hizo preguntarse si la gente lloraba mucho cuando estaba allí.
—Es que siempre he sido tan distinta… —explicó—. No nos parecemos en ningún sentido. Todos ellos tienen el pelo oscuro. Yo soy rubia. Mis padres y mi hermana tienen los ojos castaños. Los míos son azules. Yo soy una persona grande, ellos tres son delgados. No solo engordo con facilidad, también recurro a la comida cuando estoy disgustada. Siempre he tenido un problema con… con mi peso. Hasta tenemos diferente la nariz. Yo me parezco a mi bisabuela. —Y entonces se le escapó algo que no esperaba decir—: Toda mi vida me he sentido como una extraña entre ellos. Mi padre me puso el nombre por la reina Victoria, porque creía que me parecía a ella. Yo siempre había creído que, siendo reina, sería muy guapa, pero a los seis años vi una fotografía suya y me di cuenta de lo que quería decir mi padre. Quería decir que yo era gorda y fea, como esa mujer.
—¿Qué hiciste entonces, cuando lo supiste? —preguntó la doctora con serenidad y una expresión comprensiva.
—Lloré. Se me partió el corazón. Siempre había creído que mi padre me veía guapa, hasta entonces. Y a partir de ese momento fui consciente de la verdad. Él siempre se reía de mí y, al nacer mi hermana, cuando yo tenía siete años, empezó a decir que conmigo habían probado la receta, por si les salía mal, y que a la segunda habían conseguido un pastelito perfecto. Gracie siempre fue una niña de postal, y se parece mucho a ellos. No como yo. Yo solo serví para que probaran la receta, con todos sus fallos. Ella fue su éxito.
—¿Y cómo te hizo sentir eso? —Su mirada serena seguía fija en el rostro de Victoria, que ni siquiera se había dado cuenta de que le caían lágrimas por las mejillas.
—Me hizo sentir fatal conmigo misma, pero quería tanto a mi hermanita que no me importó. Siempre he sabido lo que pensaban de mí. Nunca hago nada lo bastante bien, no importa cuánto me esfuerce. Y a lo mejor tienen razón. No sé, solo hay que verme, estoy gorda. Cada vez que adelgazo, enseguida vuelvo a ganar todos los kilos que he perdido. Mi madre se disgusta mucho cuando me ve, siempre está diciéndome que debería hacer dieta o ir al gimnasio. Mi padre me pasa el puré de patatas y luego se burla de mí porque me lo como. —Lo que estaba diciendo habría horrorizado a cualquiera, pero el rostro de la psiquiatra no mostraba ninguna emoción. Se limitaba a escuchar con comprensión y dejaba escapar algún murmullo de asentimiento de vez en cuando.
—¿Por qué crees que lo hacen? ¿Crees que se trata de ti, o de ellos? ¿No dice eso más de ellos como personas? ¿Harías tú algo así a un hijo tuyo?
—Jamás. A lo mejor es solo que les gustaría que fuese mejor de lo que soy. Lo único que les parece bonito de mí son mis piernas. Mi padre dice que tengo unas piernas de infarto.
—¿Y el interior? ¿Y la persona que eres? A mí me parece que eres una buena persona.
—Creo que lo soy, sí… Eso espero. Me esfuerzo mucho por hacer lo correcto. Salvo con la comida. Pero, con los demás, siempre. Siempre me he ocupado muy bien de mi hermana. —Victoria habló con tristeza al decirlo.
—Te creo, y creo que haces siempre lo correcto —repuso la doctora Watson, por primera vez con una expresión cálida—. ¿Y qué me dices de tus padres? ¿Crees que ellos hacen lo correcto? ¿Contigo, por ejemplo?
—La verdad es que no… Bueno, a veces… Me pagaron los estudios. Y nunca han reparado en gastos. Solo que mi padre dice cosas que me hacen daño. Detesta mi aspecto y cree que mi trabajo no es lo bastante bueno.
—¿Y qué hace tu madre entonces?
—Siempre está de su parte. Yo creo que, para ella, su marido siempre ha sido más importante que mi hermana y que yo. Él lo es todo en su vida. Además, mi hermana fue un accidente. Yo no supe lo que quería decir eso hasta que tuve unos quince años. Les oí decirlo antes de que naciera, y pensé que iba a venir al mundo toda magullada. Pero no, claro. Fue el bebé más hermoso que he visto jamás. Ha salido en varios anuncios y ha participado en campañas de moda.
El retrato que pintaba Victoria de su familia iba quedando más que claro, y no solo para la psiquiatra, sino también para ella misma a medida que se oía hablar. Era el retrato de un narcisista de manual y de su complaciente esposa, que habían sido inconcebiblemente crueles con su hija mayor, a quien habían rechazado y ridiculizado durante toda su vida por no ser un complemento aceptable para su imagen. Su hija pequeña, en cambio, sí que reunía todas las condiciones que habían esperado. La única sorpresa era que Victoria nunca hubiera odiado a su hermana, sino que la quisiera tanto como lo hacía. Eso demostraba lo cariñosa que era y cuán generoso era su corazón. Disfrutaba viendo lo guapa que era Grace, y había aceptado las monstruosidades que su padres decían de ella como si fueran la pura verdad. Llevaba toda la vida coartada por su insensibilidad. Victoria se avergonzaba de algunas de las cosas que había explicado, pero todas eran ciertas. También a la psiquiatra debieron de parecérselo, porque no las puso en duda ni por un segundo.
Entonces miró el reloj que quedaba justo por encima del hombro de Victoria y le preguntó si querría volver otra vez la semana siguiente. Antes de poder impedirlo, Victoria asintió con la cabeza y luego dijo que tendría que ser por la tarde, después de clase, porque era profesora. La psiquiatra le aseguró que por la tarde le iba bien, le dio cita y le entregó una tarjeta con su nombre.
—Me parece que hoy hemos hecho un muy buen trabajo, Victoria —le dijo, sonriendo—. Espero que tú también lo creas.
—¿De verdad? —Parecía asombrada.
Había sido totalmente abierta y sincera con ella, y de pronto sentía que había traicionado a sus padres por todo lo que había explicado. Pero no había dicho nada que no fuera verdad. Así la habían tratado durante todos aquellos años. Puede que no pretendieran ser tan crueles como había parecido, pero ¿y si era así? ¿Qué decía eso de ella, o de sus padres? De repente lo veía como un misterio para cuya resolución tendría que esperar una semana más, hasta que volviera a la consulta de la psiquiatra. Pero al salir no se sentía una loca, tal como había temido. Se sentía más cuerda de lo que había estado jamás, y dolorosamente lúcida respecto a sus padres.
La doctora Watson la acompañó a la salida y, cuando Victoria salió a la luz del sol, se quedó un instante aturdida y cegada por la brillante luz. La doctora cerró tras ella sin hacer ruido, y Victoria echó a caminar despacio. Tenía la sensación de haber abierto una puerta aquella tarde y, con ello, haber dejado entrar la luz hasta los rincones más oscuros de su corazón. Sucediera lo que sucediese a partir de ese momento, sabía que ya no podría volver a cerrar esa puerta y, al pensarlo, lloró de alivio mientras regresaba a casa.