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De vuelta en la escuela, en enero, los alumnos de undécimo de Victoria estaban tensos. Tenían hasta dos semanas después de las vacaciones para acabar sus solicitudes a la universidad, y muchos de ellos no las habían terminado y necesitaban ayuda. Ella se quedó todos los días al terminar las clases para darles consejos sobre sus redacciones, y los chicos le agradecieron su excelente guía y sus consejos. Eso la unió más a los alumnos con quienes trabajaba, y algunos le hablaron de sus planes y sus esperanzas, de su familia, de su vida en casa y de sus sueños. Incluso Becki Adams le pidió ayuda, igual que muchos chicos. Unos cuantos reconocieron que necesitaban becas, pero la mayoría de los alumnos de Madison no tenían problemas económicos, y todos ellos se sintieron aliviados cuando terminaron sus solicitudes y las enviaron por correo. No sabrían nada hasta marzo o abril, y ya solo tenían que acabar el curso sin suspender ni meterse en ningún lío.

Los dos últimos días de enero Victoria asistió a un congreso educativo en el Javits Center con algunos profesores más de la escuela. Había varias mesas redondas a las que podían inscribirse, discusiones en grupo y conferencias de pedagogos famosos. Le pareció muy interesante y agradeció a la escuela la oportunidad de participar en algo así. Acababa de salir de una conferencia sobre la identificación de señales de alerta del suicidio adolescente que impartía un psiquiatra infantil, cuando se topó con un joven que no miraba por dónde iba y casi la hizo caer al suelo. Él se disculpó profusamente y la ayudó a recoger los folletos y los impresos que le había hecho caer. Al verlo erguirse, Victoria se quedó sin palabras de lo atractivo que era.

—Lo siento, no era mi intención tirarte al suelo —le dijo él con una voz agradable y una sonrisa deslumbrante. Era difícil no quedárselo mirando embobada, y Victoria se fijó en que había varias mujeres cerca que también lo observaban—. Una conferencia estupenda, ¿verdad? —añadió él, todavía con esa sonrisa tan afable.

La charla había despertado en Victoria toda una nueva línea de pensamiento. Nunca se le había ocurrido pensar que uno de sus alumnos pudiera tener ideas suicidas o que ocultase graves problemas, pero comprendía que se trataba de una inquietud muy real.

—Sí, sí que lo ha sido.

—Yo doy clases a chicos de undécimo y duodécimo, y por lo que parece son los que se encuentran en mayor riesgo.

—También yo —dijo ella mientras echaba a andar en la misma dirección que él, hacia el bufet que tenían para las pausas. De momento el congreso estaba resultando fascinante.

—¿Dónde das clases? —Se le veía perfectamente cómodo hablando con ella y parecía tener ganas de seguir cuando ambos se detuvieron frente al bufet.

—En la Escuela Madison —dijo Victoria con orgullo, sonriéndole.

—He oído hablar de ella. Niños pijos, ¿eh? Yo estoy en un centro público. Es un mundo diferente.

Siguieron charlando unos minutos, tras los cuales él le presentó a una conocida suya, Ardith Lucas, y luego invitó a Victoria a sentarse a una mesa con ellos. Todo el mundo competía por conseguir una silla antes de que empezara el siguiente debate o la próxima conferencia. Por toda la sala había muchas mesas dispuestas con publicaciones gratuitas y también libros que podían comprarse. El profesor con el que había tropezado Victoria llevaba una bolsa llena, y ella ya había recopilado los folletos que más le interesaban (los que se le habían caído y él le había ayudado a recoger). Él le dijo que se llamaba John Kelly, y parecía algunos años mayor que ella. Ardith era bastante mayor que ambos, y comentó que no veía la hora de jubilarse. Tras cuarenta años dedicada a la enseñanza, había cumplido su cupo y deseaba ser libre. Victoria y John aún estaban empezando.

Los tres conversaron durante la comida. John era guapísimo, muy agradable y una persona brillante. Después de comer le apuntó su número de teléfono y su dirección de correo electrónico y le dijo que le encantaría que quedaran algún día. Victoria no tuvo la impresión de que le estuviera pidiendo una cita, sino que más bien quería ser su amigo. De hecho, le dio la sensación de que era gay. Ella también le pasó sus datos de contacto. No sabía si volvería a saber algo de él, así que lo olvidó y, una semana después, se sorprendió de que la llamara y la invitara a comer un sábado.

Había una nueva exposición de pintores impresionistas en el Museo Metropolitano, y los dos querían verla. Se encontraron en el vestíbulo y luego recorrieron la exposición. Tras disfrutarla juntos, fueron a la cafetería a comer algo. Victoria lo estaba pasando estupendamente con él, y entonces mencionó que uno de sus compañeros de piso trabajaba en el Instituto del Vestido y que estaba preparando una exposición nueva aquel día, así que después de comer decidieron pasar a hacer una visita a Harlan. Él se sorprendió de ver a Victoria y quedó impresionado por su nuevo amigo. Era imposible no fijarse en lo apuesto y rubio que era John y en su cuerpo absolutamente atlético, y, cuando Victoria los vio a ambos mirándose, confirmó su primera impresión sobre John. Aquellos dos hombres se atraían el uno al otro como dos imanes. Harlan les ofreció una visita guiada por el Instituto del Vestido y, cuando llegó la hora de despedirse, parecía que a John le costara separarse de él. Mientras bajaban la escalera de la entrada del museo, le comentó a Victoria que Harlan le había parecido un tipo fantástico, y ella le aseguró que lo era. De pronto se sentía como Cupido, le encantaba la idea de haberlos presentado. Sin pensarlo mucho, invitó a John a cenar en el apartamento el domingo por la noche. Él pareció encantado de aceptar, y luego cogió un autobús para ir al centro, donde vivía, mientras Victoria regresaba a casa a pie.

Harlan no llegó hasta las diez de la noche porque tenía que acabar de preparar la exposición, pero se asomó a la habitación de Victoria, que estaba tumbada en la cama viendo la tele.

—¿Quién era esa bella aparición que me has traído hoy al Instituto? Casi me desmayo cuando os he visto entrar. ¿De qué lo conoces?

Vitoria se echó a reír al verle la cara.

—Nos conocimos la semana pasada en un congreso de profesores. Estuvo a punto de tirarme al suelo, literalmente.

—Qué suerte tienes. Parece un tipo estupendo.

—Sí, yo también lo creo —dijo, sonriente—, y me parece que juega en tu equipo.

—Entonces ¿por qué te ha invitado a salir? —Harlan no parecía tenerlo tan claro, creía que a lo mejor John era hetero.

—Porque le caigo bien como amiga. Hazme caso, a mí no me mira como te ha mirado a ti. —Los hombres nunca lo hacían, por lo menos que ella supiera—. Y, por cierto, lo he invitado a cenar aquí mañana por la noche. —Soltó una carcajada al ver la expresión de Harlan. Parecía que acabara de decirle que le había tocado la lotería.

—¿Va a venir aquí?

—Sí. Y será mejor que prepares algo para cenar. Si cocino yo, nos envenenaré a todos. A menos que pidamos una pizza.

—Cocinaré encantado —repuso Harlan, contento, y se fue a su habitación como si estuviera flotando en una nube. Nunca había visto a nadie tan guapo como John.

Harlan también era un joven atractivo, y Victoria creía que hacían muy buena pareja. Se preguntó si había sido una especie de premonición o puro instinto lo que la había impulsado a presentarlos. Se le había ocurrido sobre la marcha, pero de pronto le parecía una inspiración divina, igual que a Harlan.

Después de comprar una pierna de cordero, patatas, judías verdes y una tarta de chocolate en una pastelería que tenían cerca de casa, Harlan, como el experto cocinero que era, se pasó todo el día siguiente en la cocina. A la hora de la cena, los aromas que salían de allí dentro eran deliciosos. John Kelly fue puntual y se presentó con un pequeño ramo de flores y una botella de vino tinto. Dio las flores a Victoria y el vino a Harlan, que lo abrió y sirvió una copa para cada uno antes de que pasaran todos a la sala de estar. Entre los dos hombres hubo una conexión inmediata: no pararon de hablar hasta que se sentaron a cenar, una hora después. Harlan había preparado una mesa muy bonita en el comedor, con manteles individuales y servilletas de lino, además de velas. Se había empleado a fondo. Hacia el final de la cena Victoria se sentía como una intrusa en una cita, así que los dejó solos. Dijo que tenía que evaluar unos trabajos antes de la clase del día siguiente y, tras asegurar a Harlan que lo ayudaría a fregar los platos más tarde, cerró la puerta con suavidad. En su cuarto encendió el televisor y se echó en la cama. Estaba medio dormida cuando John llamó a su puerta para despedirse y darle las gracias por todo. Cuando Victoria oyó la puerta de entrada, fue a la cocina para ayudar a Harlan con los platos.

—Bueno, ¿qué tal ha ido? —le preguntó, sonriendo.

—¡Madre mía! —exclamó Harlan con una sonrisa de oreja a oreja—. Es el hombre más extraordinario que he conocido jamás.

A sus veintiocho años, John parecía tener las cosas muy claras; era serio, responsable y también muy divertido cuando se conversaba con él. Harlan dijo que lo había pasado en grande.

—Le gustas —comentó Victoria mientras aclaraba los platos que le pasaba su compañero.

—¿Cómo lo sabes?

—Cualquiera se daría cuenta —le aseguró ella—. Se le iluminaba la cara cada vez que os mirabais.

—Podría haberme pasado la noche entera hablando con él —añadió Harlan en tono soñador.

—¿Te ha invitado a salir? —quiso saber Victoria, divirtiéndose ya con el romance que empezaba a desplegarse ante ella. Le encantaba la idea de haberlos presentado.

—Todavía no. Me ha dicho que llamará mañana. Espero que lo haga.

—Seguro que sí.

—Cumplimos años el mismo día —dijo Harlan, y Victoria se echó a reír.

—Eso tiene que ser una señal. Vale, pues me debes una bien grande. Si acabáis juntos, quiero que pongan mi nombre a una calle o algo así.

—Si acabamos juntos, puedes quedarte con todos los cromos de béisbol autografiados de cuando era pequeño, y con la plata de mi abuela.

—Yo solo quiero que seáis felices —dijo ella con cariño.

—Gracias, Victoria. Parece un tipo encantador.

—Igual que tú.

—Yo nunca me siento así. Siempre tengo la sensación de que los demás son mejores que yo, más listos, más simpáticos, más guapos, más enrollados. —Parecía nervioso mientras decía aquello.

—Yo también —repuso ella con tristeza. Conocía esa sensación y sabía muy bien por qué. Procedía de todos esos años en los que sus padres la habían convencido de que no valía para nada, todas las veces que su padre le había hecho saber que era gorda y fea. Habían minado su seguridad y su autoestima desde el día en que nació, y todavía era una cruz con la que tenía que cargar. En el fondo Victoria siempre había creído que su padre tenía razón.

—Supongo que se lo tenemos que agradecer a nuestros padres —dijo Harlan en voz baja—. Aunque creo que John tampoco lo ha pasado bien. Su madre se suicidó cuando él era pequeño, y su padre no quiere saber nada de él porque es gay. Pero parece una persona bastante cuerda y normal, a pesar de todo. Acaba de salir de una relación de cinco años. Su compañero lo engañó con otro, así que cortaron.

Victoria se alegró por Harlan y deseó a ambos que saliera algo bueno de todo ello. Él se deshizo otra vez en agradecimientos y luego apagaron las luces y cada uno se fue a su habitación. Habían disfrutado de una cena deliciosa y de una velada encantadora. Victoria lo había pasado muy bien conversando con ellos, aunque no tanto como ellos dos habían disfrutado hablando el uno con el otro.

Por la mañana salió temprano y no vio a Harlan en todo el día, ni al siguiente. Era ya miércoles cuando se lo encontró en la cocina, al llegar los dos del trabajo. A ella le daba miedo preguntar si había tenido noticias de John por si aún no sabía nada de él, pero Harlan le informó de todo antes de que tuviera tiempo de preguntar.

—Anoche cenamos juntos —dijo, resplandeciente.

—¿Y qué tal fue?

—Espectacular. Ya sé que es muy pronto para decir esto, pero me he enamorado.

—No tengas prisa y ya irás viendo cómo va.

Harlan asintió, pero no parecía capaz de seguir su consejo.

Victoria volvió a encontrarse a John en la cocina del apartamento aquel fin de semana. Harlan y él estaban preparando la cena. John había llevado su propio wok y había propuesto dejarlo allí. La invitaron a cenar, pero ella dijo que tenía otros planes y salió sola a ver una película para dejarles intimidad. Al volver del cine no estaban en casa. Victoria no sabía adónde habían ido y tampoco hacía falta. Aquella era la historia de ellos dos, su vida. Ella solo esperaba que acabase siendo una relación afectuosa para ambos, y de momento parecía que así era. El comienzo estaba siendo muy prometedor. Sonrió para sí al pensarlo y se fue a su habitación. Normalmente no había nadie en casa el fin de semana, y eso le recordó que ella no había tenido ni una sola cita desde que vivía en Nueva York. Nadie la había invitado a salir desde el verano anterior, en Los Ángeles, hacía por lo menos seis meses.

Nunca iba a ningún sitio donde pudiera conocer a hombres, salvo aquel congreso de profesores en el que se había tropezado con John. Aparte de eso, no iba a ningún gimnasio ni estaba apuntada a ningún club. No salía a bares. En su escuela no había profesores solteros, heterosexuales y de la edad adecuada. Nadie le había presentado a ningún amigo, y todavía no había conocido a nadie por su cuenta. Pensó entonces que habría estado bien que sucediera, pero lo único que tenía para llenar su vida, de momento, era el trabajo. Esta vez, por lo visto, era el turno de Harlan, y también de John. Se alegraba por ellos y sabía que tarde o temprano ella conocería a alguien. Con veintidós años, no era probable que fuese a pasar sola el resto de su vida, por mucho sobrepeso que su padre creyera que tenía. Victoria recordó entonces un viejo dicho de su abuela: no hay olla tan fea que no tenga su cobertera. Esperaba que Harlan hubiese encontrado la suya. Y, con algo de suerte, quizá también ella la encontraría algún día.