10

Victoria conoció a sus alumnos de décimo y undécimo el segundo y tercer día de clases, y le sorprendió que le resultaran más difíciles de controlar que los de último año. Los de undécimo ya estaban estresadísimos por toda la carga de trabajo que tendrían ese curso, cuyas notas contarían más que las de ningún otro año para sus solicitudes de acceso a la universidad, y tenían miedo de que les pusiera demasiados deberes. Los de décimo la recibieron con una actitud antipática y casi beligerante, y ningún grupo le resultó más complicado a la hora de dar clases que las quinceañeras. Era la edad que menos gustaba a todos los profesores, y Victoria estaba de acuerdo con ellos. Solo se salvaba su hermana Grace, que evidentemente era más agradable que la mayoría de las chicas de su edad. Le dieron la impresión de ser unas maleducadas, e incluso oyó a dos de ellas haciendo comentarios sobre su aspecto mientras salían del aula, y en voz lo bastante alta para que ella pudiera oírlas. Victoria tuvo que recordarse que no eran más que unas mocosas, pero sus críticas se clavaron en ella como puñaladas. Lina la había llamado gorda; la otra dijo que parecía una cisterna con ese vestido que llevaba. Aquella noche se lo quitó y lo puso en una pila con otras prendas para regalar. Sabía que no volvería a sentirse cómoda llevándolo. Después fue a la cocina del apartamento y se terminó una tarrina de Ben & Jerry’s que alguien había dejado en la nevera, y eso que ni siquiera era de un sabor que le gustara.

—¿Un mal día? —preguntó Harlan, que justo en ese momento entraba en la cocina para prepararse un té y ofrecerle otro a ella.

—Sí, más o menos. Las quinceañeras pueden ser bastante desagradables. Hoy he tenido a los de décimo por primera vez. —Allí sentada en la cocina, se la veía más que derrotada mientras daba algún que otro sorbo al té y se comía los brownies que había comprado de camino a casa.

—Debe de resultar complicado ser tan joven y dar clases en un instituto, donde los alumnos casi tienen la misma edad que tú —comentó Harlan en tono comprensivo.

—Supongo que sí. Aunque la verdad es que los de último curso estuvieron bastante bien. De momento los peores han sido los más jóvenes. Han tenido muy mala baba. Los de undécimo están muertos de miedo porque empiezan el curso más importante antes de entrar en la universidad, así que tienen encima muchísima presión, por nuestra parte y por la de sus padres.

—No querría estar en tu lugar —dijo Harlan sonriendo con tristeza—. Los niños pueden ser muy crueles. Verme delante de treinta de ellos acabaría conmigo.

—Yo no tengo demasiada experiencia todavía —admitió Victoria—, pero me parece que al final lo disfrutaré. Mis prácticas docentes fueron muy divertidas, pero me asignaron a un grupo de noveno, claro. Esto es bastante diferente, y además estos chicos son de clase alta. Son más sofisticados que los que tuve en las prácticas, en Chicago. Los de aquí van a tenerme todo el curso pendiente de ellos. Yo solo quiero que mis clases les resulten interesantes. A esa edad los adolescentes pueden ser implacables.

—A mí eso me suena peligroso. —Harlan fingió estremecerse, y Victoria rio.

—Tampoco son tan horribles —dijo para defenderlos—. Solo son niños.

Sin embargo, al día siguiente, cuando volvió a tener a los de duodécimo, se sintió tentada de darle la razón a Harlan. Esperaba que los dos grupos le entregaran sus redacciones, pero solo las había hecho menos de la mitad de cada clase. Al darse cuenta de ello Victoria se sintió decepcionada.

—¿Hay alguna razón para que no hayas hecho la tarea? —preguntó a Becki Adams.

—Es que tenía muchos deberes de otras asignaturas —dijo la chica, encogiéndose de hombros mientras la alumna que se sentaba a su lado soltaba una risilla.

—¿Puedo recordaros que esta asignatura es obligatoria? Vuestra nota de lengua de este semestre dependerá de lo que hagáis aquí.

—Sí, lo que tú digas —espetó Becki, y se volvió hacia su compañera para cuchichearle algo sin dejar de mirar a Victoria, por lo que le dio la sensación de que estaban hablando de ella.

Victoria intentó recuperar la compostura, recogió las redacciones y dio las gracias a los alumnos que sí habían hecho los deberes.

—Los que aún no habéis traído la redacción —dijo con serenidad— tenéis hasta el lunes. Y a partir de ahora espero que me entreguéis los deberes a tiempo.

Con eso se veía obligada a cancelar la tarea que había pensado pedirles para hacer durante el fin de semana, pero no había más remedio si menos de la mitad de la clase había entregado la primera redacción. Entonces empezó a hablarles del poder de la prosa y repartió varios párrafos de ejemplo para explicar cómo funcionaban y señalar los puntos fuertes de cada fragmento. Esta vez nadie en todo el grupo le hizo caso. Había dos chicas en la última fila que estaban escuchando música en sus iPods, tres chicos se reían de una bromita privada, varias chicas se pasaban notas de una punta a otra de la clase, y Becki sacó su BlackBerry y se puso a enviar mensajes de texto. Victoria se sentía como si acabaran de darle un bofetón, no sabía cómo reaccionar. Aquellos chicos tenían cinco años menos que ella y se estaban comportando como verdaderos mocosos.

—Veo que tenemos un problema —dijo al fin con voz tranquila—. ¿Pensáis que no tenéis por qué prestar atención en esta clase? ¿Ni tampoco ser educados? ¿Es que os importan un comino vuestras notas? Ya sé que estáis en último curso, y que es el expediente de undécimo el que se adjuntará a vuestras solicitudes para entrar en la universidad, pero suspender esta asignatura no os va a dejar en muy buen lugar precisamente, y puede que no os acepten en la facultad que os gustaría.

—Tú solo eres la sustituta hasta que vuelva la señora Bernini —exclamó un chico desde la última fila.

—La señora Bernini no va a volver en todo el curso. Eso podrían ser malas noticias tanto para vosotros como para mí. O buenas noticias si decidís colaborar para sacar adelante la asignatura. De vosotros depende. Si preferís boicotear la clase, es cosa vuestra, pero tendréis que dar explicaciones al jefe de estudios. Y a vuestros padres. En realidad es muy sencillo: si hacéis el trabajo, os pongo nota; si no os molestáis en intentarlo y no entregáis las redacciones, suspendéis la asignatura. Estoy segura de que la señora Bernini también lo vería así —dijo Victoria, que se acercó a Becki y le quitó la BlackBerry.

—¡Eh, no puedes hacer eso! ¡Estaba enviando un mensaje a mi madre! —protestó, con expresión indignada.

—Pues hazlo cuando termine la clase. Si tienes una emergencia, ve a las oficinas, pero en esta aula no se envían mensajes. Eso también va por ti —dijo, señalando a una chica de la segunda fila, que en realidad era con quien se estaba comunicando Becki—. Vamos a dejar una cosa clara: nada de BlackBerrys, ni móviles, ni iPods en mi clase. Nada de enviar mensajitos. Estamos aquí para trabajar y mejorar vuestra redacción.

No parecían muy impresionados. Mientras Victoria seguía hablándoles, sonó el timbre y todos se pusieron de pie. Nadie esperó a que ella anunciara el fin de la clase.

Cuando el aula quedó vacía, Victoria se sintió muy desanimada y guardó en su maletín las redacciones que le habían entregado. Al ver entrar a su segundo grupo de duodécimo y comprobar que estaban igual de alborotados, se sintió más deprimida todavía. La habían catalogado como la profesora a la que se podía fastidiar, con quien podían ser crueles y a quien no había que hacer ni caso.

Era como si todos los alumnos de último curso hubiesen recibido una circular en la que se les pedía que la pusieran a prueba. Victoria estaba a punto de echarse a llorar cuando Helen entró en el aula. Ya no quedaba ningún alumno, ella estaba recogiendo sus cosas y se la veía disgustada.

—¿Un mal día? —preguntó Helen con expresión compasiva. Hasta ese momento Victoria no había sabido si podía contar con ella como aliada, pero al verla entrar le pareció cordial.

—No muy bueno, la verdad —confesó mientras levantaba su maletín con un suspiro.

—Tienes que conseguir controlarlos antes de que te venzan ellos a ti. Los de último curso pueden ser muy crueles si se te escapan de las manos. Los de undécimo siempre están que no pueden más de estrés, y los de décimo son unos críos. Los de noveno son bebés, y se pasan la primera mitad del curso muertos de miedo. Son más fáciles de llevar. —Helen se lo sabía a la perfección, y Victoria no pudo evitar sonreír.

—Qué lástima que la señora Bernini no diera clases a los de noveno. Además, tengo a los de duodécimo por partida doble: dos grupos.

—Si les dejas, se te comerán para desayunar —le advirtió Helen—. Tienes que darles caña. No seas demasiado simpática y no intentes ser su amiga. Sobre todo siendo tan joven como tú. Los chicos de Madison pueden ser fantásticos, y la mayoría son muy listos, pero muchos son también unos manipuladores y creen que el mundo es suyo. Te usarán para limpiar el suelo si no te andas con ojo, y sus padres también. No dejes que te traten mal. Créeme, tienes que ser más dura. —Hablaba con mucha seriedad.

—Supongo que tienes razón. No me han entregado los deberes ni la mitad de ellos, y se han pasado toda la hora enviándose mensajes de texto, escribiendo notitas y escuchando música en el iPod. Han pasado completamente de la clase.

Helen sabía lo complicado que resultaba empezar para una profesora tan joven. Ella también se había visto en esa misma situación.

—Tienes que ser más estricta —insistió mientras salía del aula detrás de Victoria y regresaba a la suya—. Cárgalos de deberes, desafíalos, suspéndelos si no te entregan una tarea. Expúlsalos si no prestan atención o no hacen el trabajo. Confíscales los aparatos electrónicos. Así, despertarán. —Victoria iba asintiendo con la cabeza. Detestaba tener que llegar a esos límites, pero sospechaba que Helen tenía razón—. El fin de semana olvídate de esos monstruitos. Haz algo que te apetezca —dijo en tono maternal—. Y el lunes a primera hora, vuelve a la carga. Hazme caso, verás cómo se sientan erguidos en su sitio y te prestan atención.

—Gracias —dijo Victoria, y volvió a sonreírle—. Que pases un buen fin de semana. —Estaba realmente agradecida a Helen por sus consejos, que le habían levantado un poco el ánimo.

—¡Igualmente! —exclamó la profesora, y entró en su aula para recoger sus cosas.

Victoria regresó a casa caminando. Estaba bastante abatida, sentía que había fracasado por completo con sus dos clases de duodécimo. Y las de décimo y undécimo tampoco le habían ido demasiado bien. Casi tenía tentaciones de preguntarse por qué había querido ser profesora. Era una idealista y una ingenua, y con eso no estaba haciendo ningún bien a sus alumnos. El final de la semana se le había torcido. Victoria temía no lograr controlar a sus grupos, como le había sugerido Helen que hiciera, y que la cosa fuese a peor. Mientras meditaba sobre todo ello se detuvo a comprar algo para cenar y acabó con tres porciones de pizza, tres tarrinas pequeñas de Häagen-Dazs de sabores diferentes y un paquete de galletas Oreo. Sabía que esa no era la solución, pero la comida le proporcionaba consuelo. Al llegar a casa metió la pizza en el horno y abrió el helado de chocolate. Se había comido ya más de la mitad cuando Bunny llegó del gimnasio. Victoria había pensado ir con ella toda la semana, pero no había tenido tiempo porque había estado preparando sus planes de clase y por la noche estaba demasiado cansada. Aunque Bunny no hizo ningún comentario al encontrársela comiendo helado, Victoria se sintió culpable inmediatamente. Tapó la tarrina y la guardó en el congelador con las otras dos.

—¿Qué tal la primera semana? —preguntó Bunny con dulzura. Le pareció que Victoria estaba disgustada.

—Dura. Los chicos son difíciles y yo soy nueva.

—Lo siento. Busca un plan divertido para este fin de semana. Va a hacer un tiempo estupendo. Yo me voy a Boston, Bill estará en casa de Julie, y me parece que Harlan se va a Fire Island. Tendrás todo el piso para ti.

Eso no era del todo una buena noticia para Victoria, que se sentía sola, añoraba su casa y estaba deprimida. Echaba de menos a Gracie.

Cuando Bunny se marchó al aeropuerto para coger el avión hacia Boston, Victoria se comió la pizza y llamó a casa para hablar con su hermana. Contestó su madre, que le preguntó cómo estaba. Ella le dijo que bien, y entonces su padre se puso al teléfono.

—¿Ya estás lista para tirar la toalla y volver a casa? —preguntó con una sonora carcajada.

Victoria jamás lo habría reconocido ante él, pero lo cierto era que casi había acertado. Se sentía completamente fuera de lugar en el aula, como una auténtica fracasada. Sin embargo, las palabras de su padre la habían devuelto a la realidad, y todavía no pensaba tirar la toalla ni mucho menos.

—Aún no, papá —contestó, intentando que su voz sonara más alegre de lo que estaba.

Entonces Gracie se puso al teléfono y a Victoria le faltó poco para echarse a llorar. La añoraba muchísimo y de pronto se sintió muy sola en aquel apartamento vacío, en una ciudad nueva y sin amigos.

Estuvieron hablando un buen rato. Gracie le explicó lo que hacía en el instituto, charlaron sobre sus profesores y sus clases, y sobre un chico nuevo que le dijo que le gustaba y que iba a undécimo. Siempre había un chico nuevo en la vida de Gracie, y nunca en la de su hermana. Hacía mucho tiempo que Victoria no estaba tan desanimada, sentía incluso lástima de sí misma, pero no explicó nada a Gracie sobre el desastre que había resultado aquella semana. Después de colgar, sacó el helado de vainilla, lo abrió, se fue a su habitación, encendió la tele y se metió en la cama vestida. Buscó un canal de películas y se terminó el helado mientras veía una. Más tarde, al fijarse en la tarrina vacía junto a la cama, se sintió culpable. Esa había sido su cena. Estaba más que asqueada consigo misma. Poco después se puso el pijama, volvió a meterse en la cama, se tapó con la colcha hasta la cabeza y no despertó hasta la mañana siguiente.

Para expiar sus pecados de la noche anterior, el sábado salió a dar un largo paseo por Central Park e incluso hizo un poco de footing a lo largo del camino que bordeaba el mayor estanque, el Reservoir. Hacía un día magnífico. Victoria vio a numerosas parejas paseando por allí y eso la entristeció, porque ella no tenía a un hombre en su vida. Al mirar a su alrededor le dio la sensación de que todo el mundo estaba emparejado y que ella era la única que iba sola, como siempre. Regresó corriendo y llorando hasta el borde del parque, y desde allí caminó hasta el piso con su camiseta, sus pantalones de deporte y sus zapatillas. Se prometió que no comería más helado aquella noche. Era una promesa que tenía el firme propósito de cumplir y, sentada sola en casa, en el apartamento vacío, viendo otra película, consiguió no recurrir al helado. En lugar de eso se acabó el paquete de galletas Oreo.

El domingo lo pasó corrigiendo las redacciones que le habían entregado parte de los alumnos de duodécimo. Le sorprendió lo buenas que eran, y muy creativas. Algunos de ellos tenían talento de verdad, y los textos que habían escrito eran muy elaborados. Estaba impresionada, y así se lo dijo a ellos el lunes siguiente por la mañana, en clase. Los alumnos se habían dejado caer repantigados en sus sillas con evidente desinterés. Se veían por lo menos una docena de BlackBerrys sobre sus pupitres. Victoria recorrió el aula y fue cogiéndolas una a una para dejarlas luego en su escritorio. Sus propietarios reaccionaron de inmediato, y ella les dijo que podrían recuperarlas al terminar la clase. Muchas de ellas ya estaban vibrando sobre la mesa por los mensajes que recibían.

Antes de recoger las redacciones que faltaban, Victoria felicitó por su trabajo a quienes ya las habían entregado. Solo dos alumnos seguían sin haber hecho la tarea. Dos chicos altos y guapos, que se enfrentaron a ella con arrogancia y cinismo al decir que, una vez más, no le habían llevado ninguna redacción.

—¿Ha habido algún problema? ¿El perro se ha comido vuestros deberes? —preguntó Victoria con calma.

—No —dijo un chico que se llamaba Mike MacDuff—. El sábado fui a los Hamptons con mi familia y me pasé el día jugando al tenis. Luego estuve en el campo de golf con mi padre todo el domingo. El sábado por la noche, además, tuve una cita.

—Pues me alegro muchísimo por ti, Mike. Yo nunca he estado en los Hamptons, pero tengo entendido que es un sitio precioso. Está muy bien que hayas pasado un fin de semana tan agradable. Tienes un suspenso en la redacción. —Y dicho eso, volvió la atención hacia el resto de la clase mientras repartía copias de un relato que quería que leyesen.

Mike no dejaba de fulminarla con la mirada. El chico que se sentaba a su lado parecía incómodo, seguramente porque imaginaba que también él había suspendido.

Victoria los ayudó a analizar en detalle el relato y les mostró por qué tenía sentido. Era una buena historia y pareció gustarles, porque esta vez le prestaron más atención, y ella se sintió algo mejor con la clase. Incluso Becki participó con algunos comentarios sobre la lectura.

Como deberes, les pidió que escribieran su propio cuento. Mike se detuvo frente a su escritorio antes de salir del aula y le preguntó con voz ronca si podía recuperar ese suspenso entregándole la redacción que no había hecho.

—Esta vez no, Mike —repuso ella con amabilidad, aunque por dentro se sentía un monstruo.

Sin embargo, recordó la advertencia que Helen le había hecho el viernes de que no los dejara salirse con la suya. Tenía que dar ejemplo castigando a los dos chicos que no se habían molestado en hacer la redacción.

—¡Menuda mierda! —exclamó Mike levantando la voz mientras se alejaba a zancadas. Dio un portazo al salir.

Victoria ni se inmutó. En lugar de eso se preparó para su segunda clase, que empezaría unos minutos después.

Ese grupo resultó ser más complicado que el primero. Había una chica en clase que estaba decidida a burlarse de ella y a humillarla, e hizo varios comentarios sobre las mujeres con sobrepeso antes de que Victoria empezara a hablar. Ella fingió no oír nada. La chica se llamaba Sally Fritz, tenía el cabello castaño rojizo, pecas y un tatuaje de una estrella en el dorso de la mano.

—¿A qué universidad fuiste tú? —preguntó a Victoria con muy mala educación cuando la clase ya había empezado. Había interrumpido sin contemplaciones a su profesora.

—A la del Noroeste. ¿Estás pensando en solicitar plaza allí?

—¡Qué va, ni loca! —dijo Sally en voz bien alta—. Hace un frío que pela.

—Cierto, pero a mí me encantó. Es una buena universidad en cuanto te acostumbras al clima.

—Voy a pedir plaza en California y en Texas.

Victoria asintió con la cabeza.

—Yo soy de Los Ángeles. En California hay varias universidades estupendas —comentó con simpatía.

—Mi madre fue a Stanford —informó Sally sin que nadie le hubiera preguntado, como si no estuvieran en clase o no le importara lo más mínimo. Era muy presuntuosa.

Victoria retomó entonces la clase y repartió el mismo relato que había trabajado con el grupo anterior de aquella mañana. Estos alumnos parecían más participativos y fueron más críticos con el texto, lo cual propició un debate más interesante en la clase. Algunos incluso seguían comentándolo mientras salían del aula, lo cual satisfizo mucho a Victoria. No le importaba que sus alumnos la desafiaran, ni siquiera que discutieran con ella si tenían puntos de vista válidos. El objetivo de sus clases era conseguir que cuestionaran lo que sabían y aquello en lo que pensaban que creían, y el relato que les había presentado había conseguido justamente eso. Para ella fue toda una victoria y, antes de irse a la sala de profesores a corregir redacciones, pasó a ver a Helen.

—Gracias por el consejo del otro día —dijo con timidez—. Me ha ido muy bien.

—¿Les has dado caña?

Victoria se echó a reír antes de responder.

—No creo que haya hecho eso, no, pero he suspendido a dos alumnos del primer grupo por no entregar los deberes.

Aquella segunda semana del curso le estaba resultando mucho más dura de lo que había imaginado.

—Por algo se empieza. —Helen le sonrió—. Estoy orgullosa de ti. Con eso despertarás a los demás.

—Creo que así ha sido. También estoy confiscando todos los iPods y las BlackBerrys que veo.

—Eso les da mucha rabia —confirmó Helen—. Prefieren cien veces enviar mensajes de texto a sus amigos que prestarte atención a ti, o a mí, o a quien sea. —Las dos se echaron a reír—. ¿Lo pasaste bien el fin de semana?

—Bastante. El sábado salí al parque y el domingo estuve corrigiendo redacciones. —«Y me comí dos tarrinas de helado, varios trozos de pizza y un paquete entero de galletas», pero no lo dijo. Sabía que aquello mostraría lo desanimada que estaba.

Siempre comía más cuando se sentía angustiada, por mucho que se prometiera no hacerlo. Ya se veía recuperando de manera inminente la talla 44 o la 46 de su fondo de armario. A Nueva York se había llevado ropa de todas las tallas y quería evitar acabar otra vez con una 46, pero tenía muchas probabilidades de alcanzarla, al paso que iba. Sabía que debía volver a hacer régimen; era como un tiovivo constante del que, por lo visto, nunca podía bajarse. Sin amigos, sin novio, sin vida social y con la inseguridad que sentía en su trabajo, el riesgo de acabar engordando en Nueva York era alto, a pesar de su declaración de intenciones. Al fin y al cabo, esas intenciones nunca duraban. A la primera señal de crisis se lanzaba de cabeza a una tarrina de helado, un paquete de galletas o una pizza. Y durante el fin de semana había recurrido a esas tres cosas a la vez, lo cual había disparado la alarma mental que le decía que debía andarse con cuidado o la situación se le iría de las manos.

Helen intuía que Victoria se sentía sola, y le parecía una chica muy joven e inocente, además de buena persona.

—A lo mejor podríamos ir a ver una película el fin de semana que viene. O a un concierto en el parque —propuso.

—Me gustaría mucho —dijo Victoria, algo más alegre. Se sentía como la chica nueva del barrio, y lo era. También era la profesora más joven de la escuela.

Helen le doblaba la edad, pero Victoria le caía bien. Le parecía una joven brillante, y se daba perfecta cuenta de lo mucho que se estaba esforzando y la devoción que sentía por la enseñanza. Era un poco ingenua, pero Helen pensaba que enseguida le cogería el tranquillo. Los principios siempre eran desafiantes para cualquiera, sobre todo en los grupos de último curso. Los alumnos de instituto eran difíciles, pero Victoria podría con ellos si conseguía tenerlos controlados.

—¿Vienes a la sala de profesores? —preguntó a Helen, esperando una respuesta afirmativa.

—Tengo otra clase. Te veo luego allí.

Victoria asintió y echó a andar por el pasillo. La sala de profesores estaba desierta. Todos habían salido a comer, y ella intentaba no hacerlo. Aquella mañana había metido una manzana en su maletín y había prometido portarse bien. Se sentó a mordisquearla mientras leía las redacciones. Una vez más, le sorprendió lo buenas que eran. Tenía algunos alumnos muy brillantes. Solo esperaba serlo ella también para poder enseñarles algo y mantener vivo su interés durante todo el curso. Se sentía muy insegura. Ahora que se veía ante una clase llena de alumnos de verdad, las cosas eran mucho más difíciles de lo que había supuesto; iba a hacer falta algo más que disciplina para mantenerlos a raya. Helen le había dado algunos consejos muy útiles, y Carla Bernini le había preparado el plan de estudios antes de coger la baja por maternidad, pero Victoria sabía que tendría que imprimir vida y emoción a sus clases para conseguir entusiasmar a los chavales. Tenía un miedo horroroso a que no se le diera bien la enseñanza y acabar fracasando. Quería ser buena en eso más que ninguna otra cosa. No le importaba lo poco que cobraba; aquella era su vocación y quería convertirse en una gran profesora, de esas a las que los alumnos recuerdan durante años. No tenía ni idea de si lo lograría, pero haría todo lo que estuviera en su mano. Y aquello era solo el principio. El curso no había hecho más que empezar.

Durante las siguientes dos semanas Victoria luchó por mantener despierta la atención de sus alumnos. Confiscó teléfonos móviles y BlackBerrys, les puso deberes difíciles y, un día que la clase de décimo estaba especialmente alborotada, se llevó a los chicos a dar una vuelta por el barrio y luego les pidió que escribieran sobre ello. Intentaba que se le ocurrieran cuantas más ideas creativas mejor, y conocer a todos y cada uno de los alumnos de sus cuatro grupos y así, por fin, dos meses después, empezó a tener la sensación de que a algunos de ellos les caía bien. Los fines de semana se devanaba los sesos en busca de ideas que proponerles, libros nuevos que leer y proyectos originales. A veces los sorprendía con pruebas o trabajos inesperados. Sus clases eran cualquier cosa menos aburridas. A finales de noviembre empezó a tener la impresión de que estaba llegando a alguna parte con ellos y se estaba ganando su respeto. No a todos sus alumnos les gustaba, pero al menos le prestaban atención y respondían bien. Cuando cogió un avión para regresar a casa por Acción de Gracias, estaba convencida de haber conseguido algo. Hasta que vio a su padre.

Jim la miró con sorpresa al ir a buscarla al aeropuerto junto a su madre y a Grace, que se lanzó a los brazos de Victoria rebosante de alegría mientras su hermana mayor le daba un beso.

—¡Caray! El helado debe de ser muy bueno en Nueva York —espetó su padre con una amplia sonrisa.

Su madre puso una cara avergonzada, no por el comentario de él, sino por el aspecto de Victoria, que, corrigiendo redacciones y trabajando en sus clases por las noches y los fines de semana, había recuperado los kilos que había perdido.

Se había alimentado a base de comida china para llevar y batidos de chocolate dobles, y el régimen que siempre tenía intención de empezar no había llegado a materializarse. Había volcado toda la energía en las clases y en los alumnos, no en sí misma. Ella, mientras tanto, no había hecho más que comer lo que no debía para darse fuerza, consuelo y valor.

—Supongo que sí, papá —respondió con vaguedad.

—¿Por qué no te haces pescado y verduras al vapor, cariño? —dijo su madre.

Victoria no se lo podía creer: después de casi tres meses sin verla, lo único en lo que se fijaban era en su peso. Salvo Gracie, que la miraba llena de alegría. A ella no le importaba la talla que llevara Victoria; la quería y punto. Las dos hermanas se alejaron cogidas del brazo hacia la cinta de equipajes, contentas de volver a estar juntas.

El día de Acción de Gracias, Victoria ayudó a su madre a cocinar el pavo y disfrutó de la celebración y de la comida con su familia, milagrosamente sin ningún comentario negativo más por parte de su padre. Hacía un día cálido y apacible, y al terminar salieron a descansar un rato al jardín de atrás, donde su madre le preguntó cómo le iba en la escuela.

—¿Te gusta el trabajo? —Seguía sin entender que su hija quisiera ser profesora.

—Me encanta. —Dedicó una gran sonrisa a su hermana—. Y eso que mis alumnos de décimo son horribles. Son unos monstruitos espantosos, igual que tú. No hago más que confiscarles los iPods para que presten atención.

—¿Por qué no les pides que escriban la letra de una canción? —propuso Gracie mientras su hermana mayor se la quedaba mirando sin salir de su asombro—. Mi profe nos lo puso de deberes y a todos nos gustó un montón.

—¡Qué gran idea! —Se mostró impaciente por probarlo con sus alumnos. Había planeado pedir a los de undécimo y duodécimo que escribieran un poema las semanas antes de Navidad, pero una canción para los de décimo era una idea estupenda—. Gracias, Gracie.

—Tú pregúntame lo que quieras de los de décimo —dijo ella con orgullo, sintiéndose representante de su curso.

Su padre consiguió evitar el tema del peso de Victoria durante el resto de su visita, y su madre comentó discretamente que quizá debería ir a Comedores Compulsivos Anónimos, lo cual hirió mucho los sentimientos de Victoria, pero, aparte de eso, fue un fin de semana cálido y acogedor, sobre todo gracias a su hermana. El domingo todos la acompañaron al aeropuerto. Ella había pensado regresar al cabo de cuatro semanas a pasar la Navidad con ellos, así que en esa ocasión su adiós no estuvo acompañado de lágrimas. Estaría en casa todas las vacaciones, puesto que en la escuela le daban dos semanas libres. Ya en el avión de vuelta a Nueva York, pensó de nuevo en esa idea de Gracie de hacer escribir una canción a los de décimo.

El miércoles por la mañana explicó la tarea en su clase y todos estuvieron encantados. Era algo en lo que les apetecía estrujarse la cabeza y, por una vez, se los veía casi eufóricos con los deberes. Aunque a los de undécimo y duodécimo no les entusiasmó tanto el poema que tenían que escribir, Victoria empezaba a ayudar ya a alguno de ellos con sus redacciones para la solicitud de entrada a la universidad. Estaba cargadísima de trabajo.

Las canciones que compusieron los de décimo fueron estupendas. Un chico llevó incluso una guitarra a clase e intentó poner música a sus palabras. La idea fue un éxito total y sus alumnos le preguntaron si podían alargar el proyecto hasta las vacaciones de Navidad. Victoria estuvo de acuerdo. Además, les puso muy buenas notas por su trabajo. Nunca había repartido tantos excelentes. Los trabajos de poesía también resultaron extraordinarios. Llegadas las vacaciones de Navidad, Victoria sentía que se había ganado su confianza porque todos se portaban mucho mejor en sus clases. También Helen lo había notado. Los alumnos parecían contentos y entusiasmados cuando salían del aula.

—¿Qué has hecho con ellos? ¿Los has drogado?

—He seguido un consejo de mi hermana, que tiene quince años. He pedido a los de décimo que compongan una canción —anunció Victoria con orgullo, y Helen quedó impresionada por su creatividad.

—Eso es genio en estado puro. Ojalá pudiera hacerlo yo en mi clase.

—He robado la idea a la profesora de mi hermana, pero ha surtido efecto. Y los mayores están escribiendo poemas. Hay unos cuantos que tienen talento de verdad.

—Igual que tú —dijo Helen con una mirada de admiración—. Eres una profesora estupenda, caray. Espero que lo sepas. Y me alegro de que estés aprendiendo a controlar a la clase. Es mejor para ellos, y para ti también. Incluso a su edad necesitan límites, disciplina y organización.

—He estado trabajando en ello —reconoció Victoria abiertamente—, pero a veces creo que meto la pata hasta el fondo. Ser profesora conlleva muchísima más creatividad de lo que yo pensaba al principio.

—Todos metemos la pata alguna vez —comentó Helen con franqueza—. Eso no te convierte en una mala maestra. Hay que seguir intentándolo y descubrir qué funciona, hasta que consigues ganártelos. Es todo lo que podemos hacer.

—Me encanta este trabajo —repuso ella, feliz—, aunque a veces me saquen de quicio. Últimamente ya no están tan impertinentes. Incluso tengo a un alumno que quiere ir al Noroeste porque comenté que a mí me había encantado esa universidad.

Helen sonreía mientras Victoria le explicaba todo aquello, veía en sus ojos la pasión que sentía por su profesión, y eso le alegró el corazón.

—Espero que Eric sea lo bastante listo para ofrecerte un contrato fijo cuando vuelva Carla. Estará loco si te deja marchar —comentó con cariño.

—Me encantaría quedarme aquí, pero ya veremos qué sucede el año que viene. —Era consciente de que en marzo y en abril se ofrecerían los contratos para el curso siguiente, y aún no sabía si habría una plaza para ella. Esperaba que sí, pero no era nada seguro.

De momento lo que tenía que hacer era trabajar. Por sí misma, por los chicos y por la escuela. A Eric Walker, el director, le habían llegado buenos comentarios sobre Victoria por parte de los alumnos. También dos de los padres le habían hecho saber que les gustaban los trabajos que les pedía. Inspiraba mucho a los chicos y, cuando hacía falta, también los presionaba. Se salía de lo preestablecido y no le asustaba probar cosas nuevas. Era justamente la clase de profesora que querían.

Además, después de Acción de Gracias Victoria había dejado de comer de una forma tan voraz. El comentario de su padre y la insinuación de su madre sobre Comedores Compulsivos Anónimos habían aplacado un poco su apetito. Todavía no había empezado ningún nuevo régimen infalible, pero pensaba hacerlo durante las Navidades. Había sopesado la opción de ir a Weight Watchers, pero se dijo que no tenía tiempo. De momento había frenado un poco el consumo de helado y pizza, y en cambio compraba más ensaladas y se hacía pechuga de pollo a la plancha para cenar en la cocina con sus compañeros de piso al volver a casa. También se obligaba a merendar fruta a media tarde. Seguía sin tener demasiada vida social, aparte de salir de vez en cuando con Helen al cine, pero pasaba buenos ratos en el piso. Veía a Harlan más que a ningún otro, porque Bill siempre estaba con Julie, y Bunny se marchaba a Boston casi todos los fines de semana para ver a su novio. Tenía en mente irse a vivir con él. Harlan, sin embargo, pasaba mucho tiempo en casa. Casi tanto como ella. También estaba soltero y sin compromiso, y trabajaba tanto como Victoria. Por las tardes a menudo llegaba a casa exhausto y le encantaba desmoronarse delante de la tele que tenía en su habitación, y luego reunirse con ella en la cocina para cenar algo ligero.

—Bueno, y ¿qué vas a hacer estas Navidades? —le preguntó Victoria una noche mientras tomaban un té.

—Me han invitado a South Beach, pero no sé si ir. No es que el ambiente de Miami sea lo mío. —Él era un hombre serio que trabajaba con gran diligencia en el museo. Victoria sabía que no estaba muy unido a su familia y que no pensaba regresar a Mississippi durante las vacaciones. Una vez le había explicado que no era bien recibido en su casa porque a sus padres no les gustaba que fuera gay, lo cual a ella le pareció muy triste.

—Yo volveré a Los Ángeles a ver a mis padres y a mi hermana —explicó Victoria, pensativa, haciéndose la reflexión de que sus padres tampoco la habían aceptado nunca por completo.

Llevaba toda la vida siendo una inadaptada y una marginada en su propia familia. Incluso su talla los molestaba y la hacía parecer diferente. Su madre habría preferido morir a pesar lo que pesaba ella; jamás lo habría permitido. Y su padre seguía sin poder resistirse a soltar comentarios a su costa, sin darse cuenta de lo mucho que la herían. Aun así, Victoria nunca había pensado que su crueldad fuese consciente.

—¿Los echas de menos cuando estás aquí? —preguntó Harlan. Sentía curiosidad por la familia de ella.

—A veces. Son los míos. Sobre todo a mi hermana. Siempre ha sido mi niña pequeña. —Sonrió.

—Yo tengo un hermano mayor que me odia —dijo Harlan mientras servía dos tazas más de té—. Ser gay no era lo más agradable del mundo en Tupelo, Mississippi, cuando yo era pequeño, y sigue sin serlo ahora. Sus amigos y él me daban palizas cada dos por tres. Ni siquiera supe por qué hasta los quince años, cuando empecé a darme cuenta. Hasta entonces solo me sentía diferente. Después lo comprendí. Me marché en cuanto cumplí los dieciocho y me vine a la universidad. Creo que se sintieron aliviados al verme marchar. Solo vuelvo una vez cada varios años, cuando se me acaban las excusas.

A Victoria le parecía una vida triste y muy solitaria, pero su vida familiar también lo habría sido de no ser por Gracie.

—Yo también soy la oveja negra de la familia —reconoció—. Todos ellos son delgados, tienen los ojos castaños y el pelo oscuro. Soy el monstruo de la familia. Mi padre siempre está metiéndose conmigo por mi peso, y mi madre me deja recortes de periódico sobre nuevas dietas sobre mi escritorio.

—Qué crueles —comentó Harlan con tristeza, aunque se había fijado en lo que comía Victoria, y en qué cantidad, cuando estaba cansada o deprimida. Él creía que tenía una cara muy bonita y unas piernas estupendas, a pesar de su generoso busto. Sin embargo, aun así era una mujer guapa. Le sorprendía que no saliera con nadie—. Algunos padres hacen mucho daño —añadió, pensativo—. Me alegra saber que nunca tendré hijos. No querría hacer a nadie lo que ellos me hicieron a mí. Mi hermano es un auténtico imbécil. Trabaja en un banco y es más aburrido que una lavadora. Está casado y tiene dos niños. Cree que ser gay es una enfermedad. Siempre está deseándome que me recupere, como si tuviese amnesia y de pronto fuese a recordar que soy hetero, lo cual sería mucho menos vergonzoso para él, claro. —Harlan rio mientras lo explicaba. Tenía veintiséis años y estaba cómodo con su identidad. Esperaba llegar a ser comisario del Met algún día, aunque el sueldo no era para tirar cohetes. Aun así, se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo, igual que Victoria a la enseñanza—. ¿Y tú? ¿Te lo pasarás bien en Los Ángeles por Navidad? —le preguntó con expresión nostálgica.

Victoria asintió. Se lo pasaría bien por Gracie.

—Me encantaba cuando mi hermana era pequeña y aún creía en Santa Claus. Todavía le dejamos galletas, y zanahorias y sal a los renos.

Harlan sonrió al oírlo.

—¿Tienes algún plan para Fin de Año? —preguntó con genuino interés, intentando imaginar su vida en California.

Ella nunca explicaba mucho sobre sus padres, solo hablaba de su hermana pequeña.

—La verdad es que no. Normalmente me quedo en casa con mi hermana. Uno de estos días ya será lo bastante mayor para tener una cita de verdad, y entonces sí que estaré acabada.

—A lo mejor podríamos hacer algo, si los dos hemos vuelto ya a Nueva York —dijo Harlan, y a ella le gustó la idea—. Podríamos ir a Times Square a ver cómo cae la bola, con todos los turistas y las fulanas. —Se echaron a reír solo con imaginarlo.

—Puede que vuelva de Los Ángeles a tiempo para eso —dijo Victoria, pensándolo mejor—. Las clases empiezan unos días después. Así veré cómo es la Nochevieja aquí.

—Envíame un mensaje de texto cuando decidas qué vas a hacer —repuso Harlan.

Ella asintió y luego metieron las tazas en el lavavajillas.

Victoria dejó un regalito a cada uno de sus compañeros de piso encima de la cama antes de irse a California, y también llevaba regalos para Gracie y para sus padres en la maleta. Estaba contenta de volver a casa para estar con su familia, sobre todo con su hermana. Cuando llegaron del aeropuerto decoraron el árbol todos juntos y bebieron un delicioso ponche de ron. Estaba fuerte y quemaba un poco en la lengua, pero a Victoria le gustó. La cabeza le daba vueltas cuando se fue a la cama. Le sentaba bien estar en casa. Gracie se coló en su cama y se tumbó a su lado, y las dos estuvieron riendo y charlando hasta que se quedaron dormidas. También sus padres parecían de muy buen humor. Su padre le dijo que había conseguido un cliente nuevo muy importante para la agencia, y su madre acababa de ganar un torneo de bridge. Gracie estaba entusiasmada porque tenía vacaciones y podría estar con Victoria en casa todos esos días. Se alegraba de tenerla allí.

Todo fue como la seda el día de Navidad. A sus padres y a Gracie les gustaron sus regalos. Su padre le regaló a ella una cadena de oro larga porque, según le dijo, así no tenía que preocuparse de si era de su talla. Y su madre le regaló un jersey de cachemir y dos libros, uno sobre ejercicios y otro sobre una nueva dieta. Ninguno se había dado cuenta de que había adelgazado desde Acción de Gracias. Solo su hermana le dirigió varios cumplidos, pero sus amables palabras nunca le calaban tan hondo como los insultos de sus padres.

Dos días después de Navidad a Gracie la invitaron a una fiesta de Nochevieja en casa de una amiga de Beverly Hills, pero Victoria no tenía nada que hacer. La gente a la que conocía estaba trabajando en otras ciudades, y dos amigas que seguían viviendo en Los Ángeles se habían ido a esquiar. Lo único que hizo durante todas las vacaciones fue estar con Grace, que se ofreció a quedarse con ella la noche de Fin de Año.

—No seas tonta… tienes que salir con tus amigas. Yo, de todas formas, había pensado volver a Nueva York.

—¿Tienes una cita? —Gracie la miró con interés. Era la primera noticia que tenía.

—No, solo es uno de mis compañeros de piso. No sé si estará allí, pero habíamos hablado de hacer algo juntos por Nochevieja.

—¿Le gustas? —quiso saber Gracie con una miradita maliciosa, y Victoria se echó a reír al oír la pregunta.

—No de esa forma, pero es un buen amigo y lo pasamos muy bien juntos. Trabaja en el Museo Metropolitano.

—Menudo rollo —comentó Gracie, poniendo los ojos en blanco. Estaba decepcionada porque no parecía una historia demasiado prometedora. Se daba cuenta de que su hermana no lo veía como una opción real de aventura amorosa.

Al final Victoria se marchó de Los Ángeles el día de Fin de Año por la mañana. Gracie iría a la fiesta de casa de su amiga, y a sus padres los habían invitado a una cena. Ella se habría quedado sola en casa, así que decidió regresar a Nueva York. Además, tenía que prepararse para las clases. Envió un mensaje de texto a Harlan esperando que también él hubiese regresado a Nueva York. Su padre la acompañó al aeropuerto mientras su madre y su hermana estaban en la peluquería. Victoria y Gracie ya se habían despedido esa mañana.

—¿Crees que volverás a casa después de este año en Nueva York? —le preguntó su padre durante el trayecto.

—Todavía no lo sé, papá. —No quería decirle que seguramente no, porque allí se sentía feliz. Aún no tenía un gran círculo de amistades, pero le gustaban sus compañeros de piso, el apartamento y su trabajo. Era un comienzo.

—Te iría muchísimo mejor en otro campo —le repitió por enésima vez.

—Me gusta dar clases —repuso ella con calma.

Jim se echó a reír y la miró fijamente.

—Al menos sabemos que nunca te morirás de hambre.

Victoria seguía sin poder creer que su padre no desperdiciara ni una oportunidad para clavarle una puñalada o meterse con ella. Esa era una de las principales razones por las que estaba en Nueva York. No contestó nada y se quedó callada en su asiento el resto del trayecto hasta el aeropuerto internacional de Los Ángeles. Como hacía siempre, su padre la ayudó con las maletas y le dio una propina al portero de su parte. Después volvió a abrazarla como si no hubiese hecho semejante comentario en el coche. Nunca se daba cuenta.

—Gracias por todo, papá.

—Cuídate mucho —dijo él con voz sincera.

—Tú también. —Victoria le dio un abrazo y se alejó hacia el control de seguridad.

Subió al avión y, justo entonces, vio que tenía un mensaje de texto de Harlan. «Llegaré a Nueva York a las seis de la tarde», le había escrito. Ella aterrizaría a las nueve, hora local.

«Yo estaré en el piso a las diez», contestó.

«¿Times Square?», fue el siguiente mensaje.

«Ok».

«Tenemos una cita». Victoria sonrió y apagó el móvil. Al menos era agradable saber que tendría algo que hacer en Nochevieja, y alguien con quien pasarla. Comió algo en el avión, vio una película y durmió las últimas dos horas de vuelo. Cuando aterrizaron en Nueva York estaba nevando; las suaves ráfagas de copos de nieve convertían el paisaje en una felicitación de Navidad mientras se dirigía en taxi a su casa. Aunque siempre le entristecía separarse de Gracie, estaba entusiasmada por haber vuelto. Había prometido a su hermana que podría ir a verla a la Gran Manzana en las vacaciones de primavera. Sus padres dijeron que la acompañarían. Victoria habría preferido que no lo hiciesen.

En el piso la esperaba Harlan: recién llegado de Miami y bronceado. Le explicó que no le había gustado el ambiente gay de allí, que era demasiado glamuroso y superficial, y que también a él le alegraba estar de vuelta.

—¿Qué tal por Los Ángeles? —le preguntó mientras ella entraba en casa.

—Bien. Me he divertido mucho con mi hermana. —Victoria le sonrió, y él descorchó una botella de champán y le alargó una copa.

—¿Se han portado bien tus padres?

—Ni mejor ni peor que de costumbre. Lo he pasado bien con mi hermana, pero me alegro de estar otra vez aquí.

—Y yo. —Harlan sonrió y bebió un sorbo de champán—. Será mejor que te pongas las botas de nieve para ir a Times Square.

—Pero ¿de verdad vamos a ir? —Fuera estaba nevando, pero eran unos copos suaves que flotaban en el aire antes de caer en el suelo.

—Joder, ya lo creo. No me lo perdería por nada del mundo. Tenemos que ver cómo cae la gran bola. Ya volveremos después a casa para entrar en calor.

Victoria rio y apuró su copa de champán.

Salieron del apartamento y cogieron un taxi a las once y media, con lo que llegaron a Times Square diez minutos antes de la medianoche. Había una muchedumbre enorme contemplando la gran bola de espejos, y Victoria sonrió a Harlan mientras la nieve se les posaba en el cabello y las pestañas. Parecía la forma perfecta de pasar aquella noche. Después, al tocar las doce, la bola de espejos cayó y todo el mundo se puso a gritar de alegría. Ellos se quedaron de pie, riendo y abrazándose, y se dieron un beso en la mejilla.

—Feliz año nuevo, Victoria —dijo Harlan, muy alegre. Le encantaba estar con ella.

—Feliz año nuevo —contestó Victoria mientras lo abrazaba.

Los dos levantaron la mirada hacia el cielo como dos niños para ver caer la nieve. Parecía un decorado. Ambos sintieron la perfección de aquel momento: eran jóvenes y estaban disfrutando de la Nochevieja en Nueva York. De momento, al menos, no podía pedirse más. Estaban más que contentos de tener a un amigo cerca aquella noche, así que se quedaron allí hasta que tuvieron el cabello y el abrigo cubiertos de nieve, y después se alejaron unas cuantas manzanas de Times Square, rodeados de luces brillantes y gente, y pararon un taxi para volver a casa. Había sido una velada perfecta.