Jim Dawson había sido guapo desde el día en que nació. Era hijo único, de niño fue alto para su edad, tenía un físico perfecto y al crecer se convirtió en un atleta excepcional. Era el centro del mundo de sus padres. Ambos pasaban de los cuarenta cuando lo tuvieron, y fue para ellos una bendición y una sorpresa después de tantos años intentando concebir. Justo cuando ya habían abandonado toda esperanza, apareció su perfecto bebé. Su madre lo miraba con adoración mientras lo tenía en brazos. A su padre le encantaba jugar con él a la pelota. Fue la estrella del equipo en la liguilla de béisbol del colegio y, con el paso de los años, las chicas se derretían cada vez más por él. Tenía el cabello oscuro, aterciopelados ojos castaños y un hoyuelo pronunciado en la barbilla, igual que un actor de Hollywood. En la universidad fue capitán del equipo de fútbol americano, y a nadie le sorprendió que empezara a salir con la reina de la fiesta de antiguos alumnos, una chica muy guapa que se había trasladado con su familia desde Atlanta hasta el sur de California el primer año de carrera. Christine era menuda y delgadita, con un cabello y unos ojos tan oscuros como los de él, y una piel igual que la de Blancanieves. Resultaba delicada, hablaba con voz suave y lo idolatraba. Se prometieron la noche de la graduación y se casaron durante las Navidades de ese mismo año.
Por aquel entonces Jim ya había encontrado trabajo en una agencia de publicidad, así que Christine se pasó los seis meses siguientes a la graduación preparando la boda. También ella se había licenciado, pero en realidad su único interés durante los cuatro años de universidad había radicado en encontrar marido y casarse. Formaban una pareja espectacular e irradiaban esa saludable belleza tan típicamente estadounidense. Eran el complemento perfecto el uno para la otra y, al verlos, todo el mundo pensaba en una portada de revista.
La intención de Christine había sido trabajar de modelo después de casarse, pero Jim no quiso ni oír hablar del tema. Él tenía un buen puesto, ganaba un buen sueldo y no quería que su mujer buscase empleo. ¿Qué pensaría la gente de él? ¿Que no era capaz de hacerse cargo de ella? Prefería que se quedara en casa y estuviera esperándolo todas las tardes, y eso fue lo que hizo Christine. Todo el que los conocía decía que eran la pareja más atractiva que había visto jamás.
Nunca se pelearon por ver quién llevaba los pantalones en la familia. Jim establecía las normas y Christine estaba cómoda con su papel. Su madre había muerto siendo ella muy joven, y su suegra, a quien llamaba «mamá Dawson», no hacía más que cantar las alabanzas de su hijo, por lo que Christine no tardó en reverenciarlo tanto como lo habían hecho sus padres. Jim era un gran sostén para la familia, amante esposo, divertido, el atleta perfecto, y no dejaba de ascender en el escalafón de la empresa de publicidad. Era simpático y encantador con todo el mundo, siempre que lo admirasen y no lo criticasen nunca, pero casi nadie tenía razones para hacerlo. Jim era un joven agradable que hacía amigos con facilidad, tenía a su mujer en un pedestal y se ocupaba muy bien de ella. Lo único que esperaba de Christine a cambio era que hiciera siempre lo que él decía, que lo venerase y lo adorase, y que le dejara llevar la voz cantante. Puesto que el padre de ella tenía unas ideas muy parecidas, Christine había crecido educándose para ser la abnegada esposa de un hombre como él. Su vida en común era todo lo que había soñado y más. Con Jim no hubo ninguna sorpresa desagradable y nunca tuvo comportamientos extraños, así que no se llevó ninguna decepción. La protegía y cuidaba de ella, y se ganaba generosamente la vida. La relación funcionaba a la perfección para ambos. Cada uno conocía su papel y lo interpretaba siempre según sus reglas. Él era el Adorado; ella, la Adoradora.
Los primeros años no sintieron ninguna prisa por tener hijos, y quizá habrían tardado más en buscarlos si la gente no hubiese empezado a hacer comentarios sobre por qué no los tenían. Jim lo sentía como una crítica o como la insinuación de que no podían, aunque a ambos les gustaba su independencia, sin niños que los ataran. Jim se llevaba a menudo a Christine a pasar el fin de semana fuera, organizaba vacaciones placenteras y la sacaba a cenar una o dos veces por semana, aunque ella era buena cocinera y había aprendido a prepararle sus platos preferidos. Ninguno de los dos sufría por la ausencia de niños, aunque ambos estaban de acuerdo en que querrían tenerlos algún día. Sin embargo, ya habían pasado cinco años desde su boda e incluso los padres de Jim empezaron a inquietarse y a pensar que quizá tenían las mismas dificultades que habían retrasado la formación de su propia familia durante casi veinte años. Jim les aseguraba que no había ningún problema, que estaban disfrutando de la vida y no tenían prisa por ser padres. A sus veintisiete años, les gustaba sentirse libres y sin responsabilidades.
Sin embargo, las constantes preguntas acabaron por afectar a Jim, que le comunicó a Christine que había llegado el momento de tener un hijo. Y, como siempre, Christine estuvo de acuerdo. Todo lo que Jim considerara mejor, a ella también se lo parecía. Se quedó embarazada de inmediato; antes de lo que esperaban, en realidad. Ellos habían supuesto que tardarían entre seis meses y un año, o sea que les resultó más fácil de lo que habían planeado y, a pesar de la inquietud de su suegra, el embarazo fue estupendamente.
Cuando Christine se puso de parto, Jim la llevó al hospital y optó por no estar presente mientras nacía la criatura, lo cual también a ella le pareció correcto. No quería forzarlo a nada que pudiera incomodarlo. Él deseaba que fuera niño, y ese había sido también el ardoroso deseo de ella, para complacerlo. A ninguno de los dos se les pasó siquiera por la cabeza que pudieran tener una niña, y ambos, confiados, habían preferido no conocer el sexo del bebé antes del nacimiento. Viril como era, Jim había dado por hecho que su primogénito sería varón, y Christine había decorado toda la habitación de azul. Estaban absolutamente convencidos de que sería niño.
El bebé venía de nalgas y hubo que practicar una cesárea, así que Christine estaba anestesiada en la sala de recuperación cuando Jim recibió la noticia. Después, al ver a la niña que la enfermera le acercó a la ventana del nido, pasó varios minutos pensando que la mujer se había equivocado y le estaba enseñando a otro bebé. La niña tenía una carita completamente redonda y de mofletes regordetes, y un halo de pelusilla rubia, casi blanca, en la cabeza. No se parecía a ninguno de ellos dos. Más aún que sus rasgos o su color de pelo, lo que desconcertó a Jim fue el sexo. No era el bebé que habían esperado. Mientras la pequeña lo miraba a través del cristal de la sala de neonatos, lo único en lo que podía pensar él era que se parecía a aquella vieja monarca británica, la reina Victoria. Se lo comentó a una de las enfermeras, y ella le regañó y le aseguró que su hija era preciosa. Jim, que no estaba acostumbrado a las muecas de los recién nacidos, no estaba de acuerdo con la mujer. Le daba la sensación de que aquella niña tenía que ser hija de algún otro matrimonio, porque era evidente que no se parecía en nada ni a Christine ni a él. Así que se sentó en la sala de espera, abatido por la decepción, hasta que lo llamaron para que se reuniera con su mujer. En cuanto ella le vio la cara, supo que había sido una niña y que, a ojos de su marido, había fracasado.
—¿Una niña? —susurró, todavía adormilada por la anestesia mientras él asentía sin poder decir palabra.
¿Cómo iba a explicarles a sus amigos que su chico había resultado ser una niñita? Era un golpe importante para su ego y su imagen, algo que no podía controlar, y Jim nunca había llevado eso demasiado bien. A él le gustaba orquestarlo todo, y Christine siempre seguía el ritmo que marcaba su batuta.
—Sí, es una niña —logró decir mientras a su mujer se le escapaba una lágrima—. Se parece a la reina Victoria. —Y entonces decidió incordiarla un poco—. No sé quién será el padre, pero parece que tiene los ojos azules, y es rubia.
Nadie, en ninguna de las dos familias, tenía el cabello claro salvo la abuela de él, lo cual le parecían muchas generaciones de distancia. Aun así, no dudaba de Christine. Estaba claro que esa niña era una especie de atavismo evolutivo de su banco genético, porque de ninguna manera parecía que fuera hija suya. Las enfermeras no hacían más que decir que era una monada, pero Jim no estaba convencido, y pasaron varias horas antes de que se la llevaran a Christine bien arropada en una manta rosa, y esta se la quedó mirando maravillada mientras le acariciaba las manitas. A Christine acababan de ponerle una inyección para impedir que le subiera la leche porque había decidido no dar el pecho. Era Jim quien no quería, y ella tampoco había sentido especial deseo de hacerlo. Deseaba recuperar la figura lo antes posible, ya que a él siempre le había gustado su silueta menuda y ágil, y no la encontraba atractiva estando embarazada. Christine había vigilado mucho el peso durante el embarazo. Igual que a Jim, le costaba creer que esa niña regordeta, blanca y rubia fuese suya. Sí que tenía unas piernas largas, robustas y rectas como las de él, pero sus rasgos no recordaban a los de ninguno de ellos dos. Mamá Dawson le dio la razón a su hijo nada más ver a la pequeña. Comentó que tenía un aire a la abuela paterna de él y que esperaba que no siguiera pareciéndosele cuando creciera. Toda su vida había sido una mujer oronda y corpulenta, admirada por su cocina y su costura, pero nunca por su belleza.
Un día después del nacimiento de la niña, la primera impresión en cuanto a su sexo ya había disminuido un poco, aunque los amigos del trabajo le habían tomado el pelo a Jim diciéndole que tendría que volver a probar suerte, a ver si conseguía un chico. A Christine le preocupaba que pudiera enfadarse con ella, pero él le aseguró con mucha dulzura que se alegraba de que la niña y ella estuvieran sanas, y añadió que ya se acostumbrarían a lo que tenían. La forma en que lo dijo hizo que Christine se sintiera como una fracasada, y mamá Dawson no hizo más que corroborar su impresión. No era ningún secreto que Jim, casi como confirmación de su hombría y su habilidad para engendrar a un niño, había deseado un hijo y no una hija. Y, puesto que a ninguno de ellos se les había ocurrido que pudieran ser padres de una niña, no tenían pensado ningún nombre para la pequeña regordeta y rubia que Christine acunaba en sus brazos.
Jim solo había bromeado al decir que se parecía a la reina Victoria, pero los dos estuvieron de acuerdo en que era un nombre bonito, así que él fue un paso más allá y propuso ponerle Regina de segundo nombre. Victoria Regina Dawson, igual que la reina Victoria. Viendo a la niña, el nombre parecía extrañamente adecuado, así que Christine accedió. Quería que su marido estuviera contento por lo menos con la elección del nombre de la criatura, ya que con el sexo no había podido ser. Todavía sentía que le había fallado dándole una niña. Sin embargo, cuando salieron del hospital cinco días después, Jim parecía haberla perdonado ya.
Victoria era un bebé feliz y contento que siempre estaba de buen humor y no era nada exigente. Aprendió a andar y a hablar muy pronto, y la gente siempre comentaba que era una niñita muy dulce. Siguió siendo muy clara de piel, y el halo de pelusilla casi blanca con el que había nacido se convirtió en una corona de tirabuzones dorados. Tenía unos grandes ojos azules, el cabello rubio claro y la tez blanca y aterciopelada que encajaban con su coloración. Había quien decía que parecía muy inglesa, y entonces Jim comentaba que le habían puesto el nombre por la reina Victoria, porque al nacer se le había parecido mucho, y todo el mundo se echaba a reír. Acabó siendo su chiste preferido sobre la niña, y siempre estaba más que dispuesto a compartirlo mientras Christine sonreía con recatada timidez. Ella quería a su hija, pero el amor de su vida siempre había sido su marido, y eso no había cambiado. A diferencia de otras mujeres que se dedicaban a sus hijos en cuerpo y alma, el epicentro de su mundo era en primer lugar Jim, y luego la niña. Christine era la compañera perfecta para un narcisista de las proporciones de Jim. Solo tenía ojos para su marido y, aunque él seguía deseando un hijo para sentirse completo y jugar con él a la pelota, no tenía ninguna prisa por volver a intentarlo. Victoria encajó en su vida con facilidad y sin provocarles ningún trastorno, y ambos temían que dos niños, sobre todo si no se llevaban varios años de diferencia, resultaran difíciles de manejar, así que de momento se contentaron con ella. De vez en cuando mamá Dawson echaba sal en las heridas de Jim diciéndole que era una lástima que Victoria no hubiera sido niño, porque así ya no tendrían ni que plantearse siquiera ir a por el hermanito, y que los hijos únicos siempre eran más brillantes. Por supuesto, ella solo había tenido un hijo.
Al crecer Victoria demostró ser muy inteligente. Hablaba mucho, era muy buena y mantenía conversaciones casi de adulto cuando apenas tenía tres años. Decía cosas graciosas, era una niña muy despierta y se interesaba por todo cuanto la rodeaba. Christine le enseñó a leer a la edad de cuatro años. A los cinco, su padre le explicó que le habían puesto el nombre de una reina. Victoria sonreía con deleite cada vez que se lo decía. Sabía cómo eran las reinas: eran guapas y llevaban unos vestidos preciosos en todos los cuentos de hadas que ella leía. A veces incluso tenían poderes mágicos. Sabía que le habían puesto el nombre de la reina Victoria, aunque desconocía cómo era esta. Su padre siempre le contaba que habían elegido el nombre porque se parecía a ella, y Victoria sabía que, además, también se parecía a la abuela de su padre, aunque nunca había visto ninguna fotografía de la mujer. Se preguntaba si también ella habría sido reina.
La niña seguía siendo redondita y regordeta al cumplir seis años. Tenía unas piernas fornidas y muchas veces le decían que estaba muy mayor para su edad. Ya iba a primero y era la más alta de toda la clase. También pesaba más que la mayoría de sus compañeros. La gente le decía que era una «grandullona», y a ella siempre le había parecido un cumplido. Todavía iba a primero cuando, un día, mientras estaba hojeando un libro con su madre, vio a la reina cuyo nombre le habían puesto. Estaba claramente escrito debajo de su retrato. «Victoria Regina», igual que ella.
Era una fotografía que le habían hecho a una edad avanzada, y la reina tenía en su regazo un doguillo que se le parecía una barbaridad. Victoria se quedó sentada, mirando la página un buen rato sin decir ni una palabra.
—¿Es esta? —le preguntó por fin a su madre, volviendo sus enormes ojos azules hacia ella.
Christine asintió y sonrió. Aquello no había sido más que una broma de Jim, en realidad solo se parecía a su bisabuela paterna y a nadie más.
—Fue una reina muy importante de Inglaterra, hace muchísimo tiempo —le explicó a su hija.
—Ni siquiera lleva un vestido bonito. No tiene corona, y su perro también es feo. —Victoria lo dijo completamente desconsolada.
—Ahí ya era muy mayor —dijo su madre, intentando suavizar el momento. Notaba lo disgustada que estaba su hija, y eso le encogía el corazón. Sabía que Jim no había tenido mala intención, pero su broma había llegado demasiado lejos.
Victoria parecía afligida. Se quedó mirando la fotografía una eternidad mientras dos lagrimones resbalaban despacio por sus mejillas. Christine, sin decir nada, pasó la página y esperó que Victoria olvidara la imagen que había visto. Pero nunca la olvidó, y esa sensación de que para su padre era como una reina nunca volvió a ser la misma.