Amanecer

Circus Máximus, 2014

Cuando todas las piezas ocupan sus posiciones en el tablero de juego, todo sucede muy deprisa. Fíjate en el ajedrez, en lo lentamente que se pone en marcha la tensión de una partida y en lo abrupto e inesperado de sus finales, si se han urdido bien. Hay miles de libros escritos sobre eso, manuales que documentan las tácticas teóricas: aperturas y finales que sólo los maestros de los escaques pueden contrarrestar. Lo mismo sucede con los momentos decisivos de un partido de fútbol, cuando se ponen en marcha jugadas ensayadas.

Así las cosas, lo que viene ahora es una sucesión de movimientos precisos que ocurren prácticamente al mismo tiempo para saldar esta historia en sólo unos pocos segundos en los que muchos de sus personajes se verán incapaces de reaccionar antes de perder la vida.

Veámoslo. Pedaleemos.

El sol estira los brazos. Amanece justo en ese preciso instante y…

Teo.

Teo pulsa el intercomunicador de su radioteléfono para decir:

—Amén.

Su voz se escucha desde el cinturón de herramientas de Destral, donde pende su walkie-talkie. Máximo escucha la señal y apenas tiene tiempo de levantar sus cejas partidas y abrir los ojos como platos.

Entonces, se escuchan los shofar de muchos de los aldeanos de Cenital bramando al unísono desde el interior de los campos de cultivo, el cuerno de chivo de Teo, el de Ogre, hecho con el asta de una cabra montés; el de Iriña es de toro y el de Simsim, de arruí. Acto seguido, brotan llamas hambrientas por todo el trigal. El horizonte se vuelve anaranjado por completo cuando Iriña, M1guel, Simsim, Teo y otros diez deciden prender fuego a los campos, antes de atacar.

Braqui.

Braqui hace rato que ha llegado. Vino pedaleando sobre su triciclo de madera, moviéndose en sigilo absoluto a la luz de la luna. Trae consigo sus cosas, las lleva en el remolque, porque nunca recuerda haber estado tan lejos de su cueva y teme perder su tesoro.

Su tesoro, sus dos sacos de cuero llenos de pequeñas cositas brillantes.

Braqui no ha pedaleado hasta aquí siguiendo el rastro de Destral, como planearon el resto de los aldeanos del pueblo. Braqui ha venido por su cuenta, ocultándose y rezagándose, silente como un ladrón. Nadie sabe que está aquí.

Porque Braqui no ha venido siguiendo a Destral. Braqui ha venido siguiendo los ojos del hijo de puta que la violó y luego le aplastó la cabeza con una enorme piedra.

Un ojo marrón, el otro azul.

Esas cosas no las borra de la memoria ninguna lesión cerebral. Puedes perder dos centímetros de tu masa encefálica antes de perder dos de tus peores recuerdos. Sobre todo cuando uno es marrón y el otro azul.

Por eso Braqui baja del triciclo cuando suenan las trompetas de guerra y saca de su bolsa del tesoro la llave de plata.

La llave de las jaulas.

Se la dieron a ella, como siempre que algo brillante y reluciente era encontrado en Cenital, ya fuera durante el desguace de un ordenador, ya fuera al decapitar al hombre del globo aerostático.

Braqui ve las enormes cerraduras de las jaulas y comprende enseguida.

Comprende para qué es la llave. Es una llave que sirve para abrir las puertas del infierno y, a la vez, las de la libertad. Tiene motivos circenses, lo mismo que los cerrojos.

Braqui abre las jaulas. Todas las jaulas. Moviéndose como un ratón y sin que nadie tenga tiempo de reaccionar, la venganza de Braqui es ahora una espantosa jauría humana embrutecida que embiste los barrotes con un bramido capaz de hacer retroceder a una estampida de búfalos.

Los prisioneros de la granja humana arrancan las antorchas del suelo y corren en todas direcciones. Muchos de ellos, hacia Máximo.

Agro.

Agro aparece vociferando algo inteligible cuando se abre el trigal a su paso. Su cara es el rostro del horror más absoluto: está terriblemente desfigurada por el abuso de estupefacientes. Esta noche, Agro se ha metido alucinógenos como para tumbar a un elefante, por eso su semblante es el de una bestia trastornada, recubierto de pinturas de guerra de color ocre y carmesí. Desprende espumarajos por la boca y mientras brama, su cordura se desmorona. Agro se ha vestido con un poncho de color negro y porta en sus manos una enorme guadaña de segar centeno. Sale del trigal blandiendo el falce a ambos lados y, a su paso, los cuerpos de mujeres, guerreros, niños y esclavos caen por igual. Agro no se detiene ante nada ni ante nadie porque aquello ya no es Agro. No razonará. No dejará de segar vidas hasta que los cuerpos dejen de aparecer ante él.

Simsim lo sigue, berreando cosas en árabe. Lleva una antorcha en una mano y un enorme cuchillo en la otra. Tras él, vienen los demás, empuñando hoces, tridentes, dallas, garrotes, azadas.

Saig’o.

Saig’o lleva puesto un micrófono de solapa y va dando instrucciones. Cerca de él, se atrincheran docena y media de francotiradores, en las montañas frente al trigal.

Saig’o va marcando el tempo. A sus órdenes, un enjambre de punteros láser y miras telescópicas barre a los hombres pintados de gris, aplastando el ejército de Máximo como a la hierba.

La cabeza de Máximo estalla en una nube roja y Máximo ya no existe. La de Raúl se abre como un melón y cae al suelo en tres trozos, salpicando a Destral de la cabeza a los pies.

Pero Destral ya se ha dado la vuelta.

Verónica.

Verónica sigue de rodillas sin dejar de llorar desde que vio la cabeza de su marido rodar por el suelo junto a las de los otros jinetes que Destral mató en la noche anterior.

Entonces, saca un revólver de su abrigo y apunta a Destral.

Destral.

Destral ha reparado en que Verónica ya no tiene nada que perder y sabe lo que puede pasar. Sabe lo que hace la gente cuando ya nada le importa en absoluto.

Por eso, reacciona a tiempo. Sujeta a Verónica por las muñecas y le aplasta la nariz de un cabezazo.

A su alrededor, la barbarie y la muerte se expenden como en cualquier otro campo de batalla. Los gritos, el fuego, las balas y los tajos y los cadáveres se suceden y se amontonan. Destral comprende enseguida que las bajas entre los suyos no se harán esperar. Tendrán que ser reemplazados.

Le quita el revólver a Verónica y la encañona.

—Tú vendrás conmigo —le dice—. Te quiero en mi ecoaldea. Quiero que te unas a mi proyecto, que seas uno de los nuestros.

—¡Eres un hijo de puta!

—Soy pescador de hombres. Pescador en las mareas.

La coge por los cabellos y la arrastra al interior de la enorme carpa de color verde chillón frente a ellos.

Pretende ponerse a cubierto, mientras la atrocidad se despacha por doquier. Lleva adheridos a su cuerpo cartuchos de dinamita como para volar todo el valle y no quiere que una bala perdida lo alcance.

El interior de la carpa es un gigantesco almacén. Hay barriles de combustible, pilas de leña, sacos de grano, productos químicos. Riquezas. El fruto de los saqueos de Máximo.

Destral deja a Verónica llorando en el suelo y camina hacia los sacos de trigo. Saca, con la mano libre, la hoz de su cinturón de herramientas y abre uno de ellos. Lo siega, dejando que el grano se escampe.

—Me llevaré a Cenital uno de éstos —le dice a Verónica, señalándola con el revólver—. Tú coge este otro y llénalo.

Ella lo mira sin decir nada. No entiende.

Destral barre con la mirada a su alrededor pero no encuentra lo que busca. Vuelve los ojos hacia Verónica y dice:

—Te he dicho que llenes ese saco, ¿me oyes? ¿Quieres vivir?

—Al final, lo vuestro ha terminado siendo otro maldito saqueo —le responde ella, en un sollozo. Y luego añade con desprecio—: ¿Qué va a ser, quieres que lo llene de soja, de fenogreco, de centeno?

—Ya tengo yo todo el grano que necesito. Ahora lo que quiero es que tu saco lo llenes con condones. Sí, condones. Mete dentro todos los que tengáis.

Fin