Circus Máximus, 2014
Éste es Máximo. Hola, Máximo. Ahora es cuando tendríamos que contar la historia de su vida y el caso es que su historia se cuenta a partir del momento en que conoce a Destral.
Máximo llegó de vuelta al circo azotando a su enorme yegua con muy malas maneras. Tras él, otros cuatro hombres de color gris. Pasaron junto a las jaulas levantando más polvareda que un helicóptero y sin apenas mirar el ganado que palpitaba prisionero a un lado del camino, tras los barrotes. Hacía un par de horas que Destral los aguardaba, junto a la carpa principal de color verde chillón que solía hacer las veces de epicentro del circo.
Aguardaba en pie, las manos en los bolsillos de su enorme gabardina de piel, la mirada al suelo yermo. A su alrededor, un radio de dos o tres metros de vacío en el que nadie se atrevía a entrar: ése es Destral, no os acerquéis mucho, limitaos a hacer corro a su alrededor. Podría ser peligroso.
Por doquier, los ojos de las mujeres y los vástagos bastardos de aquellos hombres grises, mirándolo con ojos tristes y vacíos, quizás incapaces de creer que lo que estaban viendo era un icono del survivalismo postcenital. A su espalda, le apuntaba el fusil de asalto que Saig’o le había confiado a Raúl. Detrás del fusil, un Raúl cada vez más cansado y enfadado, junto a Verónica. Detrás de Verónica, los campos de cultivo, donde se mecían las espigas de trigo, acunadas por una suave brisa nocturna.
En medio de todo, Destral, ya sin ganas de bromear. También enfadado, cada vez más. Harto de todo. Dispuesto a todo.
La yegua de Máximo galopó tangencialmente al corro que se cerraba sobre el prisionero, haciendo que parte del gentío rompiera filas a su paso. Destral llevaba esperando aquello desde la madrugada, y pronto iba a amanecer. Lo cierto era que no estaba acostumbrado a esperar a nada ni a nadie que no hiciera un buen trofeo de caza o tuviera la talla del clima o de los astros. Un hombre que únicamente ha atesorado libertad durante los años más duros para su especie puede aguantarlo todo, salvo sentirse cautivo y retenido, por nada.
Por nadie.
Máximo desmontó y caminó hasta el prisionero. Máximo era un enorme animal rasurado de cejas mil veces partidas y labios mal remendados, que tenía el aspecto de un portero de discoteca, de un actor porno, de un legionario sobrio, de un boxeador poco sonado. Embadurnado en aquella porquería grisácea no parecía distinguirse ni destacar por encima del resto de sus guerreros. Nada en su indumentaria, si es que cabía hablar de indumentaria alguna, lo hacía parecer mejor que los demás.
Nada salvo una sutil oscuridad que lo hacía más gris, y más triste, que a ninguno de sus hombres.
Porque Máximo había matado a dos o tres docenas más de pobres desgraciados que el resto de los guerreros de su tribu. Eso le ponía dos sutiles tonos de color ceniza por encima del vecindario. Algo imperceptible, para ojos desentrenados. Todo su orgullo y ostentación se hacían de un color insignificante desde donde alcanzaban a distinguir sus enemigos. Su mediocridad era un bochorno que jamás alcanzaría a entender, víctima de su propia indigencia humanitaria.
Se detuvo, orgulloso, a un metro escaso de Destral y se cruzó de brazos, poniendo en relieve con el gesto buena parte de su musculatura. Destral y él intercambiaron sendas miradas veloces, pero que empezaban en los pies descalzos y terminaban en los ojos. Ninguno de los dos pareció especialmente complacido con lo que veía.
—Me decepcionas —dijo Máximo, al fin.
—Lo lamento profundamente. Mi fuerte era salir cagándome en todo por Internet y cazar lechuzas —le contestó Destral.
Se hizo un silencio incómodo.
—Siempre supe que eras poco más que un pobre diablo —dijo Máximo al fin, con una fea mueca de rechazo—. ¿Fundaste un colectivo para darle la espalda al progreso y buscar refugio en formas de vida que fueron superadas hace varios siglos? ¡Tú no puedes ser el líder más señalado entre los supervivientes! ¡Tú no puedes seguir al frente de nada!
—¿Llamas progreso a esto? —le replicó, airado pero sin alterar demasiado el tono de su voz—. ¿A este poblado? ¿Esto es lo que espera a los que decidan perpetuar la vida predatoria y de alto consumo de recursos?
Destral negó con la cabeza y barrió con la mirada los ojos de las gentes del lugar.
—Mi tribu —les dijo, levantándose el sombrero panamá para que todos pudieran mirarle a los ojos— está proyectando la bioconstrucción de un dique, preparamos un embalse orgánico que nos proveerá de agua de forma constante y nos permitirá abrirnos a la piscicultura sostenible. Estamos mejorando nuestros métodos de cultivo mediante técnicas hidropónicas y vamos a desplegar varias redes de comercio muy pronto. Nosotros no involucionamos, no somos una secta, no somos cavernícolas. Nosotros sólo hemos dado un par de pasos atrás para poder dar un importante salto adelante muy pronto. Salvajismo es lo vuestro.
—¿Sí, Destral? ¿Te crees mejor que nosotros porque en tu ecoaldea no se come carne humana? ¡Nosotros tenemos máquinas, caballos y tropas de asalto! ¡Tomamos lo que queremos de la tierra, como siempre ha hecho el hombre!
Un murmullo recorrió al gentío. Destral no supo si era un murmullo de aprobación. No se paró a escucharlo mucho, únicamente quiso responder:
—Vosotros sois un pueblo con una economía basada en el perpetuo consumo, otra civilización insostenible que sólo puede durar mientras dure la fiesta —dijo Destral, ignorando a Máximo para ponerse a hablar mirando al tendido; la arenga iba en camino—: en algún momento del futuro inmediato se os acabará la leña para el gasógeno, o los recambios para vuestras máquinas o los campos de cultivo que saquear. Tal vez no encontréis caza en el Norte, tal vez no haya gente a la que comerse por allí, o tal vez la gente que encontréis ya no tenga ni un ápice de grasa corporal. Al final, más tarde o más temprano, tendréis que dejar de huir hacia adelante y deteneros para morir cuando se termine la música, lo mismo que los que no comprendieron cuáles iban a ser las reglas del juego durante el último colapso societal que vivisteis, hace pocas estaciones, en los tiempos del Hundimiento. ¡La de vuestro circo es la última hipoteca basura!
Un niño lloró, se desplegaron algunos susurros. El gentío miró a los guerreros. Los guerreros miraron a Máximo. Varias miradas se cruzaron. La tribu se sentía cuestionada por su cena. ¿Puedes imaginar la cara de un norteamericano medio viéndose increpado por los cereales de su desayuno?
—Si estás tratando de convertir a mi gente a tu causa es porque no los conoces. Ellos no aspiran a convertirse en otro perro bueno. Mi tribu es de lobos, los perros sois nuestras víctimas.
Dicho lo cual se volvió a las mujeres y los niños de su tribu para remachar su discurso pronunciando una de sus cuatro frases hechas:
—No necesita trabajar con sus propias manos el hombre que es capaz de emplearlas para tomar el fruto del esfuerzo de los demás. Siempre habrá arrastrados como tú, en esta tierra, Destral. Eso lo puede hacer cualquiera, basta con ponerse a plantar patatas. Lo que ya no resulta tan fácil es echarle dos cojones y hacer de la guerra y la fuerza una economía dominante.
—Me pregunto —le respondió Destral, con una sonrisa asqueada— cuántos de los miembros de tu tribu se creen tus teorías y cuántos se ven obligados a hacerlo para poder seguir con vida, porque todo esto que estás defendiendo se suele implantar en las mentes del pueblo a garrotazos.
La multitud guardó un peligroso silencio. Nadie miró a nadie ni dijo nada en absoluto. Todo pareció detenerse por un instante. El tiempo se paró. El trigo dejó de bambolearse. Algo se había profanado.
—Muy bien. Veamos entonces si tú crees realmente en todas tus pamplinas anarquistas. Yo puedo hacerte matar sin preámbulos —dijo Máximo—, sea con una muerte lenta y terrible, sea con una rápida y piadosa. También puedo ofrecerte un trato, si te unes a mi tribu.
—¿Tú sabes cuántas veces en esta vida me han recomendado por mi bien que me rinda y que me venda?
—Esta vez te apunta un fusil de asalto —le dijo Raúl, hablándole a la nuca—. Y te esperan un juego de herramientas de carnicero y un final espantoso.
—Raúl, hijo. ¿Por qué no cierras la boca o pruebas a apretar el gatillo? —dijo Destral, harto ya—. ¿Por qué no disparas, si tanto te apetece?
Raúl y Máximo cruzaron una mirada fugaz.
—¿Quieres morir aquí y ahora? ¿Eso es todo? —le preguntó Máximo, con una sonrisa de desprecio en los labios.
—Sólo quiero ver si el imbécil que enviaste para capturarme es capaz de apretar el gatillo —respondió Destral, girando noventa grados su cabeza para mirar a Raúl por el rabillo del ojo—. Con suerte lo será y el arma inutilizada que hice que le dieran le estallará en las manos.
Un coro de susurros se desplegó lo mismo que el rumor del trigo bajo la brisa.
—¿Dices que hiciste que me dieran un arma inutilizada? —preguntó Raúl, incapaz de creer aquello.
—Digo eso y que lo que Verónica lleva dentro de mi macuto es un regalo que traigo para ti, Máximo —respondió Destral, mirando al jefe de la tribu con el semblante cada vez más tenso, luego se volvió hacia ella—. Vero, cariño, ¿quieres volcar mi bolsa a los pies de tu jefe?
Verónica puso el saco boca abajo y tiró de la cuerda que lo mantenía cerrado, haciendo caer al suelo su contenido.
Cuatro cabezas rapadas y pintadas de color gris. Sus rictus espantosos y sus ojos muertos rodaron por el suelo apestando y escandalizando a la multitud. Dos de ellas estaban atravesadas por sendas flechas.
El gemido de dolor de Verónica se apoderó de todo por un instante. La cabeza cercenada del que fue su marido la estaba mirando desde el suelo.
Los ojos de Verónica se anegaron y apretaron, los de su marido siguieron congelados y nublados en una escena de terror post mortem.
—Tres de vuestros jinetes cometieron el error de acampar junto a una de mis reservas de caza favoritas —dijo Destral—. Al otro tuve que mandarlo a buscar al día siguiente, porque lo cierto es que casi nadie en mi tribu pudo verlo sobrevolarnos en globo.
—¡Esto lo vas a pagar muy caro, desgraciado! —bramó Máximo. Luego, le cruzó la cara de un demoledor bofetón que estuvo a punto de mandarlo al suelo—. ¿Y ahora qué? ¿Qué? ¿Qué crees que vamos a hacer contigo después de esto, infeliz?
—Ahora —dijo Destral, tratando de reponerse a la vez que se desabrochaba la gabardina— vas a escucharme con atención y vas a asegurarte de que haces lo que yo te diga, o te juro que nadie saldrá vivo de aquí.
Y Destral dejó caer su gabardina al suelo.
Dejó que todos vieran lo que llevaba debajo.
Porque lo que tenía pegado al cuerpo no era un chaleco antibalas.
Era un enorme conglomerado de cartuchos de dinamita.