Circo

Inmediaciones de la ecoaldea, 2014

El tendido de antorchas que cercaba el sendero se prolongó por las laderas de un par de montañas hasta descender a un enorme trigal surcado por una carretera secundaria. A un lado del asfalto se había improvisado, aprovechando una parcela en barbecho, un precario asentamiento rodeado del preciado cereal. Desde donde avanzaban Destral y sus captores se divisaba buena parte de la estructura del campamento, hecha a partir de camiones, remolques, toldos, una enorme carpa de color verde chillón y caravanas. ¿Un asentamiento ambulante?

No. Colores llamativos. Vehículos enormes en los que habían pintado animales salvajes.

¡Por los clavos de Cristo!

Un circo. Aquello estaba hecho con los elementos de un antiguo circo itinerante. Aquella horda de cabrones había aprehendido los medios de vida de lo que antes del Hundimiento fue un circo. Un circo de los de toda la vida, con sus artistas y sus fieras. Casetas de feria adaptadas. Roulottes llenas de letreros, decoración festiva decolorándose y sin repintar, iluminación eléctrica por encender que atestiguaba con sus restos el relumbrón de tiempos mejores. Todo aderezado con enormes antorchas por doquier.

Destral empezó a hablar en su habitual tono de guasa, mostrando su sonrisa descolmillada al hablar:

—Raúl, dime una cosa. Tu jefe…, euuuhhh… ¿Máximo? Sí, Máximo. ¿Su casa es el enorme toldo verde chillón en el que se ha pintado un elefante a la pata coja o el camionazo ese donde pone «Peppo the clown»? ¿Quién es el payaso entonces? ¡Jo, jo, jo! ¿Quién vive en un maldito circo?

Raúl explotó.

—¡Cállate! ¡Cállate de una vez por todas o te meto un tiro en la mejilla y te dejo sin dientes ni boca!

—Tranquilo, vaquero. Vamos a relajarnos, venga. Hablemos de cosas más agradables. Contadme ahora qué demonios hacéis acampados en medio de ninguna parte, sin agua. ¿Se os acabó aquí el carburante, o qué?

—Hay una fuente a escasos quinientos metros de aquí —dijo Verónica, tratando de recuperar el control de la conversación—. Aunque mi gente no tiene que ir a por ella: nosotros tenemos esclavos que nos la traen.

—Ya veo. Muy eficiente. ¿Y tú eras saltimbanqui o titiritera, antes del colapso, monada?

—Evidentemente, el circo no era nuestro —le respondió ella, con desdén—. Máximo lo requisó, lo mismo que los campos de trigo. ¿Para qué vas a diseñar tu propio campamento cuando hay nómadas que ya lo tienen todo preparado y adaptado a la vida itinerante desde tiempos inmemoriales? Nosotros no somos un asentamiento sedentario, sino una tribu migratoria, lo mismo que los gitanos a los que les tuvimos que confiscar todo esto que ves.

—Ajá. De modo que estáis de paso —dijo Destral mientras salían del sendero para incorporarse a la carretera mal asfaltada que los llevaba directos al circo más siniestro de la historia de la humanidad.

Si es que aquello era humanidad.

Apretaron la marcha al andar. Habían estado descendiendo en curva, doblando recodo tras recodo a lo largo del serpenteante camino, y ahora emprendían la recta final.

—Pues claro que estamos de paso —dijo Verónica—. Nosotros no defendemos ningún territorio porque no dependemos del suelo. Segaremos el grano y luego iremos a vuestro poblado. Y cuando hayamos terminado con vosotros, nos marcharemos rumbo al norte de la península.

—Mira qué eficiente. ¿Y cómo vais a mover todo esto? ¿Remolcareis vuestros camiones haciendo pedalear a los esclavos?

—No. Lo de ir en bicicleta os lo dejamos a vosotros, chusma decadente, niñatos —cortó Raúl, con acritud.

—Gracias a Raúl, nuestra tribu ha adaptado todos sus vehículos a la combustión por gasógeno —dijo ella caminando con dificultad al tiempo que se trataba de acomodar en la espalda el pesado macuto de Destral, su enorme arco de poleas y su carcaj repleto de flechas—. Nos basta con reunir un par de toneladas de leña para llevarnos toda esta maravilla a cien kilómetros de aquí. Aunque, como has podido comprobar, también tenemos otros combustibles y vehículos. Somos una tribu muy avanzada, nosotros no renegamos de ninguna tecnología. No somos la involución.

Avanzaron por el arcén y, al final, llegaron a las jaulas.

Había una grúa, junto a las jaulas. La grúa que solía despejar las carreteras ante ellos. La tenían aparcada junto a las jaulas.

Lo que habían sido las jaulas de las fieras.

Estructuras rectangulares, desmontables de enrejados laminares que se plegaban y desplegaban rápidamente. Armazones fáciles de ensamblar con los que se podía vallar el suelo firmemente. Barrotes de Ikea. Se diseñaron para acomodar a las bestias sobre tierra firme y no sobre ruedas durante las estancias prolongadas. Permitían descargar a los leones y a los elefantes de los camiones para instalarlos en habitáculos al aire libre, más amplios y fáciles de limpiar.

Ahora eran granjas humanas.

Destral pudo contar en el interior de las jaulas a casi un centenar de esclavos.

Si es que aquello todavía eran personas.

El horror extremo estaba tatuado en tinta negra para siempre en las pupilas de los ojos de aquellos desgraciados. Auschwitz les habría parecido un destino turístico a muchos de ellos.

Enfermos unos cuantos, enloquecidos otros, desnudos todos. Los había musitando incoherencias, golpeándose contra los barrotes, bramando aullidos inarticulados, inconscientes, masturbándose con saña como los monos de un zoo. La mayoría de ellos, los que conseguían razonar, parecían mirar a Destral con miedo, incapaces de hacer o decir nada a su paso. No sabían quién era. No sabían qué podían esperar de aquel recién llegado. Muchos creyeron que pronto se uniría a ellos.

Y, en parte, así iba a ser. Porque la ceremonia de las antorchas no presagiaba el sacrificio de ninguno de los esclavos de la granja humana, aquella noche. Sino el de Destral.

Uno suplicó que lo mataran, otro vomitó, un tercero rompió a llorar y a balbucear algo en rumano. Los había a medio comer: mujeres a las que habían cortado los pechos, hombres a los que habían fileteado las nalgas, niños con brazos y piernas amputados. Los había fuertes y sanos, los más adaptados, de estómagos acostumbrados a alimentarse de los cuerpos de sus homólogos y a obedecer. Alguno de ellos conservaba, tras los barrotes, un brillo fiero en la mirada. Eso podía resultar muy útil, debidamente espoleado.

Estaban sucios, recubiertos de inmundicia, escuálidos, cosificados. A Destral se le agotó de golpe y porrazo todo su repertorio de ironías, sarcasmos, mofas, pullas, befas, insultos y guasas. Algo dentro de él se hartó.

Un guerrero de color gris se les aproximó.

Llevaba el atuendo habitual entre los suyos, con todo el cuerpo escrupulosamente rasurado, embadurnado de linimento y libre de ataduras y vestiduras. Parecía distinguirse de los demás en que no llevaba grilletes ni en las muñecas ni en el cuello ni en los tobillos. De su cuello pendía, asida a un sucio cordel, una enorme llave de plata. Una llave que servía para abrir las puertas del infierno y, a la vez, las de la libertad.

La llave de las jaulas. O eso parecía, a juzgar por su diseño circense, tan estridente, tan similar al de los candados de las rejas.

El guerrero saludó y se detuvo frente a Destral.

—¿Es él? —preguntó a Verónica señalando las rastas del recién llegado con su antorcha.

—Sí.

—Pues no se ve el león tan fiero como lo pintan.

—¿Todavía no ha vuelto Máximo? —le preguntó Raúl.

—Anoche también alargaron sus cacerías hasta el alba —respondió el hombre del no-traje gris—. Se ve que en este territorio las buenas capturas escasean.

—Entonces, aguardaremos junto a la carpa principal —zanjó Verónica, sacando una pistola de bengalas del bolsillo de su cazadora.

Verónica alzó el brazo y apretó el gatillo. El cohete fue disparado hacia el cielo donde brilló con una espantosa luz roja durante unos breves instantes.

Y así fue como aquel lucero guió a los reyes hasta el Cristo, lo mismo que la Estrella de Belén. Máximo y sus hombres vieron la bengala y emprendieron el camino de regreso al campamento circense.

Su plan marchaba sobre ruedas lo mismo que sus casas. Iban a dar buena cuenta del líder tribal con mayor solera y renombre del mundo que conocían.