Asedio

Historia de la ecoaldea, 2012

Fueron días duros, los del asedio. Tal vez la fase más cruda del Hundimiento, quizás porque fueron los momentos en los que se vio claro cuáles iban a ser los valores que iban a garantizar la supervivencia a partir de entonces.

Durante aquellos aciagos meses, el proyecto de Destral perdió a la mitad de sus fundadores; algunos de ellos, casi irreemplazables. Como Dofa y Claygo, los amigos de Agro, o como 4x21, el último zapatero.

Los aldeanos abandonaron los campos para centrarse en la defensa del lugar y aglomerarse a lo largo del cerco perimetral de la muralla. Las almenas devinieron en trincheras, la barbarie se quitó los gallumbos y nadie se sorprendió al ver lo empalmada que iba. Los hombros se arrimaron tras las aspilleras, los aldeanos espabilaron, aprendieron a producir y a compartir la munición, a cubrirse, relevarse y a coordinar sus disparos. Aun así, muchos de ellos cayeron durante el asedio del poblado, porque la aldea sostuvo el fuego y los embates humanos durante semanas. Semanas en las que, a poco que se enfriaran las armas, llegaban a Cenital los últimos refugiados, los últimos seres humanos a la deriva, bramando de hambre y rabia, sin comprender ni reaccionar como cupiera esperar. Destral y la muerte se repartieron a todos aquellos desgraciados, de modo que los que no murieron frente a los muros de Cenital, lo hicieron tras ellos.

«El que no está conmigo, está contra mí», dijo Destral. Y así se hizo.

M1guel se rendía ante las evidencias, rescataba el recuerdo de aquel marcador en el GPS y ponía rumbo al solar donde aquellos «cuatro guarros» lo habían amedrentado, sólo que ahora M1guel venía en compañía de su familia. Teo decidía encomendarse definitivamente a la divina providencia y optaba, ante el desaliento, por vagar por algunas de las montañas menos frecuentadas de la península con la vana esperanza de ver si Dios iba a guiar sus pasos hasta Cenital, o algo que se le pareciera remotamente. Simsim emprendía la huida hacia ninguna parte hasta dar, sin papeles, con las murallas de Destral. Interventor comenzó a pasar horas muertas mirando sus temarios sin que sus ojos sobrevolaran mucho los textos. Braqui decidía apear su minifalda de diseño de aquel Kia Cerato de color adolescente, para entonces buscar ayuda por las inmediaciones de Morella, justo antes de que se la tiraran entre doce, hasta matarla bastante. Y muchos otros seres anónimos quemaron también sus últimos cartuchos hasta terminar muriendo acribillados frente a los muros, zanjas y alambradas que defendían aquella enorme y horrible finca. De cuando en cuando, Destral daba la orden de acallar los disparos y alguno de los desgraciados frente a los muros era premiado con un alzamiento de portalón y una fría y distante bienvenida al interior de la comunidad. Con el pretexto de la selección estratégica fue como Destral consiguió mantener la población, siempre desbordante, de Cenital.

Las bajas pierden importancia cuando cualquier enemigo se uniría a tus tropas si pudiera. Si tienes «sitio y autoabastecimiento sostenible justo para cien colonos», no hagas la guerra contra el mundo con sólo noventa y nueve pobladores. Eso no sería inteligente.

El emplazamiento de la aldea era secreto y recóndito, su posición exacta se había estado comunicando por correo electrónico cifrado y sólo a quienes contactaban con Destral y conseguían despertar su interés. Por aquel entonces, los militares que no habían perdido a todos sus efectivos trataban de mantener el orden en las ciudades y la gente huía despavorida de los uniformes. De todos los uniformes.

Pese al secretismo, muchos de aquellos uniformes se las ingeniaron para dar con Destral y trataron de atravesar los muros de acceso al poblado. Alcanzaron el lugar efectivos de la Guardia Civil, Bomberos, Policía, Ejército, organizaciones paramilitares de origen desconocido, crimen organizado. Y todo era repelido a fuego de escopetas de caza. Al principio, con gran dificultad; al final, con inusitada sencillez, a medida que los aldeanos se convertían en máquinas de matar más y más profesionalizadas y adaptadas.

Tras las trincheras, Agro abría fuego con desidia y dejadez, al principio; con precisión y hastío, al final. Primero se comportaba como el que juega al tiro al blanco contra su voluntad, luego resolvía los tiroteos disparando exactamente con la misma actitud con la que solía bajar la basura en sus tiempos de estudiante, sin paliativos, sin ambages. Primero con una escopeta de postas, luego con un fusil de asalto dirigido por un puntero láser, a medida que caían frente a aquel muro cada vez más y mejores representantes de la fuerza bruta para dejar sus armas abandonadas y sus cuerpos rotos frente a los muros.

Cuando el ejército profesional dio con fuerzas efectivas frente a las puertas de Cenital, los aldeanos de aquel sitio habían dejado de ser apátridas del sistema para convertirse en náufragos de la industrialización, en advenedizos del survivalismo. Iriña ya hablaba de fuego de cobertura como cuando en su anterior empleo hablaba de la cobertura de un seguro médico. Destral se pasaba más tiempo elaborando explosivos caseros que coordinando la defensa de los muros. Saig’o ya mataba por inercia y sin reparar mucho en riesgos y costes.

En una de las batallas más cruentas, un batallón de soldados regulares consiguió poner frente a los muros del lugar un par de blindados ligeros, cierta instrucción en tácticas de combate modernas y algo de fuego de mortero. Saig’o pasó un miedo y un asco terribles. Destral hizo llover cócteles molotov y bombas de nitrocelulosa caliente sobre los vehículos, después detonó varias cargas de clorato de potasio bajo las botas de aquellas tropas. Aun así, cinco de los soldados vadearon el río hasta acceder al interior de la aldea y pasaron entonces a la guerra casa por casa para descubrir que tras los muros de Cenital había gente dispuesta a emboscarles empleando azadones, piedras y utensilios de cocina. Dieron muerte a la familia de M1guel antes de caer.

Porque cayeron. Vaya si lo hicieron.

Los cuerpos de aquellos cinco hombres terminaron siendo pasto de los gusanos de las compostadoras. Saig’o los hizo arrojar a los fosos sépticos, ya estuvieran muertos o malheridos. Sus restos tardaron pocos meses en convertirse en abono para las huertas.

Se dio la orden de alfombrar el camino a Cenital con los cuerpos de los otros soldados de aquella malograda compañía, pero eso hizo que los buitres señalizaran el lugar, atrayendo a todo tipo de caníbales, que apenas parecían impresionados por el rastro de soldados muertos. El hambre lo hacía todo irrelevante.

Guiado por los buitres como el náufrago que bracea hacia la luz de un faro, apareció un enorme alemán, vestido con porquería y hambre a partes iguales. Marko. Tan hambriento. Tan harto. Tan indiferente a los disparos de advertencia y a los dos impactos de bala que Saig’o le puso en tríceps y trapecio. Destral quedó tan impresionado por la frialdad, resolución, fortaleza física y desesperación autodestructiva del teutón que optó por pedirle a Sapote que le sacara el plomo del cuerpo y a Saig’o que lo incorporara a su proyecto. Y Marko, hombre buey, se convirtió en uno de los mejores refuerzos que cabía obtener en aquel momento. «Willkommen im Nichts, Marko». ¿Dices que sabes trabajar el hierro?

Al final, Simsim dejó de protestar, Teo de rezar, Agro de disparar, Saig’o de comandar y Destral de arengar. Sólo Interventor siguió con lo suyo, más o menos. Las inmediaciones del poblado devinieron en verdaderos campos de exterminio. El trabajo de defender los muros se convirtió en un proceso industrializado, semiautomático. Se deshincharon los egos, desmotivaron los instintos, deformaron los modales, deshumanizaron las actitudes, descontaron las bajas y terminaron las latas de conserva. Para cuando todas las posibilidades de supervivencia a largo plazo estaban ya depositadas en los campos de cultivo y comenzaron a enmudecer las armas, habían nacido algunos niños, encanecido algunas cabezas y amargado algunas miradas, para siempre. Nadie estaba cómodo en su posición en el panorama social inmediato. Todos se odiaban a sí mismos. Animalizados. Asqueados, tal vez mucho más asqueados que los caníbales a los que solían derribar a balazos.

Entonces, el asedio terminó, los animales volvieron a parecer hombres y el sol volvió a brillar por las mañanas. La guerra había terminado. Las armas de asalto se habían popularizado entre los pobladores de Cenital y los recuerdos se habían convertido en una cadena perpetua para casi todos los supervivientes al asedio.

Muchos de ellos abandonaron sus fusiles junto a las murallas de la ciudad y jamás volvieron a empuñarlos. Agro masticó un enorme hongo podrido y después juró jamás volver a disparar un arma de fuego. Nimpho se suicidó, lo mismo que su hermana y su esposa. M1guel se quedó sordo. Saig’o estuvo a punto de ponerse a llorar y ya no parar hasta morir de hambre. Simsim prendió fuego a las buitreras, Teo olvidó varias oraciones, Interventor reforzó sus palizas frente a los temarios y Destral volvió a salir de caza casi todas las noches.

Las montañas recuperaron su silencio. Su paz.

Las detonaciones dieron paso a la oscuridad. Las luces de la civilización murieron a fogonazos.

La pólvora fue lo último en brillar y lo último en tronar.