Braqui

Historia de la ecoaldea, 2011 — 2014

Ésa es Braqui. No la saludes, no la mires a los ojos. Si lo haces, se irá.

Braqui es espantadiza, sigilosa y cobarde, como un pajarillo. Braqui es lo más parecido a un ratón que los gatos de Cenital han dejado vivir. Braqui es la auténtica mascota del poblado, pobre Braqui.

Braqui. Veintitrés años. Encarnación Jiménez, aunque nadie sabe su nombre en la ecoaldea porque nadie la ha oído hablar todavía. Perdió el habla y parte de la razón cuando la atacaron los bandidos. Sapote no sabe si lo que le pasa a Braqui desde entonces es resultado de un shock postraumático o si será que la pérdida de masa encefálica en el frontal de su cráneo conlleva alguna lesión en el lóbulo cerebral que controla el habla. Pobre Braqui. Braqui se llama Braqui porque la hendidura en su cabeza hace que parezca una niña con braquicefalia. Es un nombre de guerra cruel, sí. Pero nadie recuerda quién se lo puso, cuando creyeron que iba a morir.

Destral la encontró a medio asesinar en la finca arbolada por la que solía buscar caza durante los días más difíciles del Hundimiento, en los tiempos en los que las murallas de Cenital permanecían recubiertas de cañones de escopeta y los disparos se sucedían día y noche. La humanidad, fuera del poblado, se jodía de hambre y de frío. Miles de ciudadanos animalizados bullían por todas partes tratando de sobrevivir en medio del caos más absoluto. Los merodeadores desesperados caían como moscas frente a los muros de la ecoaldea y luego venían los caníbales a llevarse sus cuerpos, arrastrándolos al interior de la arboleda, como un oso que tira de su presa hacia el interior de su guarida. Una horda de bestias de aspecto semihumano se agazapaba y bramaba a la luna dentro de los bosques que envolvían la pared norte de Cenital. Aquello ya no era un bosque, era una madriguera, una buitrera. Los hombres, los lobos.

En medio de todo aquello apareció Braqui, tan bonita, tan diecinueve añitos. Le dieron una brutal paliza y la violaron mucho y entre muchos. Luego (o antes, si es que alguno de aquellos neotrogloditas conocía la piedad), le aplastaron la cabeza con una enorme piedra. Estaban peleando entre ellos para ver quién se iba a comer a Braqui, cuando Destral, asqueado de todo aquello, irrumpió en el claro del carrascal para disparar varias flechas sobre aquellas bestias que todavía sabían hablar. Tres cayeron, los demás corrieron a esconderse.

El estado en el que dejaron a Braqui hacía pensar que la humanidad había reventado con ella, aquel día.

Por aquel entonces, Sapote solía recibir todo tipo de disgustos hechos carne y huesos rotos. Era aparecer un herido por las inmediaciones de su improvisado sanatorio y ponerse a dar órdenes, hecho un basilisco:

—Ogre, necesito miel para limpiar esas heridas. Hic. Crestas, pon agua a hervir ahora mismo o tendrás que darme litro y medio de tu sangre no menstrual. Iriña, trae… ¡hic! … vendas, muchas vendas; hazlas con tus bragas, si es preciso. Agro, apaga ese canuto, gilipollas, y tráeme dos ramas gordas, que vamos a tener que entablillar. Hic. Marko, pedazo de armario, sujétalo bien mientras le pongo la pierna en el sitio y…

Sin embargo, cuando Sapote vio que le traían a Braqui, sólo dijo:

—Eh, pero estas cosas no me las traigáis, joder. Esto no me lo pidáis, hijos de puta. Hic. Esto no se le hace a nadie, maldita sea. Rematadla vosotros, que yo igual hasta consigo hacer que esta pobre desgraciada sobreviva. ¡Hic! ¿No sois capaces de distinguir lo que son las lesiones incompatibles con la vida?

Nadie supo.

Todos se apiadaron de la pobre Braqui y de su cráneo a medio aplastar.

Meses después, Braqui se establecía por su cuenta. Fuera de la aldea. Braqui es el único miembro de Cenital que habita extramuros. Salió del coma y se encontró con su cabeza destrozada, su cara terriblemente desfigurada por la oligofrenia resultante, sus dolores y temblores crónicos; se vio traumatizada y mentalmente impedida de por vida, a la par que rodeada de extraños. Así que corrió, huyó como un ratón en medio de la noche. No sabía de qué estaba fugándose, porque algunas veces su cerebro no funcionaba mucho mejor que el de algunos perros. Nadie vio escapar a Braqui, nadie la oyó alejarse. Se les escurrió como un ladrón, como una sombra. Sólo Destral pudo hallar su rastro, sus pisadas, que atravesaban el río y se escondían en un apartado abrigo rocoso a escasos metros de las murallas de Cenital. Un lugar en las inmediaciones de la aldea que quedaba dentro del amparo del punto de mira láser de Saig’o.

Y Saig’o la defendió. Por alguna razón difícil de comprender, quiso invertir munición en salvaguardarla. Cuando los bandidos se acercaron a la covacha de Braqui, Saig’o abrió fuego para derribarlos. De algún modo, aquel agujero y aquella pobre muchacha con la cabeza destrozada pasaron a engrosar las filas de los aldeanos del lugar.

Y con Braqui la lástima se incorporó al acervo moral de Cenital. Los aldeanos se habituaron a dejar vituallas frente a su cueva cada vez que atravesaban los muros.

Destral se aseguró de que Braqui no pasara hambre, dejando caza y recolección siempre a su alcance. Luego, mandó hacer un muladar, junto a la muralla que había frente a la cueva de Braqui.

Un muladar. Un vertedero, al uso de los pueblos amurallados del medievo. En Cenital hacía falta contar con un basural, dado que se reciclaban cientos de trastos. Y aunque la materia orgánica entraba en las compostadoras de Simsim y de Agro para salir convertida en abono, aún había materiales de desecho de los que desprenderse en un mundo convertido en vertedero. De modo que se amontonaron unos trastos junto al fondo de los muros y así nació el muladar de Cenital. El sitio donde iban a parar los restos de los restos de la civilización.

Retazos de metales que Marko no pensaba fundir. Lodos que no aprovechaban para la alfarería de M1guel. Plásticos que no aprovechaban ni para la hoguera. Tejidos con los que Gor0 nada podía hacer. Y maderas. Maderas que ardían mal.

Braqui vio que el muladar crecía frente a ella y comenzó a recorrerlo, moviéndose nerviosamente y sin hacer ruido, como una rata de albañal. Coleccionaba todo tipo de objetos brillantes y relucientes, lo mismo que esas urracas que atesoran joyas y metales preciosos en sus nidos; quizás un instinto, tal vez el eco del dinero resonando en los tabiques de su cráneo abollado; el caso es que se puso a acumular pequeñas baratijas de metal y piezas tintineantes.

Eso y los leños. Comenzó a recopilar maderas y, con un par de hierros cortantes se puso a tallar astillas hasta confeccionarse una robusta mampara con la que bloquear el acceso al agujero en la roca que era su casa.

Iriña comenzó a verla siempre arriba y abajo del muladar y se acostumbró a lanzarle comida, como el que lanza despojos a los perros. Poco más cabía hacer por ella, viviendo al otro lado del muro y visto que cualquier gesto o aspaviento dirigido hacia aquella pobre criatura bastaba para ahuyentarla, haciéndola moverse y desaparecer en su agujero con la celeridad y el pánico de una alimaña. Marko, maravillado por la habilidad de la chica con la madera, lanzó al muladar un serrucho que no había conseguido dentar correctamente y su viejo martillo corto, y Braqui los empezó a usar como la ebanista que habría sido si hubiera podido terminar su formación profesional especializada en madera y mueble. Derribó un par de carrascas muertas y se hizo una cama. Una cama muy, muy digna.

Saig’o le encargó un hacha a Marko. Se suponía que iba a ser un hacha de mano para Destral, pero Marko la hizo pensando en Braqui. Braqui la encontró una noche en su ronda por el muladar y empezó a usarla de inmediato. Pobre Braqui, creyéndose un mendigo neomedieval de aquellos que vivían de los desperdicios de los señores feudales. Ella no era del todo consciente de lo que le acontecía. Se encontraba con una lasaña de verduras, cortesía de Crestas, y se la comía creyendo que era un hallazgo ejemplar. Se encontraba con una niveladora de taller y pensaba que le estaba tocando la lotería. Y así hizo acopio de brocas y berbiquí, garlopa, gubia, formón, escuadra, lápices. Su habilidad con la madera nunca dejó de sorprender a nadie, su obsesión por atesorar pequeños objetos centelleantes, dorados y plateados, tampoco. Braqui atesoraba en su cueva dos sacos de cuero repletos de chatarra y joyas de valor incalculable, lo uno junto a lo otro, todo reducido a chucherías. La fortuna de la niña ratona. En un mundo sin dinero, sólo los idiotas hacen acopio de tesoros.

Un día vio a Destral dejando un conejo frente a su cueva. Al día siguiente, frente a la cueva de Braqui, había una docena de flechas nuevas. Para Destral.

Meses después, Braqui ya se movía con libertad dentro y fuera de la aldea. Accedía al interior del poblado empleando el paso de cuerda sobre el río que Destral recorría cada día para ir de caza, moviéndose siempre como un ratón, a oscuras, en solitario y sin hacer ruido. Dejaba azadas y tridentes de madera frente al tipi de Agro y Agro lanzaba al muladar cuatro lechugas frescas, un par de tomates de ensalada y hasta un puñado de cogollos de marihuana. Braqui dejaba cuencos y cucharas de madera frente a la choza de paja de Crestas y Crestas tiraba estratégicamente un lote de leña al muladar. Braqui hacía pupitres y un enorme crucifijo para Teo y Teo hacía con las plumas de sus gallinas un colchón para Braqui. M1guel le lanzó al muladar doce onzas de oro puro que había ahorrado durante sus tiempos de agente inmobiliario, cuando vio el torno de alfarero que Braqui había tallado para él. Braqui había inventado el comercio, con los restos retorcidos de su inteligencia.

Para cuando las inmediaciones de la aldea se fueron haciendo más seguras, Braqui se hizo un triciclo con madera de naranjo y restos de bicicletas rotas que era la envidia de toda la aldea. Traqueteando sobre aquel cacharro de tres ruedas de madera y volquete posterior, patrullaba las inmediaciones del poblado recopilando tueros, ramas secas y tarugos a velocidades que hacían sonrojar a Saig’o.

Con el tiempo y mejores materias primas, su habilidad se disparó a niveles estratosféricos. Su triciclo dejó de hacer ruido al rodar. Sus herramientas de madera comenzaron a rivalizar y a ensamblarse con las piezas de metal que forjaba Marko. Braqui se fue integrando en la aldea.

Y todo el mundo quería comerciar con Braqui. Hablar con ella no se podía, acercarse a ella era imposible, pero bastaba con esperar a que Braqui se fijara en los aldeanos para que se pusiera a hacer algo bueno y con madera para ellos. Un día, amaneció y los andamios de los muros de la aldea en vez de barro y paja eran de sólidas vigas de olivo. Pasaron los años y muchos trataron de hacer pasar a Braqui al interior y al calor de Cenital, todo en balde. Salvando alguna aparición fugaz en las fogatas nocturnas, Braqui prefirió seguir sintiéndose ratona, distante, silenciosa. Pobre Braqui.

Huidiza.

Aterrorizada.

Un día, Destral se cruzó con ella cuando salía de caza en plena noche. Ambos eran aves nocturnas.

Se cruzaron en el puente sobre el río. Él iba de montería porque había oído el reclamo de un jabalí a lo lejos. Ella iba hacia las fogatas taller, portando sobre su cabeza achatada un enorme mortero para moler maíz que acababa de tallar en nogal.

Lo normal hubiera sido que, al cruzarse sus miradas, Braqui dejara caer el mortero y desapareciera para meterse a toda velocidad en cualquier agujero o montarse en su triciclo de madera y salir pedaleando como alma que lleva el diablo. Pero algo cambió. Aquella noche Braqui se limitó a apartarse del camino de Destral a paso ligero hasta esconderse tras la madera de la carrasca más cercana, como esos gatos que ponen tierra de por medio sin calma pero sin prisa cuando un viejo conocido trata de acariciarlos.

Desde su escondrijo en el carrascal, Braqui sostuvo con sus ojos bizcos la mirada de Destral, sujetando con firmeza aquel mortero de maíz.

Y, sin moverse, le hizo su mejor regalo. No tuvo que talar ningún tronco ni que serrar ningún nudo ni que lijar ninguna rebaba ni que recorrer diez kilómetros en su triciclo hasta dar con la madera adecuada, porque aquello no necesitaba ninguna madera. Aquello sólo necesitaba un par de recuerdos y dos hilillos de baba.

Era una sonrisa.

Una sonrisa ladrona.

La sonrisa de un ratón.