Antorchas

Inmediaciones de la ecoaldea, 2014

La ranchera siguió avanzando, pero la medianoche era más rápida. El asfalto se descuidó un poco más, se retorció un poco y se despejó de vehículos abandonados. Destral encendió otro cigarrillo. Fumaba como si fueran a matarlo al amanecer.

De repente, al frente del vehículo, el chorro de luz hambrienta del faro descubrió, apenas a cien metros más adelante, las figuras de dos hombres que aparecían a ambos lados del camino. Se levantaron. Habían estado tumbados o agazapados, esperando algo, preparando la emboscada. Y, cuando se pusieron en pie, pudo verse que estaban desnudos y rapados de la cabeza a los pies.

Eso y que sus cuerpos eran enormes, musculosos, brillantes y de color gris.

Verónica detuvo el coche.

—¿Pero qué…? —empezó a decir Destral. El cigarrillo se le cayó de la boca y se afanó en arrojarlo por la ventanilla.

Los hombres frente a ellos, moviéndose al unísono, alzaron del suelo una especie de garrotes y los arrastraron contra el asfalto. La fricción, tal vez gracias al fósforo blanco, prendió sus extremos, que entraron en ignición de inmediato.

—Antorchas. Tienen antorchas —dijo Destral—. Nosotros tenemos un fusil de asalto.

Y se volvió a Raúl. Raúl. Un ojo marrón, el otro azul. Raúl le quito el seguro al arma y apuntó con ella.

Apuntó a Destral.

—Ellos tienen antorchas, sí —dijo Verónica—. Nosotros tenemos el fusil. Y tienes que hacer lo que te digamos a partir de ahora.

—Ya hemos llegado —añadió Raúl—. Baja del coche, líder tribal, y no hará falta que te dispare.