Enduro

Histona de la ecoaldea, 2008 — 2009

Destral y Agro siguen hablando, algunas veces, de cómo fue cuando encontraron por primera vez las tierras de Cenital, tras mil prospecciones.

Entonces Destral llevaba el pelo corto. Tenía una sonrisa blanqueada y acababa de plantar a una novia maquillada. Se afeitaba con una maquinilla de cabezal basculante. Se depilaba si pensaba que nadie lo iba a notar. Olía a desodorante. Leía a Santiago Niño Becerra, a Marc Vidal, a Ran Prieur, a Alberto Noguera. Era un brillante producto del sistema universitario español que ya había llamado la atención del gobierno, pese a que (y tal vez gracias a que) se conocía su relación con varios grupos antisistema.

Agro estudiaba Ingeniería Agrónoma, iba descalzo por el campus y llegaba pedaleando a la facultad, vistiendo ropas que compraba en mercadillos alternativos y rechazando hasta el agua de la cantina, que no era orgánica. En aquella época, Agro todavía no había comenzado a confeccionarse sus propias prendas primitivas, llevaba una sudadera en la que podía leerse «Malthus was an optimist» en vez de los habituales y toscos ponchos y capas que le harían parecer una especie de druida chapucero. Y tenía veinte añitos, la cara plagada de acné; la barba joven, irregular.

Se dieron cita un día en el Casal Social de Madrid, aprovechando que Agro visitaba la ciudad de Destral, durante unas Jornadas por el Decrecimiento que organizó el Ateneo Libertario. Se habían encontrado en Internet, en crisisenergetica.org, burbuja.info, peakoil.com… Y ahora aspiraban a conocerse en persona. Soñaban con construir una comuna autosuficiente en la que dar la espalda al resto del planeta. Soñaban despiertos.

Se conocieron. Se pusieron de acuerdo. Al poco de comenzar a tratarse ya brotó entre ellos una profunda relación que jamás se vería traicionada.

Meses después, tras fundar una comunidad de bienes, recorrían la frontera sur de Aragón en dos decrépitas motocicletas de trial extremo, de ésas que emplean los pilotos de enduro. Subieron y bajaron campo a través durante semana y media, observando con detenimiento las montañas, acampando al raso y repostando en los poblachos que les indicaba el GPS de Destral y las mil fotos por satélite que llevaba encima. Buscaban un enclave, un emplazamiento en el que asentarse. Un día, descendieron por una cañada rural apartada en los límites de la provincia de Castellón y encontraron una explanada amplia cerrada por un abrupto sistema montañoso a la que se accedía tras cruzar un espeso carrascal. Un afluente del río más próximo bordeaba la ladera.

Destral detuvo su máquina y Agro lo hizo poco después. Bajaron de las motos y pusieron los caballetes. Agro dejó caer junto al carrascal una de sus meaditas territoriales. Destral hizo un par de mediciones topográficas y después tomó lecturas y posiciones en su teléfono con GPS. Marcó el lugar en su mapa electrónico. Luego se sentó junto a su amigo del alma, sobre un enorme pedrusco, y se encendió un cigarro; Agro lió un porro. Compartieron una cantimplora.

—Tío. Esto mola —dijo Agro, al fin—. Este sitio mola mucho.

—No lo sabes tú bien. Junto a la carrasca en la que acabas de mear hay un par de cagadas de cabra montés. Maldita sea, siempre he soñado con cazar una de ésas y hacerme un shofar con uno de sus cuernos.

—¿Podría valernos, el lugar?

—Pues igual sí. ¿Hace si lo miramos más?

—Fijo.

—Yo iré al fondo, hacia las montañas. Examinaré esas formaciones rocosas, me da que hay hierro y calizas por ahí. Luego analizaré el agua del río, a ver qué podríamos hacer con ella. Tú ponte a examinar el sustrato y la profundidad del suelo. Tenemos que saber lo que podría cultivarse en este sitio, así que tendrás que hacerte una idea de la geología base para ver si cabe la posibilidad de excavar algún que otro pozo, o si crees que no vamos a poder plantar frutales ni junto a la ribera.

—Mola.

—Acamparemos junto a este mismo pedrusco. Si no le encontramos al sitio ninguna pega de aquí al amanecer, nos lo quedamos. Habrá que iniciar trámites para localizar a los propietarios de estas parcelas y luego comprarlas.

—Comprarlas. Tócate los cojones.

—Comprarlas, sí. Abel —dijo Destral llamando a Agro por su nombre de pila; entonces, en el 2008, era así como se trataban—, no podemos okupar las tierras sin más. Veinticinco mil euros cada socio tendrían que dar de sí como para que podamos poseer legalmente todo esto.

—Discrepo.

—Pues no lo hagas. Maldita sea, estamos todos de acuerdo en que el tinglado va a colapsarse, pero no sabemos cuándo lo hará. Ya sabes, podría ser en dos meses o en dos décadas. Y en veinte años hay veinte momentos en los que te desalojan de donde quiera que te puedas apalancar cuando eres un okupa. Lo mejor, si aspiramos a establecernos de forma óptima y ordenada, es que lo hagamos de manera sostenible a largo y a corto plazo.

—Para que luego nos desalojen a base de expropiarnos o requisarnos todo.

—Entonces será el momento de desobedecer, no ahora. Ahora no vamos a establecernos aquí sin antes obtener una escritura y un marco legal que nos defienda mientras dure la estabilidad.

Y la estabilidad duró muy pocos años ya.