Historia de la ecoaldea, 2011-2013
Crestas es la cocinera de la ecoaldea. Siempre ha tenido buen gusto y buena disposición para guisar, lo mismo que su vida por los desaguisados. No, en este capítulo tampoco venimos a despachar una historia positiva sino a enfocar otro derrumbamiento desde un plano cenital.
Crestas tenía diecinueve años cuando el mundo comenzó a caerse a cachos bajo sus pies. Nunca quiso ni estudiar, ni trabajar, ni votar ni hacer nada que no fuera darle a los mandos de la videoconsola y fumar canutos. ¿Para qué otra cosa?
Sus padres comprendieron enseguida que Crestas ni esto ni aquello ni lo demás ni de coña. Era una nini y como tal la trataron. Pero ni pudieron ponerle remedio ni pudieron darle horizontes a su niña nini.
El padre de Crestas tenía una empresa que vivía de las contratas con las administraciones locales. Llegó la crisis y las administraciones locales dejaron de pagarle. Para cuando los ayuntamientos le debían tres veces su empresa al padre de Crestas, el padre de Crestas ya llevaba tres veces refinanciadas sus deudas, así que un día, cuando se presentó a una nueva contrata, se encontró con que no se la concedían ya, visto que era insolvente.
Insolvente por y para la misma administración.
Entonces, el padre de Crestas le dijo al banco que él tampoco tenía intenciones de pagar a tiempo los plazos de sus deudas. Pero el banco no estaba dispuesto a tragar lo mismo que él y respondió amenazando con ejecutar la hipoteca sobre la casa en la que languidecían Crestas y su madre, una parada de larga duración que ya había agotado el subsidio, la juventud y la paciencia.
Y, claro, a Crestas no podían venirle sus padres diciéndole que se labrara un porvenir, mientras el porvenir que ellos se habían labrado se iba al carajo. Así que siguió con la consola, las crestas y los porros; ni mostró preocupación ni se comportó como si aquello fuera con ella. Sólo salía de su cuarto para comprar comestibles y convertirlos en platos exquisitos.
Y eso hacía sentir a su madre más inútil todavía.
Crestas cocinaba tan bien que su padre ya no quería que fuera su madre quien se ocupara de hacer la comida. En casa la reprendían cuando no hacía nada y, cuando hacía lo único que había que hacer, le hacían sentirse mal. Ya casi era tan nini que ni cocinar podía.
A veces sentía la necesidad de alejarse de todo y marchaba a una ecoaldea en la que se juntaba con sus extraños amigos, durante breves acampadas, tras las cuales volvía a casa otra temporada. Una pandilla de desesperanzados como ella, aquella horda de inadaptados era toda su vida social. Comenzaba a ser su verdadera familia. Ellos sí la animaban a guisar.
Y es que, aunque Crestas ni tenía fe ni esperanzas ni planes ni vergüenza, sí tenía algo que le hacía ser algo: era una cocinillas. Disfrutaba entre fogones, cazos y pucheros. Hacía virguerías con las ofertas del Mercadona. Tenía talento para el caldo, el aderezo, el salpimentado, el cocido. Hacía magia en la cocina. Llevaba desde los catorce cocinando en plan autodidacta.
En su día, sus padres la enviaron a la Escuela de Hostelería y, aunque por allí ni duró mucho ni terminó un examen, sí aprendió cosa buena. Pulió su técnica. Para cuando sus padres andaban al límite de deudas, Crestas, la nini, consiguió un empleo de pinche de cocina que mantuvo un tiempo. No lo hizo ni por labrarse una trayectoria ni para tener dinero, sino por diversión. Y tal vez para ayudar en casa.
Pero su primera nómina apenas sirvió para aplacar la voracidad de aquel préstamo encabronado. Crestas habría cocinado para todo el consejo de administración del puto banco, ya no por quitarles el hambre, sino por pasión. Las pasiones son como el salario mínimo, nadie puede embargártelas. No te suelen servir para ganarte la vida, sino para vivirla.
De modo que Crestas se infló a cocinar y sus padres vieron que la habían recuperado para el mundo justo cuando el mundo los descartaba a ellos.
Un día tuvieron un accidente. Nadie sabía adónde irían por aquella carretera, pero el caso es que se metieron en un coche de alquiler y se estamparon contra un camión de ocho ejes. A Crestas le pagaron el funeral y le entregaron dinero como para pagarle también al banco, pero Crestas no quiso que al banco le llegara ni un duro.
Renunció a la herencia y se quedó con el dinero.
Ahora el banco lo mismo le debía dos padres. Y lo mismo le guardaba los cuartos.
A cambio de ponérselos a mal recaudo le regaló un juego de cacerolas que ni le servían para cocinar al vapor ni le servían en la vitrocerámica que ni tenía ni quería.
Pensó en dejar su empleo y así lo hizo. Luego pensó en alquilar un piso para meterse dentro y pasar los días jugando a la consola sin mucha esperanza en el futuro, y así lo hizo; pero, entonces, pese a que ni se había retrasado en los pagos ni debía un duro, le cortaron la luz. A ella y a toda su ciudad. Y el mundo de tanto girar se torció. La oscuridad trajo hambre. Las avenidas se convirtieron en jaulas de locos; las estaciones del metro, en fosas comunes; las plazas, en buitreras; el alcantarillado, en un búnker. El césped, en caviar.
Desahuciada por segunda vez, Crestas salió a la calle. Ni sabía qué estaba pasando ni lo quería saber; ni pensaba adaptarse a nada ni tenía mucho instinto de supervivencia. Tanto batallar con todo y volvía a ser una nini. Ya ni la consola ni los porros. Y, ahora que no había para comer en ningún lado, todo el dinero que Crestas podía llegar a reunir ni se podía comer ni tenía mucho sentido cocinar.
Crestas ni supo qué hacer ni lo hizo. En la calle la gente ni quemaba cajeros, ni acampaba ni se manifestaba. Todos corrían y bramaban hasta el amanecer sin que hubiera sitio adonde ir ni horizonte al que correr.
Así que Crestas fue a reunirse con sus amigos, aunque nadie sabe ni qué se hizo de su dinero ni cómo es que su falta de interés por todo ni le impidió pedalear hasta Cenital ni le hizo abandonarse a la inanición. Todos recuerdan que Crestas ni se inmutó cuando le dispararon ni se quejó mucho cuando Sapote le sacó la bala. Una vez tras los muros de la ecoaldea, ni aprendió a disparar ni hizo jamás ninguna otra cosa en Cenital que no fuera cocinar.
Crestas siempre será una nini. Ni es que le importe el apelativo ni es que signifique mucho para ella. Para Crestas ni hay cosas que signifiquen mucho más que sus cacerolas ni hay cosas que merezcan mucho la pena recordar.
Crestas cuece, rehoga, hornea. Crestas mira el fuego y sabe cuánta llama es necesaria. Cocina como los dioses, aunque ni siquiera sabe cómo lo hace. Ni que fuera ciencia infusa.
Nada le importa ni le conmueve ya. Está convencida de que todo acabará mal.
De que el futuro está a cinco minutos de cocción. En su punto.
Dentro de una olla a presión a la que se le ha terminado el caldo.